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Estados del amor

Ulises Gonzales

Tiempos violentos, me decían. El virus del mal, me decían. Y la ciudad se fue acostumbrando a vivir con nosotros. Uno más en estos giros de la guerra.

Llegar a Nueva York tiene más sentido que llegar a Minneapolis. Cruzar el Puente de Brooklyn tiene hoy por hoy más peso que cruzar el Puente de Londres vendiendo baratijas, o el de Lima, sobre el río sin agua. Y, sin embargo, en este año en que escuchamos, por fin, el canto de las sirenas, todos esos puentes se llenaron de vacío y de vida, sin cruces de cuerpos.

En el alfabeto tenemos una eñe que nos acompaña y nos llena de coña. Intraducible, nos dice el aliento del que no sabe expresarse en esperanto. Falta la letra, dice. También falta el fonema, el diptongo, la diéresis. En estos tiempos, digamos, importa mucho menos el idioma: el castellano, el inglés. Y, sin embargo, cuando se empezó a propagar la noticia, ambas lenguas encontraron la casa, dejaron la arena, las calles, las plazas. Cuarentena se empezó a trasladar a otros lugares donde no importaba tanto en qué moneda se identificara tu lengua. Es una trampa decirte que en inglés vas a salvar tu cuerpo. El cuerpo, amiga mía, ya no se salva.

Enredados todos. Así estábamos. El pesimismo, la alegría y la rabia nos exigían tocarnos. Se amaba con los dedos, con todo el tacto, con el gusto, con la garganta. Amor era una posición que exigía contacto y transparencia. O tocarnos y mentirnos. Era un juego de baile con dos cuerpos entrelazados. Sin tu body no hay love. Sin tu amor no te muestro mi cuerpo. En ese juego nos encontrábamos a veces muy sabios, otras tantas veces seguro ignorantes, torpes, locos de remate. El amor es una tómbola, dijo una mente brillante. El amor es ciego, dijo el que lo veía todo y se complacía en señalar el atajo y las cenizas.

No podemos juntarnos, dijeron, y no podrán juntarnos. No podemos amarnos, dijeron, y no podemos mirarnos sino a distancia. Y nuestros dedos guardaron seis pies y nuestros pies fueron prudentes y las noticias no bastaron para hacernos saber que morir solos es la peor de las despedidas. Cruzamos el planeta otra vez para encerrarnos en un cuarto y respirar muy hondo.

En esta ciudad también se amontonaron los cuerpos sin amor.

Aire. Se habla tanto del aire. George Floyd pide aire. Y el doctor te pedía que te lavaras las manos y respiraras hasta diez. Que te llenaran de humo caliente los pulmones. Que miraras si el oxígeno te bastaba para otro día más, otro sufrimiento más en esta viña de hospitales con capacidad completa y pocos ventiladores. Aire: para que no te pongan la rodilla encima. Una máscara: para que te proteja del codo que se te mete en el ojo, del arma que dispara si no enseñas los dedos, si no demuestras otra vez que no has perdido la calma.

Los pasos de Atila que se abren paso en medio de la tarde para enseñar la Biblia y llenarnos de odio. Un líder con el mal del desamor y la ignorancia. Las cifras que no mienten, excepto cuando lo hacen con las cámaras encendidas y los hombres de prensa llenos de pudor, guardando la distancia, con la música de Mozart, tal vez en el oído, para que no escuchen la desesperada mentira: no sabemos nada, no nos importa tampoco. La herida está abierta y no sabemos cerrarla. Habrá gente que se muera y gente que sobreviva. Estamos abriendo negocios no salvando vidas. El negocio no está en la vida sino en la cura, pero no hay cura y tampoco nos importa tanto. Vuelva el río de dinero a esta ciudad y su color nos hará grandes. Grandes a los que somos menos que nada y no nos llama la inspiración. Qué difícil hablar de amor en medio del desastre.

Así y todo se intenta. Porque de la conspiración de cuerpos es que regresa la constancia y del deseo viene la verdad, que vendrá otra vez. En ese estado de amor no habrá motivos para no quererte o desearte algo distinto que un manojo de llaves, una liana que se cuelgue, ventana abajo, y te deje escapar. Las cortes han dicho que tenemos que amarnos. Los jueces han dicho que el amor es más fuerte y que no hay sitio en este cuarto para menos de cuatro cuerpos amándose.

En fin, que la orgía continúe sin ellos. Que nuestro tiempo en la Tierra sea provechoso. Que Los Bárbaros nos enseñen otra vez el camino con sus cuerpos olorosos y dulces y sus manos llenas de tinta, con sus eñes y sus fonemas que libran vallas, que viajan tanto para no morir en el intento. Que su lectura os haga libres y poderosos, otra vez.

Los Bárbaros 16-17

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