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Cita a ciegas

Yehudit Mam

Forrest

Estaba ilusionada de tener mi primera cita con un hombre después de quince años de no hacerlo. Me había separado de mi marido recientemente. Al caminar por la Séptima Avenida, intuía las miradas de los hombres respondiendo a mi palpable excitación hormonal. Me sentía como una supermodelo en una pasarela. Aun si la cita era un desastre, valía la pena por la pura caminata.

Llegué al Starbucks unos minutos antes de las 8:30. No lo ví. Me formé en la cola para pedir algo. Entonces lo capté con el rabillo del ojo. Estaba parado a medio metro de mí, escrutando los panqués. Yo había oído que hay gente que se asoma por la ventana del lugar convenido y si no les gusta lo que ven, huyen y jamás vuelven a dar la cara. Aunque este fuera el caso, yo no pensaba huir. Íbamos a tener esta cita así se acabara el mundo.

—¿Forrest?

—Hola.

La expresión de su rostro decía: “Sé que estás decepcionada. ¿Todavía quieres platicar conmigo?”

Compré una leche de chocolate. Él pidió un espresso doble. Yo pagué por lo mío y él no se opuso. No pude decidir si esto era galante o grosero.

Yo no me había hecho ilusiones acerca de él. Corrección: en mi fantasía, él sería feo pero carismático y me seduciría con su encanto personal. ¿La realidad? Gordo, sin rasurar, vestido con un traje barato gris y una camisa morada sin corbata. Motas de caspa cubrían sus hombros. Olfateé un tufillo a sudor rancio por debajo del saco desabotonado.

La hembra se muestra en todo su esplendor para seducir al macho. Al macho en este caso no le importa lo suficiente ni como para darse una ducha.

Comentamos cosas personales, que uno tiene menos inconveniente en contarle a extraños que a familiares o amigos. Forrest me contó del colapso nervioso que sufrió en la universidad, y yo le platiqué mi versión del desmoronamiento de mi matrimonio.

Estaba yo tan necesitada de aprecio que consideré perderme dentro de los pliegues pálidos de su torso y aplacar su desesperación por un rato, como la proverbial puta del corazón de oro. Pero no pude con las motas de caspa sobre sus hombros. Eso, y su ausencia total de sentido del humor.

Esta fue mi primera excursión en lo que sería un largo y sinuoso camino de desencantos.

Varios

Al principio me pareció sumamente placentero comer, cenar y desayunar en donde, lo que y a qué horas se me diera la gana. No había más discusiones de si apagar la luz porque era hora de dormir o qué canal ver en la televisión o si hago mucho ruido al prepararme mis licuados por las mañanas. Para evitar enfrentarme a mi nueva realidad de mujer repentinamente sola a los 40 años, pasé horas en Internet revisando fotos de hombres anunciándose como vendedores de autos usados. Por el estado civil que anoté en mi perfil, me respondieron muchos hombres casados. La categoría de “separada” no figuraba en la lista de opciones del sufrimiento humano. La que quedaba era “discreta”, lo cual, aprendí rápidamente, es un eufemismo para “mujer fácil”. Así, recibí las atenciones de un número considerable de hombres “discretos” que sin duda tienen sus medias naranjas y posiblemente hasta pequeños retoñitos en casa.

Uno de ellos expresaba en su perfil su admiración por todo lo relacionado con Satanás. Mencionaba al Anticristo y el número 666, pero lo más aterrador era su foto: un grandulón amorfo, parado sobre el césped marchito de un suburbio en Nueva Jersey.

Un alemán llamado Sonnenschein me envió un mensaje escrito en inglés con ortografía germana. Sonnenschein tenía los pómulos altivos de Marlene Dietrich y la piel encerada de alguien con un cirujano plástico. Podría haber sido hijo de Siegfried y Roy. Llevaba el pelo rubio engominado al estilo de los SS. En resumen, era el sueño mojado de Goebbels.

Recibí un mensaje titulado “Dos chicos y una chica”. Los “chicos” eran dos bomberos oriundos del Bronx, que no chistaron en aclarar que se adoraban como amigos, pero no eran gay. “Yo”, escribió uno, “estoy en forma. Mi amigo podría perder un poco de lonja. Imagínate ser tocada por cuatro manos, besada por dos lenguas”, etc. Adjuntaron una foto de dos italianos con cuerpos de timbal.

“A”, un misterioso caballero de 54 años, escribía elegantemente, parecía estar forrado de lana y era un bon vivant, pero cuando por fin vi su foto, me recordó a Elmer Gruñón con veinte kilos menos. Además, mencionó que le gustaba la pornografía de aficionados. No especificó si como director, actor o espectador.

Recibí también un par de mensajes de guapos artísticos que se desilusionaron al recibir mi fotografía. Por otro lado, en esta etapa cogí con gente con la que de otra manera jamás me hubiera cruzado en la vida. Entre ellos, con un japonés muy serio, guapísimo y absolutamente inútil en la cama, un irlandés con un feroz apetito sexual y una madre pulpo, un chaparrito que solía mascar chicle al hacer el amor, otro irlandés que me rogaba que le mordiera duro los pezones y un adonis de 27 años, cinta negra en Jujitsu, que sospecho era gay.

Michael

En la foto blanco y negro, Michael posaba ante una vista panorámica de alguna ciudad gris de Europa oriental. Era compositor de música para películas. Le mandé una foto. Me contestó. Nos encontramos en un bar un domingo por la noche (las citas por internet nunca son en días sexys como los viernes y sábados). Michael era bajito, pelirrojo y más feo en persona.

Después de una entretenida conversación sobre música y cine, Michael se armó de valor y me besó. Sus palmas sudaban frío, pero me envolví en el placer de sentirme deseada, aunque fuera por un duende.

Caminó conmigo hasta la puerta de mi edificio y me abrazó, quitándose sus anteojos. Vi de cerca su cara puntiaguda y sentí sus ansias temblorosas, pero lo dejé esperar. Una semana más tarde, nos citamos en un restaurante italiano.

—Unos amigos van a ir más tarde a oír música afrocubana. ¿Te interesa? —le pregunté.

—Prefiero ir a tu departamento.

En mi departamento se quitó los zapatos y se explayó como si hubiera vivido allí toda la vida.

Nos acariciamos y nos desvestimos y me cogió duro, con un pene incircunciso que parecía un bastón con una toalla encima. Se sumió en un sueño profundo. Yo sólo dormí un par de horas. No podía creer que había un hombrecito del lado de la cama donde solía estar mi marido. En la mañana hicimos el amor. Se despidió sin comprometerse a una próxima cita. Unos días después, me envió una nota de agradecimiento y habló vagamente de volver a vernos. Tengo la fortuna de contar con una amiga que cumple años en el Día de San Valentín, así que me fui a su fiesta y no lo invité.

Después de la fiesta, nos fuimos a un bar en Chelsea. Me llamó la atención un tipo que bailaba solo. Tenía largos caireles rubios y usaba lentes cuadrados con marcos negros. Al poco tiempo, dejó de bailar y se puso a buscar su abrigo al lado de donde estábamos sentados.

—Te ayudo a buscar tu abrigo —le dije.

No recuerdo cómo sucedió todo tan rápido, pero me arrinconó suavemente contra la pared y me besó.

—Vámonos —me dijo.

—¿Adónde?

—Pues o a tu casa o a la mía.

Después de un breve cálculo mental, irme hasta casa del diablo en Brooklyn me pareció más seguro que llevarlo a mi casa.

Dentro de su departamento, platos encostrados estaban apilados en el fregadero y había pelos de gato encima del sofá arañado. La culpable era una gata blanca con los ojos rojos, a la que no le hice gracia. Las tuberías de la calefacción hacían tremendo escándalo, pero no calentaban. Sin embargo, pronto estábamos desnudos y sudando sobre sábanas viejas. Él tenía un cuerpo sinuoso y una sirena saxofonista tatuada en un brazo. Al culminar, se salió y tiró del condón, regándose sobre mi vientre.

—Jonathan.

—Rebeca.

—Mucho gusto.

La luz del día reveló un caso de acné previamente ignorado en su rostro, así como las diversas imperfecciones de mi anatomía. Pero mi fenómeno favorito, la erección de la mañana, no se hizo esperar. Cuando estaba casada, el sexo por las mañanas, de hecho, el sexo a cualquier hora, era precedido por la negociación, por un deseo más profundo de negarse que de ceder por parte de ambos. Nos enfrascábamos en semejantes tensiones por un millón de resentimientos, unos mezquinos y otros no tanto. La domesticidad es enemiga del erotismo.

Jonathan se tenía que ir a trabajar a un restaurante vegetariano. Yo tenía que reponerme para salir con Michael. Se despidió de mí con la cara esperanzada de un cachorrito asomado por la vitrina de una tienda de mascotas.

Esa noche Michael y yo retozamos en la cama durante horas. Michael me dijo:

—Le he contado a mi vecina todo acerca de ti. Está un poco celosa.

Aun en mi estado descerebrado post-extático, esto me sonó extraño, pero decidí ignorar mi desconcierto. Jonathan llamó unos días después, pero no le hice caso. Michael era mejor prospecto.

Ahora recuerdo detalles de Michael que debieron haber sido señales de alarma, como mencionar a otra mujer en pleno acurruque. Sin embargo, según yo, todo iba genial.

Una noche me invitó al cine. En la oscuridad, no me tocó. Tampoco me abrazó de camino al restaurante, a pesar del frío. Pedimos tapas y dos copas de vino.

—Tuve una semana demencial —dijo.

—Yo también.

—La cosa es que me involucré románticamente con mi vecina.

Sentí como si me hubiera aventado un yunque en las costillas.

—Eso significa que hoy no me puedo quedar a dormir contigo —me dijo.

Yo había hecho la cama y limpiado la casa. Estuve a punto de comprar flores, pero me controlé para no alarmarlo.

—No te tienes que quedar —supliqué.

—No puedo. Mi vecina está loca. Cuando le conté de ti, se dio cuenta de que estaba enamorada de mí. Por eso no te había llamado. Les he estado pidiendo consejo a mis amigos sobre qué hacer; si me quedo contigo o me voy con ella.

—¿Y?

—Unos dicen que tú, otros que Sasha.

—La quiero matar —dije.

—¿Qué?

—Yo creí que tú y yo teníamos potencial.

—Mira, Rebeca, ha sido fantástico haberte conocido. Me la he pasado muy bien. No había hecho el amor con nadie en un año. Me devolviste mi potencia.

Pensé que Michael era un sádico, pero me negué a largarme.

—Están buenísimas las costillitas. ¿Te importa si me como las tuyas? —dijo Michael.

—Adelante —le alcancé mi plato.

—¿En qué piensas? —me preguntó.

—Necesito un cigarro, Michael. Anestesia. Drogas.

—¿Otra copa de vino?

—Sí, por favor.

—¡No seas mala, dame una sonrisita!

—¿¡Una sonrisita!? No sé qué decirte. Aprecio tu honestidad, pero me da en la torre.

—Perdóname. No pensé que lo ibas a tomar así. ¡Si apenas nos conocemos!

Así es, enano cabrón, pensé yo, te dejé entrar a mi casa y a mi cama y a mi cuerpo, pero somos virtualmente desconocidos.

Michael insistió en acompañarme a casa (para recoger una bufanda que había olvidado).

Me cansé del mercadeo por Internet, que puede ser despiadado, y de la obsesión sexual, que es agotadora. Decidí evitar a los hombres e intentar vivir una vida más tranquila. Entonces, el fracaso de mi matrimonio penetró en mi conciencia y me provocó una gran vergüenza. Sentí que había defraudado a mi familia, a los amigos que nos querían como si mi marido y yo fuéramos uno. La sensación de pérdida era comparable a la que se vive por la muerte de un ser amado, sólo que peor. Con la muerte no hay discusión. Se llora, se llena uno de indignación y de dolor, pero la persona no va a regresar jamás y eventualmente uno se resigna a su desaparición, ennobleciéndola en la memoria, se lo merezca o no. En contraste, en el fracaso del matrimonio el dolor es un recurso renovable.

Me desquicié. Amenacé con aventarme por la ventana o encerrarme a comer galones de helado. Mi exmarido me recomendó que no me tirara por la ventana, que no comiera galones de helado, y que fuera al gimnasio.


Alex

Me cansé de llorar. Volví al internet y esta vez conseguí un amante que me duró más de dos cogidas. Trece, para ser exacta. Alex, de 33 años, tenía una novia que se daba por servida copulando una vez cada tres meses. En cambio, él tenía un apetito sexual inagotable. Nos veíamos cada quince días, durante hora y media. Era insensible a mis horarios y mis necesidades. Me llamaba a avisar que estaba abajo de mi casa, y después no volvía a saber de él en tres semanas. Tenía una sonrisa luminosa y un entusiasmo contagioso por el sexo. Aunque parecía agobiado por sus responsabilidades (era profesor universitario, fotógrafo y tenía demasiadas obligaciones filiales), cuando nos veíamos era un amante dulce y generoso. Tenía la gentileza de no salir corriendo. Me enamoré perdidamente de él.

Un buen día, después de no haber tenido noticias suyas durante un par de meses, recibí un mensaje en mi celular. La novia lo había descubierto. Prometió que me llamaría en cuanto se calmaran las cosas. Jamás lo hizo. Me sumí en el más recóndito despecho.

—Eso que tú sientes por Alex no es amor —me informó una amiga—, es una vil infatuación. ¿Cómo vas a estar enamorada de alguien que ni conoces, con el que te acostaste diez veces?

—Trece, para ser exacta.

Intenté llamarle, pero había cambiado de número. Le escribí una carta apasionada. A los dos días, me llamó.

—Me imagino que recibiste mi carta.

—Sí. ¿Ya cenaste?

—No.

—¿Quieres cenar?

—Sí.

Nunca habíamos cenado.

—Escoge un lugar discreto cerca de tu casa.

—Dame una hora.

La hora era para bañarme y ponerme mis calzones de encaje negro.

Había bajado de peso. Le habían salido canas en las patillas. Nos abrazamos torpemente. Me parecía rarísimo que nos viéramos en un lugar público, como una pareja en una cita normal. Yo le conté mis más recientes peripecias cibernéticas y él me contó que la novia había husmeado en su computadora y descubierto que no tenía una amante, sino doce.

—Claro. Tú siempre tan ocupado. ¿Y cómo reaccionó tu novia?

—Está fúrica. Quiere hacer un video y entrevistarlas a todas.

Estoy segura de que acabaríamos todas grandes amigas, clavándole alfileres a su efigie de trapo.

Alex había cortado con la novia, pero le había prometido que se iba a reformar porque todavía la amaba. Sin embargo, me confesó que recientemente se había acostado con una de sus alumnas de la universidad. Ahora estaba abrazándome enfrente de mi casa.

—No nos tenemos que acostar. Podemos seguir hablando.

A los cinco minutos nos estábamos quitando la ropa.

—¿Traías esos calzones todo el día? —me preguntó.

—Me los cambié antes de verte.

—No te voy a poder ver más, lo sabes ¿no? —me dijo.

—No te voy a buscar más.

—¿Tú crees que hubiéramos hecho buena pareja?

Si supieras mis fantasías de felicidad hogareña y bebés con ojitos de miel como los tuyos, pensé. Si supieras cómo rogué que regresaras a mí e intentáramos construir una complicidad cotidiana. sin culpas. En cambio, le dije:

—Conociéndote, no sé si podría estar contigo. Y no porque hayas

engañado a tu novia o a mí o a las otras doce ilusas, sino porque te engañas a ti mismo. Andas cogiendo a diestra y siniestra, sembrando el caos en tu vida y la de los demás. ¿De qué huyes? ¿A qué le temes? ¿Por qué no te calmas? Tal vez deberías estar realmente solo por un tiempo para reflexionar por qué haces lo que haces y despejar el desorden que llevas dentro. ¿No crees?

Los Bárbaros 16-17

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