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Оглавление2. El nacimiento de la crítica cinematográfica del porno
susie bright ha reunido su legado sobre debate y crítica pornográfica en su último libro: Susie Bright’s Erotic Screen: The Golden Hardcore & the Shimmering Dyke-Core. Es la autora de los superventas estadounidenses Full Exposure y The Sexual State of the Union, además de su autobiografía, Big Sex Little Death. Es la presentadora de In Bed With Susie Bright, de Audible, el programa de sexualidad que lleva más tiempo emitiéndose. Bright fue co-fundadora y editora de la revista On Our Backs y la primera periodista en cubrir el cine erótico y el negocio del porno dentro de la prensa convencional. Es una de las progenitoras del movimiento sex positive, a favor de una visión positiva de la sexualidad. Bright fue la primera persona en impartir una asignatura universitaria sobre pornografía, y cristalizó la duradera influencia sexual de su figura y escritos en películas como Bound y The Celluloid Closet, además de aparecer como ella misma, «la famosa escritora feminista sobre sexo», en la serie A dos metros bajo tierra.
En 1986, Jack Heidenry me contrató para escribir en Penthouse Forum, un diario de tamaño bolsillo que, en su apogeo, publicaba el magnate del porno Bob Guccione. Yo no tenía ni idea de que el plan de Jack fuera tan experimental. Lo único que sabía era que nunca antes me habían pagado por escribir profesionalmente, aunque había trabajado sin cesar en periódicos y revistas desde mi adolescencia, incluyendo una que consiguió que me expulsaran temporalmente del instituto por difundir información sobre anticonceptivos. Mi primera «columna de asesoramiento sexual» la escribí para una revista de los ochenta dedicada al «entretenimiento para la lesbiana aventurera». Siempre fui una voluntaria entusiasta del frente de la liberación sexual. Pero nunca había visto una película clasificada x.
No le conté mi secreto a Jack. Era una oportunidad tan increíble que quería que pensara que siempre escribía por un montón de dinero y que lo sabía todo sobre la escena erótica. A diferencia del buque insignia de Guccione, con sus desplegables pin-up, la revista Forum estaba llena de palabras sexis en vez de fotos sexis, y sus lectores eran tanto hombres como mujeres.
Heidenry me encontró porque admiraba mi trabajo como escritora y editora de la revista On Our Backs, que llevaba dos años en el mercado, era antisistema y trataba de sexo lésbico. Yo estaba muy sorprendida de que hubiera siquiera oído hablar de nosotras. Nuestro pequeño grupo de San Francisco no había publicado este manifiesto pensando en los hombres.
Jack me pidió que escribiera una columna mensual llamada «The Erotic Screen» («La pantalla erótica») con reseñas e información sobre las últimas novedades en cine erótico. Un año más tarde añadió una columna de consejos para que pudiera responder a preguntas sobre cine erótico.
Ese día de 1986 debería haber quedado marcado en la historia de la liberación de la mujer dentro del imperio Guccione: Heidenry me contrató a mí, a Veronica Vera y a Annie Sprinkle como colaboradoras mensuales. ¿Alguna revista líder de Nueva York ha contratado alguna otra vez a tres mujeres de talento como editoras asociadas y les ha pagado generosamente? Yo estaba feliz, sin saber que había muy pocas mujeres que trabajaran en puestos así.
Entonces tenía veintiocho años. Todas las películas hardcore famosas, como Garganta Profunda o Tras la puerta verde habían salido cuando yo todavía iba a un colegio católico, estaba en primaria, llevaba zapato plano y faldas de cuadros escoceses.
Por supuesto, cuando era niña sentía curiosidad por las «películas x», pero para cuando llegué a la adolescencia era una radical y consideraba patéticas no solo las películas pornográficas, sino toda la idea al completo. Pensaba que la gente que hacía o veía esas películas debían de ser unos solitarios, como mínimo. Lo que necesitaban era quitarse la ropa e ir a practicar sexo con todo el mundo en una playa nudista. Mi vida real por aquel entonces habría dado para una buena película porno.
Para cuando llegaron los ochenta, yo ya creaba material erótico lésbico a diario con una banda de artistas radicales de gran talento en nuestra oficina 100% bollera encima de un restaurante chino de comida para llevar en Castro, el barrio de San Francisco. Durante el día trabajaba como dependienta en una juguetería para adultos feminista del tamaño de un vestidor: la Good Vibrations original, fundada por Joani Blank. Era un lugar único en su especie. Nuestra gran desventaja en cuanto a inventario era que casi nadie dentro del mundo de lo «erótico» hacía nada que tuviera ningún interés para las mujeres.
Mis compañeras de la tienda de vibradores y yo hablábamos de que «algún día» publicaríamos un libro de relatos cortos eróticos hechos por mujeres. No se había hecho nunca. Yo veía solo unos pocos clientes al día, y entre conversaciones sobre el milagro del vibrador Magic Wand, comentábamos cómo parecía que nadie creía que las mujeres tuvieran intereses eróticos y estéticos propios.
En On Our Backs lo inventábamos todo desde cero. ¿Y si montásemos un espectáculo de striptease con auténticas putas y strippers bolleras que quieran actuar para su propio público? ¡Hecho! ¿Y si hiciéramos vídeos de camioneras y femmes y punkis auténticas, gente que tuviera nuestro aspecto, bolleras con rostros de verdad, practicando el tipo de sexo de las mujeres de verdad? ¡Hagámoslo!
Poco a poco nos dimos cuenta de que nunca había habido una revista erótica creada por mujeres de ninguna condición (hetero, bi, u homo) ni había existido antes ninguna abierta y visualmente fuera del armario. Nuestros nombres y nuestras caras estaban en los créditos.
Mi comienzo en Forum fue torpe. Le dije a Jack:
—Sabes que soy una lesbiana feminista, ¿verdad? No voy a cambiar de idea respecto a cómo veo las cosas.
Pero eso no era ni la mitad. No era una periodista profesional, a pesar de mis credenciales políticas. Hoy, a mis ojos, mi primera reseña en Forum suena como una redacción sobre un libro que hubiera tenido que leerme para la escuela. Es más, no tenía contactos en el negocio, nadie que me pudiera presentar. Tenía que comprarme una entrada como cualquier otro viejo verde y plantarme en el Pussycat Theater para ver una proyección corriente. No sabía lo que eran las cintas de vídeo: ninguno de mis amigos veía vídeos en casa.
Ahora estoy contenta de mi pobreza inicial. Acabé viendo películas increíbles en 35 mm en algunas de las mayores y más elegantes pantallas de San Francisco y Nueva York. Elevaron mis expectativas, en el buen sentido.
Era la única mujer de las salas porno que no estaba trabajando. Al principio, al sentarme en aquella butaca de terciopelo raído con mi libreta, pensé que los clientes masculinos me fastidiarían. Pero no me importunaron: se alejaron de mí como si yo fuera un detective. Tenía toda la fila para mí.
También me di cuenta de que muchos hombres estaban manteniendo relaciones sexuales entre sí en las últimas filas del cine, tan inspirados por la actividad en su mayor parte heterosexual de la pantalla como indiferentes hacia ella. Recuerdo sentirme molesta al oír gruñidos, y gritarles: «¡Os estáis perdiendo una parte buena!».
Tenía un amigo, hoy fallecido, llamado Víctor Chávez, que trabajaba en el salón de banquetes de Local 2 here (el sindicato de horeca de San Francisco). Ambos éramos representantes sindicales, un tema que me interesa muchísimo. ¡Pero hablábamos de otras cosas, aparte de contratos injustos! Fue él quien un día abrió su maletín y me dijo que había dos libros que siempre llevaba consigo. El primero, la Biblia, que sacó y puso encima de la mesa, frente a nosotros. A continuación sacó de su maletín Cómo agrandar el pene, que según él era el segundo libro más vendido de la historia después del Génesis.
Víctor tenía un aparato de vídeo Betamax y una pantalla, que insistió en prestarme para que pudiera ser mejor crítica cinematográfica. Él creía en mi potencial. La pantalla era enorme y apenas cabía en mi habitación individual. Pero comprendí al instante la intimidad de esta nueva experiencia de visionado. Podía enchufar mi Magic Wand y montar tanto escándalo como los tíos del Pussycat.
Entendí así el doble golpe del porno. Toda esa gente follando y respirando fuerte te afecta. Por lo menos antes de haber reseñado unas cuantas miles de películas. Te excita hasta la distracción. Por otra parte, yo era muy aficionada al cine, una friki de las películas, y no podía evitar criticar los fracasos de taquilla, las pifias y los extraños bulos del porno; aparte de valorar positivamente a los directores que obviamente tuvieran un gran talento.
Veréis, los directores de cine erótico fueron los directores indie originales. El hecho de que sus películas te pusieran no era diferente de cualquier otro género que te asustara a muerte o te hiciera llorar. Las películas son grandes vehículos de transmisión de emociones fuertes. Cuando te tocan en múltiples niveles al mismo tiempo, las llamamos «obras maestras».
La era hardcore que comenzó a finales de los años sesenta se comprende ahora como parte de la ola de películas independientes que se desgajaron del sistema de los estudios de Hollywood. Los realizadores de cine erótico fueron pioneros en la misma liga que los directores de spaghetti western o los productores de torpes películas de horror o ciencia ficción. A veces, eran las mismas personas. La guetización del cine pornográfico era extraña, y completamente injustificada, excepto por la mojigatería de los políticos.
Cuando Forum me contrató, había muchas «revistas de fans» sobre pornografía, pero no había reseñas independientes o periodismo auténtico. No se había visto nunca un artículo en un diario corriente o en una revista de verdad sobre la economía, la estética o el trabajo diario dentro de la industria del cine para adultos. (La misma expresión «para adultos», como eufemismo de «sexo», pasó a la lengua vernácula debido a las batallas legales que definieron la sexualidad como un tema prohibido para los ojos de la gente joven).
Era la «zona de penumbra» de la que solo se hablaba en los debates legales y morales sobre la obscenidad. Ningún periodista del sindicato visitó un rodaje o una oficina. Ningún periodista que no se dedicara al género de adultos sabía qué cifras se manejaban. Era territorio inexplorado, y yo era el extraño personaje que se aventuró a entrar en él, papel y lápiz en mano.
Había un boletín del sector, una especie de Variety de una sola página, que se llamaba Film World Reports y editaba Jared Rutter. Sus lectores eran los productores y directores del negocio. Listaba las películas con mejor taquilla, quién compraba qué, y las típicas noticias de una línea para los enterados del sector. Allí se veía que, a pesar de todo, estaban ganando dinero y haciendo negocios, pese a la indiferencia del resto de los medios de comunicación del mundo del entretenimiento. Descifrar esa hoja fue uno de mis primeros logros.
Sí, podías comprar revistas para hombres donde leer entrecortadas entrevistas con las estrellas, o leer reseñas del tamaño de un cacahuete que decían cosas como «¡Tórrida! ¡Ceci está buenísima!». Era publicidad apenas disfrazada de contenido editorial. La gente que escribía las reseñas no usaba su propio nombre. Estaba tan dentro del armario como un bar gay antes de Stonewall.
Lo más cercano a una crítica de cine erótico aparecía en la revista Hustler, que para cubrir los últimos estrenos instauró un famoso gráfico que llamaron el «rabímetro» («peter-meter»). Con cada título, este pequeño pene se erguía, desde la posición más morcillona a la erección más rampante.
El «rabímetro» estaba siempre, al menos, a media asta, pero un día descubrimos con sorpresa que Hustler había calificado a una película con un pene completamente fláccido. El crítico me fascinó: usando su propia voz, contaba lo asqueado e indignado que estaba con este insulto a la masculinidad y la sana diversión de las buenas películas x.
¡Vaya! Obviamente nadie había pagado a Hustler por escribir esta reseña. Decidí que si ellos habían odiado la película, probablemente era genial.
Yo tenía razón. La película era Smoker, y los autores eran un par de estudiantes de cinematografía de la Universidad de Nueva York que se habían encargado de la dirección de arte de Cafe Flesh, de Rinse Dream. Se llamaban Ruben Masters y Michael Constant. Vi Smoker justo al día siguiente en el Pussycat, y efectivamente, puso tan nerviosos a varios espectadores que abandonaron la sala. Pienso que el momento en cuestión fue en el que David Christopher se pone una blusa azul con transparencias hasta el pecho y se golpea la polla contra la barriga, masturbándose y hablando consigo mismo furiosamente mientras espía a alguien que vive en la puerta de al lado. En la película no se le anuncia en momento alguno como una persona trans, o travestido, o con cualquier otra etiqueta de ningún tipo. Lo que está haciendo es simplemente mostrar su intimidad sin ninguna explicación, tan bien actuada y filmada que te parece estar en una mezcla entre Hiroshima mon amour y un séptimo piso sin ascensor en el neoyorkino barrio de Bowery.
Estos cineastas usaron un pseudónimo: Veronika Rocket. Habían roto tantas reglas, y su genderfuck era tan fluido, de tal belleza, que usé su película como punto de referencia durante el resto de mi carrera en la crítica erótica. Peregriné a Filadelfia para reunirme con ellos y visitar los decorados originales. Ruben Masters me abrió la puerta de su casa, que era una cochera reconvertida: parecía Louise Brooks en La caja de Pandora. Me miró de arriba a abajo y me preguntó:
—¿Te pongo un stinger de vodka?
Tuve muchos golpes de suerte de ese estilo.
Mientras tanto, me presenté a la docena o así de productoras pornográficas procedentes del sur de California y Nueva York. Asistí a la feria comercial de Las Vegas, que por entonces era en una especie de gueto del Congreso de Electrónica de Consumo, lejos de todos los televisores y equipos de música nuevos. Me afincaba en el baño de señoras del hotel Sahara, con ejemplares de On Our Backs que usaba para iniciar conversaciones con las actrices «x». No estaban acostumbradas a que a nadie se interesara lo más mínimo por sus historias auténticas.
Por supuesto, también había muchos hombres con los que hablar. Los de edad más avanzada eran, en su mayor parte, muy conservadores. Este negocio lo había llevado un puñado de hombres durante muchos años, como quien juega al mus, y eran muy intransigentes. Les costaba creer que yo estuviese allí de verdad, que todo esto no fuera una broma ni yo una chica hetero de aventura por los barrios bajos.
Mi columna en Penthouse (y la videoteca que creé en mi antigua juguetería sexual) vendía tantos vídeos que tenían que aguantarme. Mostraban al mismo tiempo falta de entusiasmo y una gran ingenuidad respecto a cuánto estaba cambiando su mundo.
Hacían declaraciones públicas de lo más increíbles: «A las mujeres no les gusta ver sexo anal: es sucio». «Cualquier actriz blanca que deje que un actor negro se la folle en pantalla está loca: su carrera ha terminado». «¿Cómo puede una lesbiana quedarse embarazada? ¡Eso es imposible!» «¿Oye, no tienes ningún marido al que cuidar en alguna parte?».
Algunos de sus hijos e hijas eran más abiertos, o se estaban rebelando abiertamente. El punk rock, la liberación queer y las sensibilidades feministas estaban pegando ya en el lado artístico de la industria «para adultos». Era contagioso.
Este solía ser un negocio tradicional de padre e hijo, casi pintoresco en ese sentido. Uno de los que heredaría esta partida de cartas, un heredero de veintitantos años de edad, se sentó conmigo un día y me explicó cómo Ruben Sturman, el abuelito del negocio de los peepshows y la industria para los adultos de las gabardinas, había evadido al fisco durante tanto tiempo. ¿Cómo se las apañaba para no pagar nunca impuestos? ¿Cómo había conseguido montar un negocio a espaldas del establishment de los ee.uu.? Nuestra conversación tuvo lugar tres años antes de que a Sturman le pillaran del todo. Mi amigo me contó con todo lujo de detalles cómo generaban el dinero, cómo se recogía metódicamente en bolsas y cómo se transportaba de un sitio a otro.
—¿Por qué me cuentas todo esto? —le pregunté.
—Porque ruedas vídeos de lesbianas haciendo fist-fucking.
No me había dado cuenta de lo atrevido que era ese acto concreto hasta que lo dijo. No tenía ni idea de que esta era la llave de la confianza mutua: el riesgo.
Descubrimos que al parecer cualquier cosa que las mujeres hicieran de verdad para llegar al orgasmo estaba prohibida por las leyes que regulaban las películas pornográficas. Los orgasmos femeninos, los orgasmos reales, los fluidos femeninos reales estaban prohibidos cuando intentábamos vender nuestra revista o nuestros vídeos en los Estados conservadores.
Lugares como Oklahoma y Florida decían que las eyaculaciones del punto g eran «deportes acuáticos» ilegales, «lluvias doradas», y estaban por tanto en su lista de obscenidades que violaban el estándar de Miller.2 No sabían nada de anatomía femenina o fisiología, y les daba igual. Puedes ver las mismas ideas hoy en lugares como Alabama, en los que estar en posesión de un vibrador es un delito. Los tíos del porno de la vieja escuela los llamaban «estados blandos»; yo los llamaba «estados-de-la-mujer-no-se-corre».
De este modo tan burdo descubrimos en On Our Backs y en nuestro brazo fílmico, Fatale Video, que el mundo de lo «legalmente obsceno» nada tiene que ver con la realidad. Pero extrañamente, este riesgo involuntario nos dio el caché necesario para que nos dejaran entrar en los círculos de los chicos más hardcore. Si no hubiera sido por eso, nunca habrían hablado conmigo.
El vídeo lo cambió todo. Primero en el porno, y luego en Hollywood. Los días de los peepshows y de las salas de cine estaban contados, a pesar de que, curiosamente, los peepshows hayan sobrevivido a los cines elegantes. A la gente le sigue gustando meter monedas, estar cerca, la claustrofobia especial de las distancias cortas.
Y más importante aún, el vídeo ofrecía una vía de entrada para artistas, emprendedores y radicales sexuales, personas que, para bien o para mal, nunca habrían podido hacer una película. Apareció un nuevo grupo de genios, pequeño, y a la vez un gran grupo de mediocres. No era diferente al cine sino simplemente multiplicado como conejos.
La primera vez que me escribieron (¡a mano! Fue antes del correo electrónico) mis lectores de Penthouse Forum, me di cuenta de dos cosas. Una, que la inmensa mayoría de las mujeres nunca había visto antes una película erótica. Nunca, jamás. Sus miradas furtivas a las fotos de las revistas de hombres eran sobre todo a desnudos femeninos. Quizá hubieran visto a Burt Reynolds en su famoso desplegable para Cosmopolitan.
Pero, ¿y los hombres? Tampoco eran mucho más sofisticados. Muy pocos hombres habían visto algo más allá de una pequeña muestra de películas eróticas. Pregúntale a un hombre al azar si puede dar los nombres de cinco o seis largometrajes eróticos que haya visto. Si puede hacerte esa lista, es parte de un club muy exclusivo.
Ver películas eróticas (películas en las que la trama avanza con escenas de sexo) es diferente de ver fotos sueltas, ilustraciones, fragmentos, clips. El medio, la experiencia de ver completa una película de ochenta minutos, es un ejercicio completamente diferente al vistazo momentáneo, al avance rápido.
Para probarlo, empecé a organizar visionados cinematográficos en los salones de mis amigos. Regalaba mis screeners, mis copias de evaluación, y mostraba fragmentos con mis partes favoritas. Era como si estuviera regalando billetes gratis a la luna. La audiencia de mi barrio estaba fascinada: no tenía ninguna experiencia.
Los salones se volvieron más grandes. Creé una charla educativa con clips prácticos llamada «How to Read a Dirty Movie» y otra que se llamaba «All Girl Action: The History of Lesbian Erotic Cinema». Empecé a estrenarlo en salas de cine independientes de los barrios de Castro y Roxie. Hice un circuito por los festivales de todo el mundo, incluyendo una atrevida misión: llevar mis películas al British Film Institute, a pesar de que en el Reino Unido estaba prohibidísimo pasarlas por aduanas.
Destaca entre todos ellos el recuerdo de un acto en una universidad concreta. Fue en Virginia, en la población rural de Blacksburg. Un estudiante gay en el armario consiguió fondos del sindicato de estudiantes para un «Friday Night Fun!» de Virginia Tech, para que presentara uno de mis famosos espectáculos con clips. Esta escuela es muy famosa por su larga historia de devoción hacia los chicos blancos del sur y el servicio militar. A los alumnos no se les permite ver películas clasificadas «r» dentro del campus.
No averigüé toda esta historia hasta unos minutos antes de subirme al estrado. Mi joven patrocinador me miró como si hubiera detonado una bomba: tenía la cara llena de sudor. Los clips de «My Dirty Movie» empezaron, y resulta que comienza con dos cadetes del ejército besándose en un campo de tiro. Pensé que se iba a hundir el techo. Los chicos de Blacksburg salieron corriendo, haciendo sonidos de vómito y gritando.
Los estudiantes que se quedaron en sus asientos vieron todo el espectro de la emoción sexual y humana, mostrada por los mejores autores del porno. Recibieron más educación sexual en esos cien minutos de la que habían recibido en el resto de sus vidas.
El atónito presidente de los Jóvenes Republicanos, co-patrocinador de «Friday Night Fun!», me llevó a cenar a una cafetería de comida rápida después del acto. Me dijo que encontraba curioso que las escenas de lesbianas haciendo el amor le hubieran agradado, mientras que las escenas de hombres gays le habían dado dolor de estómago. Yo estaba impresionada por el hecho de que hubiera tenido la calma suficiente para observar sus propias reacciones.
—No estoy en desacuerdo con lo que haces —dijo—, pero creo que es injusto que recibas cheques del gobierno por tu homosexualidad.
Me quedé mirándole con la boca llena de patatas fritas.
—Oh, no es para tanto —le dije—. Como soy bisexual, solo me dan la mitad.
El éxito de los espectáculos con clips, a pesar de Blacksburg, me llevó a introducirme más profundamente en el mundo universitario. Empecé a impartir una clase llamada «Las políticas de la representación sexual» en la Universidad de California en Santa Cruz. Fue una experiencia docente muy gratificante. Los estudiantes estaban dispuestos a ver materiales que se consideraban efímeros o tabú, y a descodificarlos.
En los círculos cinematográficos, en las escuelas de la Ivy League, entre los artistas y los historiadores del arte, esta cosa llamada «porno» se convirtió en un interés sofisticado, con muchos periodistas e investigadores siguiendo las mismas pistas que me habían inspirado a mí hacía tanto tiempo. El público desarrolló una sensación de normalidad, es más, de humor sobre el porno, que estaba ausente cuando yo empecé a escribir mi columna «Erotic Screen».
De forma parecida a lo que ocurre con la vida gay, el «debate del porno» parece existir en dos mundos paralelos voluntarios. Por un lado, está pasado, aburre. En el otro mundo, el Planeta Puritano, el clima legal y de política pública es fundamentalista. Los políticos y los líderes religiosos amenazan con el sexo como si fuera el hombre del saco, de manera cada vez más llamativa, y consiguen apoyos tanto de liberales como de conservadores.
La edad dorada del siglo xxi es una época de moralismo, de «avergonzar a las golfas» para el público general, mientras que para la élite lo normal es la corrupción y el libertinaje a lo Calígula. ¡Mi estreno en la «era dorada» del porno parece ahora tan utópico! Los años setenta y ochenta fueron días de esplendor para el progreso de la mujer en el periodismo, para salir del armario, para acabar con barreras que hasta entonces habían sido infranqueables tanto en los medios de comunicación como en la industria de las películas sexuales. En 1986 el San Francisco Chronicle me llamó «la Pauline Kael del porno», pero pocos años más tarde acabaría habiendo docenas de peridistas y críticos cubriendo la industria del cine erótico y su oferta. ¡Fue nuestra «primavera del porno»! El establishment artístico y académico se encaró con el deseo erótico: lo que antes había sido efímero ahora suscitaba un fuerte interés investigador. Entre los entendidos, las películas porno se convirtieron en parte de la historia. En 2002, me incluyeron en el «Fourth State Hall of Fame» de la x-Rated Critics Organization.
Tuve la suerte de entrar, como Alicia en el País de las Maravillas cuando se encuentra el pastel que indica «Cómeme». Estoy muy contenta de haberlo hecho. Pero, a diferencia de Alicia, nunca volví a ser pequeña.
2. Famosa crítica de cine estadounidense.