Читать книгу Derechos ambientales en perspectiva de integralidad : concepto y fundamentación de nuevas demandas y resistencias actuales hacia el estado ambiental de derecho - Gregorio Mesa Cuadros - Страница 20
3.2 Internacionalización y privatización de los derechos ambientales
ОглавлениеEl giro en los valores económicos es crucial en la crisis ecológica. Se refleja en el cambio de significado de la palabra “recurso” [que] en un principio, implicaba vida. […] del latín surgere, que evocaba la imagen de un manantial que manaba sin cesar del suelo. Como un manantial, un recurso brota una y otra vez, aunque se use y se consuma repetidamente. El concepto subrayaba el poder de regeneración de la naturaleza y llamaba la atención hacia su prodigiosa creatividad. Además, implicaba una antigua concepción sobre la relación entre los seres humanos y la naturaleza, la idea de que la tierra otorga sus dones a los humanos, a los que, a su vez, les convenía ser diligentes para no sofocar esa generosidad. Al comenzar la era moderna, “recursos” sugería reciprocidad y regeneración [pero] con la industrialización, el significado de recursos pasó a ser “materias primas para la industria”. Ahora parece que se está produciendo un cambio semejante en el significado de “vida”. A medida que los recursos y procesos vivos se convierten en las nuevas materias primas, a medida que recursos vitales como el agua y los alimentos se transforman en bienes para obtener beneficios comerciales y no para sostener a los seres vivos, “Vida S.A.” crece a expensas de la vida del planeta en toda su diversidad, vitalidad y capacidad de renovación. La diversidad se ve sustituida por los monocultivos; la red ecológica de la vida, por la bioingeniería, y su carácter sagrado, por sus posibilidades comerciales. […] Sin límites éticos, ecológicos o sociales al comercio, se está colocando a la propia vida en el límite.
Vandana Shiva, El mundo en el límite, 2001: 184, 185.
Según las proyecciones del Banco Mundial, las industrias “ecologistas” moverán fortunas mayores que la industria química de aquí a poco […] y ya están dando de ganar montañas de dinero. La salvación del medio ambiente está siendo el más brillante negocio de las mismas empresas que lo aniquilan. En un libro reciente, The Corporate Planet, Joshua Karliner brinda tres ejemplos ilustrativos, y de alto valor pedagógico:
- El grupo General Electric tiene cuatro de las empresas que más envenenan el aire del planeta, pero es también el mayor fabricante norteamericano de equipos para el control de la contaminación del aire.
- La empresa química Du Pont, una de las mayores generadoras de residuos industriales peligrosos en el mundo entero, ha desarrollado un lucrativo sector de servicios especializados en la incineración y el entierro de residuos industriales peligrosos.
- Y otro gigante multinacional, Westinghouse, que se ha ganado el pan vendiendo armas nucleares, vende también millonarios equipos para limpiar su propia basura radiactiva.
Eduardo Galeano, Patas arriba. La escuela del mundo al revés, 1999.
Las formas particulares en que una sociedad protege en mayor o menor medida su “ambiente”, habíamos avanzado más arriba, tienen que ver, en principio, con las formas concretas en que su modelo de desarrollo percibe las formas de relación de los seres humanos con los otros humanos, de esos humanos con la naturaleza o el ambiente, y de su cultura en sus relaciones con las otras culturas. En este trabajo hemos hecho énfasis en la capacidad de ciertos saberes diferentes del saber moderno, como herramientas muy valiosas en la ardua tarea por encontrar respuestas a los graves conflictos y problemas ambientales, sociales y económicos. Las “otras” sociedades, pueblos, comunidades, grupos y ONG de diverso tipo dedicadas a los temas del ambiente y el desarrollo han hecho grandes aportes al conocimiento, y han puesto en la discusión actual temas como los que hacen parte de la agenda del nuevo momento de los derechos o de los derechos de tercera generación (derechos colectivos y ambientales) y su debate conceptual, ético, político y jurídico.
A pesar de las consagraciones constitucionales y legales tanto en el ámbito interno y de la expedición de múltiples acuerdos ambientales en el marco internacional, las visiones sobre cómo relacionarnos con el ambiente y los otros y otras desde una posición neoliberal insiste en globalizarlo todo, empezando por el ambiente (naturaleza) y sus diversos elementos y componentes bajo el espectro central de la idea de apropiación ilimitada. En este apartado queremos precisar cómo en los derechos ambientales en general, como en los derechos humanos en particular, se da una permanente tensión dialéctica entre la idea de publificación y la de privatización, tensión en la que en los últimos años pareciera que ha tomado amplia ventaja esta última versión, a pesar de las tendencias a “cubrir de verde” las distintas actividades productivas del modelo de desarrollo vigente93.
Así mismo, se viene insistiendo en que el derecho ambiental no es ajeno a la transnacionalización del campo jurídico, en primer lugar, porque la mayoría de los temas ambientales se difundieron ampliamente por necesidades del Norte para asumir los problemas de la degradación ambiental en sus respectivos países y en los del Sur y, en segundo lugar, porque desde el Sur, el debate sobre los “derechos ambientales” siempre ha estado ligado a los temas de los modelos de desarrollo y el subdesarrollo, la pobreza, el colonialismo extractivista, el multiculturalismo y la diversidad natural y cultural, que sobreviven a pesar de los graves problemas de explotación y dependencia. Gran parte de la confrontación que el Sur ha hecho al problema del sobreconsumismo del Norte –la pobreza, la contaminación, la depredación y destrucción del ambiente–, es uno de los aportes más grandes del Sur en la construcción de un conocimiento crítico sobre la problemática social y ambiental de una sociedad mundial crecientemente globalizada, pero también cada vez más injusta y depredadora del ambiente (ecosistemas y culturas), con permanencia del único orden económico, social y ambiental vigente, el de la depredación y la maximización de ganancias en el corto plazo por un mercado “libre” que empobrece cada vez más a millones de seres humanos y que hoy abarca a más de la cuarta parte de la población mundial94.
No sobra insistir en que la conflictividad y problemática ambiental en el mundo de hoy es por definición un asunto global, y que más allá de los diversos instrumentos internacionales establecidos para la protección de los bienes ambientales, los ecosistemas y la biosfera o el patrimonio común de la humanidad (los cuales al día de hoy son más de 300), su inaplicación por aquellos que tienen mayor responsabilidad y el deber de actuar, pone en duda un mejor futuro, sobre todo al conocerse reiteradamente la noticia que cada vez que es necesario adherir o ratificar un compromiso o acuerdo internacional para la protección de los bienes naturales y culturales, los ecosistemas o la biosfera en general, Estados Unidos, el nuevo policía del sistema-mundo, junto a otros países ricos deciden arbitraria y unilateralmente no firmar, no adherir o incumplir los compromisos adquiridos ante la comunidad internacional para limitar las acciones de sus empresas o de sus ciudadanos, a favor de un planeta mejor para vivir95. Aun así los debates sobre problemas ambientales globales continúan tanto en las formulaciones teóricas como en la acción concreta, ya que los grandes y graves problemas de la agenda ambiental internacional en lugar de desaparecer tienden a incrementarse por políticas cada vez más reaccionarias frente a aspectos que serán ampliamente señalados a lo largo de este trabajo y referidos, entre otros aspectos, por ejemplo, a los cambios climáticos, a la proliferación de los transgénicos y al déficit alimentario de los países pobres, al comercio internacional injusto y la deuda externa y la deuda ambiental, a la destrucción de la biodiversidad y la erosión genética, en fin, la globalización económica y su dependencia, y la erosión cultural.
En este sentido, uno de los más importantes debates tiene que ver con el papel que desempeñan ciertos elementos de la naturaleza para el sustento de la vida en la Tierra, especialmente como sumideros de carbono. Es así como la propuesta de un derecho igual a los sumideros de carbono96 surge dentro de las discusiones de más de una década sobre el impacto de los cambios y el caos climático en la vida humana y en los ecosistemas, y expresa la especial preocupación por la ausencia de responsabilidades para su eliminación o disminución. Desde la India, Agarwal y Narain (1991), teniendo en cuenta que la distribución de las emisiones de CO2 por persona ha sido y es muy desigual, según los países y dentro de cada país (en el sentido de la huella ambiental llevada a cabo por personas, grupos, regiones, sociedades o Estados), argumentaron que la capacidad de los océanos y la vegetación (bosques) como sumideros de CO2 debería pertenecer por igual a todas las personas, situación que implica, por tanto, la reducción de gases con efecto invernadero por parte de los países del Norte, quienes tienen las mayores emisiones, y los nuevos países “en desarrollo” que como China e India, están aportando desde la última década grandes cantidades de gases y sobre los que los países industrializados vienen ejerciendo presión para que comiencen sus reducciones, situación altamente improbable porque, por otra parte, las mayores inversiones económicas de la última década también se están haciendo en estos dos países para su “desarrollo” e industrialización. Como lo analizamos en otro lugar, esta propuesta ha sido aplicada de manera diferente a la previsión de evitar o disminuir la contaminación, entre otras razones, por la incorporación del principio “el que contamina paga”, partiendo del presupuesto que es imposible no contaminar (desconociendo el principio de prevención, consustancial al discurso ambientalista) y que lo que se requiere es establecer “incentivos” para no exceder de un tope determinado de contaminación, que como en el caso del mercado global de contaminaciones, la práctica de los países desarrollados ha significado el traslado a los países del Sur de las empresas y fábricas emisoras de contaminación. Consideramos que el mayor interés del debate de estos autores radica, de una parte, en el planteamiento de la discusión inicial para el establecimiento de límites concretos a las huellas ambientales, y de otra, en avanzar en la formulación de un interés de todos los humanos en un “derecho igual a los sumideros de carbono”97, en el cual habría que precisarse sus alcances y limitaciones para su incorporación en instrumentos internacionales con carácter vinculante para los Estados, y no meramente declarativos, aspecto que analizaremos con mayor detalle en la segunda parte de la tesis.
Por otra parte, un derecho a un comercio e intercambio internacional justo ha venido siendo defendido por un pequeño grupo de economistas ecológicos en contra de la extendida literatura de la “economía medioambiental” dominante, la cual afirma que crecimiento económico y protección ambiental son compatibles, de la misma manera que lo son, según ellos, comercio internacional, relaciones económicas globales y protección ambiental. Pero la historia del comercio internacional es una historia de relaciones desiguales e inequitativas que siempre generan mayor desigualdad. Son variados los ejemplos que dan una nueva fuerza a la teoría del subdesarrollo como consecuencia de la dependencia que se expresa en intercambios desiguales. El profesor Martínez Alier (1994: 206, 244), por ejemplo, considera que el intercambio desigual e injusto se produce no sólo por la infravaloración de la fuerza de trabajo de los pobres del mundo y por el deterioro de las relaciones de intercambio en términos de precios, sino también por los diferentes “tiempos de producción intercambiados”, cuando en el tráfico comercial mundial se venden los “productos” extraídos, de reposición larga o imposible (como los minerales o la biodiversidad) a cambio de productos de fabricación rápida, cuyos impactos y resultados directos en las zonas del Sur son la contaminación, la destrucción o pérdida de los recursos98 y la pobreza de sectores cada vez más amplios de la población de estos países99.
De igual manera se expresa Hauwermeiren (1996: 183-186), quien considera que la realidad actual de un comercio internacional justo es muy discutible ya que el llamado “círculo vicioso de sostenibilidad” (en el que el comercio internacional sea promotor del crecimiento, el crecimiento aporte recursos adicionales para mejorar el ambiente y éste, a su vez, suministre los recursos que sustentan el crecimiento y la expansión del comercio) ha venido siendo cuestionado desde la “economía ecológica” por autores de amplio reconocimiento universal como Daly (1989), (1991), (1995) y (1997), Costanza y otros (1999), quienes argumentan que el comercio no es beneficioso para todos sino que en él hay perdedores, no solamente un sector de seres humanos sino también los ecosistemas y el ambiente, pues en aras de ganar competitividad se externalizan los costos ambientales, muchos de cuyos daños (por ejemplo, la extinción de una especie) no podrán ser reparados con recursos financieros y, sobre todo, la biosfera tiene “límites” físicos, tanto como “despensa de recursos”, como espacio para verter los desechos, o, como expresan Sempere y Riechmann (2000: 162), en el intercambio entre los países del Norte y del Sur, los recursos naturales son infravalorados, mientras que la tecnología y los recursos financieros son sobrevalorados, situación que se agrava cada vez más haciendo crecer la burbuja del empobrecimiento de los países del Sur a costa de “financiar” el desarrollo del Norte rico.
En el mismo sentido, en la agenda ambiental internacional son muchos más los asuntos y las promesas incumplidas. A pesar de las permanentes exigencias sociales para que se destine por lo menos el 0,7% del PIB para asistencia al desarrollo del Tercer Mundo, éste sigue siendo un compromiso internacional que los Estados industrializados rehuyen pero que deberían asumir como sujetos de derecho internacional vinculados por instrumentos jurídicos de diverso tipo, y no descargar sus compromisos sobre las organizaciones no gubernamentales, las cuales, a pesar de realizar una labor meritoria, realizan una tarea limitada por la ausencia de decisiones políticas de alto nivel y la asignación de los recursos correspondientes. De otra parte, no ha sido posible la implementación adecuada y conforme de las tareas y obligaciones de la Agenda 21, asumidas por los países en la Conferencia de Río 92 y sobre las cuales se insistió de nuevo en la Cumbre de Johannesburgo en 2002 y en Río 2012. Al contrario, parece que los acuerdos y compromisos para garantizar el “derecho al desarrollo” y el “derecho a un ambiente sano o adecuado” son materias “borradas” o “suspendidas” por aquellos factores reales de poder en las relaciones internacionales: los mandatos de la OMC100, el BM, el FMI y las compañías transnacionales.
Aun así, se sigue reivindicando y defendiendo el derecho a un desarrollo propio, el cual debe incorporar la cancelación de la deuda externa injusta y el pago de la deuda ambiental que los países del Norte deben al Sur, el derecho al conocimiento tradicional (sobre el uso, la conservación y preservación y el control colectivo de la biodiversidad propia), en particular el de los pueblos indígenas y comunidades tradicionales y campesinas al conocimiento ancestral y tradicional de las diversas formas de acceder, usar y conservar la biodiversidad, conocimiento que se ha venido transmitiendo por generaciones sin “pagar” derechos, tasas o regalías de ningún tipo y abierto a la mayoría de la población sin que medie el mercado; el derecho a no ser objeto de ninguna clase de racismo ambiental (buscando que se elimine la práctica de los últimos años de convertir a los países del Sur en los basureros de los desechos tóxicos, químicos y nucleares producidos por el Norte industrializado) o el derecho a la seguridad ambiental como garantía de acceso a las funciones y a los bienes y servicios ambientales a todo el mundo y no sólo a los poderosos y ricos, ya que el Norte se apodera de una cantidad desproporcionada de recursos del Sur y produce igualmente una cantidad desproporcionada de contaminación que pone en peligro la seguridad ambiental del globo en general.
De todas formas, la construcción y el desarrollo del derecho ambiental actual tuvieron que ver con su configuración de manera lenta e incompleta, en la cual, en un primer momento predominaban diversos aspectos de otras legislaciones (especialmente civil, comercial, administrativa) y posteriormente, incorporando ciertas novedades que el pensamiento ecologista y ambientalista le brindaban. Así, lo que por definición podría caracterizar al derecho ambiental como pluralista, complejo o sistémico, convivía con formulaciones parciales, sectoriales, restringidas y restrictivas, casi siempre visiones signadas por el capital y la acumulación, las cuales se oponen a la supervivencia de concepciones multi, trans e interculturales que tienden a la incorporación de los conocimientos suprimidos o marginalizados, y que han demostrado ser benévolos y no atentatorios contra el ambiente, salvo cuando las presiones de antiguas y nuevas colonizaciones obligan a quienes las sufren a la depredación101. Aquí están y sobreviven los paradigmas de otros derechos colectivos y ambientales que se construyen y reconstruyen desde formas de autodeterminación, autonomía y emancipación de los modelos de desarrollo hegemónicos, que con su peso arrollador hacen casi imposible la vida de pueblos y comunidades que insisten en que “otros mundos son posibles” más allá del supuesto libre mercado del capital.
Si por una parte se ha venido defendiendo lo público y lo colectivo que caracterizaría una visión amplia de los derechos ambientales, por otra parte persiste y se impone una visión que sólo busca la privatización de todos los espacios del mundo y de la vida, bajo el mandato sagrado del capital y del libre mercado, y que hoy se edifica sobre el “nuevo derecho privado o negociado medioambiental”.
Hemos indicado que las visiones sobre el ambiente y la naturaleza no han sido siempre homogéneas. La legislación ambiental como parte del derecho ambiental, en un comienzo se dedicó a reglamentar aspectos de protección individualizada de los elementos de la naturaleza o de sus recursos y, como afirma Valenzuela (1983: 187), posteriormente evolucionó hasta incluir en su objeto la protección de los sistemas ambientales en cuanto tales (ecosistemas), regulando el manejo de los factores que los constituyen con una perspectiva global e integradora, sobre la base del reconocimiento de las interacciones dinámicas que se dan entre ellos, y con miras a afianzar el mantenimiento, y si es posible, a incrementar los presupuestos del equilibrio funcional del todo (otros ecosistemas o la biosfera) del cual forman parte. Pero en la actualidad, diversos análisis sobre la misma concluyen que sus principales características son la dispersión, la incoherencia y los vacíos normativos, una deficiente técnica legislativa, y el entendimiento equivocado que la cuestión ambiental es una tarea local o regional.
La idea de naturaleza, la idea de recursos naturales y las limitaciones, prohibiciones, licencias, permisos, condicionamientos o autorizaciones para su acceso y utilización han variado con el paso de los años y se han traducido en declaraciones que van desde la veda total hasta el fanatismo individualista del propietarismo total, las cuales han sido defendidas por diferentes actores que pertenecen a una amplia gama de tendencias conceptuales e ideológicas que van desde los ecologismos radicales hasta los ecocapitalismos, pasando por los naturalismos, conservacionismos102, desarrollismos, paisajismos y otros tantos ismos de corte “verdoso”103.
Antes de existir el “derecho ambiental” y los “derechos ambientales”, existió el derecho “medioambiental”, pero antes de éste existía el Código Civil, donde imperaba el derecho de propiedad, en su perspectiva no conservacionista sino como propiedad-explotación y circulación en el mercado; por tanto, el derecho ambiental no se ha construido de la nada, sino que siempre ha partido de la concepción fundamental que se tenga sobre la propiedad. En una época, la propiedad se concebía como derecho natural universal que debía llevar a la igualdad de condiciones de vida, pero la realidad de la libertad económica, sostenida por la propiedad, lo único que logró fue el aumento acelerado de las desigualdades. Es evidente, tal como insistiremos en profundidad en la segunda parte de este trabajo, que las amenazas producidas por el modelo de desarrollo actual justifica el alegato a favor de un nuevo estado de relaciones con la naturaleza y con los otros, bajo las razones de una nueva fundamentación.
Se reconoce que las primeras leyes de relevancia ambiental o ecológica104 dictadas en Hispanoamérica partieron de un criterio higienista que se tradujo en la expedición de los diversos códigos sanitarios nacionales. Posteriormente se introdujo la perspectiva patrimonialista, que buscaba proteger determinados recursos naturales. Algunos elementos clave del derecho ambiental moderno surgen a finales de los sesenta, y se concretan, como ya lo indicamos, en la Conferencia de Estocolmo de 1972, iniciándose un proceso legislativo de protección del ambiente105 desde una perspectiva ecosistémica106, pero sin una adecuada técnica legislativa que derogara, sistematizara y codificara las normas legales vigentes e introdujera nuevos conceptos y elementos propios de un debate amplio sobre el derecho mismo y su función.
Después de la Cumbre de Río en 1992, en varios países se han expedido normas ambientales desde la perspectiva del desarrollo sostenible107, que buscan regular los aspectos ambientales desde un nuevo enfoque del desarrollo, que aunque no cobije a todos o a la mayoría de sus aspectos, contiene dos puntos de particular interés; por una parte, se introduce la protección de los derechos humanos ambientales, en cuanto se les reconoce el “derecho a un ambiente sano o adecuado” y algunos mecanismos o instrumentos jurisdiccionales para asegurar que no sean violados, amenazados o vulnerados; y por otra, se pretende involucrar a los agentes económicos para que dirijan su actividad mediante sistemas de gestión adecuados y eviten atentados contra la calidad de vida por parte de quienes potencialmente puedan generar efectos negativos sobre el ambiente, la vida y la salud de las personas. En la Cumbre de Johannesburgo de 2002 se tenían diversas expectativas para avanzar en la concreción de la sostenibilidad, pero los resultados de la misma han sido incipientes por el escaso compromiso de los estados del Norte en asumir en serio los requerimientos de un planeta cada vez más contaminado, y con pueblos y comunidades cada vez más empobrecidos, en paradoja con la riqueza natural existente hasta hace poco en sus territorios. En Río 2012 se introduce la “economía verde” que profundiza la mercantilización total del ambiente.
Tal como se enunció antes, se puede establecer los comienzos de los años setenta como la época en la cual las leyes de reglamentación ambiental (derecho administrativo del ambiente) empezaron a desarrollarse. Las funciones asignadas al Estado se ven incrementadas, en primer lugar, por la ampliación de los problemas ambientales generados por las empresas, y en segundo lugar, porque el Estado intervencionista, también convertido en contaminador, implica mayor Estado y más desarrollos normativos, que, en principio, fueron promovidos por los nuevos movimientos sociales (ambientalistas, ecologistas, pacifistas y feministas).
Sin embargo, el desarrollo de las normas ambientales está ubicado en el contexto general de producción y protección de los derechos humanos108. Durante los años de expansión de las teorías y prácticas del “Estado benefactor” en los países del Norte, los derechos humanos se entendían como obstáculos que las luchas sociales imponían contra las consecuencias perversas del mercado dominado por el capital (defensa de la salud y educación públicas, la conservación y protección del ambiente), tiempos en los que se defendía la protección de múltiples derechos y se concebía al Estado como el garante, o al menos como el interlocutor e interventor para disminuir, mitigar, compensar o eliminar las diferencias y los desequilibrios provocados por el capital, siendo de especial importancia la conservación de espacios públicos clave (sociales, políticos o culturales) para uso y disfrute de toda la sociedad.
Pero una vez que el capital sintió que las posibilidades de maximización de la ganancia podían ser puestas en entredicho por parte de aquellos que –como denomina Ferrajoli, son los débiles (adecuada o precariamente organizados)– reivindicaban más y más derechos, y se vislumbraban nuevos territorios para el capital –incluidos los países hasta entonces bajo el estatus del régimen soviético–, se empiezan a generar cambios drásticos en la concepción asumida hasta entonces sobre los asuntos ambientales, principalmente porque en la idea de apropiación ilimitada por parte del capital, nuevos escenarios para tal apropiación109 y privatización estaban a la vista, a partir de los nuevos desarrollos biotecnológicos que agrupaban tanto la propiedad como el comercio y el consumo de nuevos recursos o bienes ambientales (naturales y culturales).
Es en este último escenario que las ideas anteriores de defensa de lo público y lo colectivo se cambian por la defensa de lo privado e individual de manera ilimitada, es decir, de la necesidad de reconocer, proteger y hacer efectivos los derechos humanos se cambia radicalmente hasta llegar a ser concebidos como “obstáculos al mercado” o “costos sociales” que deben ser dominados y controlados por el capital, bajo argumentos peregrinos como que mantener los derechos es un asunto caro y produce ineficiencia económica, o que el Estado sólo debe existir como guardián de los intereses privados y que únicamente la iniciativa privada individual puede responder y manejar de manera adecuada los espacios y bienes públicos, que, por tanto, deben ser apropiados de manera privada individual. Es en este nuevo espacio de relaciones que los derechos humanos empiezan su avance rápido hacia la era de la privatización de los derechos, los cuales, paradójicamente, son “reivindicados” por el capital desde y en escenarios extraparlamentarios, extrajurídicos y políticos que rompen los presupuestos básicos del Estado de derecho y del Estado social de derecho.
Vistas así las cosas, es en este contexto donde el “derecho administrativo del medio ambiente” surge como una primera herramienta en el establecimiento de ciertos límites al mercado y la propiedad privada imperantes, los cuales habían impuesto sus acciones perjudiciales sobre los seres humanos, el ambiente110 y sus diversos elementos y componentes. Pero estas expresiones para una nueva relación de la sociedad con la naturaleza se han venido construyendo de manera lenta y restringida; por una parte, porque los desequilibrios y las afectaciones a la naturaleza han generado una serie de reacciones convirtiéndose en un tema de gran actualidad y sensibilidad, promovido por diversos actores, por los movimientos ambientalistas y ecologistas, defendido por los políticos, reglamentado por los legisladores e interpretado su uso o cuidado por los juristas, y por otra, porque la naturaleza, sin dejar de ser propiedad privada, pasa a ser administrada para su protección y conservación temporal. Posteriormente, en las dos últimas décadas, toman fuerza de nuevo las ideas neoliberales que buscan regresar a sus instituciones paradigmáticas: el contrato y la propiedad en un actualizado “derecho negociado del ambiente”111 y una apropiación privada de los bienes comunes y colectivos.
Una de las características del “derecho administrativo del ambiente” tiene que ver con la incorporación de algunos elementos propuestos por la nueva disciplina de la ecología, la cual presenta una visión integrada y dinámica entre las especies –incluido el ser humano– y el ambiente. Pero el diálogo entre ecología y derecho ha sido un diálogo difícil, en especial por sus conceptos, criterios y categorías distintos112. Un entendimiento entre estas dos áreas partió de un acercamiento del derecho a las dos características fundamentales de la ecología: el pensamiento global y el pensamiento de la complejidad.
Respecto a la globalidad, en un primer momento se pasó de una visión antropocéntrica a una mejor consideración de la lógica de la naturaleza; fue el paso del punto de vista local al planetario y del punto de vista concreto, particular y sectorial (los animales, los bosques, el agua) a la exigencia abstracta y global (la biodiversidad, el patrimonio genético, las futuras generaciones). En un segundo momento se dio la protección de santuarios o especies, en el marco de una naturaleza-museo para conservar por el Estado (áreas de reserva natural, parques nacionales, entre otras figuras). En un tercer momento, y a partir del reconocimiento de las dimensiones planetarias de los conflictos y problemas ambientales (Cumbre de Estocolmo 72), se busca proteger el conjunto de los hábitat ocupados por las especies amenazadas. Así, se inicia la internacionalización de la protección de la naturaleza, la cual llegará a su mayor desarrollo en una cuarta fase, cuando se otorgan valores intrínsecos a conjuntos globales como el patrimonio genético y la biodiversidad113, y es aquí donde la problemática ambiental adquiere un tratamiento jurídico internacional y global114.
Frente a la complejidad, el derecho ha perseguido que a las normas jurídicas clásicas se sucedan actos jurídicos en constante reelaboración para que se adapte al progreso de los conocimientos y las técnicas. Este “derecho blando”, de carácter esencialmente simbólico, se opone al clásico derecho rígido, continuamente superado por la realidad. Este derecho del “medio ambiente” se ha precisado, por ejemplo, en la obligación impuesta a los Estados sobre su responsabilidad en la prevención y reparación de daños ambientales, las políticas de conservación según algunos criterios ecosistémicos y ambientales (la dinámica de las poblaciones, la fluctuación del área de repartición de la especie y la estabilidad de los hábitat naturales indispensables para su supervivencia), las normas de control no sólo preventivo sino también correctivo y de reparación del daño, prácticas que llevan a caracterizar una cierta “ecologización” del derecho.
Por otra parte, en este proceso de reelaboración y producción de las normas ambientales, tanto a nivel nacional como internacional, se va apreciando con mayor nitidez la “privatización” del espacio de discusión, en el sentido que, las grandes empresas empiezan a incrementar su poder e influencia logrando que las normas de especial significación por sus efectos sobre el ambiente y los derechos de las personas sean concebidas en el estrecho marco de la reglamentación burocrática (donde pueden ejercer con menos dificultades su papel de cabildeo, “lobby” o de “elaboración conjunta de reglamentos”)115, dejando de lado el espacio “amplio” del debate público en los escenarios democráticos del nivel local, regional o nacional o los cuasidemocráticos del nivel global116.
Una vez que el derecho administrativo del “medio ambiente” prosigue su expansión, a partir de las nuevas funciones asignadas al Estado y la conversión de la problemática ambiental en un problema sociopolítico más generalizado, se comienzan a visualizar algunos de sus resultados previsibles, como la hiperinflación normativa117 e institucional, por una parte y, por otra, muy pocos recursos para el cuidado del ambiente y la reparación de sus daños cada vez más crecientes, ya que las actividades económicas y productivas (industria, comercio, agricultura, transporte, turismo, energía) tienen un peso específico superior sobre la actividad ambiental, de tal forma que la causa principal de la ineficacia del “derecho ambiental” está en su contradicción con unas normas más poderosas (el “derecho económico”), que organizan y protegen las diferentes actividades destructoras del ambiente, situación que hace prever la necesidad de desarrollar un estatuto global ambiental que esté presente en cada una de las políticas estatales, las informe, las limite y las oriente.
El resultado es, por tanto, el fenómeno bien conocido de la hiperinflación normativa y su cortejo de efectos perversos, el cual pasa por producir y cambiar, siguiendo a Ost (1996: 102), “demasiados textos, demasiado pronto modificados, demasiado poco conocidos, mal e incompletamente aplicados”. Esta inflación de normas se traduce entonces en una “proliferación de textos situados en lo más bajo de la escala normativa: órdenes, reglamentos, directivas, circulares, instrucciones ministeriales, pliegos de condiciones técnicas, cuya publicidad es incierta y su alcance jurídico dudoso [cuando] no son, por lo general más que un marco vacío, de un carácter solamente programático”. Tal inflación normativa, según este autor (1996: 98-123), también contiene variadas características de incoherencia, vaguedad, superposición, descoordinación y confusión de funciones (o muy centralistas cuando no excesivamente localistas), contradicción (unas protectoras, otras propietaristas y otras claramente depredadoras), obsolescencia, incontrolables (no se han previsto los medios ni los recursos para el control), con bajo perfil jerárquico, cambiantes y aplicables o no según el vaivén de cada administración (prevén excepciones a cada caso) cuando no, directa y tendencialmente interesadas a favor de las grandes empresas agroindustriales, científico-tecnológicas, químicas, farmacéuticas, alimenticias, energéticas, de transporte, de armamentos, turísticas, mediáticas y de telecomunicaciones y nuevas tecnologías.
En la caracterización de este escenario nos parece adecuado indicar, como lo hace Garrido Peña (1997: 313), la distinción de por lo menos tres tipologías de políticas ambientales: en primer lugar, las tecnocrático-productivistas, presentes en la mayor parte de la actual cultura política neoliberal, que sin cuestionar los límites del crecimiento, ven la crisis ambiental como “un reto y un principio de oportunidad para el avance tecnológico y la creación o ampliación de nuevos mercados”, desconfiando de la gestión ambiental pública, promoviendo la gestión ambiental privada desde procesos de investigación e innovación tecnológica y mecanismos de mercado, asignando a este último el escenario central de su política y señalando a las empresas y los consumidores como sus sujetos principales. En segundo lugar, las políticas administrativistas, que podrían caracterizarse por su desconfianza en las posibilidades del mercado o de la sociedad civil, proclaman la necesidad de reforzar la intervención del poder político por vía legislativa-administrativa para resolver los conflictos ambientales118, pero sin perseguir ningún cambio global, al ser meramente políticas de corrección y complemento, cuyos sujetos centrales son la administración y los partidos políticos y sus instrumentos, el plan, la ley y los presupuestos públicos. En tercer lugar, las políticas alternativas, que tratan de hacer una caracterización exhaustiva de la crisis ambiental como crisis civilizatoria, no siendo viable una política ambiental sectorial o complementaria sino una que conduzca a un cambio cultural, político y social global; es decir, no pretenden cambiar la política ambiental del sistema, sino cambiar el sistema mismo “ecologizándolo”, “ecología política más que política ambiental”, en la que ni el mercado ni el Estado son el centro de sus decisiones119.
Debemos además recordar que en un comienzo la producción e incorporación de sustancias contaminantes en el ambiente no estaba reglada, pero con el incremento de las prácticas productivas contaminantes se genera una situación de insostenibilidad120, la cual, sumada a la práctica de considerar inagotables los recursos (naturaleza ilimitada), así como infinita la capacidad de la naturaleza para soportar los elementos y efectos de la contaminación, induce a la creación de mecanismos de protección administrativa del ambiente sobre las conductas privadas. Después de un amplio proceso de casi dos décadas de estas prácticas, que se inician a finales de los años sesenta, surge una nueva discusión frente a las consecuencias generadas por las intervenciones públicas en la protección del ambiente, en especial acusando de incapacidad para hacerlo, proponiéndose (a partir de la deslegitimación de la actividad administrativa y la consecuente exaltación de “lo privado” y del mercado) la gestión privada y la aplicación de criterios de mercado al ambiente, buscando, sobre todo, transferir al mercado el juego de la asignación de cuotas de descarga/emisión, compatibles con el mantenimiento de la calidad del ambiente.
Estas prácticas, por supuesto, no buscan acabar del todo con la contaminación ambiental o con las empresas contaminantes, sino que más bien persiguen la flexibilización de la gestión ambiental, para que la administración pueda continuar con parte del establecimiento de las reglas (como los niveles permisibles de contaminación), las cuales, a partir de la fijación de estándares consensuados, llevarán a que los poderes con que cuentan las empresas se vean incrementados no sólo porque, como decíamos anteriormente, cuentan con las infraestructuras tecnológicas necesarias para “definir” tales límites e “imponerlos” a la administración, sino porque también en el derecho ambiental ya se ha hecho práctica común el predominio del “derecho a contaminar” más que su prohibición, o la “privatización de bienes comunes y colectivos” más que su protección en aras del interés general. Ante esta realidad, de nuevo se corrobora que el “derecho medioambiental”, más que una herramienta de protección de la naturaleza, y más que un derecho preventivo de la contaminación, es un derecho que con las interferencias de los grupos de presión, se ha convertido en “sistema de concesión de permisos para contaminar”, más que establecimiento de límites.
En este escenario surge y se expande el derecho medioambiental negociado121, el cual, frente al caos de las intervenciones públicas y privadas en el ambiente entendido como naturaleza, se propone desarrollar un proceso de desregulación estatal122 orientado hacia un mejor uso del derecho de propiedad y una gestión del ambiente por el mercado, y en el que unas veces se negocia el contenido mismo de las normas antes que sean formalmente aplicadas y en otras ocasiones, como expresa Ost (1996: 109), este nuevo derecho negociado se dará más tarde, “con vistas a preparar la aplicación particular y local de la regla, o también con vistas a resolver los problemas provocados por su aplicación”123.
Es entonces cuando a los industriales les resulta más económico contaminar y pagar por la contaminación producida o generada. Éste es uno de los efectos perversos del principio “el que contamina paga”, en el cual, en ocasiones, los empresarios industriales prefieren pagar el impuesto, canon o multa, a tener que realizar inversiones para evitar la contaminación. Los derechos “medioambientales” como respuesta del capitalismo en esta nueva fase de acumulación terminan además convirtiendo el “principio contaminador-pagador” en la farsa del contaminador que “negocia” la norma y “hace” la norma, pues puede pagar por ello; y si además puede “interpretar” la norma al acomodo de sus intereses, cuando excepcionalmente pueda ser llevado a juicio, veremos también cómo las funciones públicas del ejercicio del poder terminan en un solo lugar, en un solo todopoderoso actor, el superpoder del capital. Esta situación es mucho más visible en países del área andina como Colombia124.
Por otra parte, y siguiendo a Ferrajoli (2001: 377-380), los límites y vínculos entre la esfera pública y privada vienen siendo destruidos por el nuevo “derecho de la globalización”, basado no ya sobre la ley sino sobre la contratación, es decir, sobre el mercado, y equivalente, por tanto, a un sustancial vacío de derecho que abre espacios incontrolados a la explotación del trabajo y del ambiente, así como a las diversas formas de criminalidad económica y a las correspondientes violaciones de derechos humanos, en un lugar donde la globalización de la economía en ausencia de reglas ha provocado “un crecimiento exponencial de las desigualdades, legitimadas por la ideología neoliberal, según la cual la autonomía empresarial no es un poder, sujeto en cuanto tal al derecho, sino una libertad, y el mercado necesita, para producir riqueza y ocupación, no reglas, sino al contrario, no ser sometido a ningún límite y a ninguna regla”. De ahí que el rasgo característico de lo que se denomina “globalización” es, para este autor, la crisis del derecho en un doble sentido, uno objetivo e institucional, y el otro, por así decirlo, subjetivo y cultural; es decir, de una parte,
como creciente incapacidad reguladora del derecho, que se expresa en sus evidentes e incontroladas violaciones por parte de todos los poderes, públicos y privados, y en el vacío de reglas idóneas para disciplinar sus nuevas dimensiones transnacionales [y por otra] como descalificación, intolerancia y rechazo del derecho, que se expresa en la idea de que los poderes políticos supremos, por el hecho de estar legitimados democráticamente, no están sometidos a reglas, ni de derecho internacional ni de derecho constitucional, y que, de igual modo, el mercado no sólo no tiene, sino que debe prescindir de reglas y límites, considerados como inútiles estorbos a su capacidad de autorregulación y promoción del desarrollo.
Vistas así las cosas, la más clara expresión de la versión neoliberal ecocapitalista del nuevo “derecho ambiental negociado” es el contrato medioambiental, que surge de dos tensiones distintas: por una parte, como lo expresa Ost (1996), el Estado busca una mayor eficacia en la gestión ambiental, y por otra, tiene la intención de desarrollar los principios democráticos de la participación transformando en “contrato medioambiental” los acuerdos125 a que han llegado los particulares (empresas, ONG ambientales, habitantes de la región), para explotar un recurso en un espacio determinado, siendo el caso que en muchas ocasiones la administración no dispone del conocimiento técnico científico adecuado, ni de los estudios previos de impacto ambiental o de diagnóstico ambiental de alternativas, de planes de manejo ambiental o de la capacidad necesaria para la “regulación” de los conflictos e intereses, lo que genera la “imposición” de los “intereses” de los más poderosos y con mayor capacidad de influencia (las empresas contaminadoras o depredadoras de recursos), quienes han recogido, generalmente de manera ficticia, las ideas de protección y conservación ambiental como la base del neo-corporativismo y su versión de la autogestión del ambiente (ecocapitalismo). Según ellos, los verdaderos cambios sólo se logran en un proceso de concertación, auto-asignación de responsabilidades y acuerdos, más que por los procesos coercitivos de la administración.
Son variados los argumentos a favor de la eficacia instrumental de la nueva regla del derecho negociado, ya que tiene todas las ventajas de la flexibilidad y permite adaptarse a los cambios coyunturales pues se interviene en todo el proceso de discusión; además, hay coherencia por la aceptación de las partes en conflicto lo que obviaría una eventual actuación judicial. La lectura sintomal, siguiendo a Serrano Moreno (1996: 217), expresaría adecuadamente por qué en el plano legal de sistema jurídico ambiental hay vacíos en ciertas y determinadas materias. Este autor se responde con otra interrogación: “¿No será que [por ejemplo] las grandes empresas energéticas prefieren el rango reglamentario porque les proporciona un margen de negociación –e incluso de elaboración conjunta de reglamentos– con los ejecutivos, que en ningún caso les proporcionarían las ‘luces y taquígrafos’ de un parlamento?, y que estarían reflejando las formas en que se estaría expresando el derecho ambiental negociado en la fase de globalización económica”.
La discusión sobre cómo se presentan en la realidad esta clase de acuerdos suscita importantes interrogantes sobre su procedimiento y contenido, dado que casi siempre se desconocen o se eliminan las obligaciones que debe cumplir el sujeto contaminador; de ahí que se afirme que estos contratos son meras “declaraciones de intención” que expresan un compromiso unilateral de las empresas, cuando no, como afirma Ost (1996: 117), una modalidad algo formalizada de la acción política. Así, esta clase de contratos es controvertida pudiendo señalarse a la administración ambiental burocrática de entregar su poder de reglamentación y de intentar obtener por la negociación algunos de los objetivos que no ha podido alcanzar por medios tradicionales. Pero, además, los contratos “medioambientales” presentarían varios riesgos, los cuales generan reservas y objeciones a la hora de su implementación como mecanismos para la protección ambiental. 1De un lado, está la sospecha de la indebida desigualdad entre empresas, donde las más poderosas podrían obtener de la administración, por vía del contrato, unos privilegios que no obtendrían por medio de la ley, y que han “conquistado” con su inmenso poder económico para que tome medidas a su favor. Igualmente, estaría el peligro de desregulación oficiosa y velada, ya que un contrato de este tipo podría llevar a las autoridades a mostrarse más flexibles en el control y más tolerantes con aquellos que han participado en el contrato negociado y lo han firmado, que con los demás que no han sido parte de él.
Por otra parte, se corre el riesgo de “captura” de los poderes públicos por parte de las empresas a las que deben controlar y regular, sobre todo cuando la administración no posee la suficiente información pues no dispone de recursos para producirla en interés general o público, y sólo cuenta con los datos que le aportan las empresas, especialmente incorporados en los estudios de impacto ambiental, en el diagnóstico ambiental de alternativas o en los planes de manejo ambiental cuando se solicitan licencias ambientales, generando un derecho “blando” más que flexible donde lo único que hace la administración es aceptar lo “consentido” o “autorizado” por los contaminadores. Por último, las posibilidades de control democrático resultante de una intervención pública “privatizada” están cada vez más en duda, así como la legitimidad de las actuaciones de los grupos de presión basada en el interés particular y en el corto plazo, cuando lo que exige la política pública y especialmente la ambiental es el interés general y el largo plazo. Ante la crisis de la capacidad de regulación del Estado, se despolitiza la cuestión ambiental al no haber debates realmente públicos, sino “encuentros cerrados” en los que, por supuesto, el interés común, los intereses de los más desfavorecidos, de las futuras generaciones y del ambiente, no son tenidos en cuenta.
Una de las formas “clásicas” o comunes en que las propuestas neoliberales se abren en el escenario de la internacionalización, privatización y globalización de los intercambios económicos por parte del capital, especialmente con los estados del Tercer Mundo, la encontramos en las versiones más profundamente ecocapitalistas y que podemos hallar descrita en Freeman, Pierce y Dodd (2002: 16 y ss.), quienes proponen cómo el lenguaje (o mejor la acción) de los negocios puede adoptar una política “medioambiental” desde cuatro matices de verde: