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Capítulo 1
De la desigualdad a la fragmentación Introducción

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En el transcurso de las últimas décadas, sobre todo a partir de los años ochenta del siglo pasado, la desigualdad socioeconómica en el mundo se incrementó. Diversos reportes señalan que, en coincidencia con un extendido consenso internacional en torno a políticas de ajuste neoliberal y la aceleración de los procesos de globalización, la desigualdad creció desde entonces en la mayoría de los países del orbe, independientemente de su nivel de desarrollo. Así, por ejemplo, de los 22 países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (ocde), la desigualdad creció entre 1985 y 2010 en 17 de ellos y solo descendió en 2 (Turquía y Grecia). Si bien América Latina presenta matices y su progresión temporal no fue lineal durante este período, en general ha seguido la misma tendencia. A pesar del incremento generalizado de la desigualdad en el resto del mundo y de haber experimentado en la última década un desempeño económico relativamente favorable, nuestra región continúa siendo la más desigual del mundo (cepal, 2011).

En México, la desigualdad ha marcado históricamente de manera profunda y persistente la estructura social. Desde su pasado colonial y en sus dos siglos de vida independiente, el país se ha caracterizado por los fuertes contrastes en las condiciones de vida de diferentes segmentos de la población. Pese a los innumerables avances logrados en diversos indicadores sociales, la desigualdad ha persistido e incluso, en algunos momentos, las brechas sociales se agudizaron. En los años más recientes, no ha habido cambios sustanciales, más bien, las mismas tendencias globales y regionales mencionadas en el párrafo anterior parecen haber acentuado el carácter desigual de su estructura social.

La concentración del ingreso medida por el Indice de Gini, por ejemplo, se incrementó de 0.45 a 0.48 entre 1985 y 2010, alcanzando niveles muy altos en los años noventa. Los ingresos reales en el país crecieron mínimamente durante todo este período, pero mientras los ingresos del decil más pobre (aún con programas masivos de transferencias condicionadas) aumentaron 0.8%, los del decil más rico crecieron el doble (1.7%). Junto con otros factores, esto se tradujo en una ampliación de la brecha entre los más y los menos privilegiados. En los países de la ocde, la relación entre el ingreso promedio del último y el primer decil es de 9 a 1, pero en México, el ingreso de los hogares ubicados en el decil más rico es 27 veces mayor que el ingreso de los hogares del decil más pobre (ocde, 2011).[1]

Estos indicadores muestran una brecha profunda que separa los extremos de la estructura social; pero la desigualdad no se reduce a la distancia entre estos dos polos. También se expresa en los contrastes entre la mitad de la población que vive en la pobreza y lucha cotidianamente para sortear múltiples privaciones y desventajas, y el 20% de las clases más altas que disfrutan estándares de vida equiparables o superiores a los de clases similares en países más ricos y desarrollados. De acuerdo con las estimaciones más recientes del coneval para el año 2012, 53.3 millones de mexicanos son pobres, lo cual equivale a 45.5% de la población total.[2] La desigualdad también se deja ver en una pequeña clase media difícil de asir, pulverizada y vaciada de sentido como categoría unívoca, homogénea y perdurable, y que se ve atravesada por significativas desigualdades intracategoriales y diacrónicas.

Pese a su magnitud y centralidad en la sociedad mexicana, los estudios sobre la desigualdad han sido escasos y se han concentrado sobre todo en una sola dimensión de carácter económico. Como consecuencia, hoy predominan los estudios de carácter cuantitativo, centrados principalmente en el análisis de la distribución del ingreso a través de diversos indicadores y en asociación con diferentes factores. La contribución de esta literatura ha sido y continúa siendo fundamental para conocer y entender mejor la dimensión objetiva de la desigualdad, su evolución a través del tiempo y su asociación con diferentes procesos socioeconómicos. Sin embargo, ni las bases de datos más amplias ni los modelos estadísticos más complejos son capaces por sí solos de transmitir una imagen correcta y completa de la realidad social (Collins, 2000). La escasez de estudios, por un lado, y el predominio de un perfil cuantitativo, por otro, limitan nuestras posibilidades de entender la vida y el orden social bajo tales niveles de desigualdad, y resultan insuficientes para responder cómo se vive en y con la desigualdad, o cuáles son sus consecuencias en las experiencias de vida individual y social.

La desigualdad no se reduce a una sola dimensión. Dubet (2001) ha señalado que en relación a la desigualdad pueden asumirse dos posiciones: intentar describir las desigualdades, sus escalas y registros, su crecimiento o su reducción, lo que supone escoger una dimensión particular, como el consumo, la educación o el trabajo; o analizar las desigualdades como conjunto de procesos sociales, de mecanismos y experiencias colectivas e individuales. Para encontrar una respuesta a las interrogantes anteriores coincido en que es necesario asumir esta segunda posición.

En sociedades profundamente desiguales como la de México, la desigualdad social trasciende la variable económica o de ingresos, y permea prácticamente todos los rincones de la vida individual y social. Nos enfrentamos con condiciones-de-vida fragmentadas, pero también con experiencias biográficas y estilos de vida, sentidos y percepciones fragmentadas, con espacios urbanos, escolares y de consumo fragmentados, y con ámbitos de sociabilidad y campos de interacción igualmente fragmentados, por mencionar sólo algunos ejemplos de un mismo fenómeno que puede encontrarse en múltiples esferas de la vida social. La “superposición” y “coincidencia” de estos diversos ejes de desigualdad y diferenciación da lugar a la conformación de espacios de inclusión desigual y de exclusión recíproca. La coexistencia de mundos social y culturalmente distantes y aislados unos de otros es lo que en este libro denominaré fragmentación social.

Las dimensiones subjetivas de la desigualdad resultan esenciales para analizar y comprender este proceso. En la fragmentación social contemporánea confluyen tendencias estructurales y seculares. La transformación de la desigualdad como categoría unidimensional de estratificación de los individuos sobre un solo eje, en fragmentación como categoría multidimensional de exclusiones recíprocas e inclusiones desiguales, nos obliga a complementar la descripción objetiva de la desigualdad, con un análisis profundo de sus dimensiones subjetivas.

La dimensión subjetiva no significa ideacional o individual, sino centrada en el sujeto. Tampoco significa necesariamente micro en términos teóricos ni ontológicos, pero sí supone asumir una perspectiva metodológica micro. La dimensión subjetiva, en términos antropológicos, significa para nosotros centrar el análisis en la experiencia del sujeto de la desigualdad, lo que a su vez implica considerar dos grandes aspectos difícilmente escindibles entre sí como son las prácticas y los sentidos.

La experiencia de la desigualdad no debe confundirse tampoco con la vida de los pobres o en la pobreza. La desigualdad no son sólo los pobres, ni es un problema que sólo los afecte a ellos o pueda equipararse a la pobreza. La otra cara de este fenómeno es la riqueza y el privilegio; la desigualdad incluye también a los ricos y es un problema que atañe y afecta también a las clases más altas de la sociedad (Scott, 1994). Los estudios sobre la desigualdad, sin embargo, han sido muy reticentes a incorporar en el análisis la riqueza y el privilegio. Tal como lo sugieren Rowlingson y Connor (2010) hay múltiples razones que explican la prioridad otorgada a la pobreza, pero una de las más importantes es que mientras la pobreza es considerada un problema social, no ocurre lo mismo con la riqueza. Hace poco más de una década, Ray Pahl (2001) añadía otra posible explicación; señalaba que se podía ver en Europa un consenso emergente respecto a que los pobres no debían ser tan pobres, pero no se percibía, en cambio, ninguna insinuación siquiera de un consenso similar respecto a que los ricos no deberían ser tan ricos. Este comentario resulta válido para el caso de México y para muchos otros países de la región, y sugiere que la riqueza y el privilegio son temas expresamente olvidados, sino vedados, a la investigación social.

El análisis de la desigualdad, sin embargo, exige incorporar a unos y a otros, a ricos y a pobres, a las clases privilegiadas y a las populares. Pero la experiencia de la desigualdad no debe confundirse tampoco con un análisis de la vida en la pobreza y en la riqueza, o de los respectivos contrastes; es decir, no alcanza con una simple comparación descriptiva de estilos de vida en la precariedad y la opulencia. Se refiere, en cambio, al análisis de la experiencia de vida de unos y otros, pero no en términos aislados y unitarios, sino como experiencias de vida relativas, permeadas y moldeadas por sus recíprocas existencias y por la distancia que las separa. No se trata de comparar las características de peras y manzanas, sino la relación entre las raíces y los frutos. Es un análisis de una dimensión relacional y social de la experiencia de vida.

Asumir estos supuestos sobre la desigualdad como experiencia colectiva, de carácter relacional y multidimensional, expresada en las prácticas y sentidos cotidianos de los sujetos, nos conduce a rescatar un concepto por momentos abandonado en la investigación social pero que la persistencia de la desigualdad ha revitalizado en estudios recientes: la clase social. Este libro se refiere a la desigualdad de clase o, dicho en otros términos, entre clases sociales. Los estudios sobre estratificación o los ensayos del marxismo ortodoxo, han utilizado tradicionalmente este concepto como una categoría colectiva preexistente en la cual clasificar y ordenar a los individuos de una sociedad según una variable continua o discreta, pero en ambos casos unidimensional (ya sea la ocupación, el ingreso o la escolaridad en un caso, o la relación con respecto a los medios de producción en otro). Pero la clase también puede ser concebida como experiencia, como una experiencia de clase.

“La clase se define por los propios hombres según y cómo vivan su propia historia; y, en última instancia, es la única definición posible”, señala Thompson en su ya famoso prefacio a La formación histórica de la clase obrera (Thompson, 1977: 10). Pese a la ambigüedad por la que se lo ha criticado, con esta frase —cuyas derivaciones han sido múltiples—[3] el autor sugiere que la clase no existe afuera de la experiencia vivida por los sujetos, y solo es construida como categoría colectiva histórica o analíticamente. No se trata de una experiencia cualquiera, sino de una experiencia cuya especificidad consiste en estar asociada a la condición de clase, es decir, a las condiciones materiales de existencia derivadas de la inserción de los sujetos en la estructura social. La condición de clase se expresa (no determina) en una experiencia compartida o común de clase.

Esto no significa necesariamente la presencia de una identidad de intereses o de una conciencia de clase, lo cual en una perspectiva marxista se anticipa inevitable, y en una más ecléctica, como la de Thompson, se asume como resultado de su formación histórica. La identidad de clase, en un sentido más antropológico y menos político, no es un subproducto de la experiencia de clase (ya sea inevitable o histórico), sino que es constitutiva de esa experiencia. La clase como experiencia, despojada de ese debate, coincide así con lo que Bourdieu define como un habitus de clase, es decir un sistema de disposiciones socialmente construido a partir de condiciones de existencia compartidas (Weininger, 2005). De esta manera, la experiencia e identidad de clase se traducen en prácticas y sentidos (Savage, 2000), e incluso en sentimientos y pensamientos (Reay, 2005), todos los cuales son difícilmente asibles a través de una variable clasificatoria.

Los ingresos, la educación o la ocupación, entre otras posibles variables unidimensionales, no son bases sólidas para sustentar una identidad de clase, como señala DiMaggio (2012), aunque puedan sugerir cierto estatus (por ejemplo, ser universitario o profesional); a decir verdad, esas variables no agotan lo que significamos cuando hablamos de clase, y los agrupamientos que pueden producirse a partir de ellas, además, tienden a ser internamente heterogéneos respecto del resto. Por esa razón, la clase, para nosotros, es al mismo tiempo una herramienta heurística y no una categoría preexistente. La clasificación de los sujetos individuales en una clase puede ser más o menos precisa, pero ello no es lo más relevante para los intereses de esta investigación; lo sustancial es poder sustentar etnográficamente algunos aspectos de una experiencia común derivada de una misma condición de clase. Es así que en lugar de múltiples categorías estrictamente delimitadas, resulta conveniente para nuestros fines partir de categorías amplias y flexibles que denoten condiciones de existencia compartidas, tal como lo planteó Bourdieu al sugerir una distinción entre clases dominantes (les classes dirigeantes) y clases populares (les clases populaires) o, más modestamente, entre jóvenes de clases privilegiadas y jóvenes de clases populares, como se plantea en este libro.

En este sentido, la experiencia de la desigualdad puede concebirse como una dimensión incrustada en la experiencia de clase. En sociedades con una desigualdad persistente, nadie escapa a ella y se experimenta desde muy temprana edad; podríamos decir que desde que nacemos acompaña y marca toda nuestra experiencia biográfica. DiMaggio ha sugerido algo similar, al señalar que la clase debería ser tratada como un constructo analítico que modela nuestras interacciones a partir de su temprana influencia sobre el capital lingüístico, el habitus, la crianza, las redes sociales y las experiencias de vida de los actores (DiMaggio, 2012: 28).

Los estudios sobre la niñez y la juventud tienen precisamente esa particularidad de poder situarse en uno de los principales engranajes de la relación individuo-sociedad, en una instancia primordial de la construcción de una sociedad de individuos y de la formación misma del individuo (Elías, 2000). La transformación de la desigualdad social en fragmentación social no es un accidente ni un acontecimiento puntual, tampoco responde a un fenómeno específico y coyuntural; para decirlo con sencillez, no surge ni desaparece de un día para otro, y tampoco se altera con más programas de transferencias condicionadas, con un incremento en el impuesto a la renta, o con una desaceleración del crecimiento económico, por mencionar algunos factores indudablemente asociados.

La experiencia de la juventud (y la niñez) nos brinda una oportunidad única para explorar la emergencia de la fragmentación social. La niñez y la juventud representan períodos cruciales en el curso de vida de los individuos. Por un lado, las oportunidades y constreñimientos vividos en esta etapa marcan profundamente las posibilidades y condiciones futuras de bienestar e inclusión; las condiciones estructurales en este período dejan una fuerte impronta para el resto de la vida. Pero, por otro lado, es un momento crítico en los procesos de socialización y construcción de subjetividad que marcan con la misma profundidad los espacios de integración social y cultural de los individuos; las dimensiones subjetivas de la desigualdad resultan claves en esta etapa. Estos dos factores hacen que la experiencia de la desigualdad durante la niñez y la juventud constituya un aspecto fundamental en el proceso de fragmentación social.

Juventudes fragmentadas

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