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2.2 Los derechos ambientales, nuevo momento de los derechos

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La generación de nuevos poderes externos, no sometidos al Derecho, maléficos para la persona exige nuevos derechos para defenderla.

Gregorio Peces-Barba, Ética, poder y derecho, 1995.

Lo que significan efectivamente los derechos humanos de las víctimas sufrientes del Tercer Mundo en el discurso que predomina hoy en Occidente es el derecho de las potencias occidentales a intervenir –política, económica, cultural y militarmente– en los países del Tercer Mundo que elijan, en nombre de la defensa de los derechos humanos.

Slavoj Zizek, Suspensión política de la ética, 2005: 197.

Todo concepto de los derechos presupone una toma de postura sobre su justificación [y] toda justificación parte de un concepto previo de los derechos.

Rafael de Asís, Concepto y fundamento de los derechos humanos, 2005: 16.

Para no perdernos en la fundamentación de los derechos humanos que propone el gran relato del proceso de acumulación capitalista, “los derechos humanos habrá que entenderlos no en su individualidad abstracta y desconectada de los contextos, sino en estrecha interconexión con los sistemas que dominan nuestras relaciones con la naturaleza, con nosotros mismos y con los otros. Y, para bien o para mal, ese sistema de relaciones forma parte del relato más general que se denomina proceso de acumulación del capital”.

Joaquín Herrera Flores, Los derechos humanos

como productos culturales, 2005a: 152.

En los nuevos derechos existe una gran polémica en cuanto a su denominación, concepto y clasificación32, situación que tiene que ver con la perspectiva desde la cual son abordados. Partiendo de la constatación de la existencia de nuevos y graves problemas que aquejan a la humanidad como un todo (los cuales han sido explicitados hasta este momento del trabajo), y a pesar de tener expresión concreta tanto en el nivel local, regional o nacional, los efectos de la crisis ambiental y civilizatoria han generado nuevas necesidades humanas, nuevas exigencias y nuevos derechos. En este trabajo designamos “derechos ambientales”, a aquellos que pueden englobarse en el denominador común “ambiental”, ya que tales exigencias y tales derechos se corresponden con la necesidad de acceder, usar, producir, conservar, proteger e intercambiar adecuadamente los bienes ambientales (naturales y sociales), en beneficio de todos los humanos actuales y futuros y los seres de otras especies.

Reconociendo que son múltiples las dimensiones de los derechos, empezamos por tomar como punto de partida la afirmación del profesor Asís Roig (2005), en el sentido que los derechos poseen una doble dimensión: ética y jurídica. La primera se refiere al fundamento (esencialmente ético y que tiene que ver con las razones o los motivos mediante los cuales se pretende incorporarlos en normas, garantizarlos y concretarlos en protecciones efectivas), y la otra al concepto, que tiene que ver con qué son los derechos y, a su vez, está referido a un ámbito de discusión tanto ético como jurídico.

Las conceptualizaciones sobre los derechos también son diversas y ellas dependen de los criterios de énfasis en un determinado aspecto del mundo de los derechos. En este sentido, desde un punto de vista metodológico, se desarrolla una visión dualista de los derechos identificando como posiciones acerca del concepto de derechos humanos los planteamientos monistas y dualistas, donde los límites que incorpora el modelo dualista en relación con el concepto y la justificación de los derechos pueden ser formales (necesidad de que toda pretensión con vocación de ser convertida en derecho fundamental debe ser susceptible de incorporación al derecho, es decir, de ser formulada y garantizada como derecho (perfecta o imperfectamente) o materiales (posibilidad material de que a través del derecho se satisfagan los bienes o necesidades que están detrás de los supuestos derechos). Los elementos aportados por el profesor Asís Roig (2005, 2001) son clave para nuestro intento de incorporar una serie de visiones más allá de las posiciones dualistas y avanzar en una perspectiva crítica hacia la visión de la integralidad de los derechos.

Desde su modelo de Estado de derecho exigente, el modelo dualista que defiende el profesor Asís Roig (2005: 44) hace necesaria la incorporación de los derechos al derecho, por lo que se hace obligatorio tener en cuenta al poder, afirmándose que todo poder político es poder jurídico, es decir, la consideración del poder como fundamento de validez del derecho (conexión externa) y la de éste como elemento racionalizador del poder (conexión interna). Un Estado de tal tipo estaría caracterizado por “defender una serie de contenidos de moralidad en forma de derechos individuales y sociales, protección del pluralismo y la participación con una idea de democracia como proceso abierto e inacabado y donde la igualdad en el derecho se presentaría como criterio de distribución de los contenidos de libertad proyectándose básicamente en sus titulares”, y en el que el principal criterio de relevancia es el respeto a la libertad de elección (autonomía e independencia) y la satisfacción de necesidades básicas33.

Para un acercamiento al concepto en materia de derechos ambientales iniciamos precisando que no nos parece adecuada la designación genérica de “derechos ecológicos” y tomamos partido por la de “derechos ambientales”, ya que consideramos que en el lenguaje, tanto de las ciencias naturales como de las ciencias sociales, la referencia a “lo ecológico” podría tener una connotación más biológica, ecológica y naturalista de equilibrios –no conflictiva–, y que desde la ética, la política y lo jurídico, termina exigiendo y asignando “derechos” a todo lo existente, incluidos los animales (no humanos), los vegetales, los ecosistemas, la biosfera o el universo todo, por encima de lo humano. En cambio, “lo ambiental” ha sido concebido como un proceso de permanente tensión y cambio problemático por las intervenciones humanas de diverso tipo, tanto las adecuadas o sostenibles, como aquellas que recurren como estrategia principal a la depredación y el abuso, no sólo contra los seres humanos sino también contra el ambiente en general, la naturaleza y sus elementos, los ecosistemas, recursos naturales o bienes ambientales (naturales y sociales). De ahí que la denominación más generalizada en Latinoamérica sea la de “derechos ambientales”, que permite reconocer que realmente no hay “problemas ecológicos” (sólo interdependencias) y sí “conflictos y problemas ambientales” generados por los seres humanos, sus culturas y modelos de desarrollo y sus relaciones con la biosfera (o Naturaleza, Tierra o Ambiente) y los otros seres humanos.

La forma como son abordados estos derechos en el presente trabajo podría dar algunas respuestas a las inquietudes manifestadas por De Lucas (1994: 105-106) sobre los “riesgos”, “errores” y otros problemas que un inadecuado tratamiento de la noción de “derecho” y de “derechos ecológicos” ha sido efectuada por los defensores de un nuevo momento en los derechos o en la visión generacional de los mismos. Así mismo, creemos que la formulación en perspectiva generacional de los derechos humanos no tiene por qué “forzar” a que todos los presupuestos y las características de los mismos encuadren en tal categoría, ya que el criterio generacional es sólo un instrumento, una herramienta para hacer más comprensible la forma en que estos derechos se han originado, se han exigido y se han incorporado tanto al debate ético-moral y político como al jurídico, y a su incorporación en textos de derecho internacional o de carácter interno, y no tiene por qué ser absolutamente unívoca la respuesta a aspectos como la clasificación, la titularidad, la co-relatividad y el ejercicio de los mismos, pues podrán, por ejemplo, ser alternativa y simultáneamente individuales o colectivos, exigibles del Estado o de los particulares.

Coincidimos con Rodas Monsalve (1995: 47, 75) en la necesidad de concretar el concepto y uso del término ambiente34, especialmente para precisarlo y distinguirlo de otras acepciones que, como “medio ambiente” no debería ser utilizada por ser una “expresión lingüística poco ortodoxa que recurre a términos equivalentes, siendo por ello tautológica o al menos redundante”. Por otra parte, cuando hacemos referencia a los derechos ambientales no podemos asimilarlos a otras denominaciones35 como “derechos ecológicos”36, “derechos de los recursos naturales”37 o “derechos de la biosfera”38, que son expresiones impropias cuyos términos no son equivalentes y no poseen los mismos objetos o contenidos, a pesar de hacer referencia a niveles de análisis que puedan estar interconectados. De la misma forma, y como lo señalamos en otra parte de este trabajo, el lenguaje de los derechos ambientales, en el sentido que lo venimos enunciando no es exclusivo de y para los seres humanos; por tanto, los derechos ambientales serán todos aquellos que involucrando lo ambiental sean reconocidos a seres humanos, considerados de manera individual o colectiva39, actuales o futuros, sin desconocer los procesos en curso por asignar derechos a no humanos, como a los ríos, los bosques o los animales.

En este procedimiento también recurrimos a la denominación de “derechos humanos ambientales” como derechos que pueden ser clasificados desde una perspectiva de gestación y formulación en espacios y tiempos concretos de la humanidad, pues coincidimos con autores de una visión como la que defiende Pérez Luño (1991: 217), quien ha expresado de manera coherente que las generaciones de derechos humanos no entrañan un proceso meramente cronológico y lineal, ya que en su trayectoria se producen constantes avances, retrocesos y contradicciones que configuran ese despliegue como un proceso dialéctico. De la misma manera, “una concepción generacional de los derechos humanos implica, en suma, reconocer que el catálogo de libertades nunca será una obra cerrada y acabada. Una sociedad libre y democrática deberá mostrarse siempre sensible y abierta a la aparición de nuevas necesidades, que fundamenten nuevos derechos”40.

Esta afirmación da respuestas a las críticas que sobre la visión generacional de los derechos se han venido haciendo frecuentemente, en particular, la eventual función que pudiera cumplir para la trivialización de la doctrina de los derechos humanos, y el servir de fachada para un uso únicamente retórico de los derechos existentes41. El profesor Pérez Luño (1999: 475) precisa que la “subjetivización” de la temática ambiental “bajo la forma del reconocimiento de un derecho a la calidad de vida de los ciudadanos evidencia la progresiva ampliación del catálogo de las libertades, acorde con la ampliación de las necesidades humanas que conforman su soporte antropológico. No en vano la calidad de vida es una de las manifestaciones emblemáticas de los denominados “derechos de tercera generación”. Aun así, nos parece que este autor asimila impropiamente el “derecho a un ambiente sano o adecuado” (uno de los derechos específicos de la amplia categoría de derechos ambientales) a la “calidad de vida”, olvidando que el primero, en una de sus acepciones, es la base material sobre la cual se construye la segunda.

Este nuevo momento de los derechos, los derechos humanos colectivos y ambientales o derechos de la solidaridad, hacen su aparición en una época relativamente reciente, a pesar de que podamos encontrar en diversos períodos históricos colectivos e individuos que reivindicaron la idea de protección, limitación, conservación de la naturaleza o los bienes ambientales (naturales y sociales) para la vida de los humanos. Se considera que entre finales de los años cincuenta y la década de los sesenta con el proceso de descolonización se dio un impulso fuerte para su formulación, en especial el que hace referencia al derecho al desarrollo. Por su parte, el derecho al ambiente sano surge a finales de los años sesenta y comienzos de los años setenta para responder a la necesidad de proteger a los humanos de un ambiente cada vez más contaminado.

La primera discusión sobre los derechos ambientales afirma la necesidad de precisar si son derechos o no. Como veremos a lo largo de este capítulo, para la gran mayoría de la doctrina que parte de una visión restrictiva, más que derechos son principios y obligaciones a cargo del Estado y, a lo más, son intereses difusos42. Por otra parte, un pequeño grupo considera que estas exigencias e intereses son verdaderos derechos, consagrados en variados textos internacionales de diverso alcance, así como exigibles ya en la mayoría de las legislaciones del mundo, a pesar de no contar con los instrumentos adecuados para su garantía y protección.

Aun en quienes no aceptan que los derechos ambientales sean derechos colectivos sino solamente principios o normas programáticas, subsiste la distinción por el carácter y exigibilidad de estos principios. Por ejemplo, para Rodas Monsalve (1995: 40), las normas programáticas, si bien señalan las competencias y actuaciones del Estado,

no determinan de manera inequívoca la actuación de los organismos públicos otorgándoles un amplio margen de intervención, pero no obstante ser incompletas no por ello dejan de ser vinculantes y de ofrecer protección al valor guía sobre el que se construyen. […] Estas normas pueden adquirir también la condición de normas finales, en cuanto prescriben la persecución de un fin o declaran un valor, sin especificar los medios con los cuales cumplir los objetivos o las situaciones en las que el valor debe ser realizado.

En este sentido, las normas programáticas pueden entenderse como enunciados políticos que reafirman los fines estatales propios del Estado social de derecho; por tanto, los principios constitucionales generales (y particulares en materia ambiental) no son meras “declaraciones” o “enunciados vagos carentes de fuerza vinculante”, sino que poseen una especial importancia para la búsqueda de condiciones reales o materiales de igualdad y libertad, así como para el establecimiento de contenidos específicos de actuación de los poderes públicos para su efectiva concreción43.

Como lo indicaremos en profundidad más adelante, tampoco somos partidarios de un concepto de los derechos ambientales reducido como “derechos medioambientales”, ya que esta formulación, propia de las propuestas liberales y neoliberales, no toma en serio lo que aquí denominamos como derechos ambientales, pues sólo trata de dar un “tinte verde” a las externalidades de la economía de mercado, sin comprometerse a establecer las condiciones mínimas y básicas para la existencia y realización material de los derechos ambientales en general y de los derechos humanos en particular; es decir, sólo ve al ambiente como instrumento o “medio”, cuando no, una porción más pequeña de sus aspiraciones (menos de un “cuarto” o un “quinto”) como podemos ver en la tendencia colombiana.

Una nueva idea de los derechos, que aquí denominamos teoría de los derechos ambientales, parte de una concepción según la cual todos los derechos son ambientales. Desde los principios de sistemicidad ambiental, interrelación dinámica, compleja e integral de todos los elementos que lo constituyen -en particular, sus dos principales subsistemas, las culturas y los ecosistemas y dentro de ellos otros subsistemas-, indica que un sistema no es más que un subsistema de uno mayor, del que depende, todos los cuales se interrelacionan íntimamente en conexiones de mayor complejidad.

Esta teoría integral de los derechos considera además que son colectivos e individuales. No solo son normas sino esencialmente procesos de lucha, demanda y reivindicación de la dignidad ambiental concreta, en tiempo y espacio concretos, usualmente resultado de la negación de los sujetos, que lleva a movilizaciones de pensamiento y acción colectivas, tanto para el beneficio de los pueblos y comunidades en el nivel local y regional, como para todos en el ámbito nacional, internacional y global.

En desarrollo del principio del holismo, los derechos del ambiente, la Madre Tierra o Pacha Mama -además de comprender los derechos humanos civiles y políticos, junto con los derechos humanos económicos, sociales, culturales y colectivos- los derechos ambientales integran los derechos de los ecosistemas, en general, y de uno o más de sus componentes, en particular (las aguas, las montañas, los bosques, los animales, etc.).

Por otra parte, son múltiples las formas de clasificar y agrupar los derechos44. Muchas de ellas tienen en cuenta la función de los derechos o el para qué sirven. Para el maestro Peces-Barba (1999: 198), los derechos cumplen una triple función. Además de servir como no interferencia y como prestación (siguiendo a Bobbio, serían los límites al poder y el reclamo de beneficios al poder), está la función de “compartir el poder, de extenderlo al mayor número de personas posibles, […] reservada hasta entonces a una minoría”.

La mayor parte de la doctrina coincide con la existencia de tres generaciones o momentos de derechos humanos (la primera, conformada por los derechos civiles y políticos; la segunda, por los derechos sociales, económicos y culturales, y la tercera, por los derechos humanos ambientales). A cada una de ellas correspondería una característica o principio esencial. Así, para los de primera generación es la libertad, para los de la segunda será la igualdad y para los de la tercera, la solidaridad. En el mismo sentido, se afirma que a los derechos de libertad corresponde una abstención o acción negativa por parte del Estado (no hacer); a los de igualdad, corresponderían obligaciones de hacer o actuaciones positivas del Estado (Bobbio, 1991: 18-19) para conseguir la protección efectiva de los segundos, y para los derechos de solidaridad, tanto acciones negativas como positivas del Estado y los particulares. Así mismo y como afirma Ricoeur (1985: 14, 28), si para los derechos civiles se requería una no interferencia del poder estatal y una protección de esos derechos, creando en consecuencia obligaciones negativas por parte de los Estados, para los derechos económicos, sociales y culturales se crean obligaciones positivas, en la medida en que sólo son realizables por medio de acciones sociales.

Para el trabajo que nos ocupa y con las precisiones conceptuales correspondientes, tanto en la formulación, conceptualización y fundamentación de los derechos ambientales, la perspectiva de los derechos humanos integrales hace que la distinción entre derechos humanos y fundamentales no sea de la mayor trascendencia, especialmente cuando todos ellos se predican en la forma Estado que desarrollaremos en su momento, para todas y para todos los sujetos sin distinción de pertenencia a un espacio y tiempo en particular; sin embargo, consideramos pertinente el llamado de atención que hace el profesor Herrera Flores (2005a: 180) sobre la dicotomía entre derechos humanos y derechos fundamentales, entre derechos en sentido fuerte y débil, entre la metáfora de las generaciones de derechos o la descripción de las generaciones de problemas, o entre derechos y deberes humanos45.

Por otra parte, aunque Habermas (1998: 188-189) no habla de generaciones o de momentos de los derechos, sí habla de la existencia de cinco categorías de derechos fundamentales, donde la primera tiene que ver con los derechos de libertad subjetiva de acción (dignidad, libertad, vida, integridad corporal, libertad de movimiento, libertad de elección de profesión, a la propiedad, a la inviolabilidad del domicilio, entre otros); la segunda, con los que regulan la pertenencia a una determinada comunidad jurídica (derechos de nacionalidad y de ciudadanía, de emigración e inmigración); la tercera, hace relación a la garantía de los procedimientos jurídicos por los que cada persona que se sienta afectada en sus derechos pueda hacer valer sus pretensiones (incorporan los derechos básicos concernientes a la administración de justicia como el derecho al igual trato ante la ley, iguales derechos de audiencia, etc.). La cuarta expresa los derechos políticos fundamentales referidos a la participación de todos en todos los procesos de deliberación y decisión relevantes para la producción de normas, de modo que en ellos pueda hacerse valer por igual la libertad comunicativa de cada uno de posicionarse frente a pretensiones de validez susceptibles de crítica. Por último, la quinta hace referencia a aquellos derechos que garanticen condiciones de vida que vengan social, técnica y ecosistémicamente aseguradas en la medida en que ello fuere menester en cada caso para un disfrute en términos de igualdad de oportunidades de los derechos civiles mencionados en las categorías primera a cuarta.

En la consideración de Pérez Luño (1999), los derechos humanos ambientales harían parte de los derechos de una tercera generación, los cuales versarían sobre lo que él denomina “derechos de la sociedad tecnológica”46, incluyendo especialmente al habeas data y los demás derechos “informáticos” y estarían basados en un concepto de solidaridad que incorpora dos dimensiones mutuamente condicionantes: la ético-política (compartir e identificarse con las inquietudes y necesidades ajenas) y la jurídica (compromiso de todos los poderes públicos para hacer efectiva la igualdad material y sustrato de los derechos y deberes entre todos los miembros de la colectividad).

Siguiendo a la profesora Rodríguez Palop (2000: 447), una perspectiva como la histórica supone asumir que el recurso a la historia es imprescindible para explicar –que no fundamentar– la génesis y el desarrollo de los derechos. Aun así, hablar de generaciones de derechos, para esta autora, “no implica únicamente una forma de aproximación a su estudio en la que prevalece la perspectiva histórica, sino también una toma de postura por lo que se refiere a su justificación, fundamento y características, es decir, todo aquello que resulta determinante para elaborar una lista concreta de derechos”. Desde tal perspectiva, el catálogo de la nueva generación de derechos (que según ella, corresponden a la cuarta generación, pues los derechos políticos serían los de la segunda generación y los civiles los de la primera) estaría integrado por el “derecho al medio ambiente”, “derecho al desarrollo”, “derecho al patrimonio común de la humanidad”47, “derecho a la autodeterminación de los pueblos” y “derecho a la paz”, excluyendo acertadamente aquellas pretensiones que, como los derechos cotidianos surgieron en el mismo momento histórico, pero de las que no pueden predicarse las mismas características, fundamento y justificación. Para esta autora estos derechos son sólo facultades reconocidas a los individuos para poder provocar la efectiva realización de los derechos ya incorporados en las constituciones de los Estados sociales; por tanto “sólo serían instrumentos que permiten el ejercicio efectivo de los derechos y libertades ya reconocidos, a los que nada añaden”. Desde nuestra perspectiva, incluimos en este nuevo momento de los derechos principalmente el derecho al ambiente sano, el derecho al patrimonio común y el derecho al desarrollo48.

De otra parte, no siempre los derechos consagrados han sido debidamente protegidos o concretados, existiendo por ello la insistencia en el desarrollo de garantías de los derechos más allá de su incorporación formal en normas positivas. A pesar que los mecanismos, las técnicas y los instrumentos de protección de los derechos ambientales son amplios y variados, su consagración en algunos países no ha avanzado suficiente para su efectiva protección, y en otros, pese a su consagración, su protección material sigue siendo un deseo incumplido. Los mecanismos de garantía y protección en materia ambiental son tan diversos como pueden ser las posibilidades de su real concreción; la mayoría están consagradas en la ley y unas pocas han llegado al nivel constitucional, a la manera de los derechos o de los principios rectores de la política (económica, social o ambiental), y otras más están clasificadas en los aspectos meramente administrativos como parte de reglamentaciones sobre las políticas económicas de control de los efectos de las actividades productivas.

Por lo dicho anteriormente, las garantías, en palabras de Ferrajoli (1999: 25), son las técnicas previstas por el ordenamiento para reducir la distancia estructural entre normatividad y efectividad, y por tanto, para posibilitar la máxima eficacia de los derechos humanos y fundamentales en coherencia con su estipulación constitucional. En tal sentido, reflejan la diversa estructura de los derechos fundamentales para cuya tutela o satisfacción han sido previstas: por una parte, las garantías liberales (dirigidas a asegurar la tutela de los derechos de libertad, consistiendo en técnicas de invalidación o de anulación de los actos prohibidos que las violan), y por otra, las garantías sociales (orientadas a asegurar la tutela de los derechos sociales y referidas a técnicas de coerción o sanción contra la omisión de las medidas obligatorias que las satisfacen).

Como precisa García Inda (2001: 15), los derechos no son tales realmente si no se protegen o desarrollan las condiciones sociales, políticas y culturales en las que cobran sentido esos mismos derechos, ya que “la privación fundamental en el terreno de los derechos no es sólo la de la libertad, sino la del ámbito o espacio en la que puede arraigar esa libertad: la privación de un hogar, es decir, un ‘lugar diferenciado’ en el mundo, en el que las opiniones cobran su significado y las elecciones puedan ser efectivas”, es decir, que la libertad es absolutamente inescindible de la identidad, o la pertenencia a una nación, grupo, colectivo o comunidad cultural.

Para Ferrajoli (1999: 64-65), son variadas las posibilidades de realización de los derechos sociales, económicos y culturales (y en el caso que nos ocupa, para los derechos ambientales). En primer lugar, en la técnica jurídica, por medio de prestaciones gratuitas, obligatorias e incluso automáticas; en el nivel internacional, regulación de ayudas económicas a los países pobres, reducción o eliminación de la deuda externa, establecimiento de un código penal internacional que incorpore como crímenes contra la humanidad los atentados al derecho al desarrollo propio, por la contaminación y depredación globales como atentatorios del derecho a la conservación del ambiente sano, la indisponibilidad del cuerpo humano o de sus partes, entre otros, así como el establecimiento de la respectiva jurisdicción universal. En segundo lugar, en la tutela judicial (como acciones reparatorias, medidas urgentes y similares) es viable y necesario ampliar los mecanismos para su desarrollo, ejercicio y protección. En tercer lugar, como principios informadores del sistema jurídico.

En el mismo sentido, las garantías de los derechos pueden ser descritas, siguiendo al maestro Peces-Barba (1999: 502), como un conjunto coherente de mecanismos de defensa, los cuales no se agotan en el ámbito de cada país, sino que tienen su continuación en otros, a través de diferentes instancias supranacionales. Estas garantías pueden distinguirse, por una parte, entre garantías generales, representadas por los principios que definen el Estado como Estado de derecho (limitaciones al poder, separación de poderes, principio de legalidad y gobierno de las leyes), Estado democrático (participación y pluralismo) y Estado social (actuaciones positivas del Estado para la efectividad de los derechos sociales, económicos, culturales, colectivos, y ambientales), y por otra, garantías específicas (de regulación, de control y fiscalización, de interpretación y las internas o propias de cada derecho)49.

Los “derechos humanos ambientales” como un todo no tienen garantías jurídicas específicas; sin embargo, es razonable pensar que las acciones populares en el nivel estatal serían el mecanismo jurídico-procesal mejor orientado a ese fin y aplicable a los distintos derechos ambientales. En el ámbito internacional subsiste el déficit de garantías exigibles, aunque los tribunales de los sistemas regionales de derechos humanos (Tribunal Europeo de los Derechos Humanos50 o Corte Interamericana de Derechos Humanos51) han producido algunas decisiones a favor de la protección de los derechos ambientales52, pero especialmente circunscritos o en conexión con otra clase de derechos fundamentales, ya sea la salud, la vida, la protección de la vida privada o la integridad física y cultural de pueblos indígenas.

Para Jordano Fraga (1995: 212), una de las clasificaciones más detalladas de estos mecanismos ha sido elaborada por Cardelus y Muñoz-Seca (1983), quien siguiendo a Rodríguez Ramos (1981) adopta la división entre instrumentos preventivos y represivos. Entre los primeros están las declaraciones con efectos específicos (dominio público, protección territorial, catálogos e inventarios y homologaciones); obligaciones (prohibiciones y limitaciones administrativas, suspensión y paralización temporal, obligaciones de hacer); potestad reglamentaria (directrices y recomendaciones, fijación de estándares, normas técnicas); actuación directa de la administración (inspección, control y policía ambiental, actividad técnica, actividad subsidiaria y restauradora de la administración, sistemas indirectos, redes de vigilancia y organización administrativa e institucional); instrumentos económicos (beneficios fiscales, subvenciones y ayudas, canon por vertido, tasas por acceso a dominio público, seguros ambientales, garantía obligatoria, ayudas en especie, conciertos, participación de las comunidades locales en el aprovechamiento de los recursos naturales, fondos de compensación); otros instrumentos (planificación, evaluaciones de impacto ambiental, autorizaciones y licencias, mecanismos de procedimiento, educación ambiental, investigación ambiental, convenios internacionales, mecanismos jurisdiccionales). Los instrumentos represivos pueden ser administrativos (sanciones, clausura de actividad, caducidad o revocación de la autorización, decomiso, restitución y reposición, indemnización), civiles (responsabilidad) y penales (delitos ambientales).

El “derecho a un ambiente sano o adecuado” es entre los derechos humanos ambientales el que tiene mayores garantías establecidas. Entre las garantías de protección, Martín Mateo (1991: 117-135) clasifica las técnicas y los instrumentos jurídicos en medidas preventivas (autorización, establecimiento de estándares, regulación de las características de las materias primas, homologaciones, imposición de niveles tecnológicos, evaluación de impacto ambiental); medidas represivas (sanciones administrativas, multas, suspensión de actividades, clausura de las instalaciones, y penales); medidas disuasorias (arbitrios no fiscales, tasas, restricciones a la importación de bienes obtenidos en circunstancias que se estima conveniente rectificar, o en la contratación con empresas contaminantes); medidas compensatorias, de tipo preventivo (tasas de vertido, y tributos y recargos fiscales de carácter finalista destinados a financiar instalaciones que eliminen o atenúen la contaminación) o de naturaleza reparadora (tasas destinadas a un fin específico y fondos compensatorios; medidas estimuladoras (tratamientos fiscales favorecedores para las empresas que adopten dispositivos anticontaminantes, subvenciones a fondo perdido y otorgamiento de subsidios); instrumentos económicos (tasas o impuestos ambientales, permisos de emisión negociables, sistemas de caución-reembolso, ayudas financieras y acuerdos industriales), y técnicas complementarias (educación e información).

Por su parte, son numerosos los instrumentos jurídicos de defensa del ambiente, ya que por ejemplo, en la previsión del Estado social de derecho en la Constitución Política de Colombia de 1991 y en la Constitución Española de 1978 y en las leyes que las desarrollan, se establecen diversos mecanismos (como la acción de tutela o recurso de amparo, las acciones populares, las acciones de clase o grupo, la acción de cumplimiento, el derecho de petición, la denuncia popular53, la acción penal ambiental, las audiencias públicas ambientales54, las consultas previas55, las licencias ambientales y las diversas acciones administrativas56), los cuales son, en parte, el reflejo de los graves problemas de desprotección y atentados contra el ambiente (ecosistemas y culturas) y los derechos de terceros, situación que explica, por un lado, las múltiples exigencias de sectores afectados, y por otro, las respuestas que se dan desde el Estado incorporándolos aunque sea formalmente en el catálogo de derechos y garantías, pues se discute su debida aplicación.

Frente a la acción de tutela (en Colombia) o amparo (en el caso español), ésta se da particularmente cuando, según lo ha establecido la Corte Constitucional colombiana, existe conexidad directa entre este derecho y los derechos fundamentales a la vida y a la salud (Sentencias de Tutela T-411/92; T-415/92; T-428/92; T-92/93; T-231/93; T-251/93 y Sentencias de Constitucionalidad C-328/95 y C-495/96). De otra parte, según Jordano Fraga (1995: 489), en el sistema constitucional español no se incluye prima facie el recurso de amparo para la garantía del derecho a disfrutar de un ambiente adecuado, sino que existe una “protección refleja” a través del recurso de amparo dirigido a la tutela de otros derechos y no como derecho autónomo (como el derecho a la vida y a la participación).

Las acciones populares son el mecanismo por el cual numerosos individuos que han sufrido un mal común interponen una acción como grupo, en lugar de presentar numerosas demandas como individuos, buscando proteger los derechos e intereses colectivos relacionados con el ambiente, el patrimonio público, el espacio, la seguridad y la salubridad públicos, la moral administrativa o la libre competencia económica, estando legitimados para demandar en acción popular no sólo un miembro del grupo o los grupos o asociaciones representativas de un interés, sino así mismo un representante o apoderado, o las entidades públicas defensoras del interés común, como la Defensoría del Pueblo, la Procuraduría General de la Nación y los personeros municipales. La CE las prevé en el artículo 125.

Las acciones de clase o grupo fueron establecidas en el artículo 88, 2 de la Constitución colombiana, y son aquellas que pueden ser interpuestas por cualquier interesado para proteger sectores específicos de la población, y en las cuales la sentencia produce efectos respecto de todos ellos. Estas acciones amparan no solamente los derechos constitucionales fundamentales, sino los derechos colectivos, y tienen por finalidad una indemnización por los perjuicios individuales que se les haya ocasionado, haciéndose necesario la existencia, el reclamo y la demostración de un perjuicio o daño causado.

Sobre las acciones de cumplimiento, el artículo 87 de la Constitución colombiana establece que es posible exigir judicialmente a quienes incumplen sus deberes legales o administrativos el cumplimiento de los mismos, curiosa figura jurídica reglamentada por la Ley 393/97 que mediante la intervención de los ciudadanos obliga a las autoridades públicas a cumplir lo que las mismas normas han previsto hacer o no hacer, exigiendo de las autoridades la realización del deber omitido y el cumplimiento de planes y programas desarrollados por el legislador ordinario y el gobierno, de tal forma que es un instrumento concreto (aunque indirecto) de control constitucional.

El derecho de petición es la garantía-derecho que tiene toda persona natural o jurídica para presentar peticiones respetuosas a las autoridades, verbalmente o por escrito, por motivos de interés general o particular, y obtener pronta solución, pudiendo ser petición de información en interés particular o general, de formulación de consultas, y acceder a documentos y obtener copias de los mismos, salvo los que estén reservados por la ley57. Por su parte, y sobre la acción penal ambiental, el Código Penal y la nueva ley sobre delitos ambientales establecen de manera precisa los atentados y delitos contra el ambiente, sus sanciones y los procedimientos por aplicar.

A pesar de existir esta diversa gama de instrumentos de protección del ambiente, que tienden a garantizar los derechos colectivos y ambientales, la efectividad de las normas ambientales siempre ha estado en entredicho, obedeciendo a diversas causas –y aquí seguimos a Jordano Fraga (1995:170)–, entre las que se cuenta el desuso o falta de efectividad o aplicación de una norma en vigor, la cual es debida a múltiples causas entre las que se encuentran la obsolescencia58 o el anacronismo59 de las normas, el desconocimiento, la posible injusticia de las mismas y la tolerancia administrativa. Para este mismo autor, una causa superestructural tiene que ver con la perversión de las normas, bien porque se ha expedido de manera consciente por el legislador “con fines puramente retóricos” o porque son rechazadas por la sociedad que debe cumplirlas, o se traducen en la práctica más generalizada de la conversión de un requisito en mera formalidad como los estudios, las declaraciones y evaluaciones de impacto ambiental.

Aun así, no debemos olvidar que el incumplimiento de los mandatos establecidos por los derechos ambientales, en especial en los países del Tercer Mundo con democracias meramente formales, está relacionado con uno de los aspectos más relevantes en derecho, que, como nos recuerda Serrano Moreno (1996: 221), tiene que ver con que la enunciación de nuevos derechos es contrafáctica, es decir, al ser valores expresados en forma de derechos, “padecen la ambición de las promesas formuladas en los niveles superiores (universo jurídico constitucional, tendencialmente ambientalista conformado por valores, deseos y derechos ambientales), pero desconocidos y violados en los niveles inferiores (realidad legal y administrativa tendencialmente anti-ambientalista) en el momento de la gestión, la administración o la aplicación e interpretación de las normas ambientales”.

Como ya habíamos adelantado, consideramos que los “derechos humanos ambientales” se desglosan en una serie de derechos no restringidos solamente a aquellos taxativamente precisados en las leyes, sino que involucran un complejo amplio de intereses “encuadrables” dentro de un común denominador que incluye el amplio espectro del nuevo momento de los derechos60, entre ellos, el “derecho a un ambiente sano o adecuado” (el cual, dada su importancia a los efectos de esta investigación, abordaremos con mayor detalle en el siguiente apartado), el “derecho al desarrollo”, el “derecho a la paz”, el “derecho al patrimonio común de la humanidad” y el “derecho a la autodeterminación de los pueblos”. Este trabajo no entrará a analizar estos últimos detalladamente, pero desde ya precisamos algunos elementos que nos han permitido aceptar su inclusión en este catálogo de nuevos derechos, siguiendo a la numerosa doctrina al respecto, particularmente su desarrollo e implementación a nivel internacional como derechos humanos o su incorporación a las constituciones o legislaciones nacionales como derechos o como valores superiores, normas de organización estatal o principios rectores para regir sus políticas sociales, económicas y ambientales.

El derecho al desarrollo ha sido considerado como uno de los derechos de tercera generación61, sobre el cual en las últimas décadas se ha venido perfilando una nueva concepción que supera la vieja idea de desarrollo entendido como mero crecimiento económico. Es así como en declaraciones, convenios, acuerdos y documentos de trabajo internacionales se enuncia el “derecho al desarrollo” (junto al progreso social y cultural para la realización de la dignidad humana62 individual y grupal) como un nuevo enfoque de satisfacción de necesidades básicas, dirigido a la eliminación de la pobreza, mediante la realización y conclusión de la solidaridad humana. Según Peces-Barba (1999: 188), con el derecho al desarrollo se enuncia una pretensión moral justificada, cuya titularidad no se predica, en principio, respecto de individuos, sino de regiones, pueblos o naciones, sujetos colectivos diferenciados unos (por su situación de pobreza) respecto de otros a quienes se les exigiría su satisfacción. Esta pretensión moral estaría dada por las desigualdades entre ellos, y estará mucho más justificada dado que tal desigualdad ha sido generada por mecanismos y actuaciones “impuestos” por los países ricos del Norte. En el mismo sentido, Peces-Barba precisa que éste no es un derecho humano en sentido abstracto, sino que sólo lo constituyen los seres humanos que forman parte de grupos, pueblos o naciones subdesarrollados, precisamente frente a los desarrollados que serían los obligados.

Para Chueca (1998: 68), este derecho se comprende mejor en un sentido multidimensional, ya que existe una pluralidad de sujetos titulares de tal derecho (individuos, pueblos y naciones con titularidad reforzada o especial en el sentido de los derechos humanos y los Estados con titularidad simple otorgada por el derecho internacional).

Creemos que un “derecho al desarrollo” es de difícil configuración completa sin una adjetivación propia (no cualquier clase de desarrollo, como los modelos foráneos, sino por ejemplo, desarrollo propio, sostenible o adecuado, siguiendo la presentación que hace el artículo 45 CE) y, siendo así, podría ser incoado por cualquier individuo o grupo –aun en un país industrializado– cuando considere que el Estado no adelanta las necesarias acciones para el cumplimiento efectivo de un derecho tal. De otra parte, opinamos que este derecho está conectado también con aquellos derechos que se han venido reivindicando en la era del capitalismo industrial y financiero por sus implicaciones sobre los países del Tercer Mundo, especialmente con la deuda externa y la deuda ambiental, aspectos que destacaremos en profundidad en la segunda parte de este trabajo.

Es por ello que para Gómez Isa (1998: 9) la reconstrucción y protección del derecho al desarrollo deben estar orientadas a eliminar una visión caritativa y asistencialista de la ayuda a los sectores más empobrecidos del mundo, “dando paso a una concepción, no sólo moral, sino también jurídica de este derecho”, tanto de las personas como de los pueblos, situación que supone cambios radicales en las formulaciones políticas y económicas de la sociedad actual.

De otra parte, el derecho al patrimonio común de la humanidad hace referencia a los diferentes elementos y bienes ambientales (naturales y culturales) que conforman el “haber” de la humanidad como conjunto, que teniendo en cuenta los intereses de la humanidad presente y futura (superando los objetivos inmediatos y particulares de los Estados), dispone su no apropiación, acceso abierto a todas las naciones y un uso adecuado y pacífico63. Su ámbito de aplicación comprendería desde el espacio estratosférico (incluyendo el régimen de la luna y los cuerpos celestes), los fondos marinos y oceánicos y su subsuelo situados más allá de la jurisdicción nacional y la Antártida, entre otros. Desde nuestra perspectiva, el patrimonio común de la humanidad es uno de los elementos que conforman el ambiente en el sentido en que lo hemos venido presentando en este trabajo, el cual, por sus particulares condiciones, requiere una protección especial. En tal sentido, el régimen del patrimonio común incorpora una serie de principios básicos tales como el principio de no apropiación y de exclusión de soberanía, el principio del uso pacífico, la precisión del principio de la libertad de acceso, exploración e investigación científica, el principio de la gestión racional de los bienes ambientales y el principio de reparto equitativo en beneficio de toda la humanidad.

Por otra parte, somos cercanos a una concepción como la de Herrera Flores y Medici (2004: 99) en el sentido que la reivindicación del “patrimonio común” y de los “bienes comunes” es en realidad una lucha dirigida a resistir y transformar las relaciones sociales impuestas por el capitalismo global, “por recuperar la potencia de la pluralidad de formas de la vida activa, por recuperar el hacer común autónomo, no el ‘bien’ o los ‘bienes’ comunes”. No se trata del derecho humano sobre el patrimonio común o los bienes comunes, sino de la lucha por el derecho humano de poder hacer de forma autónoma, de acuerdo con las múltiples y al mismo tiempo particulares formas de relación cultura-ecosistemas, de priorizar la satisfacción de las necesidades humanas básicas sociales y culturales, por encima de los deseos de valorización del capital, que imponen la monocultura, el hacer heterónomo y la depredación de la naturaleza64.

Aun así, una de las discusiones centrales sobre el patrimonio común pone en duda los deseos actuales de los países del Norte por incrementar los contenidos del patrimonio mundial, el cual fue justificado en los años sesenta a partir de la necesidad de superar el concepto de soberanía estatal a favor de la cooperación internacional para el uso común de ciertas áreas o elementos ambientales (naturales o culturales) que, reservados temporalmente, en el futuro, cuando las necesidades del capital así lo indiquen, sufrirán los cambios y adecuaciones necesarios en su configuración jurídica. Desde el Sur se viene controvirtiendo la figura del patrimonio mundial, utilizada por los países desarrollados para poder acceder a bienes o a recursos que no poseen en sus territorios, pero que mediante los desarrollos tecnocientíficos y el capital financiero podrán obtener. Ejemplos de tales discusiones se dieron especialmente en la Cumbre de Río en 1992 frente al tema de la propiedad de la biodiversidad, donde los Estados del Norte defendían la tesis del patrimonio común y los países del Tercer Mundo (que fue la tesis adoptada con el Convenio de Biodiversidad) defendían la propiedad estatal de estos bienes naturales y culturales situados en los países correspondientes.

Aunque buena parte de la doctrina incluye el derecho a la autodeterminación de los pueblos65 y el derecho a la paz66 dentro de la clasificación de los derechos de tercera generación (que en esta tesis preferimos denominar el tercer momento-proceso de los derechos), en este trabajo los incorporamos en nuestra denominación de derechos humanos ambientales junto a los nuevos derechos, fruto del “nuevo orden económico internacional” y que tienen que ver con el derecho a un comercio internacional justo, el derecho igual a los sumideros de carbono, el derecho a no ser objeto de ninguna clase de racismo ambiental y el derecho a la seguridad ambiental, entre otros67.

Sobre el derecho a la autodeterminación de los pueblos, buena parte de la doctrina lo enlaza directamente con el derecho al desarrollo, pero predicado exclusivamente a favor de pueblos que buscan la independencia “política” de otro Estado, metropolitano o de dominación extranjera. Consideramos que esta visión de un derecho como derecho de “descolonización” debería complementarse con exigencias para un cambio radical de la actual situación mundial de dependencia “material”, no sólo política sino también y sobre todo económica, la cual podría revertirse a favor tanto de los pueblos sometidos y dependientes, como de un desarrollo mundial más justo y un ambiente global más sano y adecuado. Es decir, hoy es no solamente viable sino necesario reivindicar la autodeterminación de los pueblos, naciones y Estados frente al nuevo poder colonial e imperial reflejado en las propuestas económicas y de mundialización neoliberal.

Respecto al derecho a la paz, el profesor Peces-Barba (1991: 206) considera que puede servir de base a otros derechos y tiene relevancia en diversos espacios (moral, jurídico o político), siendo que un derecho como éste no puede incorporarse de manera fácil a una teoría de los derechos fundamentales, entre otras cosas, por la ambivalencia de la titularidad que también se predica de pueblos o de grupos, la generalidad de sus contenidos que abarcan al conjunto de la vida social, la inaplicabilidad de esta pretensión moral de los individuos en el derecho interno o la inexistencia de un poder político capaz de impedir siempre el uso de la fuerza.

Sin embargo, la Constitución Política de Colombia incorpora en su artículo 22 la paz como un derecho (no fundamental) y un deber de obligado cumplimiento. En este sentido, la Sentencia de Tutela 82/92 de la Corte Constitucional colombiana expresa que este derecho pertenece a los derechos de la tercera generación y requiere el concurso para su logro de los más variados factores sociales, políticos, económicos e ideológicos, y como parte de los derechos e intereses colectivos está protegido por las acciones populares. La Sentencia T-102/93 caracteriza este derecho por la multiplicidad de formas de ejercicio: derecho de autonomía en cuanto está vedado a la injerencia del poder público y de los particulares, que reclama a su vez un deber jurídico correlativo de abstención; derecho de participación, en el sentido de que está facultado su titular para intervenir en los asuntos públicos como miembro activo de la comunidad política; un poder de exigencia frente al Estado y los particulares para reclamar el cumplimiento de obligaciones de hacer, mucho más exigibles con ocasión de las prácticas de guerra de nuestro conflicto armado interno. Por su parte, para el maestro Pérez Luño (1999: 194-195), el derecho a la paz podría ser un freno importante, mucho más cuando el desarrollo actual de la industria de las armas sitúa a la humanidad ante la trágica perspectiva de una catástrofe de proporciones mundiales, en cuyo freno los movimientos ambientalistas y ecopacifistas han desempeñado un papel muy importante a nivel local, nacional y global.

En síntesis, una teoría de los derechos ambientales como la exponemos aquí, presupone, entre otras, las siguientes dimensiones, contenidos y características generales:

• Polisemia: el discurso y el concepto de los derechos no tiene una sola versión sino varias conceptualizaciones y fundamentaciones, que dirigen hacia diversas teorías. Defendemos una que trate de incorporar la totalidad de las posibilidades para la protección material de eso que llamamos derechos.

• Los derechos son su universalización y su especificación: la idea de derechos no puede ser subsumida en una sola vía, reconocemos la potencialidad de unas dimensiones de los derechos que los reconocen en múltiples vías o dinámicas, tales como los procesos de generalización o universalización para todos, y especificación o derechos para otros.

• Los derechos son colectivos e individuales: es necesario superar la visión liberal restrictiva de los derechos -que se luchan colectivamente pero que se reconocen y aceptan solo individualmente-, pues somos seres individuales que vivimos en comunidad.

• Los derechos como todos los derechos: además de comprender los derechos humanos civiles y políticos, conjuntamente con los derechos humanos económicos, sociales, culturales, colectivos y ambientales (DHESCCA), nuestra teoría integra los derechos de los ecosistemas, las aguas, las montañas, bosques, animales, etc., y en desarrollo del principio ambiental del holismo, los derechos del ambiente, la Madre Tierra o Pacha Mama.

• Los derechos son todos los derechos y no solo unos pocos: la mayoría de las teorías sobre los derechos, enunciadas más arriba, precisan que estos solo son unos pocos -como lo hace el liberalismo al insistir en que solo unos lo son realmente, por ejemplo, los derechos civiles y políticos-, ya que los demás solo serán expectativas que se colmarán en el futuro, cuando los Estados sean ricos.

• Todos los derechos son derechos ambientales: pues tienen lugar en el ambiente y no son ajenos a sus dinámicas, interrelaciones y codependencias.

• Diacronía y sincronía de los derechos: los derechos son no solo los derechos del pasado, reivindicados por burgueses, trabajadores y otros movimientos o sectores poblacionales, también son los derechos del presente y del futuro, pues si persiste la indignidad, los sujetos, individuales o colectivos, se levantan, denuncian y luchan para que se reconozcan y se respeten las antiguas, actuales y nuevas ideas de dignidad.

• Los derechos son además la historia de los derechos: la historia de los derechos puede ser vista como un proceso de múltiples dimensiones, que puede sintetizarse en dos grandes momentos, el de su negación por unos seres, grupos humanos o instituciones, y la historia de su reivindicación por parte de aquellos discriminados.

• Los derechos no son solo normas o solo facultades preexistentes al Estado: para su protección los derechos han sido consagrados en normas positivas y en ocasiones hay que defenderlos contra el poder del Estado y del capital, pero verlos solo así termina siendo reduccionista y en ocasiones no ayuda a resolver los problemas.

• Los derechos son procesos ambientales: la idea liberal de los derechos que los reduce a garantías formalizadas en normas jurídicas olvida, descuida o desconoce las dinámicas sociales, políticas, culturales, económicas y jurídicas de pueblos, individuos y sociedades humanas en sus relaciones múltiples, diversas y complejas con los ecosistemas y con otros seres humanos. En tal sentido, los derechos son esencialmente procesos ambientales de lucha, demanda y reivindicación de ideas de dignidad ambiental en tiempo y espacio concretos, usualmente como resultado de su negación como sujetos.

• Los derechos son de seres humanos y de otros sujetos no humanos: superando las restricciones de las teorías liberales del idealismo universalista abstracto -que indicó que los derechos eran de solo unos cuantos humanos (hombres, blancos, propietarios o nacionales de un específico Estado) o la declaración formal de todos en el universalismo abstracto (todos los seres humanos), sin hacer mucho por traducir lo formal en materiales y reales formas de promoción y protección de la dignidad de todos los sujetos-, hoy debe reclamarse la idea de derechos para el ambiente (naturaleza o Madre Tierra), los ecosistemas, los bosques, los animales y otros elementos del ambiente, si consideramos pertinente su protección por la vía de los derechos.

Derechos ambientales en perspectiva de integralidad : concepto y fundamentación de nuevas demandas y resistencias actuales hacia el estado ambiental de derecho

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