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/ CAPÍTULO 3

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RAROS REFLEJOS EN LA SELVA

En Villa Elvira, había un taxi completamente celeste. Era un Kaiser Carabela. Un auto estrambótico, muy antiguo. Ese día, el auto se detuvo frente a la casa de Drigo.

–Cuando tu abuelo era joven, moría por tener un auto igual a ese –sonrió el padre, al ver el Kaiser estacionado junto a su vereda.

–Parece un batimóvil –comentó Drigo–. ¿De dónde es?

–Es un auto argentino. Hace cincuenta años, esos autos se fabricaban en Córdoba –explicó el padre y agregó–: Fueron épocas buenas, muy distintas a las que vinieron después.

Drigo adivinó que con ese “después”, su padre se refería al cierre de la fábrica de Villa Elvira. Hacía tres años que la fábrica, donde antes trabajaba la mayoría de sus habitantes, había cerrado definitivamente. En las afueras del pueblo, el edificio ahora abandonado, rodeado de altos pastizales, asomaba como una aparición. Parecía el esqueleto gris de un viejo fantasma.

Pero eso no tenía nada que ver con el Kaiser.

El dueño de ese auto era un portugués que había organizado una mini empresa de turismo ecológico. Con su viejo Kaiser, hacía excursiones a la selva de Villa Elvira.

La selva empezaba detrás de los terrenos de la fábrica, al borde del río. Era un monte con características originales. El Departamento de Estudios Ambientales de la Universidad Central había reconocido el área como reserva ecológica y la selva se había hecho conocida cuando filmaron un documental para la televisión. Aunque solo tenía unos doce kilómetros de extensión, era impenetrable: árboles altos, medianos y bajos, mezclados con arbustos, helechos, plantas creciendo sobre otras plantas, enredaderas. Entrar ahí era correr el riesgo de perderse.

El portugués aprovechaba la atracción de la selva (y el peligro que suponía visitarla por cuenta propia) para ofrecer a los turistas un recorrido sin riesgos, por un camino secreto que se metía en la espesura. Se decía que al camino lo habían construido, tiempo atrás, unos contrabandistas.

La puerta trasera del Kaiser se abrió y la tía Griselda bajó del auto. Pasó agitada por delante de Drigo y de su padre como si no los viera, y se metió en la casa. Al entrar, escucharon que hablaba con su cuñada sobre el tema de la inseguridad. Muy nerviosa, decía que el portugués le contó que unas noches atrás había visto reflejos raros en la selva, que escuchó chillidos de animales, voces extrañas, que vio una luz muy fuerte y que todo se había cubierto de una niebla gris que llenó el lugar de un poderoso olor a azufre.

–Como si hubiera… demonios –se estremeció la tía.

–¡Griselda! ¡No me digas que das crédito a esas cosas! –intervino el padre.

–Repito lo que él me dijo –afirmó ella, incómoda frente a las dudas de su hermano. Y continuó–: Me contó que hace diez días vio entrar tres camiones grandes al edificio de la fábrica abandonada y que no volvieron a salir.

–¿Y eso qué tiene que ver con lo que dice que pasa en la selva?

–Nada. Qué sé yo. Les cuento las novedades.

El padre y la madre se miraron: ninguno sabía nada de esos hechos.

–¿Será un invento del portugués para hacer publicidad a su empresa? –preguntó el padre.

–No sé. El hombre estaba impresionado. No podés negar la cuestión de la inseguridad. Es todo un caos. Ayer hacía más de treinta grados y hoy la temperatura cayó a diecisiete. Hasta el tiempo está caótico.

–¿Qué tiene que ver el tiempo? –preguntó la madre.

–Todo tiene que ver. Todo tiene que ver con todo –sostuvo la tía, asumiendo su característico tono de dueña del saber.

Después de esto, la conversación decayó. Hasta que el padre preguntó qué cenarían esa noche.

Drigo quedó hecho un manojo de dudas.

El relato de su tía anunciaba una posible aventura. Sin embargo, la idea de meterse solos en la selva le pareció demasiado arriesgada, y mucho más de noche. De solo pensarlo, sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Entonces, dudó si debía contar al Gurret lo que había escuchado. Si lo contaba, estarían obligados a cumplir con la promesa de meterse en la aventura y eso quería decir meterse en la selva. Y además, de noche. Pero no contarlo era una traición al club. ¿Estaba actuando como un cobarde?

Durante un largo rato, se debatió entre decir y no decir. Hasta que, por fin, una idea logró serenarlo. Habían prometido meterse en la primera aventura que se les presentara. Lo que ocurría en la selva era solo un rumor. Ninguna aventura se había presentado. Al menos, todavía.


El Club del Gusano Retorcido

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