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RODÓ, EXPRESIÓN ESTÉTICA DEL IDEALISMO

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Si en las corrientes estéticas que han agitado el espíritu de América Rubén Darío es el abanderado en la poesía moderna, en la no menos admirable prosa modernista José Enrique Rodó representa el descubrimiento maravilloso de una modalidad estética.

Aquella prosa escultórica y olímpica que se depura y perfecciona en el siglo de oro de la península, con un Lope, un Quevedo, un Cervantes, se rejuvenece con la misma gracia y donosura en las manos clásicas de José Enrique Rodó, el profeta laico de América, encarnación de los ideales más puros y más nobles que hayan pasado en cerebro de hombre americano.

Pero antes de hacer algunas consideraciones y de bosquejar someramente el panorama literario de Rodó, es del todo imposible aislar su personalidad de patriota y de humanista, ya que toda su obra es la proyección sentimental de un espíritu que agota energías individuales y recursos estéticos, para plasmar en obra lo que concebía en pensamiento.

El vislumbre de la deslatinización de América con la pérdida de sus tradiciones e ideales, para mirar aquella conducta práctica y utilitarista de los yankees, era algo que laceraba el espíritu delicado de Rodó. Él fustigaba implacable aquel comportamiento del norte que tiene por meta la civilización exclusiva y el poderío material por su más alta inspiración.

El porvenir de América y de la juventud eran el norte de su acción; canta sus glorias con una perfección de estilo y con una unción casi mística. Él es la misma encarnación de “El que vendrá”, el héroe que inicia la batalla por los fueros del espíritu, vilipendiados y pervertidos por las inmigraciones malsanas del pensamiento europeo. Pero seríamos injustos si hiciéramos a Rodó apóstol exclusivo de esta causa moralizadora y doctrinaria.

Si recorremos los horizontes de los países hispanoamericanos notaremos con sorpresa ejemplares que sobrepasan y superan el pensamiento y el sentimiento comunes de sus contemporáneos. Sociólogos y pensadores, artistas y científicos, dan también sus cantos para conformar en estructura marmórea y eterna, aquella epopeya que enlaza Rodó con hilos dorados en las páginas inmortales de su Ariel. En el arielismo la América empieza a tener conciencia de sí misma, de su yoidad y su destino; Rodó entroniza entonces como el portaestandarte del idealismo grecolatino; antes de él, la América no tenía basamentos para fundar una filosofía de la vida americana, seria y constructiva; Rodó hace el milagro de unificar y sistematizar los elementos dispersos, como lo hiciera el ciego de la Hélade, al unir con su númen poderoso los cantos épicos en dos vastas epopeyas, que sintetizan las glorias y grandezas de un pueblo y una raza.

Se destacan con relieves continentales: JOSÉ MARTÍ, héroe de la acción y pensamiento, canta en estertores románticos el amor a la libertad y el bien de la justicia, fustiga con sus ideas taladrantes la opresión y la ignominia y se convierte a la vez en víctima de sus ideales, en libertador de su patria. “Escritos de un patriota”, son el reflejo fiel de un alma entregada al bien de sus semejantes y al amor de la libertad. José Martí murió por defender lo único que justifica la razón de existir, pero en Cuba y en América yace en actitud olímpica sobre el pedestal de la gloria.

EUGENIO MARÍA DE Hostos, sociólogo y profundo pensador, consagra lo más vivo de sus energías al porvenir de las nuevas sociedades. Moral social brota de su pluma y cae en el firmamento de América como luz irradiadora de manantial inextinguible. Es en sí el evangelio que adoctrina al gobernante en su conducta dirigente. Hostos se extingue también en la culminación de sus propósitos, pero Puerto Rico y América le esculpen un mármol consagratorio, que venza las ondas del tiempo, ese en que se basó Heráclito, el filósofo antiguo, para decir que todo pasa.

JUAN MONTALVO, el bravío polemista, sufre la persecución y el destierro y en él, en lugar de dedicarse al ocio enervante de la contemplación y a las amarguras del exilio, se dedica a esculpir Los siete tratados, y los lega a América libre, su eterna ilusión, como patrimonio del hijo que sufre las inconsecuencias de la suerte por defender sus derechos y glorias más puras. Por eso el Ecuador y la América lo estrechan con abrazo amoroso de eternidad.

FAUSTINO SARMIENTO, pensador profundo, refleja en su Facundo el amor de patriota y las excelsitudes de filósofos, visión clara del porvenir, le da a la América leyes para adquirir conciencia de sí misma. Argentina y la América le tienen siempre como un símbolo de todo lo noble que agita el espíritu del hombre; por eso, aunque pasen los años y las sociedades se sucedan, Sarmiento perdurará en el tiempo y en el espacio, los supremos reformadores de las cosas.

Y tantos otros patriotas y geniales escritores, que pasaron por el cielo tiranizados por la patria, pero que al menos la vieron nacer para la gloria y para la libertad; a esos también dedicó el sentimiento americano, una oración consagratoria.

Y JOSÉ ENRIQUE RODÓ, el súper-hombre de América, mas no la inhumana concepción nietzscheana de la superación del fuerte por la destrucción del débil; más bien en la interpretación trascendente del hombre, que busca siempre lo superior en las jerarquías del espíritu; en la interpretación racional del hombre, que quiere encontrarse a sí mismo y que para culminar esta profesión de “ser hombre”, que predica como evangelio a los cuatro horizontes de América, quiere buscar en la acción la capacidad transformadora y la norma de vida.

Por eso es para mí el superhombre o arquetipo americano, por la amplitud de concepciones, por sus sentimientos de universalizar la patria, que para él no es un suelo circunscrito por los horizontes uruguayos, pues él no era ciudadano de Montevideo, sino de lo que llamaba con noble sentido “La Magna Patria”, Hispanoamérica; porque él no concebía fronteras en esta comunidad de países, cuyos límites no eran sino artificiosas divisiones o una simple expresión geográfica. La magna patria es la que encierra los sentimientos espirituales y políticos de un pueblo, y en tal sentido, Hispanoamérica es hija de una sola espada libertadora que le dio estructura política y de una sola madre que le dio la herencia espiritual y religiosa de su raza.

Su obsesión permanente era infundir el hálito de espiritualidad a aquella juventud en quien veía la única tabla de salvación y a la cual predica su evangelio generoso en las noches […] de Ariel, la biblia del porvenir americano.

Ariel, es el título de la obra más idealista de la literatura hispanoamericana, encarna la conquista del hombre en los terrenos del espíritu. Sus personajes son evocados de La tempestad de Shakespeare, pero Ariel se personaliza humanamente en Rodó, lo mismo que su contrapuesto Calibán; son personajes corpóreos que viven en la realidad.

En la concepción shakespereana, Ariel es un genio del aire, que a una invocación de Próspero y por un poder sobrenatural se transforma para hacerle el bien, ya en tempestad, ya en ninfa del agua, ora en aspectos multiformes según las circunstancias. Calibán es símbolo de torpeza, de esclavitud y sensualismo en la misma concepción, pero siempre circunscrita a invocaciones y conjuros.

En Rodó los personajes son humanos, viven en la realidad, son los arquetipos de la especie. Más semejante los encuentro en caracteres, cuando los comparo con la magistral obra de Cervantes, en esa intuición de la realidad que encarnan en Don Quijote y en Sancho. Aunque los caracteres llegan a identificarse: espiritualidad en Ariel y Don Quijote, materialidad en Calibán y en Sancho, el fin que se proponen es distinto: en Rodó obedece a un motivo de idealizar la América sobre los vestigios de Calibán. En Cervantes el motivo es literario, aunque se vale de los mismos recursos; desea depurar la novela de caballería fustigando lo innoble y despreciable que la afean, para seleccionar lo bueno y superarlo. Lo fantástico e irreal campea en sus antecesores, son el motivo de reacción del Manco de Lepanto, que supera con su concepción cósmica todo lo que del género anda disperso en el ambiente. Ahí está la gloria del Quijote, en la humanización de los personajes y los caracteres; ese es el baluarte de Ariel, llegando a superar el motivo de La tempestad.

Ariel es la preocupación por los nobles y altos problemas del espíritu, por sus valores más altos, es el dinamismo, es el obsesionado ante el vislumbre de la personalidad. Ariel es como un Goethe americano, siempre ambicioso de mayor luz y mayor superación.

En América se consagra Ariel como majestad deslumbrante y olímpica en el panteón de Montevideo. Rodó en su vestal más entusiasta. Para mí, Ariel es la encarnación de Rodó pasado a vivir en sus ideas para adoctrinar la juventud. Calibán es el espíritu de la época y de la circunstancia histórica, materialista y despreocupada, que agota la vitalidad decreciente de la América.

Pero estudiemos la obra de Rodó con fidelidad cronológica: en la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales, fundada por él en asociación de Víctor Pérez Petit, su mejor biógrafo y otros compañeros, refleja ya las inquietudes de su espíritu y empieza a cultivar los laureles que le prodigara con justo criterio la crítica continental, como una figura de relieves universales.

Vislumbraba ya el ocaso del siglo XIX, era el año de 1897, las sombras del crepúsculo se confundían con el nuevo despertar. En este año publica El que vendrá, como una réplica a eso que llamaba con sabor nostálgico “La soledad del alma”. Refleja el libro nítidamente una profunda erudición literaria y artística, es una obra plena de ensayos críticos y originales, donde se nota un tinte inconfundible de americanismo, al exaltar los nuevos valores que en los campos del espíritu se habían sustraído felizmente a las circunstancias enervantes del ambiente, desierto de idealidad y plano de materialismo. Rodó es en la América de las más altas expresiones de crítica literaria; su afán por valorar los sentimientos estéticos de América lo consagra al estudio de la nueva generación: comentario y prólogos, ensayos críticos sobre obras americanas, constituyen el fondo de este libro. Taine le emocionaba con su “filosofía del arte” y fue en el Nuevo Continente su digno sucesor.

Tenía solo veinticinco años, si se tiene en cuenta el tiempo con su criterio matemático, pero la preocupación del porvenir americano le había ya envejecido. La América entera recibió con asombro estas primicias de su ingenio, que solo eran un intento esquivo de su espíritu antes de fulminar el pensamiento americano con la gestación propicia de su Ariel; que aparecería en 1900 llevándolo al pináculo de la gloria.

La expectativa del cercano florecer del siglo XX impresionaba su númen de profeta; el ocaso del siglo XIX lo llenaba de delectación melancólica porque había transcurrido sin que el hombre americano tuviera conciencia de sus propios valores. La civilización inundaba inmisericorde los campos del espíritu; la filosofía de Comte y de Spencer trajeron las consecuencias fatales de un positivismo fatal y disolvente; el utilitarismo se tenía como norma y disciplina de la vida; James lo complementa con su pragmática en estructura sistémica, y los sustentan Schiller en Inglaterra con el nombre de humanismo y Nietzsche en Alemania, y que para colmo de los ideales superiores del espíritu descartaba la autonomía del pensamiento, para circunscribirla a lo que era útil y estimulador de la vida. Falsas todas estas disciplinas del pensamiento filosófico, que trajeron como consecuencia natural una crisis total de valores filosóficos. Sin embargo, en América pocos se daban a estas especulaciones y menos podían hacer por rebatir sus inconsecuencias.

En Rodó anidaba la convicción de que quizá el amanecer del siglo XX era el despertar de un nuevo espíritu. Se justifica esta razón por sus variadas modalidades psicológicas; Rodó se levanta en reacción con su prosa marmórea y eterna y clama por los fueros del espíritu, en esa obra que se llama Ariel, que todos recibimos con veneración y asombro y que parece ser una reflexión de la América sobre sí misma.

Ya Ariel es un paso decisivo, aunque no definitivo en la vida literaria de Rodó; significa en su […], el eslabón que lo une a la inmortalidad y el primer peldaño que escala en su ascensión a la gloria.

En Ariel plantea la incógnita del porvenir americano y no pasa indiferente ante el enigma, porque él antes que inteligencia privilegiada del arte, es un patriota que hace frente a sus problemas con las virtudes de su acción y de su pensamiento.

Ariel es ya, no una incógnita ante el desconocimiento de la incógnita, sino una solución ante el conocimiento de la incógnita. Plantea el dilema al continente: o sea acepta Ariel como encarnación de los ideales puros de América; o se acepta a Calibán representación del espíritu mediocre, irracional y despreocupado. Ariel es el hombre, el dinamismo de la conciencia en la solución de sus problemas, la reflexión ante la visión de su destino humano y sobrenatural, es el hombre en que tanto soñó Sócrates, el creador de la cultura occidental, al fundar la vida humana sobre el “conócete a ti mismo”. Ariel, pudiéramos decir, es la voluntad en la acción humana; y Calibán es el instinto siempre persistente e inmodificable. Ariel representa en la América la luz que ilumina los derroteros del porvenir; y Calibán, la oscuridad que proyecta su maléfica sombra. Ariel es en la circunstancia histórica de 1900, la promesa del siglo que empezaba. Calibán era el pasado, un pasado lleno de desolación y de miseria.

Este es el contenido espiritual de Ariel: la réplica estética del idealismo a los arcanos profundos de aquellos sistemas filosóficos. En este ideal de espiritualización americana propuesta por Rodó, yo noto una clara reminiscencia de aquella intención filosófica de Platón, al querer transformar la vida helénica por las influencias divinas del arte.

La expresión formal de Ariel es digna de encomio y de la más sincera exaltación, como realmente lo hicieron un Menéndez y Pelayo y un Leopoldo Alas (Clarín), representaciones autorizadas en crítica literaria, para los cuales no pasó inadvertido este descubrimiento maravilloso de la prosa de Ariel, que tiene la unción de un místico pagano, por la pulcritud y diafanidad de su espíritu y por la orientación moralista de su pensamiento. En esta obra, ensayo por la denominación de la crítica, la prosa es bella y depurada, el estilo perfecto y sostenido, el pensamiento alto y profundo, todo subido en grado máximo. Ella tiene la profundidad y elevación de Hostos, la poética entonación de Darío y el discurrir oratorio de los académicos. Él pulula su prosa con la majestad del pincel de Miguel Ángel, y esgrime radiante su estilo con el colorido de la paleta de Leonardo y deja en el espíritu una constelación de ondas sonoras; yo me represento esta sonoridad comparándole a un verso en Goethe en las manos sutilísimas de Schubert. En Rodó se unieron en armonía indisoluble la perfección formal de Flaubert y el sentido profundo de Guyau, Renán y Anatole France, sus ídolos franceses. Su prosa es como una red de telaraña, en que un hilo representa la idea y el nido todo, las relaciones en conjunto.

Su inquietud por el comportamiento ético del individuo es manifiesto, considera el valor por encima de lo útil, como acierta a decir el prof. B. Mantilla Pineda en su Axiología: “Los valores no son sino lo que valen”. Es un acendrado espiritualista, aunque no extraña su criterio al asunto al asumir tal posición: “Yo no amo a la América sajona, pero sí la admiro”, porque él como ninguno consideraba superpuestos la carne y el espíritu en la condición humana, aunque sí con una notoria preponderancia del espíritu; sabía bien que el hombre, como decía Pascal, no es ni ángel, ni bestia.

Rodó vivió para hacer exaltación de los valores humanos y defenderlos; aunque un gran admirador de Nietzsche, condena su concepción monstruosa del antiigualitarismo y aquella terrible sentencia de que la sociedad no existe sino por sus elegidos, menospreciados los débiles y deificando los fuertes. Qué distanciados están Rodó y Nietzsche en la concepción humana del súper-hombre, del prototipo de la especie.

Para el primero es la unificación perfecta de las facultades nobles del hombre, encaminadas a alcanzar un objetivo racional.

Para el segundo es la superioridad de las fuerzas contra los sentimientos, el poderío contra la igualdad, la caridad y el honor. En nuestra América sería como la representación del hombre antisocial.

La concepción filosófica sobre el prototipo de la especie difiere esencialmente en los dos pensadores y se justifica, si se tiene en cuenta la idiosincrasia de los pueblos respectivos: Alemania, sugestionada siempre por sus filósofos y visionarios, cree ser la raza superior y el pueblo destinado por Dios para dirigir los destinos del mundo, lo que ha intentado alcanzar varias veces sufriendo experiencias dolorosas. América, depositaria de los ideales latinos y del espíritu cristiano, defiende y hace respetar los derechos individuales y colectivos del hombre, que tanto exaltó Cristo y caracterizaba a aquellos pueblos.

El oso y el colibrí

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