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4. «Qué hace una chica como tú…»

candida royalle fue presidenta de Femme Productions. Participó a menudo como invitada en programas de televisión y radio, pues tenía una excelente reputación como experta en relaciones, sexualidad y auto-empoderamiento de la mujer. Escribió How to Tell a Naked Man What to Do: Sex Advice From a Woman Who Knows. Royalle fue una popular estrella del cine para adultos durante la «era dorada» del porno, entre los años 1975 y 1980. Con esta experiencia de primera mano, Royalle sintió que podía cambiar la industria del cine para adultos desde dentro, proporcionando una voz femenina a un género previamente dominado por los hombres. Royalle fue pionera en el género del cine erótico hecho por y para mujeres y parejas. Su trabajo ha sido ampliamente utilizado por consejeros y sexólogos. Asimismo, recibió reconocimiento internacional por su enfoque igualitario y sex-positive de la sexualidad y el erotismo. En colaboración con Groet Design, una empresa neerlandesa de diseño industrial, Royalle creó en 1995 la línea Natural Contours de elegantes y discretos aparatos de masaje íntimo. Royalle ha impartido conferencias en el Smithsonian Institute, en el congreso nacional de la American Psychiatric Association, y en el World Congress on Sexology, además de en numerosas universidades como Princeton, Columbia, Wellesley College y Nueva York. Royalle fue miembro de la American Association of Sex Educators, Counselors, and Therapists y perteneció a la junta fundadora del Feminists for Free Expression. Para más información, visita candidaroyalle.com.

Cada vez que me siento para una entrevista, inevitablemente, la primera pregunta es cómo entré en el porno. A menudo tengo la sensación de que lo que quieren preguntarme en realidad es: «¿Qué hace una chica como tú…?». La imagen de jóvenes de la calle endurecidos sacando pasta suficiente para comprar drogas parece que persiste, a pesar de la brillante fama de estrellas del porno como Jenna Jameson. Nuestra sociedad no puede concebir aún que una chica joven y relativamente cuerda elija dedicarse al trabajo sexual por otro motivo que no sea la desesperación. Va en contra de todos los estándares de lo aceptable para la mujer. También es importante marginar a las trabajadoras sexuales, no vaya a ser que nuestras tiernas hijitas se imaginen una carrera en lo que es aún hoy un tabú terrible. Hace cien años se declaraba ninfómanas enfermas a las mujeres que querían mantener relaciones sexuales más a menudo que sus maridos. Hoy, a pesar de que a las mujeres se les concede el derecho a la satisfacción sexual, el doble rasero sigue vigente y en plena forma, y se controla a las mujeres a través del miedo a la temida etiqueta de «golfa». Convertirse en una trabajadora sexual cruza la línea que separa el territorio prohibido: ¿cómo nos atrevemos a usar nuestros cuerpos y nuestra sexualidad para ganarnos la vida o simplemente para expresar quiénes somos? ¿Quién nos ha dado el derecho al control absoluto sobre nuestros cuerpos y nuestra sexualidad?

Yo no siempre he sido un espíritu libre en lo sexual. Aunque experimenté sentimientos sensuales al llegar a la pubertad y los ensayos de ballet con mi bonita vecina Sandy se convirtieron en deliciosas exploraciones de nuestros cuerpos —no genitales, pero aun así muy excitantes—, seguí siendo virgen hasta que mi relación con mi novio a los dieciocho años fue seria, y no experimenté mi primer orgasmo hasta los diecinueve (cortesía de la liberadora información sobre clítoris y orgasmos de la primerísima edición de Our Bodies, Ourselves). Pero esto fue a principios de los setenta, y la revolución sexual estaba en pleno apogeo, igual que yo. También tomé parte activa en el movimiento de liberación de la mujer, tal y como se llamaba entonces: y, a diferencia de cómo se ha tergiversado más tarde, el movimiento de entonces respaldaba la libertad sexual y promovía el derecho de la mujer a una vida sexual sana y satisfactoria.

Durante aquel periodo del movimiento de liberación de la mujer surgieron muchas contradicciones. Aunque se respaldaba fuertemente una vida sexual sana para las mujeres, muchas creían que elegir un hombre para esa maravillosa vida sexual era dormir con el enemigo. Empecé a sentir que la ira y las acusaciones mutuas estaban sustituyendo a los maravillosos sentimientos de camaradería y objetivos compartidos que había experimentado con mis hermanas feministas. Al mismo tiempo, estaba perdiendo interés en mis estudios universitarios: mi Nueva York natal se me hacía mugrienta y poco acogedora. Así que eché un puñado de cosas en una mochila y me dirigí a la vida de sol y despreocupación de San Francisco. Fue allí donde comenzó mi incursión en el mundo del sexo comercial.

Dejé a un lado las camisetas con la leyenda Sisterhood is Powerful («la sororidad es poderosa») y empecé a juntarme con los frikis, hippies y drag queens de San Francisco. Creatividad infinita y expresión propia ilimitada florecían en esta ciudad mágica que dio a luz al movimiento paz y amor. El pintalabios rojo brillante y la ropa vintage de los años cuarenta y cincuenta de las tiendas de segunda mano sustituyó a los uniformes grises y marrones del movimiento político que había dejado atrás. Me movía con un grupo relacionado con el teatro, que incluía desde quienes fundaron las conocidas Cockettes, un grupo de performance que funcionaba a base de purpurina y alucinógenos y que había surgido del movimiento de los derechos gay, a sus herederos, los Angels of Light. Fue con los Angels of Light con los que debuté en San Francisco como «The Little Tomato», cubierta de purpurina roja y verde y cantando una cancioncilla de jazz que había escrito, que se llamaba así y por la que me acabaron conociendo. Fue entonces cuando adopté el pseudónimo Candida Royalle: Candida porque era el origen latino de mi nombre, Candice, y Royalle… bueno, me salió así y me gustaba. Pensé que sonaba como un postre francés muy dulce.

Como hija de un percusionista de jazz, cantar jazz me salía solo, y mi amor por la improvisación de scat llevó a muchos a describirme como la «Ella Fitzgerald pequeñita y blanca». ¡Un gran honor! Actué en una serie de grupos de jazz a cappella y en grupos de teatro avant-garde, además de con mi propio conjunto de jazz. Pero en aquellos tiempos rechazábamos el materialismo. Ganaba algo de dinero en algunos de los conciertos de jazz, y con alguna venta ocasional de mis obras de arte, pero esencialmente actuábamos gratis. Sentíamos que era más importante actuar por amor al arte y llevar teatro gratuito a las masas que preocuparnos de ganar dinero. Pero había un pequeño problema: aun así, yo seguía teniendo que pagar el alquiler. Y aquí, finalmente, es donde entra en escena el porno.

Buscando dinero para pagarme mi adicción al arte, respondí a un anuncio en el que pedían modelos de desnudos. Aunque me producía timidez pensar en estar desnuda frente a otros —algo que sorprende a la gente, puesto que gran parte del público asume que los intérpretes son exhibicionistas por naturaleza— yo ya había dibujado a innumerables modelos de desnudos en mis muchas clases de dibujo del natural, con lo que la noción no me sorprendía en absoluto. Lo que sí me sorprendió fue que el agente me preguntara si estaría interesada en aparecer en una película porno. Como nunca había visto ninguna, salí de allí muy ofendida. Pero mi novio músico de aquel entonces dijo que sonaba como una buena manera de ganar dinero, y consiguió inmediatamente el papel principal en una película de Anthony Spinelli que se llamaba Cry for Cindy. A Anthony Spinelli, por aquel entonces, se le consideraba uno de los mejores directores del género. Su trabajo estaba muy cuidado, era muy profesional, y era una persona muy agradable con la que trabajar. Decidí acercarme al rodaje a ver por mí misma cómo era.

A diferencia de mis ideas preconcebidas del porno, en las cuales los platós estaban llenos de drogadictos patéticos y tíos siniestros con cámaras, me encontré con un gran equipo de rodaje muy profesional (muchos técnicos de Hollywood se pluriempleaban en rodajes porno para sacarse un dinero extra), guiones, y un reparto muy atractivo. Me hice el siguiente razonamiento: si la gente hace el amor a puerta cerrada y no hay nada malo en el sexo, entonces, ¿por qué iba a estar mal actuar sexualmente para que otros lo vieran y lo disfrutaran en privado? Era, al fin y al cabo, el momento del «amor libre» y todo el mundo estaba experimentando y participando en sexo en grupo. ¿Por qué no enrollarme con un chico guapo o una chica guapa y que se grabara una película de ello? Y por si fuera poco, me pagaban por hacerlo.

Lo primero que hice fue actuar en una serie de loops, bucles cortos de película, para ver si podía manejar tener relaciones sexuales frente a la cámara y el equipo de rodaje. Muchas de las grandes estrellas porno los hacían como manera de conseguir un dinero extra, pero jamás lo admitieron. Sin ninguna pretensión de ser auténtica cinematografía, los loops se creaban para llenar las cabinas de los peep-shows donde la gente metía monedas para ver a una pareja hacer el típico «el de la pizza le trae algo y ella le da lo suyo». Mi primera incursión en los loops no fue exactamente placentera, pero al menos me sirvió para darme cuenta de que podía hacerlo. Desde ahí comencé a ir a castings donde sí que tenías que leer un par de líneas del guión para conseguir el papel. En esos días las películas completas se rodaban normalmente en 16 o 35 mm y saber actuar era un plus.

Con el tiempo me gané una reputación de ser una actriz hábil y fiable con la que se podía contar para que llegara al plató sabiéndose el guión e hiciese bien su escena. Por algún motivo siempre me seleccionaban para ser la agitadora ingeniosa, la líder de la banda: como en Ball Game, una película x de mujeres presidiarias dirigida por Anne Perry, una de las primeras directoras de cine porno, o mi favorita, la loquísima Hot & Saucy Pizza Girls, con el célebre John Holmes. Fui la esposa rica y presumida que dejaba sin sexo a su pobre marido cachondo en Hot Racquettes y Delicious. Una de mis películas porno favoritas de entre las que participé fue Fascination, de Chuck Vincent: es un revolcón muy divertido, protagonizado por un jovencísimo y monísimo Ron Jeremy. Ron hacía de judío neurótico que tiene una madre sobreprotectora y que se compra un piso de soltero para atraer chicas. La película tenía un reparto increíble de actrices divertidas y con talento, incluyendo a Samantha Fox, Merle Michaels y Marlene Willoughby. También me encantó Blue Magic, una bella película de época que escribí y protagonicé, producida por mi entonces flamante esposo Per Sjöstedt. También fue mi canto del cisne en el porno… es decir, en el porno frente a las cámaras. Entonces no sabía que la extensión de mi papel a guionista anticipaba lo que vendría después.

Era 1980, y después de veinticinco películas en cinco años, estaba lista para abandonar el estrellato del porno. De natural monógamo, estaba enamorada de mi nuevo marido y no quería tener contacto sexual con otros hombres. También sentía que el dinero fácil me estaba impidiendo explorar otros objetivos profesionales personales con más potencial a largo plazo. Me tomé un tiempo para decidir qué quería hacer después, y me mantuve activa ganándome la vida escribiendo para una serie de revistas masculinas como High Society, Swank, y Cheri. Durante este tiempo, empecé a sentir una creciente inquietud por el tiempo que había empleado en las películas pornográficas. Sentía que estaba perfectamente bien interpretar sexualmente para que otros lo vieran y lo disfrutaran, pero a menudo me sentía rara e insegura a la hora de confesar mi inusual vocación a cualquiera que estuviera fuera de mi círculo de artistas, frikis y compañeros de jolgorios. Para resolver este y otros aspectos de mi vida, encontré a una mujer increíble, una trabajadora social que antes había sido trabajadora sexual. Sentí que era alguien que no me juzgaría.

Para comprender y aceptar las elecciones que había hecho, tenía que intentar separar mis propios sentimientos sobre la pornografía de las cosas que la sociedad dice de ella. Me habían educado para pensar por mí misma, pero las influencias sociales y religiosas permean nuestros pensamientos, y se hace difícil descifrar lo que pensamos en contraposición a lo que nos han dicho que pensemos. Como parte de este proceso reflexivo, exploré todo el arte erótico antiguo: desde los frescos sexualmente explícitos de la antigua Pompeya y el exquisito arte erótico japonés conocido como shunga, a las películas pornográficas clandestinas de principios del siglo xx (conocidas como stag films y blue movies), los peep-shows, el porno amateur y las películas de alto presupuesto, llenas de estrellas, de la «época dorada» del porno. Cuando examiné también toda la ficción erótica y los manuales para recién casados, desde las primeras obras japonesas como El libro de la almohada a los trabajos de Anaïs Nin y el Marqués de Sade, me quedó claro que la gente siempre ha tenido curiosidad sobre qué aspecto tiene el sexo y cómo se hace, desde aquellos que lo crean hasta aquellos que lo consumen. Concluí que no había nada de malo en el erotismo o el entretenimiento para adultos; tenemos una curiosidad natural compartida con nuestros primeros antepasados. Pero una cosa estaba patentemente ausente de la pornografía contemporánea: la visión o punto de vista de la mujer. Las imágenes y películas pornográficas han cambiado sorprendentemente poco, tanto desde las stag films, como en la «época dorada» o incluso hasta hoy. A pesar de que durante los años setenta la cultura había cambiado lo suficiente como para permitir que las mujeres buscaran tener una vida sexual activa sin la sanción previa del matrimonio, las películas pornográficas aún se centraban principalmente en el placer masculino, con su irrisoria exhibición de una mujer en las cumbres del placer cuando su compañero se corre en su cara, el money shot de rigor.

Incluso si había gran cantidad de porno que no me gustaba mucho, sentía que era básicamente benigno. Pero todavía tenía que enfrentarme a mis sentimientos por haber traicionado a mis hermanas del movimiento. En numerosas ocasiones se me había puesto en cuestión por la contradicción de ser una feminista activa que participaba en películas pornográficas, como si ambas cosas fueran por naturaleza mutuamente excluyentes. Nunca conseguía dar una respuesta satisfactoria que no fuera que mi cuerpo era mío y que yo era libre de hacer con él lo que quisiera. Pero aun así la mayor parte de la gente estaba en contra del porno y yo tenía que admitir que, a pesar de mis años volando alegremente contra las convenciones sociales, sí que me importaba lo que los demás pensaran de mí. Me habría gustado que no me importase, pero no tenía sentido mentirme a mí misma. Así que, ¿por qué, con toda la formación y educación que yo tenía, había elegido hacer un trabajo del que reniega la mayor parte de la sociedad, un trabajo que finalmente limitaría mis oportunidades profesionales futuras? (No dejéis que las historias de éxito moderado de Tracy Lords o incluso Sasha Grey os engañen y os lleven a pensar que el tabú ha terminado: como siempre digo, todavía vivimos en una cultura que consume porno ávidamente mientras al mismo tiempo margina a las mujeres que participan en él). Es cierto que muchas de las mujeres que empiezan a desempeñar un trabajo sexual lo hacen por motivos poco positivos, como por ejemplo para superar sentimientos de falta de autoestima o de odio hacia sí mismas. Pero también hay muchas mujeres que lo hacen porque disfrutan del sexo y les gusta la idea de tener relaciones sexuales por dinero, o al menos porque lo encuentran mucho menos opresor y mucho más lucrativo que algunas de sus otras opciones. Mis motivos contenían elementos de cada uno de esos casos. Descubrí que me era mucho más fácil actuar en películas porno que dedicar todo mi tiempo a un trabajo que no me interesaba lo más mínimo. También comencé a comprender las razones psicológicas profundas que me habían llevado al porno. Creía que mis dones naturales no eran suficientes para obtener el amor y la aprobación de mi padre ausente. Empapada de una cultura que transmite a las chicas jóvenes que nuestra principal posesión es nuestro atractivo, llegué a la conclusión de que mi sexualidad era la forma en la que conseguiría satisfacer mis necesidades. ¿Y qué mejor manera de obtener el amor y la aprobación que tanto deseaba que convertirme en una solicitada estrella del porno?

El tiempo que pasé en terapia me trajo la paz y autoaceptación que buscaba. Yo pensaba que mi viaje introspectivo me llevaría a un cierre del capítulo pornográfico de mi vida, pero de hecho me lanzó más profundamente hacia el mundo del porno de lo que yo podía haberme imaginado. Al ganar la claridad y autocompasión que necesitaba para seguir adelante con mi vida, empezó a invadirme una cierta curiosidad. Me descubrí preguntándome qué aspecto tendrían las películas porno que las mujeres encontraran atractivas. También comencé a sentir un deseo de compensar a las mujeres tras haber actuado en un porno centrado en los hombres, y que dejaba a la mujer a un lado. Así que, ¿por qué no crear películas para adultos que proporcionaran información útil sobre el sexo y fueran representativas del deseo de la mujer? Después de todo, hasta hacía poco, para muchas personas el porno había sido la única fuente de información sexual. Empecé a vislumbrar su potencial como una manera de educar y al mismo tiempo entretener a sus espectadores, y así compensar tanto a las mujeres como a las parejas que quisieran entender mejor las necesidades del otro.

En 1983, varios eventos culturales se unieron para crear el momento perfecto para que floreciera este concepto. El movimiento de liberación de la mujer les había dado a las mujeres permiso para explorar su sexualidad. Tenían curiosidad por ver películas sexis, pero la mayor parte de las mujeres no estaba cómoda con lo que encontraba en el porno existente. Resultó que también había muchos hombres que estaban buscando algo diferente, y querían encontrar películas que sus compañeras pudieran disfrutar. Al mismo tiempo llegaron al mercado la televisión por cable y el vídeo doméstico, con lo que de repente había una manera de ver películas en la privacidad de tu hogar. Ahora las mujeres podían echar un ojo desde la seguridad de sus propios dominios, y las parejas podían disfrutarlas en privado, en vez de sentarse entre tíos sospechosos envueltos en gabardinas, en sórdidas y oscuras salas de cine con suelos pegajosos. Ahora lo único que necesitaban eran las películas; y ahí estaba yo.

Acepté encantada el reto de crear erotismo explícito que fuera excitante, hecho con buen oficio y, sobre todo, positivo para la mujer. Estaba convencida de que había un mercado comercial para ello y decidida a demostrarlo. Como incentivo añadido cualquier esperanza que albergara de hacer que Candida Royalle se olvidara se perdió en el momento en el que el porno de los años setenta estuvo disponible en vídeo y televisión por cable. Ponerme detrás de las cámaras me permitió crear películas con las que estar orgullosa de que se me asociara. Era mi manera de servir a la comunidad y al mismo tiempo reivindicar mi nombre, además de ayudar a las mujeres a estar más cómodas con su sexualidad. Todavía vivíamos en un mundo en el que «las chicas buenas no lo hacen», donde los personajes femeninos con un deseo sexual activo de las películas y la televisión tenían que acabar castigadas o arrepentidas de sus pecados. Creí que el entretenimiento para adultos podía ser una herramienta para el conocimiento sexual y el empoderamiento de las mujeres, y podía ayudar a los hombres a entender cómo se sienten las mujeres y qué desean.

Sabía que el elemento más importante que había que cambiar era la representación erótica. No estaba interesada en crear el típico guión de telenovela con lo que pensaban los productores que querían las mujeres, y luego, una vez que llegara el momento de la escena de sexo, pasar a la típica escena de sexo formulista. Aquí aparece mi primera socia empresarial, Lauren Neimi, una fotógrafa con un gran talento y una idea genial: vídeos eróticos rock desde una perspectiva femenina. La mtv hacía furor entonces y Lauren había ido a Nueva York buscando apoyos. Una amistad en común la escuchó vender su idea y le sugirió que hablara conmigo. Yo pensé que era la solución perfecta. El padre de mi marido era un productor de éxito en Europa que había invertido en varios largometrajes estadounidenses de gran presupuesto, y había mencionado varias veces que pensaba que yo sería una buena directora, así que cuando oyó la idea se ofreció a financiarla. Como todas las piezas encajaron tan bien y con tanta facilidad, parecía que era cosa del destino, con lo que abandoné la idea de dejar atrás a Candida Royalle y me rendí a lo que parecía ser mi verdadera vocación.

A principios de 1984 Lauren y yo creamos Femme Productions. Vimos varios tipos de películas porno y eróticas, para que nos ayudaran a determinar cómo hacer que nuestro trabajo funcionara de forma diferente y estuviera más orientado a la mujer. En primer lugar, nos pusimos de acuerdo en que el sexo sería explícito. No estábamos interesadas en tomas excesivamente gráficas de genitales gigantes o lo que llamábamos el «primer plano ginecológico», pero tampoco nos interesaba promover la idea de que los genitales eran feos y debían esconderse de la vista. Como se confirmó con las cartas que recibimos, los espectadores querían verlo todo, pero querían verlo hecho con gusto y sutileza, en vez de que se lo restregaran por la cara. Lo segundo, el todopoderoso money shot tenía que desaparecer.

Pensamos que ya que el 99,9 % del porno acababa todas las escenas con un cum shot, ya era hora de que la gente tuviera una alternativa. Preferíamos mostrar las caras de las personas mientras llegaban al orgasmo, o sus manos apretándose, o sus cuerpos o culos contrayéndose. Y tercero, la fórmula pornográfica también tenía que desaparecer. Queríamos tirarla y empezar desde cero, para centrarnos menos en los genitales y más en la sensualidad. Queríamos retratar una sensación de conexión, ternura, comunicación, pasión, excitación y anhelo. Queríamos retratar mujeres con cuerpos reales, de todo tipo y edad, con las que se pudieran identificar y relacionar nuestras espectadoras, así como hombres a los que pareciera que les importaban sus compañeras, que quisieran complacerlas.

A nivel técnico, tuvimos que crear una manera de rodar completamente nueva. En el porno tradicional, parece mecánico porque es mecánico. Básicamente estás rodando basándote en una lista predeterminada, y tienes que conseguir mucho material de cada tipo de actividad sexual, desde todos los ángulos habituales, para poder cumplir con las obligaciones contractuales con tu distribuidor. Así que instalas las luces y las cámaras para rodar unos veinte minutos de felación desde un determinado ángulo, y luego paras, mueves todas las luces y las cámaras para rodar desde otro ángulo, y así sucesivamente. Claramente esto deja muy poco espacio para la espontaneidad y hace que el trabajo del actor mucho más duro mientras intenta mantener su erección; y la actriz lo hace lo mejor que puede para mantenerlo excitado en ese arrancar-parar durante horas y horas.

Lauren y yo empleamos un estilo de rodaje más cinéma vérité donde muy poco estaba predeterminado, aparte de hablar con los intérpretes sobre el tipo de cosas que pensábamos que podrían hacer sus personajes y el tipo de cosas que nos gustaría ver. Les dejábamos que aportaran algo de sí mismos a la escena mientras estuviera dentro del papel, incluso si era simplemente una viñeta de fantasía, como pasaba en nuestros primeros trabajos. Permitirles que pudieran participar en la decisión de con quién trabajar, prefiriendo nosotras en primer lugar que fueran parejas reales, aseguraba un sentido del deseo mucho más auténtico. Al mismo tiempo, dábamos carta blanca a nuestros operadores de cámara para que se movieran libremente alrededor de los amantes, sin restricciones de ángulos y posiciones predeterminados, capturando los momentos según sucedían.

Tanto si dirigía Lauren como si dirigía yo, intentábamos sentarnos lo bastante cerca de los actores y el cámara o los cámaras para poder susurrar instrucciones, pero al mismo tiempo estorbar lo menos posible. Con el tiempo fui incorporando argumentos más complejos que necesitaban más trabajo de escenificación y storyboards, pero seguí manteniendo el mismo enfoque a la hora de grabar las escenas eróticas. Cuando funcionaba, se creaba una intimidad entre los actores, la persona detrás de la cámara y la que dirigía, que llevaba a una sensación de pura magia. Sabías que habías creado algo especial, algo que tocaría a la gente en un nivel erótico profundo. No siempre sucedía, pero las veces que sí ocurría mi sensación era de alegría y triunfo.

Al experimentar y trabajar con este nuevo estilo de hacer porno en los primeros tiempos de Femme, a Lauren y a mí nos parecía tan fácil que nos maravillaba que nadie lo hubiera pensado antes. Por supuesto, nadie lo había hecho porque la idea de que existiera un mercado de porno para mujeres o para parejas era totalmente inaudita. La oferta de mi suegro de financiar nuestra idea tenía una condición: tenía que encontrar primero un distribuidor. Esto resultó ser nuestro mayor reto. En la mayor parte de las empresas me daban una palmadita en la cabeza, diciéndome que ese mercado no existía —«esto es un club de chicos», me dijo uno de ellos—, pero eso servía para convencerme todavía más. Yo sabía que estaban equivocados. Finalmente conseguí que una de las empresas más conocidas, vca Pictures, aceptara distribuir nuestras películas. Con un poco de marketing y de promoción, sacamos al mercado con gran éxito comercial y abrumador entusiasmo del público nuestros tres primeros vídeos: Femme (1984), Urban Heat (1984) y Christine’s Secret (1986).

Tras nuestro primer año, Lauren continuó su camino con otros proyectos y yo seguí con Femme. En 1986, mi marido y yo fundamos Femme Distribution, negociamos con vca recuperar nuestros tres primeros títulos y nos ocupamos de la distribución internacional de la línea Femme. Produjimos cinco títulos más, incluyendo uno en tres partes llamado Star Directors Series en los que invité a otras cuatro amigas que habían sido estrellas de las películas para adultos (Annie Sprinkle, Gloria Leonard, Veronica Vera y Veronica Hart) a que escribieran y dirigieran sus propios cortos. Mientras tanto, para llegar al sector demográfico al que me estaba dirigiendo sin gastar grandes cantidades de dinero en publicidad, puse en práctica lo que había aprendido en un curso para hablar en público de mis tiempos universitarios y me convertí en la portavoz de Femme. Sabía que los medios de comunicación se lanzarían sobre una historia de una antigua estrella del porno que se atrevía a desafiar una industria de la pornografía dominada por los hombres y no hacía daño que yo no fuera en absoluto lo que ellos esperaban cuando venían a entrevistarme. Una vez que nos encargamos de la distribución, dejé de trabajar desde la oficina de casa y me mudé a un loft en el prometedor y chic barrio de SoHo en Manhattan, así que en vez de que les recibiera una ninfa rubia de Porn Valley con grandes pechos, les recibía una mujer de erizado pelo entrecano muy neoyorquina. Tuve mis detractores, pero la mayor parte de la gente de la prensa comprendía lo que estaba intentando hacer y apreciaba los avances que estaba consiguiendo.

Con el tiempo, Femme había acumulado una impresionante presencia en los medios, incluyendo Time, Glamour, The New York Times, The Times of London, y muchísimas otras publicaciones así como apariciones en casi todos los principales programas de la televisión, incluyendo The Phil Donahue Show, donde yo, una novata en el debate político, me enfrenté con éxito a Catherine MacKinnon. Había alcanzado tal éxito al crear demanda para mi línea que los minoristas tuvieron que empezar a hacer pedidos si querían aprovechar el nuevo y creciente mercado de las mujeres y las parejas.

En 1988 mi marido y yo nos separamos, y yo empecé a supervisar tanto la producción como la distribución. Después de unos cuantos años me di cuenta de que estaba agotada y que no podía ser al mismo tiempo la directora creativa y la distribuidora. En 1995 hablé con phe, Inc./Adam and eve, una empresa propiedad de Phil Harvey, que era conocido por su trabajo político y filantrópico, y después de un año de negociaciones la empresa abrió una división de distribución al por mayor con mi línea Femme y accedió a financiar mi trabajo. Añadimos diez largometrajes más a mi línea, incluyendo AfroDite Superstar (2006), la primera de mi serie multiétnica «Femme Chocolat». Femme ofrece ahora dieciocho títulos. Mi más reciente empeño ha sido lanzar el trabajo de otras directoras de películas eróticas cuyas visiones sean innovadoras.

Quizá mi mayor fuente de orgullo sean las numerosas cartas y mensajes de correo electrónico que he recibido de hombres y mujeres a lo largo de los años, agradeciéndome haber creado películas para adultos que les hacen sentirse bien respecto al sexo y que han proporcionado un impulso muy necesario a un largo matrimonio cargado con las necesidades de los niños y los retos que supone llevar una vida ajetreada. Mi segunda mayor fuente de orgullo es haber obtenido el apoyo de la sexología y los muchos consejeros matrimoniales y sexuales que se sienten cómodos al recomendar mi trabajo a mujeres y parejas a los que piensan que podría ayudar. En 1988, Sandra Cole, que era en ese momento presidenta de la American Association of Sex Educators, Counselors and Therapists (aasect) me pidió que hablara en su congreso nacional anual. En 1992 proyectaron mi cuarta película, Three Daughters, una historia de iniciación que incluye una escena con el redescubrimiento sexual de los padres, que aasect apoyó públicamente por «promover roles sexuales positivos».

Así que, ¿puede el porno coexistir con los principios del feminismo? ¿Estaba todavía traicionando a mis hermanas? ¿O había contribuido a crear un entorno en el que las mujeres pudieran expresar sus visiones sexuales únicas a través del cine y el vídeo? Ya desde el principio la prensa me etiquetó como «pornógrafa feminista», un oxímoron para muchos, un titular llamativo para otros. Nunca me propuse hacer películas «feministas» —«humanistas» sería un término más exacto— y siempre he odiado la «palabra con p». Para mí, «pornografía» evocaba imágenes de mujeres plásticas manteniendo relaciones sexuales mecánicas con hombres generalmente nada atractivos, y sexo vacío de sentimiento, aburrido en el mejor de los casos, repulsivo en el peor. «Cine erótico» me sonaba pretencioso y ambiguo. Pero no hay ninguna otra palabra que llame la atención de la gente de la forma en que lo hace la «palabra con p». La palabra hacía que la gente se enterara de que mi trabajo existía, pero no necesariamente me ayudaba a llegar al mercado que yo estaba buscando. En los ochenta y en gran parte de los noventa, la sola mención del porno podía repugnar a la mayor parte de las mujeres. Ahora «porno» es la nueva palabra, actualizada y chic, para pornografía. Ha llegado a significar algo atrevido, desafiante. Del mismo modo que las mujeres eliminaron el poder de la palabra «golfa», que se usó durante mucho tiempo para silenciar a aquellas que quisieron tener una vida sexual tan activa como algunos hombres, entiendo que las mujeres de hoy han reclamado la palabra «porno» para rebelarse contra la idea de que las mujeres solo desean erotismo suave y refinado.

A principios de los noventa, un periodista (hombre) acuñó el término «do-me feminism» («feminismo házmelo») para describir el creciente número de mujeres jóvenes que reclamaban su derecho a hacer y disfrutar del porno. Pero es solo en el nuevo siglo cuando he visto un aumento perceptible en el número de películas porno dirigidas por mujeres. Es como si hubiera costado una generación entera que las mujeres se sintieran lo suficientemente valientes como para ponerse detrás de la cámara porno, tanto para su venta por circuitos comerciales como para publicarlas en internet. Pero, ¿es «feminista» solo porque lo ha hecho una mujer? Cuando veo porno dirigido por una mujer espero ver cosas diferentes, innovadoras, algo que me hable a mí como mujer. Demasiado a menudo me decepciona encontrar el mismo menú de escenas sexuales que contienen los actos sexuales habituales, a veces más extremos, siguiendo la vieja fórmula de siempre y acabando en el todopoderoso money shot. En vez de crear una nueva visión, parece que muchas de las directoras jóvenes de hoy, a menudo trabajando bajo la tutela de las grandes distribuidoras del porno, solo buscan probar que pueden ser más desagradables que sus predecesores masculinos. Y no es solo el tipo de actos sexuales lo que me ofende; es el retrato crudo, como tirado a la cara, que parece estar más interesado en su valor efectista que en crear algo que las espectadoras puedan disfrutar. ¿Realmente piensan que la mayor parte de las mujeres va a excitarse viendo a una mujer taladrada por todos sus orificios por un hatajo de tíos sórdidos que terminan aliviándose en su cara? Y si no les preocupa lo que desean las mujeres, ¿debería eso considerarse feminista?

Cuando el movimiento por la liberación de la mujer luchó por el derecho de las mujeres a una vida sexual satisfactoria, quería decir que a los hombres más les valía ir aprendiendo qué excita a una mujer y qué tiene el efecto contrario. Nos empoderamos mutuamente a través de libros y autoconciencia para aprender sobre nuestros cuerpos y nuestras necesidades, sin vergüenza y sin culpa, y aprendimos a esperar como mínimo que la persona que nos acompañara fuera respetuosa y le importara cómo nos sentíamos, y que no le detuviera nada para complacernos.

Me gustaría decir que mi mayor orgullo es el impacto que ha tenido mi trabajo en la enorme industria para adultos, pero no es así. Aparte de un puñado de mujeres cuyo trabajo destaca sobre el resto, creo que, como muchos movimientos sociales y culturales de los sesenta y setenta, el «porno para mujeres» ha sido asimilado por los medios de comunicación de masas, desnudado de su intención original y regurgitado por una industria del porno aún dominada por hombres que se revuelca en entretenimiento de mal gusto para las masas. El «porno feminista» no está muerto, pero falta todavía mucho por andar antes de que pueda asumir su legítimo lugar como fuerza del cambio.

Si las mujeres no crean sus propias visiones de lo erótico, su propio lenguaje sexual, los hombres seguirán haciéndolo por nosotras y nunca comprenderemos del todo nuestra propia y única naturaleza sexual. Las mujeres tienen mucho que aportar sobre lo que constituye el sexo o el acto amoroso. Nuestra sexualidad es más compleja, tiene más matices. Traemos los elementos de lo imprevisible a este acto amoroso. Si los hombres nos pueden enseñar a ser más abiertas, nosotras podemos enseñarles a ser más sutiles, a tomarse su tiempo, y a deleitarse en cada momento según va evolucionando. No estoy haciendo un llamamiento a la creación de un porno más suave, más delicado. Me gusta el sexo crudo y sucio como al que más, y he intentado representar una amplia gama de fantasías en mi trabajo. Pero siempre he intentado hacerlo desde una sensación de respeto y dignidad. Quiero que las mujeres se sientan bien consigo mismas después de ver mis películas. Quizá a algunas de las mujeres con cuyo trabajo soy crítica no les importa llegar a las mujeres: quizá no es en absoluto su objetivo. Lo que me molesta es que los medios identifiquen su trabajo como feminista cuando no tiene nada que ver con hablar por las mujeres y hacer avanzar los principios del feminismo. Y me entristece que tantas directoras jóvenes estén desaprovechando la oportunidad de cambiar la situación.

Reto a las mujeres jóvenes con suficiente suerte como para acceder a los medios para producir y dirigir cine erótico a que tengan el valor de explorar lo que es únicamente suyo, en vez de recrear lo que ya es de otros. Para crear una visión que inspire a otras mujeres, que les ayude a sentirse cómodas con su sexualidad, que dé a las mujeres permiso para experimentar y sentir su propia voz. Creo que esto es tanto feminista como humanista. Nos sirve para mejorar nuestras vidas, las de todos nosotros, ¿y no es eso en el fondo lo que queremos?

Porno feminista

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