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El jueves era día de mercado. A las doce y media, el Restaurant de la Cloche estaba lleno de gente. Manfred conocía de vista a la mayoría de los clientes y respondió con un gesto o articulando un mudo «buenos días» a los que lo saludaron. Hasta ahí llegaba su interacción con los demás parroquianos. Entre los que almorzaban a diario en La Cloche existía, como ocurre con los viajeros habituales de un mismo tren, un entendimiento tácito acerca de las fronteras de la comunicación. Manfred ocupó su lugar en la mesa de la esquina que Marie le tenía reservada. El menú rotaba semanalmente y permitía escoger entre dos entrantes, dos primeros y un plato especial, seguidos de postre o café. En el transcurso de los casi veinte últimos años, los menús del día no habían variado. El plato especial de los jueves era pot-au-feu. Aproximadamente una vez al mes, Manfred le sugería de broma a Pasteur que cambiase el menú. «¿Has visto algún buzón de sugerencias por aquí?», le respondía el dueño de forma invariable.

Adèle se acercó a la mesa de Manfred para tomar la comanda. Él se sintió inexplicablemente excitado al verla.

—Hola, Adèle.

Intentó hacer contacto visual, buscando en ella algún gesto cómplice con el que reconociera lo que había acaecido entre ambos la noche anterior.

—Monsieur —respondió impasible Adèle.

No levantó los ojos de su libreta y recitó la comanda de Manfred de los jueves (sopa de cebolla, pot-au-feu, crème brulée) antes de que él tuviera ocasión de decir esta boca es mía. Manfred tuvo la tentación de cambiar de repente su elección de siempre con el único propósito de llamar la atención de la chica, pero cuando ella se dio la vuelta con aire de gran hastío, se alegró de no haberlo hecho. Con una acción semejante solo habría conseguido que Pasteur se presentase en su mesa exigiendo saber a qué se debía semejante alteración de costumbres. Manfred se imaginó a sí mismo gritándole: «¡Me apetecía cambiar un poco, nada más!», antes de volcar la mesa y abandonar furioso el restaurante, estrellando a su paso las copas de vino de los otros clientes contra las paredes.

Abrió su ejemplar de L’Alsace por la sección de Economía y clavó la mirada en las columnas de cotizaciones sin prestar ninguna atención. Adèle regresó con su sopa. Seguía sin revelar señal alguna del momento de intimidad que ambos habían compartido. Cuando volviese con el segundo plato quizá pudiera preguntarle de manera casual si había pasado una noche agradable. Hasta podría interesarse por el joven. ¿Qué tendría eso de malo? Después de todo, los había visto juntos. ¿Acaso no era perfectamente natural comentar el hecho? Manfred ya casi había dado buena cuenta de la copa de vino incluida en el menú. La sopa estaba aguada y sosa.

El ir y venir de clientes era continuo. Cuando estaba lleno, el Restaurant de la Cloche funcionaba como una máquina bien engrasada. Marie a menudo se demoraba junto a la mesa de uno de los parroquianos para intercambiar un par de frases, pero sus ojos no paraban de escanear el local en busca de platos vacíos y de clientes que desearan pagar la cuenta. Las facturas las despachaba Pasteur con absoluta parsimonia desde su puesto detrás de la barra. Las mesas se despejaban y se montaban de nuevo con eficiencia militar. Al estrépito procedente de la cocina se sumaba el constante vocear de los platos a medida que iban saliendo de esta. Los clientes hablaban a voces con la boca llena, conscientes de que no se esperaba de ellos que se demorasen demasiado con su almuerzo. Casi todos optaban por saltarse el café. Si no lo hacían, se lo servían con el postre. Adèle estaba atendiendo a los otros clientes con la misma hosquedad que había gastado con Manfred. Sus movimientos eran lentos y cansinos, igual que si fuera una vaca de camino a la caseta de ordeño, pero, a su manera, resultaba igual de eficiente que la frenética Marie.

Al pasar junto a la mesa de Manfred, Adèle retiró su cuenco de sopa mientras sostenía en equilibrio los platos de otra mesa en un brazo. No era el mejor momento para entablar conversación, pero cuando ella se dio la vuelta, Manfred elevó la voz.

—Por cierto, Adèle, si no es demasiada molestia, me gustaría cambiar mi comanda. Tomaré el choucroute garnie.

¡Aquello seguro que llamaba su atención! Adèle se giró de nuevo hacia él.

—Desde luego, monsieur —dijo.

Su expresión permaneció impertérrita. Manfred no pudo sino admirar la fría impasibilidad de la chica mientras regresaba a la cocina.

—Y, Adèle —añadió, levantando un poco el tono de voz para hacerse oír por encima del bullicio—, quisiera otra copa de vino.

Manfred reconoció que era para quitarse el sombrero: la chica no había mostrado ni un ápice de emoción; pero mientras la observaba abrir de un empujón las puertas batientes de la cocina, no le costó imaginar la conmoción subsiguiente al anuncio de que Manfred Baumann había cambiado su comanda. ¡Y además iba a tomarse una segunda copa de vino! Se arrellanó en su silla y observó a los demás parroquianos del restaurante. Todos permanecían ajenos a la trascendencia de los acontecimientos que estaban teniendo lugar en ese momento.

Manfred estuvo esperando a que el propietario llegase de un momento a otro a su mesa para preguntar si el pot-au-feu ya no era de su gusto. Pero Pasteur no se acercó. Se quedó detrás de la barra decantando el vino en las frascas, actuando como si no hubiese sucedido nada inusual. Ni siquiera miró en la dirección de Manfred.

Adèle apareció con su choucroute.

—Bon appétit —dijo.

El cerdo estaba grasiento y pasado. El choucrout demasiado fuerte. Manfred echó de menos la carne estofada de la que Marie estaba tan orgullosa. El pot-au-feu era su comida preferida de la semana, pero esa no era la cuestión. Rebañó el plato. Lo tomarían por un estúpido de tomo y lomo si, después de cambiar la comanda, no hacía ver que había disfrutado de su elección. Apuró su segunda copa de vino y se echó hacia atrás en la silla con una sensación de enorme satisfacción.

De regreso, en la sucursal del banco, Manfred sintió los efectos de la copa extra de vino. Sentado a su escritorio, notó que daba cabezadas y pidió a su secretaria a través del interfono que le trajese un café. Recibió a un granjero apellidado Distain para discutir la ampliación del periodo de gracia de un préstamo. Manfred escuchó distraídamente al tedioso granjero perorar cansinamente durante quince minutos sobre la presión de los supermercados, la injusta normativa del mercado común y la amenaza a la forma de vida francesa. Un somero vistazo al expediente le reveló que la granja llevaba una década perdiendo dinero. Concedió a Distain tres años de carencia, el máximo posible. El hombre apenas logró contenerse. Durante un instante terrible, Manfred creyó que a Distain se le iban a saltar las lágrimas de puro agradecimiento. Según lo acompañaba fuera de su despacho, tuvo que arrancar literalmente su mano de entre las del granjero.

Manfred temía las noches de los jueves. Llegó al Restaurant de la Cloche a la hora de siempre y ocupó su sitio junto a la barra. Pidió su primera copa de vino y la apuró con rapidez. Lemerre y Cloutier estaban sentados a su mesa. Petit se retrasaba. En el espejo de detrás del mostrador, Manfred vio a Lemerre sacar las cartas y empezar a barajarlas con aire ausente. Llegó Petit, se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de su silla. Lemerre y Cloutier ya se habían bebido dos tercios de la primera frasca de la velada. Los tres hombres charlaron en voz baja durante unos minutos antes de que Lemerre (siempre lo hacía Lemerre) gritara hacia el otro extremo del bar: «Suizo, ¿completas nuestro cuarteto esta noche?».

Manfred siempre aguardaba a que lo emplazaran de ese modo. No existía ningún motivo por el que no pudiese sentarse a la mesa de los tres hombres nada más llegar al restaurante, pero nunca lo hacía. En su lugar, porque era plenamente consciente de lo absurda que era la farsa que estaban representado, cuando Lemerre lo llamaba ponía cara de sorpresa, como si se le hubiese escapado que aquella era la noche de la partida.

Manfred se llevó su copa a la mesa con obediencia y tomó asiento. Los tres amigos ocupaban siempre el mismo sitio, obligando a Manfred a sentarse en la que para él era la silla del muerto. No había discusión posible en cuanto a quién se emparejaba con quién, puesto que cualquier variación habría hecho ineludible un intercambio de sitios. Por lo tanto, Manfred jugaba con Cloutier, y Lemerre jugaba con Petit. Cloutier era un jugador pésimo, incapaz de interpretar las subastas de Manfred y medroso en su juego. Lemerre y Petit se dedicaban a hacer trampas usando un sistema de señas mal disimuladas, ya fuera rascándose la nariz, tosiendo o dando golpecitos en la mesa. Aquel código primitivo suyo era tan descarado que solo conseguía favorecer a Manfred. Lo mismo habría dado que hubiesen descubierto sus cartas para que él las viera. A pesar de que Cloutier jugaba como un inútil total, ganaban constantemente. En una ocasión incluso, Lemerre había llegado a acusar a Manfred de hacer trampas. Pero la mayoría de las veces, Lemerre y Petit se limitaban a sacudir la cabeza ante la buena suerte de sus contrincantes.

Adèle trajo una nueva frasca y una copa de vino para Manfred. Al inclinarse sobre la mesa, este le miró de reojo el escote y pensó en el joven que había visto la noche anterior.

Los jueves se bebían cuatro frascas en la mesa de los tres amigos. Manfred se aseguraba de que su consumo de vino fuese parejo al de los otros para que no pudieran acusarlo ni de beber más de lo que tocaba, ni de quedarse atrás. Al final de la velada, la contribución de Manfred a la cuenta iba a parar al bolsillo de Lemerre. Los tres hombres abonaban sus consumiciones semanalmente. Manfred podría haber llegado a un acuerdo similar con Pasteur y, de esa forma, haber puesto fin al bochornoso ritual de la propina, pero nunca había pedido que le abriesen cuenta en el local y hacerlo ahora, después de tantos años, resultaría extraño. Seguro que Pasteur le preguntaría: «¿Cómo es que no me lo has pedido antes?». Manfred se las vería y desearía para responder a una pregunta así. Sería difícil aducir que nunca se le había pasado por la cabeza. Pensaba en ello todos los días.

Lemerre anotaba la puntuación en el dorso de un sobre. Desde la muerte de Le Fevre, Lemerre se había convertido en el líder de facto del grupo. Olía a una mezcla de productos capilares y de sudor. En su cara rubicunda llevaba estampada una expresión de desprecio permanente, y con frecuencia se le podía oír menospreciando a gritos a los inmigrantes, a los judíos (a quienes consideraba culpables de casi todos los males del planeta) y a los homosexuales, constituyendo estos últimos la peor de sus pesadillas. «Tu gente —le gustaba decir a Manfred— sí que sabe, Suizo. Mantienen a raya a los turcos y a los judíos.» Lanzaba sus invectivas de una manera vagamente afeminada, acompañándolas de elaborados gestos con las manos que parecían sugerir que estaba salpicando joyas de sabiduría entre sus acólitos. El efecto resultaba cómico y amenazador al mismo tiempo. En alguna ocasión, Manfred había entrado al trapo y discutido con Lemerre, pero solo había conseguido salir escaldado y que acabaran acusándolo de ser un comunista trasnochado. Ahora dejaba que fuera Pasteur el que interviniese cuando las diatribas de Lemerre se salían de madre.

Cortaron la baraja y se repartieron las cartas. Lemerre y Petit se embarcaron en un complejo intercambio de toses y golpecitos en la mesa a partir del cual Manfred infirió que ambos iban flojos de picas. Él iba cargado de picas, y dedujo que Cloutier debía de tener en su mano un par de figuras de ese palo. Ignoró la apertura de su compañero con dos corazones e hizo un salto directo a seis picas.

—¿Y esa apuesta de dónde te la sacas? —dijo Lemerre.

Manfred se encogió de hombros. Se llevó las trece bazas con facilidad.

—¿No has tenido cojones de ir a por la manga entera o qué? —se burló Lemerre—. El mundo es de los audaces, ¿eh?

La partida continuó en esta línea. Manfred incluso se dejó ganar una mano en algún momento, brindándole a Lemerre la oportunidad de presumir de su maestría en el juego.

En las raras ocasiones en las que Cloutier llevaba la voz cantante, Manfred se dedicaba a observar las idas y venidas de Adèle. Estaba menos hosca que de costumbre. Intercambiaba algún que otro comentario con los comensales. Iba más erguida, como si le hubiesen quitado un peso de encima. Evidentemente estaba enamorada del joven de la motocicleta, pensó Manfred. No se alegró por ella, solo sintió cierto resquemor hacia el joven; más bien hacia todos los jóvenes que podían ganarse a una chica valiéndose de una moto y una retahíla de piropos vulgares. Adèle se acercó a la mesa con la última frasca de la velada.

Sin pensarlo, Manfred le espetó:

—Estás muy guapa esta noche, Adèle.

Los tres amigos se quedaron petrificados. La mano de Petit, que estaba a punto de echar una carta, quedó suspendida en el aire. Los tres se miraron entre ellos, esperando a que Lemerre reaccionara. Este se limitó a prorrumpir en estridentes carcajadas, que hallaron eco inmediatamente en sus dos compañeros. Manfred se sonrojó hasta las orejas y bajó la mirada a la mesa.

—Ándate con cuidado, niña —farfulló Lemerre entre risas—. Nuestro suizo es todo un don Juan.

Adèle no pareció inmutarse. Sonrió débilmente en dirección a Manfred y volvió a la barra con la frasca vacía.

Finalizada la timba, Manfred dio las buenas noches a los otros jugadores y abandonó el local. Le alivió que Adèle se encontrara barriendo todavía cuando terminó la partida y se hubieron bebido la última frasca. Estaba convencido de que iba a reunirse de nuevo con el joven en el parquecito de delante del templo protestante. Y, en efecto, allí estaba él, apoyado contra el asiento de su motocicleta, fumando un cigarrillo.

Esta vez Manfred le echó un buen vistazo. El chaval no tendría más de dieciocho o diecinueve años. Su pelo era rubio e hirsuto y su tez lozana, como si no hubiese empezado a afeitarse aún. Mientras se aproximaba, Manfred se preguntó si el joven lo reconocería de la noche anterior. Si lo hizo, no dio señales de que así fuera. Ni buscó establecer contacto visual ni apartó la mirada. Tenía los ojos azules y los labios finos. A Manfred le produjo una extraña sensación de alivio que no tuviera pinta de ser uno de esos tarambanas que van picoteando de flor en flor.

Al pasar de largo, el joven dio una calada al pitillo. Lo sostenía de manera torpe, pinzado entre los dedos pulgar e índice. Lo de fumar era una mera pose. Manfred se figuró que sería igual de torpe en la cama, si es que había llegado tan lejos. Le agradó que Adèle no estuviera liándose con un Romeo de mucho mundo. Dejó el parque atrás y continuó hacia su apartamento. Entonces se detuvo y dio media vuelta. Más tarde, al recapacitar sobre ello, Manfred no podría explicarse qué fue lo que le llevó a hacerlo. No había sido algo que tuviera planeado, ni tampoco recordaría haber tomado una decisión. Fue un impulso del momento al que había sucumbido.

Al final del parquecito alejado de la acera, se levantaba un bloque de apartamentos. Manfred se dirigió subrepticiamente hacia el portal del edificio y se agachó detrás de unos arbustos. El joven estaba mirando en la dirección por la que tenía que aparecer Adèle. No había peligro de que viese a Manfred; además, aun cuando se diera la vuelta, estaba bien escondido. El chico se terminó el cigarrillo y consultó su reloj. Pasaron unos minutos. Manfred empezó a preguntarse qué hacía allí, pero sería absurdo marcharse a esas alturas, con el tiempo que llevaba esperando. Es más, si se iba, podría hacer algún ruido y descubrirse.

Adèle apareció caminando despacio por la acera. El joven levantó una mano a modo de saludo, y ella respondió haciendo otro tanto, aunque no aceleró el paso. Manfred sintió curiosidad por saber por qué él no la esperaba fuera del bar. Seguro que tenían algún motivo para desear que no los vieran juntos. A lo mejor sus progenitores no aprobaban la relación. Con todo, Manfred no se imaginaba a Adèle viviendo en casa de sus padres. Si hubiese tenido que aventurar una teoría, habría dicho que era huérfana o que se había escapado de casa. Algo en su carácter reservado le decía que la chica estaba sola en este mundo.

Se saludaron con un beso más apasionado que la noche anterior. Estuvieron así un rato. El joven llevó su mano derecha al trasero de Adèle. Ella lo agarró de la nuca y arqueó las caderas, clavando la ingle contra el muslo de él. Manfred notó que empezaba a excitarse. Cuando se separaron, el chico ofreció a Adèle un cigarrillo, que ella aceptó. Subieron a la motocicleta. Dibujaron una amplia curva en la calle y salieron zumbando, los brazos de Adèle estrechando la cintura del joven. Y eso fue todo. Para ver eso es para lo que se había demorado Manfred furtivamente. Se alejó a toda prisa, temiendo de repente que alguien pudiera haberlo visto espiando a la pareja. Pero era tarde y las calles de Saint-Louis estaban desiertas.

La desaparición de Adèle Bedeau

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