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Planes y

compromisos

Naief Yehya

—Te quiero —le dijo.

Mel sonrió.

—Te quiero —volvió a decir.

Ella siguió sonriendo pero desvió la mirada, como buscando algo en otro lugar.

—Te quiero —volvió a teclear.

Lo miró fijamente, acercó la cara a la cámara, como si fuera a decir algo confidencial, y le dijo:

—Yo también te quiero, primor, pero tus propinas no muestran tanto amor.

Mel siguió leyendo los mensajes de los otros participantes. De pronto dejaba escapar risitas de estudiada picardía. Hacía caras de sorpresa. Abriendo a veces los ojos como si estuviera ante algo inesperado. Pero no había nada inesperado. Los comentarios eran los mismos lugares comunes de siempre, las mismas expresiones de excitación, las mismas exigencias de mostrar más, de tocarse, jugar, lamerse o asumir posiciones exóticas. Las campanitas anunciaban las propinas y ella sonreía y agradecía a sus generosos admiradores. Amenazaba con quitarse el corsé, se sacaba una media y se acariciaba las piernas delicada y lentamente. Coqueteaba contando historias zonzas, ponía boca de pato y luego se ponía de pie, daba saltos, bailaba y así, hasta que daba las gracias y terminaba el show, prometiendo volver mañana.

Él le mandó varios mensajes personales directos, pero no tuvo respuesta. No tenía nada muy importante que decir y a la vez tenía que comunicarse con ella pasara lo que pasara. Por eso seguía insistiendo, neciamente, con un ansiedad compulsiva, sabiendo que no respondería. Logró controlarse porque entendía que de continuar lo bloquearía y de ahí no había retorno. Si lo señalaban como acosador quedaría bloqueado y ese era un limbo en el que no podía imaginarse vivir. Se había acostumbrado a verla a diario, desde que comenzaba su cam show hasta que terminaba. Antes, cuando no era tan famosa, le contestaba sus mensajes personales, incluso hablaron por teléfono en algunas ocasiones y tuvieron un par de videochats privados cortos pero muy satisfactorios. No había aceptado un encuentro en persona, pero sabía que eso era demasiado pedir, implicaba una intimidad extraordinaria, ni siquiera él mismo estaba listo para un compromiso semejante.

En cambio habían hablado de cosas realmente íntimas, de sus finanzas. Él le había dicho que trabajaba en el mercado de valores. Ella tal vez le había creído e incluso le había pedido consejos al respecto de cómo administrar su dinero, en qué invertir, estrategias para ahorrar y qué hacer en caso de que sus ingresos no crecieran como esperaba después de haber gastado en luces, parafernalia y decoraciones para su set. Él había inventado respuestas que parecían convincentes, quizá incluso sonaban profesionales. Además le mintió acerca de la posibilidad de invitarla a que invirtiera en un fondo de acciones de alto rendimiento. Ella le dijo que lo pensaría. Toda camgirl que se respete sabe que no es una buena idea hacer negocio con sus fans. También lo sabía él. Eran cosas que se decían sin consecuencias ni compromisos. Planes para una vida feliz apuntalados en propinas, stripteases y orgasmos solitarios. Planes que se hacen para no ser cumplidos nunca.

Pero él necesitaba escucharla, sentía que le estaba subiendo la presión y sentía una punzada familiar en la frente. Marcó una vez más, repitiéndose, “es la última vez, es la última vez”. Sonaba, sonaba. Y de pronto:

—¿Qué quieres? —dijo Mel, cortante, con una voz estruendosa pero sensualmente reconocible.

Él se quedó mudo, no tenía contemplada la posibilidad de que ella respondiera.

—¿Por qué sigues insistiendo? ¿Qué más quieres de mi? Yo te doy todo lo que puedo. Y nada te satisface. ¿Qué queda? ¿Qué falta? Dime.

Él seguía en silencio. La frente y las manos empapadas. Se sentó en el excusado.

—Te necesito —dijo al fin.

—¿Cómo me necesitas? ¿Para qué me necesitas?

—Quiero estar contigo —dijo repitiendo otro de esos planes sin consecuencias.

—¿Y para qué?

—Te quiero.

—Eso ya me lo dijiste.

No tenía nada más que ofrecer.

—¿Tienes familia? ¿Esposa, hijos? ¿Perro?

—No.

—¿Quieres estar conmigo? Ven a buscarme ahora.

—¿Adónde?

—Estoy en Long Island, en Riverhead. ¿Tienes coche? ¿Puedes venir?

—Sí, sí puedo —dijo mientras miraba cómo le temblaba la mano.

—Ven ahora. Te texteo la dirección —colgó.

Salió del baño, donde llevaba encerrado cerca de una hora. Su esposa lo miró y preguntó:

—¿Todo está bien? Parece que viste un fantasma o una hemorroide más grande que tu mano.

—Bien, todo. Pero tengo que salir.

—Prometiste ayudarles a los niños con la tarea. ¿Adónde vas a ir?

—Tony, de la oficina, está... muerto.

—¿Cómo? ¿Qué le pasó?

—No sé, tengo que ir a ver… Me llamaron para que fuera a verlo.

—Voy contigo. Tengo que llamar a Miranda. Pero qué horror —dijo cubriéndose los ojos.

—No, sobre todo no llames a su esposa ni a nadie. No digas nada.

—Pero ¿qué pasa?

—No estoy seguro, tengo irme ya.

Casi corrió a la habitación. Se puso su viejo traje negro. Los niños le gritaban que estaban esperándolo. No respondió. Se puso la única corbata negra que tenía y caminó hacia la puerta. El terrier, Rolf, lo miró con desgano y siguió durmiendo.

—¿Me vas a explicar lo que está pasando? —preguntó su esposa visiblemente alterada y con los ojos hinchados.

—No te preocupes, te explicaré todo a mi regreso. No llames a nadie. Yo te llamo.

—¿Qué es todo este misterio?

Salió sin decir nada más. Sudaba. Buscó en Google Maps la dirección que Mel le había enviado. Desde su casa en Brooklyn tardaría una hora y cuarto en llegar. Tiempo suficiente para organizar sus ideas y para prepararse por si era una trampa. Tal vez llegaría y no habría nadie. Quizá era menor de edad y lo esperaría rodeada de agentes de policía. No creía que Mel tuviera menos de 18 años, pero ¿cómo saberlo? Podría ser una trampa para secuestrarlo y robarle todo lo que tenía. Había presumido ser ejecutivo de una importante firma de finanzas. Le podía confesar que trabajaba en el departamento de personal de una cadena de farmacias. No tenía nada de qué avergonzarse. Era un trabajo digno e importante. También le debía decir de su esposa e hijos. Pensó llamar a Tony. Una llamadita rápida. Sólo para ponerlo al corriente de su muerte. No lo hizo. El tráfico en la carretera estaba más pesado de lo que esperaba. Lo suyo no era infidelidad, por lo menos no hasta ese momento. Mirar a una chica guapa contonearse con poca ropa en un monitor, pedirle que haga cosas y recompensarla con propinas en Bitcoin no era engañar a su esposa. Tener conversaciones privadas de audio y video con ella tampoco podía contar como una traición.

La voz femenina de Google Maps le anunció que había llegado a su destino. Un restaurant decrépito que se encontraba medio vacío. Tardó un momento en atreverse a abrir la puerta y bajar del auto. No sabía qué diría, ni qué es lo que estaba haciendo ahí. Al entrar al establecimiento el olor a frituras y café tibio le provocó escalofríos. Su esposa le tenía repugnancia a los diners grasosos como este. La mesera le dijo que se sentara donde quisiera. Escogió una mesa cerca de la entrada y se sentó mirando a la puerta. Pidió un café, que previsiblemente necesitaba más azúcar de la que podía disolver para borrar su pésimo sabor. Miraba su reloj cada dos o tres minutos. Trató de leer algún artículo en su teléfono, pero estaba demasiado distraído. Revisó una vez más las cuentas de Instagram y de Twitter de Mel, esperando ansiosamente que posteara algo, cualquier cosa. Estaba confundido y ligeramente mareado. Su esposa le marcó una vez. No contestó y le quitó el sonido al teléfono. Apoyó la cabeza en la mesa y se quedó dormido por un momento. Despertó asustado. Fue al baño y se lavó la cara. Pensó que al volver, Mel estaría ahí. No fue así. El tiempo seguía pasando. Trató de llamar a Mel una vez más. No respondió.

Dos horas y un litro de café más tarde decidió darse por vencido. Marcó una vez más y escuchó un teléfono sonando, levantó la mirada y en la puerta estaba una chica desaliñada, sin maquillaje, con un vestido de verano arrugado, una chaqueta de cuero y un teléfono que sonaba en la mano. Se miraron, ella rechazó la llamada y sin decir nada se sentó frente a él. Lo sorprendió su apariencia, pero más aún que llevaba el pelo despeinado y negro. ¿Dónde había quedado su cabellera pleateada? Permanecieron en silencio un momento como digiriendo el impacto de estar en carne hueso frente a frente. La mesera se acercó. Mel pidió un té y una tarta de cereza.

—Es lo mejor que tienen aquí —dijo mientras acomodaba en la banca una mochila y varias bolsas que venía cargando.

—Debí pedir eso.

—Tampoco es nada extraordinario.

—Viniste —dijo él.

—Tu también.

Volvieron a quedar en silencio. Ella miraba su teléfono con pesar.

—¿Y todo esto? —preguntó él, señalando sus cosas.

—Nada.

Otro largo silencio. Él también fingió mirar su teléfono, como si buscara algo, hizo como si estuviera enviando un mensaje. Ella dejó el teléfono sobre la mesa. Bebió un trago de té y comió un bocado de su tarta.

—Me dijiste que me quieres. Ahora lo puedes demostrar.

—Vine hasta acá lo más pronto posible.

—Llévame a tu casa en Manhattan.

—¿Cuándo?

—¿Cómo cuándo? Ahora mismo.

—¿Por qué?

—Tu y yo nos conocemos ya hace mucho. ¿Qué será, ya más de un mes, no? No te voy a contar idioteces ni a mentir.

—Sí, casi cuatro semanas desde que comencé a ver tu cam show.

—¿Ves? Por eso te tengo confianza y te quiero proponer que nos volvamos socios. ¿Tú crees que me pondría en peligro exponiéndome con cualquiera? No estoy loca.

—¿Socios?

—Sí, mi show está creciendo, pero con más capital y logística puede llegar a estar en el top ten en unas cuantas semanas.

—¿Y yo qué haría?

—Primero quiero que seas socio financiero y si las cosas salen bien entre nosotros quizá podamos dar un paso a hacer shows de pareja. Tengo lo que hace falta para llegar ahí, sólo necesito una ayudadita.

—¿Yo en uno de tus shows? —fue lo que atinó en decir.

—¿Por qué no? —preguntó con la boca llena de tarta—. Pero, por ahora, necesito un lugar donde quedarme. Me echaron de mi departamento. Un estúpido malentendido.

—¿Qué pasó?

—Aparentemente el contrato prohibía explícitamente hacer show sexuales en vivo.

—No lo puedo creer.

—Yo tampoco. Entonces, ¿me llevas a tu casa en Manhattan? Puedo montar un estudio temporal en cualquier habitación. Tengo que preparar mi próximo show —dijo mirando la hora en su teléfono.

—Es que, no vivo en Manhattan.

—Tú me dijiste.

—No era del todo cierto lo que dije. Vivo en Brooklyn.

—Brooklyn, está bien. Me puedo adaptar —se terminó la tarta y dio el último trago a su té. Pidió la cuenta y le preguntó—: ¿Nos vamos?

—Pero acabo de llegar —dijo, porque no se le ocurrió otra cosa.

—¿Y qué quieres hacer aquí?

—No sé. Estar contigo.

—No seas asqueroso. ¿A qué te refieres?

—Nada malo, sólo estar contigo.

—No te preocupes, vamos a estar juntos más de lo que te imaginas. ¿Dónde está tu coche?

Señaló la calle.

—Paga y vámonos —dijo, y se puso de pie.

Pagó la cuenta con efectivo, pensando ingenuamente no dejar rastro. Caminaron al auto. Él sudaba y las manos le temblaban visiblemente. Abrió las puertas. Ella aventó sus paquetes y mochila en el asiento de atrás. Vio que estaba lleno de cochecitos, bates, pelotas y muchas cosas de plástico multicolor.

—¿Por qué hay juguetes en tu coche?

Se sentó en el asiento de copiloto y abrió la cajuela de guantes.

—Aquí hay lápiz labial y maquillaje. ¿Tú usas esto?

—Creo que tengo que confesarte algo.

—No te preocupes. Ya me imagino lo que vas a decir. Me lo puedes ir contando en el camino a Brooklyn.

Encendió el coche. Trató de decir algo, pero Mel estaba mirando su teléfono y levantó la mano para detenerlo. Arrancó. Recordó algunos de los planes sin compromisos reales que había hecho a lo largo de su vida.

—Tan sólo si alguien en algún momento te pregunta por Tony, puedes decir que lamentas mucho su muerte.

Los Bárbaros 16-17

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