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El neoinstitucionalismo sociológico

La vertiente sociológica del neoinstitucionalismo se inserta en una renovación de las orientaciones y conclusiones de la sociología de las organizaciones. Contraria a esta, la sociología neoinstitucional postula que la mayoría de las formas y los procedimientos pueden ser entendidos como prácticas particulares de origen cultural, parecidas a los mitos y las ceremonias inventadas en numerosas sociedades. Al integrar el estudio de las variables culturales en la aprehensión de las condiciones de formación y de funcionamiento de las organizaciones, el análisis de las organizaciones permite comprender que las disposiciones institucionales en la sociedad moldean el comportamiento humano. Desde esta perspectiva ampliada, se puede concluir que los factores culturales son instituciones (Muller y Surel, 1998) y que, por tanto, es posible analizar los elementos cognitivos, entendidos como instituciones culturales, que pesan sobre los comportamientos individuales y las ideas (Parsons, 1995). Olson señala en particular que

las instituciones disponen de autoridad y poder, pero también de sabiduría y ética colectivas. Proporcionan el contexto físico, cognitivo y moral para la acción conjunta, la capacidad de intervención, los lentes conceptuales para la observación, la agenda, la memoria, los derechos y obligaciones, así como el concepto de justicia y los símbolos con los que puede identificarse (Olson citado en Lane, 1995)

A partir de los años ochenta, se puede notar la importante influencia del neoinstitucionalismo económico en el auge de las políticas neoliberales19. Es también sintomática la influencia casi hegemónica del pensamiento económico en la teoría política desde esta época y, en particular, de la teoría de la elección racional, la teoría de juegos y la escuela de la elección pública o public choice, en inglés. Esta última es definida por uno de sus más prominentes representantes como

la aplicación de la teoría económica (economics) a la ciencia política. Su objeto de estudio es el mismo de la ciencia política: la teoría del Estado, las reglas del voto, el comportamiento electoral, la política de partidos, la burocracia, etc. La metodología del public choice es la de la economía (Mueller citado en Lane, 2005)

Por eso, la mayoría de los estudios neoinstitucionales se han desarrollado bajo la sombra de las políticas neoliberales y han servido a su legitimación. Sin embargo, es pertinente recordar que la perspectiva neoinstitucional es mucho más amplia, puesto que las investigaciones pueden perfectamente llevarse a cabo desde orillas ideológicas distintas. Se puede ver, por ejemplo, la sugerente obra de la antropóloga Mary Douglas (1986), que ofrece una crítica contundente a la teoría de la elección racional; o el trabajo de Ostrom (2005), que señala que la validez de la teoría de la elección racional y de la teoría de los juegos en el análisis de la acción pública se limita a unos casos muy particulares, excepcionales. En la mayoría de los casos de acción pública, estas teorías son insuficientes para dar una explicación satisfactoria o para producir un resultado eficiente (en particular, sostenible a largo plazo).

Un ejemplo de un marco de análisis neoinstitucional

En la actualidad, la mayoría de los analistas de políticas públicas adoptan con más o menos énfasis algunos aspectos del análisis neoinstitucional en sus marcos de análisis20. En particular, se destacan los trabajos de la politóloga norteamericana Elinor Ostrom (2005), ganadora del Premio Nobel de Economía en 2009 (véase el capítulo dedicado a ella en este libro). Ostrom busca entender cómo las instituciones afectan los comportamientos individuales de los actores inscritos en procesos de políticas públicas. Y para ello, ha desarrollado un marco de analítico al que ha llamado análisis del desarrollo institucional (IAD), que se fundamenta principalmente en la tradición de la nueva economía institucional desarrollada por autores como North y Williamson, es decir, en una perspectiva híbrida del neoinstitucionalismo económico e histórico. El marco pone en su centro una arena de acción en la cual se interrelacionan actores individuales y colectivos, en una situación que se corresponde con el arreglo institucional específico y concreto operante para la política pública. En un primer momento, el análisis de estas interrelaciones, desde la perspectiva de la elección racional, permite explicar las características de una política pública (the resulting outcomes) para luego, en un segundo momento, entender los factores que influyen sobre la estructuración misma de la arena de acción. Para ello, el modelo considera tres tipos de factores: las reglas utilizadas por los participantes para ordenar sus relaciones (rules-in-use), las características materiales y físicas del contexto pertinente (estado del mundo) y, finalmente, lo que aleja un tanto el marco del IAD de un neopositivismo reductor, esto es, las particularidades culturales propias a la comunidad de política (attributes of community).

El enfoque de redes

La emergencia de la noción de red (network) en el análisis de las políticas públicas se corresponde con la insatisfacción creciente en relación con los enfoques tradicionales, centrados en el examen de los elementos formales de las estructuras y en arreglos político-administrativos. En los años sesenta y setenta, la visión de un proceso de política pública, esencialmente pensado como jerárquico, instrumental y formalista (top down), reñía con las evidencias de los análisis. Justamente porque las políticas estaban formuladas en instancias políticas informales externas a las instituciones convencionales, del tipo parlamento o de administración pública. La idea de red propone una nueva manera de concebir el mundo.

En vez de intentar explicar la realidad como la consecuencia de una serie de relaciones causales lineales determinadas por fuerzas externas, las teorías de redes perciben la sociedad como si se realizara mediante la interacción de individuos que intercambian información y otros recursos. El meollo de esta perspectiva está en que considera los conceptos de organización social y de gobernanza (governance) de manera descentralizada (Marin y Mayntz, 1991, p. 26). De hecho, aunque esta perspectiva no era totalmente nueva en la ciencia política de la época, solo empezó a tener un auge a partir de la década de los años setenta. Inicialmente, las perspectivas neocorporativistas se concentraron en el estudio de las relaciones triangulares y estructurales entre el gobierno, la administración y los grupos de interés. Luego, esta idea fue ampliada por Heclo (1978), quien introdujo el concepto de red de controversia (issue network) para designar las complejas redes que incluyen un gran número de actores en el proceso de política pública, en particular en problemas públicos “nuevos”. Lo que predominó, entonces, fue la visión de un proceso a lo largo del cual se establecen relaciones más informales, descentralizadas y horizontales.

Según Kenis y Schneider (citados en Marin y Mayntz, 1991, pp. 33 y ss.), el surgimiento de esta concepción del mundo no fue casual, pues fue el resultado de distintas transformaciones, primero, en la realidad de la hechura de las políticas públicas; segundo, en desarrollos teóricos y conceptuales en el área, y, tercero, en progresos en las herramientas metodológicas. Para el primer aspecto, los autores señalan el crecimiento del carácter organizado de la sociedad (véase Mayntz, 1982) y la extensión de los dominios de intervenciones públicas (extensión del Estado de bienestar y surgimientos de nuevos problemas); la elevación de la complejidad social y la creciente interdependencia entre las organizaciones, con saberes más dispersos o fragmentados; la tendencia a la descentralización y a la fragmentación del Estado; la atenuación de la frontera entre público y privado, y la creciente transnacionalización de las políticas nacionales.

En forma paralela, la importancia de la información ha crecido y el desarrollo de la tecnología informática generó una demanda de cientifización de las políticas. Además, el segundo aspecto mencionado por los autores se relaciona con el abandono de una concepción analítica demasiado centrada en el Estado y las decepciones producidas por las fallas de la planificación en sus propósitos de transformar la sociedad. En particular, se evidenció el viacrucis de la implementación top down de las políticas (Pressmann y Wildavsky, [1973]1998), lo que puso en duda la validez de la distinción entre formulación (planificación) e implementación planteada por el modelo secuencial tradicional y dominante, incluso en la reactualización realizada por la nueva gestión pública (NGP), promovida a partir de los principios políticos neoliberales. De igual forma, las herramientas informáticas permitieron desarrollar nuevas posibilidades de formalización, modelización y tratamiento matemático y estadístico de los datos, lo que implicó mayores capacidades de análisis para los investigadores sociales.

Las redes de política son entendidas como una nueva forma de gobierno —la gobernanza—, que refleja el cambio de naturaleza en las relaciones entre Estado y sociedad (Kenis et al., 1991, p. 41). Además, estas redes son mecanismos de movilización de recursos políticos en temas en los cuales las capacidades y la información necesarias para formular, decidir o implementar programas de acción pública21 son diseminadas entre muchos actores públicos y privados, algunos con poder de “veto”. Las redes de actores establecen, así, un puente entre las jerarquías administrativas, los actores sociales y la lógica del mercado. En este sentido, se reconoce que el Estado no sabe todo, ni es capaz de saberlo todo, y no debe imponerse en la sociedad mediante un proceso de implementación vertical de tipo comando-control autoritario. Por esta razón, se produce un proceso de reconocimiento de necesidad mutua de los actores: la gobernanza.

De manera general, se puede decir que con esta nueva manera de actuar, los costos de formulación resultaron ser más altos (concertación, participación, costos de decisión, tiempo —los mal vistos costos de transacción del neoinstitucionalismo económico—). No obstante, con ello se facilitó la implementación, ya que la participación de las redes en la elaboración y, eventualmente, la implementación de determinada política permitió que esta tuviera una mayor legitimidad y aceptación (reducción de la separación entre formuladores e implementadores).

Sin embargo, los éxitos de un proceso de política basado en redes no son determinables a priori, ya que se trata de una cuestión empírica. El enfoque de redes ofrece principalmente una serie de herramientas para describir y explicar los procesos de políticas públicas, tanto en las etapas clásicas (modelo secuencial) como en un proceso continuo. Permite también el desarrollo de estrategias analíticas comparativas para explicar las diferencias entre políticas, por las variaciones existentes en la conformación y dinámica de las redes en cada caso. Si el análisis de redes se ha considerado principalmente hasta aquí como una estrategia de análisis, es de señalar también la posibilidad de utilizar este enfoque desde una perspectiva normativa, es decir, como un modelo para la acción o la intervención pública (Kenis et al., 1991, pp. 44-48; Zornoza, en este libro).

El concepto de red puede entenderse como un término genérico para señalar una configuración para la cooperación entre actores interesados en un mismo tema. Rhodes (citado en Faure y Pollet, 1995, p. 112) ha propuesto una tipología con base en un continuum en el cual se ubica, de un lado, los issue networks, como redes cercanas a la teoría pluralista, de competición abierta, en donde las organizaciones participantes quedan autónomas; y, del otro lado, las policy communities, las comunidades de política, que se caracterizan por establecer y mantener fuertes vínculos entre ellas hasta acercarse casi a la lógica corporativista (véase Roth Deubel, 2002, pp. 34-35).

En forma de conclusión, como lo señala Zurbriggen (2004), se puede decir que la perspectiva de redes ha contribuido a la elaboración de un enfoque “que trasciende la distinción tradicional entre agente y estructura […], [entre] las visiones socio-céntricas y estado-céntricas”, gracias a un “concepto flexible diseñado para capturar el complejo juego entre actor e institución en el proceso de elaboración de políticas sectoriales” (p. 183).

El enfoque advocacy coalition (AC) y el cambio de política

El origen del enfoque AC, representante emblemático de la perspectiva de análisis “mixta”, remonta, según Sabatier (1999, pp. 117-120), su propio autor, a los años 1981-1982. En ese momento, con la intención de proponer una alternativa al enfoque secuencial entonces dominante, Sabatier buscaba, por un lado, sintetizar los mejores dispositivos aportados por los enfoques top down y bottom up, en el estudio de la implementación, y, por el otro, integrar de manera más satisfactoria el papel de las informaciones técnicas en los procesos de política. De esta manera, el autor se proponía construir un marco de análisis para explicar el cambio de política. Estas labores culminaron en 1993 con la publicación, en colaboración con Jenkins-Smith, de un libro que incluyó unos estudios empíricos basados en dicho modelo de las AC (véase Rubio y Rosero en este libro).

Este modelo se basa en cinco premisas. Primero, las teorías sobre proceso o cambio de política deben ser capaces de tener en cuenta de mejor forma la información relativa a los problemas. Segundo, es necesario ver los procesos de política en una perspectiva temporal de larga duración (unos diez años o más). Tercero, la unidad de análisis no puede limitarse a la estructura gubernamental, sino que además debería develar la existencia de un “subsistema de política”. Este subsistema, como parte del sistema político, está compuesto por una variedad de actores, públicos y privados, que están activamente implicados o interesados en un problema de política o en una controversia. Cuarto, dentro del subsistema, es preciso incluir no solo a los actores, sino también a periodistas, investigadores y analistas de políticas, por el papel importante que juegan estos en la difusión de ideas, así como a los demás actores de todos los niveles gubernamentales activos en el proceso de formulación e implementación (se integra allí la teoría de las redes). Finalmente, la última premisa consiste en considerar que las políticas públicas incorporan teorías implícitas sobre la manera de alcanzar sus objetivos. Estas teorías pueden ser entendidas como sistemas de creencias, que incluyen valores prioritarios, percepciones de relaciones causales y la importancia del problema, y apreciaciones en cuanto a la eficacia de los instrumentos de política utilizados, que son incorporados por los miembros de coaliciones de actores “militantes” o coaliciones de “causa” (las AC). La posibilidad de introducir tanto elementos subjetivos, por ejemplo, las creencias y los valores, como elementos más objetivos relativos al contexto y a los intereses de los actores en un único esquema-guía ofrece, así, la posibilidad de seguir a través del tiempo la influencia sobre la política pública de varios elementos: actores, contexto, ideas, información, cambios tecnológicos.

En estos subsistemas de política, los actores se estructuran en comunidades de política22 (por lo general, entre una y cuatro), cada una basada en un sistema de creencias específico (similar a un paradigma), que compiten entre ellas para influir sobre las decisiones públicas usando de manera instrumental los recursos que les procure el entorno del subsistema. Ese entorno influye sobre el subsistema y sus actores, y actúa como un proveedor de coerciones, limitaciones y recursos. A su vez, el entorno está compuesto por factores estables, como las reglas constitucionales, las condiciones socioculturales o naturales, y otros más dinámicos, como las condiciones socioeconómicas, la opinión pública, la mayoría parlamentaria o de gobierno.

Un aspecto importante de este modelo tiene que ver con la distinción que propone entre cambios fundamentales y cambios secundarios en la política. Los primeros son asimilados a un cambio de comunidad de política dominante en el subsistema. Se asemeja, haciendo una analogía con la epistemología kuhniana, a un cambio de paradigma en la política. Estos cambios fundamentales son relativamente poco frecuentes23. Puesto que, en efecto, la mayoría de los cambios ocurren, no en el núcleo mismo de la política (policy core), sino en un nivel periférico, en los aspectos “secundarios” de la política24, es decir, en reglamentaciones y cambios institucionales que no cuestionan el núcleo o fundamento de la política (policy core) ni el núcleo de las creencias (deep core) de la comunidad dominante acerca de la política en cuestión.

Posteriormente (Sabatier, 1999, pp. 147-148; 2007), los autores aportaron correctivos a su modelo inicial atribuyendo más importancia a los cambios en la opinión pública, como un factor dinámico, y tomando en consideración el grado de consenso necesario (variable según los países) para realizar un cambio profundo de política. En conclusión, para el enfoque de las AC los cambios de política ocurren debido a dos causas: una de orden cognitiva y otra de orden más objetiva. De una parte, porque existen cambios en los valores fundamentales de los miembros de las coaliciones de actores y, por otra, porque son consecuencia de perturbaciones externas a la política (Sabatier, 1999, p. 151). Para este autor, estas últimas generalmente son un elemento desencadenador en un proceso de cambio de política.

Desde entonces, el problema de la explicación del cambio de política ha tomado una gran importancia en la investigación en política pública. Al lado del marco de las AC propuesto por Sabatier, otros dos marcos de análisis dominan el debate en este campo particular: el enfoque de la teoría del equilibrio puntuado, propuesto por Baumgartner y Jones (1993)25, y el enfoque de las múltiples corrientes de Kingdon (1984)26.

El marco de análisis por el referencial (enfoque de la escuela francesa)27

Otra perspectiva, cercana a la anterior, es la propuesta desarrollada por el francés Pierre Muller (véase el capítulo de Jolly en este libro). Al entender las políticas públicas como configuraciones de actores, Muller (2006, pp. 67 y ss.) enfatiza tres puntos: 1) el problema de la racionalidad de los actores, 2) el papel de la administración pública y 3) las redes de actores. Sobre el primer punto, Muller señala la incertidumbre y la complejidad de los procesos de decisión, basándose en autores clásicos como H. Simon, C. Lindblom o Cohen, March y Olson.

En el segundo punto, Muller se fundamenta en lo que llama, para el caso francés, el medio decisional central. Este medio está configurado por cuatro círculos de decisión. Por el primer círculo transitan todas las decisiones (por ejemplo, el primer ministro, el ministro de hacienda, el presidente). El segundo círculo está compuesto por las administraciones sectoriales (ministerios) que intervienen en un campo específico. El tercer círculo está conformado por los socios externos del Estado, como los gremios, las grandes empresas privadas, las asociaciones, las organizaciones no gubernamentales (ONG), entre otros (véase Muller, 2006, p. 74). Por último, el cuarto círculo integra los órganos políticos como el Congreso, la rama judicial (Corte Constitucional o la Corte Suprema de Justicia en Colombia). Justamente, en el “marco de negociaciones interministeriales”, los diferentes puntos de vista se expresan y pesan sobre la decisión, la cual aparece como un proceso de elaboración, por “poda sucesiva”, de un “consenso mínimo entre los protagonistas” (Muller, 2006, pp. 75-76).

Finalmente, el tercer punto, se centra en mostrar cómo las redes de actores se constituyen en “redes de políticas públicas”. Es decir, se trata de “identificar los actores susceptibles de actuar en la interfaz entre las diferentes redes”, en la medida en que serán estos los que ejerzan “la función estratégica de integración de las diferentes dimensiones de la decisión” (policy brokers, mediadores, empresarios políticos). Estas redes de políticas públicas, que se expresan en foros o comunidades de políticas públicas, son el lugar de la “producción de la significación de las políticas públicas” (Muller, 2006, p. 76). Con esto, Muller busca integrar el carácter irreducible de la dimensión global que obra en la formación de las políticas públicas. Para lo cual es necesario integrar el papel de las ideas. Según Muller (2006), las políticas públicas no son solamente un proceso de decisión, sino el “lugar donde una sociedad dada construye su relación con el mundo” (p. 95). Una política pública es entonces también la construcción de una “imagen de la realidad sobre la cual se quiere intervenir” (p. 95). Es el referencial de la política pública. Este articula cuatro niveles de percepción del mundo (valores, normas, algoritmos e imágenes) y se descompone en tres elementos: el referencial global, el referencial sectorial y los operadores de transacción llamados la relación global-sectorial (RGS) (p. 100). El referencial global es “una representación general alrededor de la cual van a ordenarse y jerarquizarse las diferentes representaciones sectoriales” (p. 100); el referencial sectorial “es una representación del sector, de la disciplina o de la profesión” y los operadores de transacción “corresponden a los algoritmos”. Para Muller, estos referenciales constituidos por “ideas, creencias y visiones del mundo tienen un estatuto equivalente al de los recursos monetarios u organizacionales” (p. 106), es decir, son ideas en acción (p. 107). En la acción política surgen “mediadores”, como agentes de cambio que buscan afirmar su hegemonía y liderazgo en un sector, que establecen el puente o realizan los ajustes entre el referencial global y el sectorial. Este proceso de ajustes y desajustes entre referenciales constituye entonces una dinámica continua de cambio en las políticas públicas28.

Los enfoques interpretativistas

Con los marcos de análisis de las AC (Sabatier, 1993) y de los referenciales (Jobert, Muller, 1987; Muller, 1996) se ha introducido aspectos cognitivos para explicar las políticas públicas. Así, desde los años ochenta, con el giro neoliberal, estos autores y otros, insatisfechos con las explicaciones ofrecidas por las estrategias analíticas “racionales”, buscaron entender el papel de las ideas en estos procesos29. Al respecto, las investigaciones realizadas por Jobert y Muller (1987), Haas (1990), Sabatier y Jenkins-Smith (1993) y Hall (1993) fueron claves para demostrar el impacto de las ideas en los cambios de políticas y para desarrollar y comprobar nuevos marcos de análisis. Sin embargo, para unos analistas, la lógica de los intereses objetivos de los actores individuales y colectivos, esto es, la perspectiva utilitarista, privilegiada en la mayoría de los análisis tradicionales e incluso “reforzada” o sofisticada con la perspectiva neoinstitucionalista (las AC o el referencial), no era suficiente para explicar las políticas públicas y sus cambios. Estos analistas consideraron que aquellas perspectivas seguían apostándole de todas maneras al paradigma de una ciencia globalmente neopositivista, empiricista, es decir, que solo es capaz de encontrar explicaciones científicas basadas en evidencias, aunque estas estuvieran enriquecidas por elementos cognitivos.

A partir de allí, un tercer grupo de analistas (Roe, 1994; Yanow, 2000; Fisher, 2003), muy crítico de la perspectiva objetivista y empiricista tradicional, se fundamenta en los postulados del construccionismo o de la teoría crítica para poner enfatizar los factores cognitivos, discursivos, argumentativos, retóricos y narrativos en sus análisis. De esta forma, asumen una postura epistemológica posempiricista que, por un lado, minimiza la importancia de los tradicionales factores objetivos e institucionales y que, por el otro, resulta ser muy crítica con las pretensiones generalizadoras basadas en el empirismo. Esta perspectiva implica también, en términos epistemológicos, un diálogo con tesis relativistas30, o basada en el anarquismo metodológico (véase Roth Deubel, 2007c).

Esta tendencia del análisis político ha logrado, sin embargo, un cierto impacto en la medida en que ha puesto en evidencia el efecto de las estrategias discursivas y de las representaciones (creencias, símbolos, metáforas) sobre el comportamiento político y la toma de decisión. De hecho, se está redescubriendo, tal como hemos señalado, la importancia de la retórica, la argumentación, la narrativa y el storytelling en la actividad política en general (Salmon, 2007) y, por lo tanto, también en las políticas públicas31. Esta postura se acerca más a la de Aristóteles y se aleja de la de Platón. En la perspectiva de Aristóteles (2005), la retórica, entendida como teoría de la argumentación persuasiva y no como mero ornamento lingüístico (Perelman, 2002), ocupa un lugar central en la acción y decisión humanas (Roth Deubel, 2007c). Para él, el racionalismo científico es incapaz de dar razón de todo. Si fuera así, en ausencia de evidencias científicas, solo quedarían argumentos que buscan convencer o persuadir al auditorio sobre un curso de acción probable (véase también el capítulo de Cano en este libro). Justamente, ese es el espacio de la política y también de las políticas públicas: las pruebas científicas sobre los méritos de las acciones públicas son, por su complejidad, por lo general escasas, como lo demostró Majone ([1989]1997)32.

Por lo tanto, en el análisis, es imposible dejar a un lado los aspectos retóricos o argumentativos33 —de allí la importancia de la comunicación— que se encuentran en los fundamentos de cada política pública; es más, estos aspectos resultan ser primordiales. Esta corriente pretende así volver a dar importancia a la tercera característica de la propuesta inicial formulada por Lasswell: unas ciencias de la política como una actividad claramente orientada por valores. Sobre esta característica, olvidada o minimizada por la orientación predominantemente empiricista, positivista y tecnocrática de los analistas, esta corriente legitima su “filiación” en la disciplina, al mismo tiempo que critica esta orientación positiva que la ha conllevado, según esa perspectiva de análisis, a un impasse.

Un pionero de esta corriente claramente construccionista es sin lugar a duda Emery Roe (1994). Para este autor, basándose, entre otros, en su experiencia con proyectos de desarrollo en África, las políticas públicas deben ser consideradas como relatos. Otro autor, Hajer (2003, p. 102), las identifica, por su lado, con coaliciones discursivas. Estos conceptos que, tal como los que hemos visto como referenciales y sistemas de creencias, tienen en común que dan “importancia a los valores, a las ideas y a las representaciones en el estudio de las políticas públicas” (Muller, Surel, 1998, p. 48). Se reconoce, de esta manera, la existencia y la importancia de “matrices cognitivas y normativas” que influyen en la determinación y concepción de las políticas públicas. La introducción de estos conceptos se relaciona, además, con la importancia creciente tomada por la epistemología construccionista en las ciencias sociales (Berger y Luckmann, 1975). De esta manera, se insiste en “la importancia de las dinámicas de construcción social de la realidad en la determinación de los marcos y prácticas socialmente legítimos en un momento preciso” (Muller y Surel, 1998, p. 47).

Como exponentes de esta corriente que radicaliza el giro argumentativo o interpretativo, se destacan autores como John Forester (1993) y Franck Fischer (1993; 2003). Apoyándose en propuestas teóricas de Habermas y Foucault, estos autores han desarrollado importantes trabajos en relación con la planeación de políticas y la democracia (véase los textos de Camacho y Cerón y de Herrera en este libro), que recogen las posibilidades de democratización de la formación de las políticas públicas, en particular con lo que tiene que ver con los jurados o foros ciudadanos como mecanismos de participación o deliberación pública. Otro autor, Roe (1994), considera que los relatos usualmente utilizados para describir y analizar las controversias de políticas públicas representan por sí mismos una fuerza que debe ser considerada explícitamente (véase el texto de Arrubla, Ballesteros y Martínez en este libro). De manera que esos relatos de políticas se resisten a cambiar o modificarse, incluso en presencia de datos empíricos o evidencias que los contradicen, ya que continúan subyaciendo y persistiendo en las creencias de los actores y de quienes deciden, particularmente en casos de gran incertidumbre, complejidad y polarización. Para Roe, justamente, en estos casos las evidencias y conocimientos científicos resultan ser escasos, cuando intervienen muchas variables interdependientes o cuando hay una polarización fuerte entre los diferentes actores que participan en una controversia, por lo que es particularmente pertinente realizar un análisis narrativo de las políticas públicas.

Según Roe (1994, pp. 155-156), un análisis narrativo procede en cuatro etapas. Primero se trata de identificar las principales historias o relatos en relación con la controversia de política, cada una con su particular inicio, desarrollo y final, es decir, su guion. Luego, es necesario identificar los relatos alternativos a los que dominan en la controversia, o sea, los contrarrelatos. En la tercera etapa, se trata de comparar estas dos series de relatos con el fin de generar un metarrelato. Finalmente, el analista debe determinar en qué medida este metarrelato permite replantear el problema de la manera más amena, en comparación con lo que le permite hacer las tradicionales herramientas del análisis de las políticas públicas provenientes de la microeconomía, el derecho o la gestión pública. Debido al grado elevado de incertidumbre y complejidad del problema en cuestión, estas herramientas no son capaces de aportar una solución consensual. Metodológicamente, la generación de los relatos se obtiene mediante la realización de entrevistas abiertas y el análisis de los discursos de los actores activos en la controversia de la política pública. En este sentido, el analista ya no se considera como un investigador objetivo y distante, sino como un actor más del debate público.

Como es notorio, esta corriente analítica pone de relieve la importancia de los discursos y las ideas como determinantes o condicionantes de la acción y la decisión públicas. Pero, ¿de dónde provienen las ideas? En la medida en que las ideas y los valores “no flotan libremente” en el espacio (Risse citado en Palier, Surel, 2005), sino que son productos de una situación humana particular, nos parece que podría ser también fructífero introducir la noción de habitus, desarrollada por Pierre Bourdieu, para servir de puente entre el condicionamiento estructural (ideas, instituciones, evidencias científicas) y las actitudes y decisiones de los agentes (interés condicionado). Bourdieu (1997, p. 164) considera precisamente que su concepto de habitus tiene la función de devolver a los agentes un poder a la vez generador y constructor, pero recordando que esta capacidad de construir la realidad social está también socialmente construida por una práctica adquirida en el curso de una experiencia social situada y fechada. Según este autor, la noción de habitus permite descartar, de un lado, el positivismo mecánico de la coacción de las causas externas y, del otro, el finalismo que considera que la acción del agente es un producto autónomo, libre, de un cálculo racional (elección racional). De este modo, el habitus permitiría comprender las prácticas de percepción, de apreciación y de acción de los agentes

fundamentadas en el reconocimiento de los estímulos condicionales y convencionales a los cuales están dispuestos a reaccionar, y de engendrar, sin posición explícita de fines ni tampoco de cálculo racional de los medios, estrategias adaptadas y siempre renovadas, pero en los límites de las coerciones estructurales de las cuales son el producto y que las definen. (Bourdieu, 1997, p. 166)

Es decir, el individuo tendría una suerte de “autonomía limitada” o, mejor aún, “autolimitada”.

Por eso, consideramos que la construcción de un enfoque analítico que retome el concepto de habitus —en su intento de articular los condicionamientos estructurales que pesan sobre los agentes y de tomar en consideración su capacidad creativa, limitada por su experiencia social, asociada con el concepto de campo, como espacio de posicionamiento de los agentes en la estructura social de la política considerada— podría entonces ofrecer también nuevas pistas analíticas en un campo que Bourdieu solamente analizó de manera marginal (Bourdieu y Christin, 1990). Para el analista, este podría ser un “plan seguro”, es decir, uno de esos caminos intermedios entre el determinismo y el relativismo absolutos buscados por Majone ([1989]1997, p. 80).

Para concluir: hacia el análisis y la construcción deliberativos de las políticas

El recorrido por esta peculiar disciplina muestra la búsqueda de una renovación y una diversificación profundas de las perspectivas de análisis. Si tradicionalmente, desde una perspectiva top-down, se consideraba que la política pública era un producto de la actividad política (politics), actualmente existen muestras claras de que también la policy determina la politics, y no solo al revés. Debido a la pérdida de centralidad de los partidos políticos y al debilitamiento de la democracia representativa, el escenario decisivo de la política parece haberse desplazado hacia las políticas públicas y, en particular, a la valoración de sus resultados y efectos, puesto que las políticas públicas son la concreción de ideas y valores. Un síntoma de este desplazamiento, de esta pérdida de centralidad del sistema político tradicional y nacional, se evidencia en la intervención creciente de las instancias judiciales, de los tribunales, en el ámbito de las políticas públicas, esto es, la tan mencionada “judicialización de lo político” (Shapiro, Stone, 2002; Commaille, 2010), que se observa también en Colombia (Uprimny Yepes, 2007).

En un contexto de globalización, las políticas públicas nacionales y locales resultan también del desarrollo de las trasferencias internacionales en materia de saber hacer concepciones, ideas y modelos de políticas (policy transfer). Esto es cierto tanto para los gobiernos (en América Latina, las políticas de ajuste estructural de los años ochenta y noventa son un buen ejemplo de estas transferencias en las tecnologías de gobierno) como para las organizaciones sociales y políticas no gubernamentales o las instituciones internacionales como la Organización de Naciones Unidas (por ejemplo, las políticas de derechos humanos) (Delpeuch, 2008). La adopción de modelos de políticas públicas de un país en particular por otros representa, así, una prueba del poder o la influencia de este en la competición internacional para la imposición de valores sociales y políticos (Dezalay y Garth, 2002)34. Pues, en efecto, los valores, las opiniones públicas y las identidades políticas tienden a forjarse también mediante la experiencia práctica vivida de y en la política pública.

La perspectiva posempiricista de análisis abre así nuevas pistas para la intervención política. Mientras que la principal corriente de análisis considera la información ofrecida por los análisis de política pública como útil solo para los decisores políticos —en una perspectiva top-down netamente tecnocrática si no autoritaria—, los aportes realizados por la teoría crítica, el construccionismo y la corriente de análisis interpretativa permiten reintroducir los valores y el debate democráticos en el proceso mismo de las políticas y de la acción pública. Es decir, que este enfoque reafirma el carácter fundamentalmente político, “en valor”, del análisis frente a una ilusoria pretensión de objetivismo científico y apolítico. De esta forma, subraya el valor del debate político, donde se confrontan diferentes puntos de vista, frente a unas ciencias de la política que pretenden quedar separadas de la política y que desembocan, debido al enfoque epistemológico investigativo escogido, en un elitismo y una tecnocracia —en una ingeniería política— que frecuentemente están al servicio de los “poderosos” o de los grupos dominantes.

Ahora bien, el análisis interpretativo señala nuevos horizontes para el desarrollo de modalidades alternativas de gestión pública (véase también Hood, 1998), que promueven un marco de acción más incluyente y democrático, y que reconocen el valor del saber profano, para que todas las partes involucradas en un problema público participen y deliberen en el proceso de formulación y de decisión pública en pie de igualdad (véase Torgerson, 1986). Dicho de otro modo, el análisis deliberativo de política pública abre el camino para construir una democracia participativa y deliberativa como una alternativa a la democracia representativa hoy desgastada y desprestigiada (véase Fischer, 2003; Hajer, 2003), y que tiende a encarnar, además, un modelo de representación social y política y de gestión pública excluyente, elitista y vertical, frecuentemente oligárquico y plutocrático.

En este sentido, el análisis de política, renovado por su perspectiva posempiricista y deliberativa, permite abrir las vías para refundar tanto la disciplina en sí misma como la práctica política y las instituciones de la democracia, reintroduciendo y legitimando en estas la participación y la deliberación de la ciudadanía como un modo de construcción e implementación de las decisiones públicas. Así suele practicarse esta disciplina frecuentemente en espacios locales en América Latina, en particular, como complemento a la representación política. Esta última, como práctica política tradicional, basada en el ritual democrático delegacionista y representativo (elecciones parlamentarias), se ha transformado en un juego político siempre más parecido a un proceso mercantil y publicitario. La deliberación argumentada y el debate político entre ciudadanos han sido desplazados a favor de una democracia de mercado, que actúa como un espectáculo orquestado por medios de comunicación. En este tipo de democracia, bajo la influencia de poderosos grupos de intereses (lobbies), también activos en los medios de comunicación, el ciudadano es sustituido por el consumidor o el espectador. De modo que la actividad política vuelve un entertainment, un divertimiento o entretenimiento mediático.

Hoy el poder emancipador que la investigación científica y la razón moderna han significado desde la Ilustración se ha mermado. La pérdida de autonomía de los científicos frente a los poderes religiosos, políticos y económicos, así como ante las burocracias del Estado, está propiciando una ciencia globalmente al servicio de los intereses dominantes (Bourdieu, 2001, pp. 5-8). Actualmente, que gran parte de la investigación científica haya perdido su autonomía se debe a una dependencia financiera condicionada por intereses empresariales y burocráticos (políticas de integración universidad-empresa, desarrollo de la investigación privada, políticas públicas de ciencia y tecnología orientadas a sectores productivos y a problemas específicos, los dogmas de la “pertinencia”, de la utilidad inmediata, etc.). Una clara muestra de la instrumentalización creciente de la actividad de investigación científica por intereses burocráticos, políticos y económicos se observa, por ejemplo, en el desarrollo de la evaluación de política. Esta práctica profesional de investigación social, estandarizada por la difusión internacional de modelos y metodologías, promovida y financiada por organismos internacionales y oficinas gubernamentales, con su reclutamiento de científicos sociales a cambio de remuneraciones y reconocimientos simbólicos, se muta de facto frecuentemente en una estrategia de legitimación de las políticas públicas de los gobiernos de turno (véase Roth Deubel, 2009) mediante el uso retórico de un lenguaje científico.

Al contrario, el desarrollo de un análisis de política deliberativo o participativo debería facilitar, desde una postura crítica y radical, la escritura de una nueva página al servicio de procesos emancipatorios, tanto para la ciudadanía como para la misma disciplina, que por demasiado tiempo ha estado ligada a los intereses establecidos y a los poderes y saberes del Estado (Dryzek, 1993; Fischer, 1993). El reto es, como ya lo señalábamos en 2002 (Roth Deubel, 2002, p. 218), avanzar hacia la construcción de una sociedad posestatal, es decir, de una organización de la sociedad que supere la visión de una institución tutelar, top-down, que nos domina, supuestamente, por nuestro bien35. Para ello, es preciso promover la experimentación de modelos institucionales de democracia participativa y deliberativa, así como de democracia directa, en los que las instituciones públicas, el “Estado”, asumen más bien el rol de proveedoras de medios y recursos, y de organizadoras de una deliberación en condiciones de igualdad entre las partes involucradas en la formación de las políticas, y no de actores políticos que buscan imponer un punto de vista. Se trata, entonces, de generalizar y profundizar las experiencias de acción pública ya existentes, mediante las cuales se favorecen mecanismos participativos y deliberativos entre ciudadanos y expertos y ciudadanos, como los foros ciudadanos, los presupuestos participativos, etc. (véase Fischer, 1993; Torgerson, 1986), que permitan democratizar el trabajo de las instituciones administrativas y gubernamentales.

Finalmente, cabe resaltar la poca contribución latinoamericana al desarrollo de marcos y teorías para el análisis de la acción pública, a pesar de la existencia de un gran número de experiencias participativas en la formación de la acción pública estos últimos años (Roth Deubel, 2008b). Consideramos, en particular, que ya es tiempo de que la academia latinoamericana participe en el debate relativo al lugar y la tarea del análisis y la evaluación de las políticas públicas en la sociedad, aportando desde su contexto cultural, social y político específico elementos que generen, de un lado, un fructífero diálogo entre tradiciones académicas diferentes; y, de otro, de manera fundamental, un fortalecimiento de la cultura y las prácticas democráticas deliberativas en la acción pública de la región, como contribución a las importantes experiencias políticas innovadoras que se viven en varios países latinoamericanos. En este sentido, tenemos la convicción y la esperanza de que el análisis de políticas públicas debe retomar un camino que lo comprometa radicalmente como una herramienta para la formación y participación ciudadanas y populares, la emancipación, la transformación y el progreso sociales basados en valores y prácticas democráticos. Como decía el mismo Lasswell: una disciplina orientada por los valores democráticos y el respeto a la dignidad humana.

Enfoques para el análisis de políticas públicas

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