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Saint-Louis es un pueblo de unos veinte mil habitantes situado en los confines de la Alsacia y separado de Alemania y de Suiza por el cauce del Rin. Es un sitio sin mayor trascendencia y, aparte de un puñado de casas pintorescas características de la región con entramado de madera de roble, no tiene mucho que invite al viajero a demorarse en él. Como sucede con la mayoría de las poblaciones fronterizas, se trata de un lugar de paso. La gente lo atraviesa de camino a otros destinos, y el pueblo adolece de tal escasez de rincones de interés que se diría que los habitantes han acabado por resignarse. Los jóvenes más brillantes de Saint-Louise se marchan en cuanto pueden a la universidad, en la mayoría de los casos para no regresar jamás.

El centro del pueblo, en la medida en que puede decirse que Saint-Louis dispone de algo parecido, es una miscelánea de anodinos edificios de posguerra salpicada de unas pocas construcciones más tradicionales que han sobrevivido al paso del tiempo y a los proyectos urbanísticos. Los carteles de los comercios están desgastados, y las exposiciones de los escaparates resultan de todo menos atractivas, como si sus propietarios hubiesen renunciado a la idea de atraer clientes de paso. La palabra que con más frecuencia se le viene a la cabeza a los viajeros que ponen un pie en el pueblo, si es que llegan a reparar en él, es «anodino». Saint-Louis es anodino.

Y, aun así, ha preservado una ciudadanía durante trescientos años. Las de Saint-Louis son gentes un ápice menos instruidas, menos acomodadas y más inclinadas a la derecha política que la mayoría de sus compatriotas, pero los miembros de esta tribu mediocre siguen necesitando, de vez en cuando, un par de zapatos o un conjunto de ropa nuevos; necesitan que les corten el pelo, les revisen la dentadura y les curen sus dolencias. Tienen que sacar dinero y tomarlo prestado. Requieren establecimientos donde comer, beber, cotillear o, sencillamente, posponer el regreso a casa. Precisan que se limpien sus calles, que se recojan sus residuos; también aquí se debe mantener la ley y el orden. Sus casas requieren la atención de fontaneros, electricistas, carpinteros y decoradores. Sus hijos necesitan quien los eduque, los ancianos quien los cuide y los muertos quien los entierre.

En resumen, los habitantes de Saint-Louis son idénticos a los de cualquier otro lugar, ya vivan en pueblos igual de cutres o infinitamente más glamurosos. Y, al igual que los pobladores de otras urbes, los vecinos de Saint-Louis sienten un orgullo chovinista hacia su municipio, aun cuando son conscientes de su mediocridad en todo momento. Algunos sueñan con escapar, o viven con el remordimiento de no haberse marchado cuando se les presentó la oportunidad. La mayoría, no obstante, vive su vida sin pensar demasiado o nada en lo que los rodea.

Manfred Baumann nació en el lado suizo de la frontera, hijo de padre suizo y madre francesa. Gottwald Baumann, natural de Basilea, trabajaba en una cervecera. Era un hombre de baja estatura, con una tez excepcionalmente morena y ojos chispeantes. La madre de Manfred, Anaïs Paliard, era una joven muy vivaracha, aunque maldecida con una constitución enfermiza, y procedía de una acomodada familia de abogados de Saint-Louis. Manfred pasó los primeros seis años de su vida en Basilea. Era poco lo que recordaba de aquel tiempo, pero el suizo-alemán seguía siendo la lengua con la que se sentía más cómodo. Apenas lo había hablado desde su niñez, pero escucharlo seguía transportándolo a aquellos neblinosos años de la infancia. Manfred solo conservaba dos recuerdos de su padre asociados a ese periodo de su vida. El primero era el del olor rancio que despedía cuando regresaba a casa después de pasar la noche en algún bar, sumado a la visión de su barbilla sin afeitar cuando se inclinaba a darle un beso de buenas noches.

El segundo era el recuerdo más querido que Manfred tenía de su padre. No se acordaba del motivo (quizá fuera su cumpleaños), pero Gottwald se lo llevó a visitar la fábrica de cerveza donde trabajaba. Manfred guardaba en la memoria el penetrante aroma de la levadura y el retumbar de los barriles vacíos al rodar sobre los adoquines. Los otros trabajadores de la cervecera, o al menos así los recordaba Manfred, eran hombres de baja estatura, morenos y fornidos, justo igual que su padre, que caminaban con las piernas separadas y columpiando los brazos hacia afuera. Mientras Gottwald cruzaba el patio con Manfred, los hombres, al ver a su compañero, gritaron: «Grüezi Gottli».

«¿Sabes lo que significa? —le había preguntado Gottwald—. Pequeño Dios. No está mal, ¿eh? Pequeño Dios». Manfred se agarró fuerte a la mano de su padre y soñó con el día en que también él trabajaría en la cervecera.

Cuando Manfred tenía seis años, el Restaurant de la Cloche salió a la venta y el padre de Anaïs lo compró para que su hija y su marido lo regentasen. La ubicación del restaurante en el centro del pueblo les garantizaba una afluencia continua de clientes procedentes de los comercios y oficinas vecinos, así que, aunque por las noches se sirvieran cenas, el grueso del negocio se hacía durante la jornada. Monsieur Paliard debió de pensar que estaba colocando a su yerno en una empresa infalible, pero pasó por alto tanto los modales propios de trabajador de cervecera de este como su rudimentario conocimiento de la lengua francesa. Con sus hoscas maneras, Gottwald consiguió espantar a la clientela del establecimiento. Le faltaban la gentileza y la autoridad del patrón de éxito. A medida que el negocio se iba lentamente a pique, Gottwald pasaba más y más noches en el lado equivocado de la barra, maldiciendo a voces a los estirados franceses que habían decidido gastar sus francos en otra parte.

Después de morir su padre, el negocio se vendió, pero Manfred y su madre continuaron viviendo en el apartamento de encima del restaurante hasta que, debido al delicado estado de salud de ella, se vieron obligados a regresar a la casa familiar de las afueras, en la zona norte del pueblo. Manfred echaba de menos vivir encima del bar, con los olores de la cocina y el sonido del debate del día colándose por la ventana abierta mientras él y su madre cenaban. El restaurante era el ombligo del pueblo. En la casa familiar, Manfred estaba aislado. Para sus abuelos, él no era tanto un motivo de orgullo como un recuerdo del desliz de su hija. Manfred heredó el carácter brusco de su padre y la complexión débil de su madre, dos rasgos que entorpecían su capacidad para hacer amigos con la facilidad de los otros chicos. Mientras vivieron encima del bar, los hombres lo saludaban con afecto cuando volvía del colegio, igual que si fuera uno de ellos. Los fines de semana hacía recados a los parroquianos y se ganaba unos céntimos por las molestias. Al caer la tarde, se apostaba en la ventana de arriba y escuchaba el flujo y reflujo de las conversaciones, a las que contribuía mentalmente con su propia cosecha de sabios comentarios. En el hogar Paliard no había voces que escuchar, y Manfred se pasaba el tiempo sentado en su dormitorio oyendo el lento tictac del reloj de pie que ocupaba el descansillo de las escaleras.

En el colegio a Manfred lo llamaban el «Suizo» y el apodo se le había quedado. Lo detestaba. Lemerre lo usaba todavía cuando invitaba a Manfred a unirse a la timba de los jueves. «¿Vienes a jugar, Suizo?», le gritaba desde el otro extremo del local. Manfred deseaba que su madre hubiera recuperado su nombre de soltera, pero ella permaneció por siempre fiel a la memoria de su esposo, a pesar de los muchos defectos de este. Después de que Manfred y su madre tuvieran que dejar el Restaurant de la Cloche, Anaïs le pedía a menudo que la acompañara junto a su lecho. Manfred detestaba el olor del dormitorio de su madre. Era como un hospital. En la cómoda se alineaban frascos y más frascos marrones de pastillas. Ya cerca del final, el médico la visitaba casi a diario; un privilegio reservado a las familias del estatus de los Paliard. Cuando Manfred entraba en la alcoba, Anaïs le sonreía con pesar y le tendía la mano. A menudo estaba demasiado débil para separar los hombros de las almohadas que le servían de apoyo. Él se sentaba al borde de la cama y le sostenía la mano.

Anaïs tenía una fotografía de Gottwald en la mesilla. En ella, él aparecía de pie junto a un automóvil detenido en la cuneta de una sinuosa carretera en lo alto de las montañas suizas. El coche era un Mercedes que el padre de Anaïs les había prestado para la luna de miel. Gottwald posaba en mangas de camisa, los brazos en jarras, sacando pecho, con su espesa mata de pelo oscuro engominada y peinada hacia atrás como se estilaba en la época: todo un dechado de virilidad.

A Anaïs le gustaba contarle a Manfred la historia de cómo ella y Gottwald se habían conocido. Él había cruzado la frontera para acudir a los festejos del Día de la Bastilla. En la plaza próxima al Restaurant de la Cloche se celebraba una fiesta popular. Hacía un calor inusual, incluso para el mes de julio. Anaïs tenía diecisiete años. Ella y una amiga paseaban entre los puestos mientras degustaban los productos que estos ofrecían. Habían bebido dos o tres vasos de sidra y se les había subido a la cabeza. La amiga de Anaïs, Elisabeth, fue quien reparó en Gottwald. Estaba apostado junto a un puesto bebiendo un vaso de cerveza y tanteando descaradamente a las muchachas que pasaban por su lado. Elisabeth insistió en que se acercaran a hablar con él. Anaïs vaciló. No tenía experiencia con los hombres, pero Elisabeth ya se había puesto en marcha. Se quedó un paso por detrás de su amiga mientras esta hacía las presentaciones. Gottwald les besó la mano y dijo: «Enchanté, mesdemoiselles», con un acento muy marcado que provocó las risitas de las dos amigas. Enseguida estuvieron los tres paseando juntos entre el gentío mientras Elisabeth le contaba su vida a Gottwald alegremente. Era una muchacha muy atractiva y segura de sí misma, y Anaïs sospechaba que estaba de vuelta en lo que a las relaciones con los hombres se refería. Anaïs escrutó a Gottwald. No era guapo en el sentido convencional de la palabra —era demasiado bajo para serlo—, pero había un no sé qué en su porte y en el brillo de sus ojos negros que la fascinaba. Resultaba evidente que Gottwald no entendía la mitad de lo que le decía Elisabeth, pero mantenía los ojos clavados en ella. Anaïs se dio cuenta de que estaba deseando que su amiga dejara de cotorrear para que Gottwald pudiese desviar la mirada y fijarse en ella.

Se detuvieron junto a un puesto y Gottwald las invitó a una sidra. Elisabeth tuvo que excusarse un momento. Tan pronto como se hubo marchado, Gottwald miró a Anaïs a los ojos y dijo: «Me alegro de que se haya ido. Habla demasiado, pero a ti sí que me gustaría verte otra vez».

Anaïs sintió un nudo en la garganta. La idea de que aquel extranjero de piel morena la prefiriese a ella antes que a su mucho más bonita y encantadora amiga resultaba embriagadora. Y antes de que se diera cuenta había consentido en quedar con Gottwald al día siguiente. Ninguno de los dos dijo nada al respecto cuando regresó Elisabeth.

En su cita, Gottwald y Anaïs salieron a pasear por el bosque. Hacía fresco bajo el follaje. No hablaron demasiado. Anaïs ignoraba qué se le decía a un hombre, pero antes de que acabara la tarde, Gottwald la besó. Ella tenía la espalda apoyada contra un árbol y quedó abrumada por el peso y el intenso olor de él. Casi se desmaya de pasión, le contó a Manfred. Siguieron viéndose a escondidas —Gottwald no era la clase de individuo que Anaïs tenía soñado presentarle a su padre— hasta que resultó imposible ocultar su relación durante más tiempo. Entonces fue cuando Gottwald le pidió que se casara con él.

Finalmente, cuando Anaïs murió, Manfred tenía quince años. Para entonces, ella llevaba dos años sin salir de casa y se había puesto tan flaca y apergaminada como una anciana. El abuelo de Manfred habló con él una noche poco después del funeral. Llega una edad, le explicó, en la que un hombre tiene que abrirse camino en la vida por sí mismo. Dos años después, cuando Manfred suspendió su baccalauréat,[1] su abuelo lo llamó al despacho. Esta era una habitación de la primera planta a la que, por norma general, Manfred tenía vetada la entrada. Las paredes estaban revestidas hasta el techo de libros de Derecho, y presidía el centro de la estancia un enorme escritorio antiguo. Había chimenea, pero monsieur Paliard no era partidario de caldear el ambiente innecesariamente, así que se negaba a encender el fuego incluso en los días más crudos del invierno, dando así ejemplo a los otros miembros de la casa y prefiriendo sentarse delante de sus papeles, con sombrero y bufanda al cuello, envuelto en un halo de vaho y humo de pipa. A Manfred solo lo convocaban en el despacho para tratar asuntos de suma trascendencia.

Al entrar, el chico permaneció de pie en el centro de la habitación sus buenos cinco minutos mientras su abuelo llegaba al final del documento que se encontraba leyendo. Esto no afectó a Manfred. Le era indiferente el trato que le dispensaba su abuelo. Monsieur Paliard se quitó las gafas de cerca e indicó con un gesto de la mano que Manfred debía tomar asiento. Tenía el rostro alargado, de facciones muy marcadas, con rasgados ojos azul claro bajo una amplia y abultada frente. Estaba calvo casi por completo y lucía una barba hirsuta de pelo canoso. A Manfred le costaba recordar una ocasión en la que lo hubiese visto sonreír.

—He hablado con un colega, monsieur Jeantet —empezó sin más preámbulo—. Jeantet es director de la sucursal del Société Générale en rue de Mulhouse. Ha accedido a darte un empleo, lo que es muy generoso de su parte dadas las circunstancias. Empiezas el lunes y recibirás tu primer sueldo pasadas dos semanas. Te sugiero que te pongas manos a la obra y te busques un apartamento ya mismo. Te prestaré la cantidad que necesites para el primer mes de alquiler y el depósito.

Al finalizar su breve discurso, monsieur Paliard hizo algo que no había hecho jamás. Se puso de pie y sirvió dos copitas de jerez de una licorera que descansaba sobre una bandeja de plata en la repisa de la ventana. Manfred no había reparado nunca en que hubiese allí una licorera y se preguntó si su abuelo no habría pedido que se la trajeran para la ocasión. Manfred nunca había sido invitado a compartir una copa con su abuelo; es más, jamás le había visto servirse personalmente una. Para eso se llamaba a la criada. Con todo, monsieur Paliard no se limitó a poner las bebidas, sino que además le tendió la suya a Manfred antes de volver a tomar asiento. Los dos hombres (porque estaba claro que el gesto buscaba de forma deliberada señalar el paso de Manfred a la edad adulta) se bebieron el jerez en silencio. Diez minutos después, monsieur Paliard se levantó para indicar, de forma un tanto abrupta, que la audiencia había finalizado.

Al día siguiente, la abuela de Manfred lo llevó a Mulhouse para que le tomaran las medidas para un traje. Mientras el sastre se afanaba con su cinta métrica de costura, madame Paliard insistió, para bochorno de Manfred, en que el traje debía ser holgado para que no se le quedase pequeño antes de tiempo. De todos modos, Manfred disfrutó bastante de la experiencia. Vestir de traje confería seriedad. La imagen que le devolvía la mirada desde el espejo del sastre no era la del torpe colegial que él tanto aborrecía. A continuación, fueron a almorzar a un elegante bistró. Durante la comida, madame Paliard estuvo parloteando sin cesar sobre la espléndida oportunidad que constituía aquel nuevo empleo. Manfred sabía que ella, en realidad, se sentía decepcionada, pero no dijo nada para contradecirla. Compartieron una botella de vino, cosa que no habrían hecho jamás de haber estado su abuelo allí presente, y, concluido el almuerzo, madame Paliard se echó a llorar y le dijo a Manfred que no dejara de ir a casa a comer cuando quisiera y que contase con que siempre tendría allí su dormitorio. Manfred tenía cariño a su abuela y sintió lástima por ella ahora que iba a quedase sola con su abuelo. Le dio las gracias y prometió visitarlos con regularidad.

Cuando Manfred llegó al banco el lunes por la mañana, monsieur Jeantet lo invitó de inmediato a pasar a su despacho. Era un hombre orondo, con la cara colorada y patillas de boca ancha. Llevaba puesto un anticuado traje de espiga, con una apolillada rebeca verde debajo. Monsieur Jeantet gastaba un aire cordial y alegre muy estudiado. Saludaba a sus clientes con un fuerte apretón de manos y cierta profusión de palmadas en la espalda, y se deshacía en halagos con ellos, como si fueran amigos suyos de toda la vida. Tenía la costumbre de dar palmaditas en el trasero al personal femenino de la oficina y se recreaba soltando insinuaciones desfachatadas sobre el aspecto de estas o sobre cómo empleaban su tiempo los fines de semana. Esto lo hacía sin atender a discriminaciones de edad o belleza, es evidente que para evitar ofender a cualquiera que se quedara fuera de sus atenciones. Al principio, a Manfred le chocó el buen humor con el que sus nuevas compañeras toleraban este comportamiento, pero enseguida se dio cuenta de que contaban con toda una artillería de apodos nada aduladores para referirse al jefe a su espalda. Costaba creer que el abuelo de Manfred considerara a este hombre «colega» suyo.

Cogiéndolo del codo, Jeantet guio a Manfred al interior de su despacho hasta una pareja de butacas de cuero mientras profería una ristra de proclamas acerca de lo encantado que estaba de tener a bordo a un joven tan brillante.

—Por favor, siéntate, muchacho; ponte cómodo —lo exhortó—. Ese traje que llevas es muy elegante. Un poco holgado, diría yo, pero así es cómo los lleváis los jóvenes en estos tiempos. Yo soy un anticuado, o al menos eso dice mi mujer. Pero lo que yo digo es que la calidad nunca pasa de moda, ¿eh? ¿Tú qué crees? Ja, ja, ja.

—Desde luego —dijo Manfred.

—Bueno, la ocasión merece una copita, ¿no te parece?

Y, aun cuando todavía no habían dado las nueve, el director del banco echó mano a una licorera que había sobre el escritorio que los separaba. Sirvió dos copitas más que generosas y brindó por una larga y fructífera amistad. Manfred se tomó la suya con la sensación de que lo estaban iniciando en una sociedad ancestral de bebedores de jerez.

—Es importante fortalecer las relaciones —prosiguió Jeantet—. Esa es una de las cosas que aprenderás aquí. Tengo mucho que enseñarte; dirigir un banco no tiene nada que ver con el dinero, ¡qué va! Tiene que ver con las personas. —Hizo una pausa y lanzó una mirada elocuente a Manfred para hacer hincapié en este punto.

Entonces, muy repentinamente, casi como si una nube hubiese ensombrecido su rostro, Jeantet depositó su copa en la mesa y se arrellanó en su butaca, cruzando las manos sobre el vientre. Manfred también dejó su copa.

—Veamos —dijo con un tono mucho más grave—, tu abuelo, un gran hombre, me ha contado que has suspendido tu baccalauréat. Esto no es algo digno de aplauso y, normalmente, desecharía la idea de incorporar al personal a un miembro nuevo que no considerase que estuviera a la altura en lo que a sesera se refiere. —Al decir esto se dio unos golpecitos muy elocuentes en la frente con el dedo—. No obstante, tu abuelo me ha asegurado que eres un joven brillante, y estoy dispuesto a tomarle la palabra. Confío en que corresponderás a la fe que estoy depositando en ti.

Asintió con gravedad y, entonces, para señalar que ya había dicho cuanto deseaba, volvió a coger su copa.

—Las calificaciones académicas están muy bien, pero en la vida lo que de verdad importa es trabajar mucho y tener buen ojo para el comportamiento de la gente. Personalmente, soy un ávido observador del ser humano. No te mentiré, conmigo has caído en buenas manos. Observa, aprende y llegarás lejos.

Se inclinó sobre la mesa e indicó que Manfred debía hacer otro tanto antes de continuar con un susurro.

—Que quede entre nosotros; tengo pensado jubilarme dentro de unos años. Esa pandilla de carcamales decrépitas de ahí fuera —levantó un pulgar en dirección a la puerta— no suman dos dedos de frente entre todas. Lo de ellas es simple papeleo. A esas lo único que les interesa es cotillear y cobrar su cheque a fin de mes. Pero un joven brillante con un buen traje como tú… Si juegas bien tus cartas, podrías ocupar mi puesto de aquí a unos cuantos años. ¿Qué te parece, muchacho?

Manfred se aguantó las ganas de decirle que prefería arrojarse al Rin antes que pasar un minuto más de lo necesario trabajando en la sucursal del Société Générale en Saint-Louis.

—Le estoy muy agradecido por esta oportunidad —contestó, sin embargo.

Ese mismo día, Manfred preguntó por el apartamento de encima del Restaurant de la Cloche, pero se enteró de que estaba ocupado por el nuevo propietario y su mujer. Entonces, como medida temporal, alquiló el apartamento próximo a rue de Mulhouse.

[1]. Bachillerato. (Todas las notas son de la traductora.)

La desaparición de Adèle Bedeau

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