Читать книгу La desaparición de Adèle Bedeau - Graeme Macrae - Страница 10

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Cuando Manfred llegó al banco el lunes por la mañana se encontró al personal charlando animadamente sobre la desaparición de Adèle Bedeau. Mademoiselle Givskov, una cajera entrada en años, aireaba a los cuatro vientos la opinión de que, tal y cómo iban las jóvenes por ahí hoy en día, no hacían sino buscarse problemas. Si la chica esa se había metido en un lío, lo más probable es que fuera culpa suya y de nadie más. Monsieur Jeantet había contratado a mademoiselle Givskov aproximadamente un año después de que él entrara a trabajar en la sucursal. Su presencia incomodaba a Manfred y este siempre trataba de mantener las distancias. Manfred dio los buenos días al personal y pasó de largo a toda prisa para meterse en su despacho. Unos minutos más tarde, Carolyn le trajo su café. Era una chica agradable, de diecinueve años, poco inteligente y lenta, pero de carácter alegre. Le gustaba. Ella nunca parecía querer impresionarle como trataban de hacerlo otros miembros nuevos del personal.

—Es terrible lo de la chica esa, ¿verdad? —comentó.

—Estoy convencido de que, al final, resultará no ser nada —dijo Manfred con cierta brusquedad. No tenía ninguna gana de verse envuelto en una conversación sobre aquel asunto.

Carolyn depositó el café sobre su escritorio. Manfred levantó la vista de los documentos que estaba examinando. La chica parecía alicaída. No había sido su intención desairarla. Ella era muy sensible para estas cosas. En una ocasión se había echado a llorar después de que Manfred le señalara un pequeño error en una transacción.

—Solo se ha ausentado un par de días —añadió—. Lo más probable es que se haya ido por ahí con algún chaval, nada más.

Carolyn pareció tomarse la teoría de Manfred muy en serio.

—El periódico no mencionaba un novio por ninguna parte —dijo.

—La gente no siempre va haciendo propaganda de esas cosas.

Manfred se arrepintió al instante de su comentario. Le hacía sonar como una persona que de costumbre se dedicase a engañar a los demás, o que, cuando menos, diese por hecho que los demás lo hacían. Debido a que no socializaba con sus empleados ni hablaba sobre sí mismo, estaba al tanto de que su vida personal era objeto de conjeturas. Había oído a algunas de las chicas especular sobre su posible homosexualidad. A veces, cuando salía del despacho, la oficina enmudecía. En la comida de Navidad de todos los años, la gente competía por no sentarse a su lado. Otro tanto sucedía en la reunión bianual de directores de sucursales locales. Cuando tocaba mezclarse con los demás para una charla informal, Manfred se quedaba fuera, incapaz de introducirse en ninguno de los grupitos congregados por la sala.

—¿Usted la conocía? —preguntó Carolyn.

—De vista —dijo Manfred—. Acostumbro a almorzar en el restaurante donde ella trabajaba.

Aquel venía a ser el testimonio más revelador que le había hecho jamás. Se percató de que no tendría que haber hablado en pasado. Eso indicaba que, de un modo u otro, estaba al tanto de que la camarera no iba a volver.

—¿Cómo es? —preguntó Carolyn, ansiosa de obtener una información de primera mano que luego pudiera compartir con sus compañeras—. Por la fotografía del periódico parece muy guapa.

—¿Vamos a sacar algo de trabajo hoy o el engranaje de la industria bancaria va a detenerse solo porque una chica haya desaparecido cinco minutos?

Carolyn pareció dolida.

—Lo siento, monsieur Baumann —dijo, y salió del despacho. Le había dicho que podía dirigirse a él por su nombre de pila cuando se encontraran a solas en su oficina, pero ella nunca lo hacía.

Para el almuerzo, Manfred comió el plato especial, igual que todos los lunes. Estaba deseando ceñirse a su rutina a partir de ahora. No volverían a repetirse sus actos erráticos de la semana anterior: la segunda copa de vino, el cambio de plato, su bochornoso comentario sobre el aspecto de Adèle. A partir de ahora debía evitar llamar la atención. De ningún modo debía proporcionarle a la gente motivos para creer que su comportamiento era extraño.

Una nueva camarera atendía a los clientes que estaban junto al ventanal. Era menuda y delgaducha y llevaba su corta melena aseadamente recogida con una pinza. Iba y venía de las mesas a la cocina de forma apresurada y en todo momento daba la sensación de que estuvieran a punto de caérsele los platos que transportaba o de que fuera a volcar alguna copa. Manfred hizo un esfuerzo para apartar los ojos de ella.

Marie se acercó a su mesa y le tomó la comanda. Tenía aspecto de estar un poco cansada.

—Pinta mal el asunto —comentó.

—Estoy convencido de que al final no será nada —contestó Manfred.

Marie frunció el ceño.

—No parece que el policía ese opine lo mismo —dijo—. Al parecer, alguien vio a Adèle con un hombre en una motocicleta la noche que desapareció.

Manfred frunció los labios y asintió con la cabeza muy despacio. No sabía qué decir.

—¿Saben quién es el hombre? —preguntó finalmente.

—El policía ese ha estado aquí haciendo preguntas —respondió ella—. Se diría que creía que era un dato importante.

—Pudiera ser —dijo Manfred.

Se tomó la sopa en silencio, hojeando el periódico con aire ausente. No tendría que haberle mencionado lo del novio a Carolyn. Hacía que pareciera como si él tuviese un conocimiento previo de lo sucedido, cosa que desde luego era así. Tendría que aprender a mantener la boca cerrada. El ambiente en el local era contenido. Pasteur acechaba desde detrás de su barra. Manfred se preguntó si lo estaría mirando a escondidas, vigilándolo para comprobar si actuaba de manera extraña. Seguro que Gorski había hablado con todos los del restaurante. Este pensamiento lo inquietó.

Marie le sirvió su Potée Marocaine. Se había acabado el vino, pero se aguantó las ganas de pedirse otro y, en su lugar, se sirvió un vaso de agua de la frasca que había en la mesa. El Potée Marocaine se componía de un montoncito de cuscús, una salchicha merguez, un muslo de pollo y un pedazo de carne que no supo identificar, acompañado de un cuenco de potente salsa. Manfred vio a Pasteur saludar con un gesto en dirección a la puerta. Miró por encima del hombro y comprobó que Gorski acababa de entrar. Este se dirigió a la barra y le dio un apretón de manos a Pasteur por encima del mostrador. Le pareció detectar una suerte de entendimiento entre ambos. Marie se quedó junto al pasaplatos mientras los dos hombres intercambiaban unas breves palabras. Gorski se dio la vuelta para marcharse, o eso creyó Manfred, pero en su lugar se abrió paso entre las mesas hasta donde él se hallaba sentado. Estaba claro que sabía de antemano que Manfred estaría allí.

Se plantó ante él, apoyó las manos en el respaldo de la silla que tenía enfrente, y lo saludó con una sonrisa en absoluto divertida.

—¿Le importa si lo acompaño? —dijo.

Manfred extendió la palma de su mano hacia la silla vacía para indicar que no ponía objeción. Difícilmente podía negarse. Gorski se quitó la gabardina y la dobló sobre sus piernas mientras se sentaba. Ello apuntaba, para alivio de Manfred, a que no tenía intención de quedarse mucho tiempo, o que al menos no era su propósito pedir el almuerzo. Manfred miró hacia la barra por encima del hombro de Gorski. Marie se había esfumado en el interior de la cocina y Pasteur estaba muy afanoso sacándole brillo a las copas, y eso que durante los últimos quince minutos o así había estado allí plantado prácticamente sin dar palo al agua.

—Por favor, siga con su almuerzo, no quisiera interrumpirle —dijo el detective.

Manfred había bajado los cubiertos. No le gustaba comer acompañado. Gorski no fingió sorpresa al encontrarse allí a Manfred, ni quiso hacerle ver que fuera una casualidad.

—Hay una cosa que me tiene intrigado —empezó—, y tenía la esperanza de que quizá usted me la pudiese aclarar.

Manfred asintió con la cabeza.

—Es algo relacionado con la desaparición de Adèle Bedeau.

—Usted dirá —dijo Manfred.

—Parece ser que, en la noche de su desaparición, mademoiselle Bedeau fue vista cruzando el pueblo en la parte de atrás de una motocicleta con un joven.

Manfred miró su comida.

—Es relevante porque esa fue la última vez que la vieron. Al parecer, salió del restaurante, fue al encuentro del joven en cuestión y se marchó con él en la moto. Obviamente, es importante establecer con exactitud cuáles fueron sus movimientos aquella noche.

—Comprendo —dijo Manfred. El almuerzo se le estaba enfriando.

—Desde luego, no tiene nada de extraordinario que una muchacha se reúna con un joven, pero hay un detalle que me desconcierta. La vieron pasar por delante del restaurante en dirección a rue de Mulhouse. Esto me chocó, porque, si tenía intención de reunirse con ese joven, ¿por qué no la esperó él fuera del local? ¿Por qué razón iba a caminar un trecho en la dirección opuesta, reunirse con el tipo y luego salir con la moto en la misma dirección por donde había venido?

Manfred no dijo nada. No le dio la impresión de que Gorski le estuviese invitando a especular acerca del asunto.

—Si a esto le sumamos que el joven en cuestión, que es la última persona a quien se vio en compañía de mademoiselle Bedeau, no se ha dado a conocer, deduzco que tiene que existir alguna razón por la que querían mantener su relación en secreto.

—Puedo asegurarle, inspector —dijo Manfred—, que yo no tengo motocicleta y que ni siquiera sé montar en una.

Gorski ahogó una risotada como quien acaba de escuchar un chiste malo.

—No es eso a lo que voy. —Ofreció a Manfred una sonrisa contenida—. Solo le estoy pidiendo a las personas que se encontraban esa noche en las inmediaciones que intenten recordar y piensen si pudieron ver algo relevante.

—Yo no vi nada —dijo Manfred un poco demasiado deprisa.

Gorski levantó un dedo para silenciarle.

—En la noche de autos, usted estaba aquí en el restaurante jugando a las cartas con monsieur Lemerre, monsieur Petit y monsieur Cloutier. Al finalizar la partida, usted se marchó; serían las diez y media aproximadamente, si no me equivoco.

Manfred se encogió de hombros.

—No sabría decirle con exactitud qué hora era.

Gorski ignoró el comentario.

—¿Se fue usted a casa directamente?

—Sí —contestó. Podía ver con toda claridad adónde llevaba todo aquello.

—Y la ruta que tomó para ir a su casa, ¿le llevó por rue de Mulhouse dejando atrás el parquecito del templo protestante?

—Sí.

—Bueno, pues estoy convencido de que puede imaginarse lo que le voy a preguntar: Adèle abandonó el restaurante tan solo unos minutos después que usted y por fuerza tuvo que tomar la misma dirección para reunirse con ese joven. Haga el favor de pensar detenidamente por un momento. ¿Es posible que viera usted a una persona, a un joven, que pudiera estar esperando a alguien?

Manfred se tomó su tiempo. Sabía, desde el mismo instante en que vio a Gorski, cuál sería su respuesta a una pregunta así. Negó despacio con la cabeza.

—No, lo siento —dijo—. No vi a nadie.

Gorski frunció los labios y asintió con aire pensativo.

—Siento no poder ser de más ayuda —añadió Manfred—. A lo mejor habían quedado en un café o en el apartamento del chico.

Dio por sentado que con esto se acababa el mal trago y que Gorski concluiría sus pesquisas con una disculpa por haberle interrumpido el almuerzo.

—¿Sabe una cosa? —dijo el detective con un tono repentinamente coloquial—. Hace veintitrés años que soy policía. Por mi experiencia, cuando alguien dice que desearía ser de más ayuda, muy a menudo lo puede ser.

Dedicó a Manfred una seca sonrisa de manera fugaz. Manfred notó el nudo en su garganta al tragar. Se dijo a sí mismo que debía mantener la mirada de Gorski. Pasados unos segundos, bajó los ojos hacia su comida. Si no tuviese nada que ocultar, lo normal sería interpretar el comentario del detective como una mera expresión de hartazgo.

Gorski no se movió de la silla.

—La noche anterior —prosiguió, ignorando la aseveración de Manfred—, usted también estuvo aquí. Consumió una botella de vino junto a la barra y se marchó hacia las diez en punto.

—No podría decir qué hora era, pero sí, es correcto.

—Usted aquí es cliente habitual, ¿no es así? —preguntó Gorski.

Manfred se encogió de hombros. No era ningún crimen.

—Supongo que podría decirse así, en efecto.

—¿Un animal de costumbres?

Miró a Gorski sin saber qué cara poner. ¿Acaso iba a sacar a colación el hecho de que, el día en que Adèle fue vista por última vez, Manfred había pedido, trastocando por completo su rutina habitual, el choucroute en lugar del pot-au-feu y una segunda copa de vino? A lo mejor le habían informado del pequeño cumplido que le había hecho a Adèle durante la partida de cartas. Tomadas en conjunto, estas acciones pintaban con facilidad el retrato de un personaje que, coincidiendo con el momento de la desaparición de la camarera, se había estado comportando de manera extraña. ¿Por qué otra razón si no iba el detective a mencionar que había sido descrito de ese modo? Manfred sintió cómo sus mejillas empezaban a ruborizarse.

—No sé si yo diría tanto —dijo.

—Bueno, todas las personas con las que he hablado —realizó un gesto vago con la mano— le han descrito de la misma manera, como un animal de costumbres.

Manfred no pudo abstenerse de pasear la vista por el local. No le gustaba en absoluto la idea de que Gorski hubiera estado preguntando por él, preguntándole a todo el mundo por él. Sintió curiosidad por saber qué más le habían contado.

—¿Tiene eso algo de malo? —inquirió.

El detective frunció la boca y sacudió la cabeza con lentitud.

—De ninguna manera. —Se echó hacia adelante, como si se le acabase de ocurrir algo—. Permita que le haga una pregunta: la noche del miércoles, en el restaurante, ¿reparó en algo inusual?

Manfred recapacitó sobre la pregunta, o al menos trató de transmitir la falsa impresión de que recapacitaba sobre ella. Decidió que ese sería un buen momento para tomar un bocado de comida y lo hizo. Cuando hubo tragado, meneó la cabeza.

—Pues no se me ocurre nada, no —dijo.

Gorski se mostró un poco decepcionado.

—¿De veras? —preguntó—. A mí me da la sensación de que en un sitio como este —indicó que se refería al restaurante con un gesto de la mano— no ocurren demasiadas cosas. Aquí una noche es prácticamente igual que cualquier otra. En consecuencia, cuando sucede algo fuera de lo común, por banal que pueda resultarle a un extraño, no le pasa desapercibido a los habituales del establecimiento.

Manfred encontraba muy irritante la forma de expresarse que tenía Gorski. Tomó el último trago de su copa de vino. Le hubiese gustado pedir una segunda, pero después de haber hecho otro tanto el día anterior el gesto se podría interpretar como un nuevo hábito y, entonces, se vería obligado a tomar dos copas de vino para el almuerzo todos los días.

—He planteado a todo el mundo la misma pregunta y recibido la misma respuesta. En la noche de autos, Adèle le pidió a monsieur Pasteur si podía adelantar un poco la salida. Antes de marcharse se cambió de ropa y se maquilló.

—Difícilmente podría usted esperar de mí que reparase en algo tan trivial como eso —dijo Manfred.

—Tanto Lemerre como Petit y Cloutier, a quienes he interrogado por separado, se fijaron en ello y lo mencionaron de manera espontánea —le reveló Gorski.

—Quizá solo uno de ellos se dio cuenta e hizo que los demás reparasen en ello.

Manfred pensó que aquel había sido un comentario muy sagaz. El detective inclinó la cabeza como para reconocer que eso era una posibilidad. Manfred sintió que había ganado una pequeña batalla.

—Ellos se sientan al lado de la puerta. Es poco probable que se les pase por alto una mujer vestida de manera provocativa —añadió.

—Yo no he dicho que Adèle fuera vestida de manera provocativa. Solo he dicho que se cambió de ropa.

Manfred se quedó de piedra. Mejor sería que cerrase la boca.

Gorski dejó que sus palabras permanecieran suspendidas en el aire unos momentos.

—Por supuesto, tiene usted razón —prosiguió—. Desde su posición aventajada, difícilmente podrían no haber reparado en que Adèle se había cambiado. Pero, si no me equivoco, usted estaba junto a la barra, pegado a la puerta del pasaplatos por la que salió Adèle. Siguiendo su lógica, se antoja todavía menos probable que no notase usted esta transformación.

—Pues no lo hice —dijo Manfred.

Gorski juntó las manos delante de su cara y entrechocó los índices. Manfred intuyó que aquella agonía llegaba a su fin.

—Abandonó el restaurante al poco de marcharse Adèle, la hora concreta carece de importancia. —Adoptó un tono desconcertado, como si meramente pensara en voz alta—. ¿Vio usted en qué dirección se alejaba ella?

—Como ya le he dicho antes, no la vi.

—Y mientras se dirigía caminando hacia su casa, ¿vio a algún joven que pudiese estar esperando a…? —Escogió la palabra con cautela—: ¿una cita?

—No. —Estaba dejando traslucir su irritación.

—Y si yo le pidiera que me acompañase a comisaría para firmar una declaración a tal efecto, ¿manifestaría lo mismo?

—Sí —dijo Manfred. Su rumbo había quedado fijado la primera vez que habló con el policía. Difícilmente podía cambiar de curso ahora.

—Muy bien. —Gorski arrastró su silla hacia atrás con mucho estrépito—. Mis disculpas por haber interrumpido su almuerzo.

La copa de vino de Manfred estaba vacía, pero no se atrevió a pedir otra. No quería que pareciese que su encuentro con Gorski lo había desconcertado. Pasteur seguía sacando brillo a las copas detrás del mostrador. No miró hacia Manfred. Marie tenía la mano posada sobre el hombro de la nueva camarera y le indicaba que recogiese una mesa que acababa de quedarse vacía.

La desaparición de Adèle Bedeau

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