Читать книгу El Club del Gusano Retorcido - Graciela Falbo - Страница 9
/ CAPÍTULO 5
ОглавлениеAPARICIÓN MISTERIOSA
Unos días después del campamento, el Gurret estaba en plena actividad: se había reunido para ayudar a Mario a pintar un pasacalle por el cumpleaños de quince de su hermana.
Maniobraban con la tela del pasacalle, cuando vieron que por la esquina aparecía Violeta. Venía corriendo, con un brazo levantado y, en la mano, enarbolaba un objeto como si fuera un trofeo. Era una brújula antigua que le había prestado su abuelo.
La brújula tenía el tamaño de una pelota de tenis. A diferencia de un reloj, no mostraba números sino letras y, en vez de dos agujas, tenía una sola aguja con forma de rombo, que giraba libremente. La cubierta era de bronce pulido y estaba labrada con el dibujo de cuatro caballos con las crines al viento, que galopaban cada uno en una dirección.
–Es una Bremerhaven Ludolph auténtica –afirmó Violeta, mostrando la marca grabada con letra diminuta en el interior de la tapa.
Ninguno conocía marcas de brújulas. De todos modos, quedaron impresionados con la información.
–Es un objeto imprescindible para los viajeros –continuó Violeta, aprovechando la atención que su objeto había despertado en la audiencia–. Nadie que tenga una brújula puede perderse jamás. Aunque se meta en el desierto africano.
Violeta no dudaba de que el desierto africano fuera el mejor ejemplo de un lugar donde era posible perderse para siempre, si se cometía la imprudencia de entrar sin brújula.
–¿Es como un GPS? –preguntó Mario, observando con curiosidad los detalles del objeto. Violeta se encogió de hombros y explicó, con arrogancia:
–Un GPS necesita una batería donde cargarse. Una brújula, nada.
De inmediato, para que todos vieran cómo funcionaba, empezó a caminar. Cada dos o tres pasos, bruscamente, cambiaba el rumbo. A pesar de esos cambios, la aguja apuntaba siempre en la misma dirección.
–La dirección a la que apunta es el Norte –explicó.
Mario la miró sorprendido y, al mismo tiempo, contento de haber detectado una falla en ese aparato antiguo que Violeta consideraba perfecto.
–Ah… Entonces sirve si vas en dirección al Norte. Pero ¿qué pasa si querés ir al Sur o al Este? –preguntó, mirando de reojo al resto del grupo.
Violeta revoleó los ojos. Estaba a punto de explicar, cuando un grito la interrumpió. Romina venía corriendo, como si la persiguieran. Al llegar, se tiró en el piso y, cuando pudo hablar, anunció:
–¡Vi algo en el árbol hueco!
–¿Algo? ¿Qué? –preguntó Saralía.
–Algo… Algo que entró… No sé. –Hizo una pausa y los miró a todos, asustada. Parecía que ella misma no podía creer lo que iba a decir–. Era una criatura de esas… Como las que se ven en las películas o en los libros de cuentos. Un… gnomo.
Santiago descubrió que el pincel que tenía en la mano había chorreado pintura roja sobre sus zapatillas nuevas. Empezó a pensar en qué explicaciones daría cuando volviera a casa.
–¡Estás diciendo cualquier cosa! –se enojó.
–¡Juro que es verdad! –gritó Romina.
Intentando convencerlo, se aferró al brazo de Santiago que sostenía el pincel. Y lo movió con tal fuerza que el pincel empezó a salpicar pintura roja en todas direcciones. Todos quedaron manchados, pero ninguno reaccionó. Romina estaba realmente perturbada. Nunca la habían visto tan nerviosa. Eso era la prueba de que algo serio ocurría.
–¡Contá bien! –la apuró Violeta.
No era fácil contar bien. Romina no sabía por dónde empezar para que le creyeran. Por fin, dijo:
–Resulta que esta mañana Moni se fue otra vez.
Moni era la gata de Romina. Era una gata roja, realmente aventurera. Nunca había sido gata de almohadón. Le encantaba andar por los techos con sus amigos y recorrer el pueblo como si fuera la dueña. Algunas veces, en sus paseos llegaba hasta los terrenos de la fábrica.
Romina detuvo su relato para reflexionar sobre algo que se le había ocurrido en ese momento.
–Ese lugar está lleno de teros y a Moni le encanta cazar. A todos los gatos les gusta cazar –explicó–. Pero yo no estoy de acuerdo con que cace pájaros. Tampoco me gusta cuando caza mariposas y me las trae con las alas medio rotas, como si fueran un trofeo –se lamentó.
–¿Todo eso tiene algo que ver con lo que viste? –la interrumpió Santiago.
Romina lo miró con fastidio.
–Lo que vi fue un enano asomándose por hueco del árbol viejo.
–¿Habrá llegado un circo? –preguntó Mario.
–¡No! No era esa clase de enanos –se irritó Romina, y pegó con un pie en el piso.
Se sentía desalentada, le resultaba difícil describir lo que había visto. Había sido una aparición fugaz. “Eso”, apenas se asomó, volvió a desaparecer. Fue un movimiento veloz que la tomó distraída. Como no conseguía describirlo, empezó a dudar. ¿Realmente había visto algo? La imagen se diluía en su cabeza como sucede con los sueños al despertar.
–¿Y qué clase de enano era? –escuchó que insistían.
Si no describía lo que había visto no la iban a dejar en paz, así que se le ocurrió una idea: describió la ilustración de un enano que estaba en un libro de cuentos que le había regalado su abuela.
–Tenía una cabeza grande, una barba larga que le llegaba a la cintura y los ojos rojos como si echaran fuego. Estaba vestido de verde. Caminaba todo torcido y con un bastón.
Drigo sintió un movimiento en el estómago. La descripción de Romina coincidía con la que había hecho su padre cuando habló del enano del árbol viejo. Pero lo del padre era una invención.
–¿Los ojos eran rojos? ¿Estás segura? –preguntó.
Su voz se perdió entre otras preguntas que hacían los demás chicos. La narradora los escuchaba callada. No tenía nada que agregar: la ilustración del libro solo mostraba eso. Pero ahora que había logrado describirlo, el enano dibujado le parecía mucho más verdadero y real que el otro.
–¿Y qué más? –preguntó Mario.
–Nada más –respondió Romina, encogiéndose de hombros–. Se metió por el hueco y desapareció. Yo me subí a la bici y pedaleé lo más rápido que pude hasta mi casa. Dejé ahí la bici y vine corriendo para acá.
Drigo se había apartado. Sentado en el cordón de la vereda, escuchaba cómo discutía el grupo acerca de si Romina había visto algo o todo había sido una ilusión óptica. Él no necesitaba discutir nada. Volvía a su memoria la charla con su padre en la plaza, el día en que le habló del club de su infancia. Y la sospecha de que algo en el relato de Romina era verdad se hacía cada vez más fuerte.
Lo sacó de su pensamiento la voz de Saralía que preguntaba:
–¿Por qué no vamos a ver?