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Autorretrato de un idioma: metalenguaje, glotopolítica e historia

José del Valle, Daniela Lauria, Mariela Oroño y Darío Rojas

El metalenguaje

La teoría estructuralista del lenguaje se sostiene sobre la premisa de que la función primaria de las lenguas es la comunicativa. Desde tal perspectiva, la comunicación verbal es posible porque el sistema gramatical y el repertorio léxico de un idioma son herramientas con las que los seres humanos representan la realidad y sus experiencias individuales. Es la aplicación de esta propiedad instrumental de las lenguas en la vida social lo que da lugar a la emergencia y mantenimiento de patrones estructurales y signos compartidos (i.e. de una lengua), y por ende la transmisión intersubjetiva de ideas. Dicho de manera concisa, esta versión de la lingüística se propone explicar el cumplimiento de la función comunicativa, y lo hace a partir de la teorización de la lengua como código integrado por un sistema gramatical y un léxico.

La visión del lenguaje y las lenguas que adoptamos al concebir este proyecto es, sin embargo, otra. Aunque la expondremos brevemente en la siguiente sección, adelantaremos, por ahora, que desde el propio marco estructuralista se ha reconocido que las prácticas verbales responden, más allá de su utilidad comunicativo-referencial, a una multiplicidad de necesidades. Roman Jakobson, por ejemplo, les atribuyó funciones adicionales tales como expresar nuestro estado de ánimo (función emotiva o expresiva), llamar la atención de quienes participan en el acto comunicativo (función conativa o apelativa), definir el marco y condiciones de la interacción (función fática) o suscitar reacciones emocionales (función poética o estética).

La función que resulta central para el abordaje histórico de la lengua española que hacemos en este libro es la que se denomina metalingüística, es decir, la capacidad del lenguaje para proyectar sobre sí mismo su poder referencial. Es evidente que no solo hablamos, escribimos y señamos, sino que lo hacemos con frecuencia sobre el mismo hablar, escribir y señar.1 Quienes somos lingüistas hacemos de ello nuestro trabajo y creamos con tal motivo una terminología especializada (e.g. sustantivo, sintagma, cláusula, ergatividad, claves de contextualización, inferencia, diglosia, ideologías lingüísticas). Pero también activan el metalenguaje, pongamos por caso, quienes corrigen y editan textos para una editorial; quienes postean en las redes sociales juicios sobre lo bien o lo mal que habla un político; los padres y madres que velan por que sus descendientes aprendan a hablar «bien»; quienes debaten si las nuevas tecnologías de la comunicación limitan o no el poder de las lenguas; y quienes discuten (con mucha intensidad, por cierto, en el tiempo en que se redactan estas líneas) la conveniencia de introducir normativas feministas y no binarias en la estandarización de las lenguas. En todos estos ejemplos, alguien usa el lenguaje para referirse al lenguaje.

La centralidad del metalenguaje queda al descubierto al constatar que, en toda comunidad humana, a distintas formas lingüísticas (ya sean conceptualizadas como lenguas, dialectos, sociolectos, acentos, registros, palabras o entonaciones) se les atribuyen valores diferentes y son consideradas mejores o peores, más propias o impropias, más elegantes o groseras, etcétera, según la situación y el contexto de uso e incluso según el tipo de relación que exista entre los interlocutores. Es decir, el funcionamiento de una determinada forma lingüística está sujeto no solo a su relación con otras formas (gramaticalidad) y su capacidad para remitir a hechos y experiencias sociales (referencialidad), sino también a la valoración que de ella hagan quienes participan en los actos de interacción verbal concretos en que hace su aparición. Esta dinámica glotosocial y la operación conjunta del metalenguaje y de la llamada indicialización (palabra ligada a «índice» e «indicio») o indexicalización (adaptación de «indexicalization») dan lugar al establecimiento de patrones de asociación entre formas lingüísticas y categorías sociales. Ya definimos el metalenguaje como la propiedad que le permite proyectar sobre sí mismo su poder referencial. La indicialización, por su parte, es el proceso en virtud del cual, aprovechando el metalenguaje, se establecen vínculos entre formas lingüísticas y categorías nacionales, regionales, sociales, psicológicas, étnicas, de género, de educación, de inteligencia, etcétera. Estas asociaciones llegan a automatizarse hasta el punto de ser consideradas naturales. Pero el hecho es que no lo son, sino que se negocian, se fijan y se disputan precisamente en la vida social y por medio de constantes acciones y microacciones metalingüísticas en las que se afirma, por ejemplo, que hablar así es de «gente de campo», escribir así es de «ignorantes», hablar de la otra manera es «afeminado», escribir de tal forma es de «pedantes». En suma, entender el funcionamiento del lenguaje pasa por el análisis de los contextos en los que se forja la relación entre formas lingüísticas, experiencias y categorías sociales; y el metalenguaje resulta central para llevar a cabo tal análisis.2

La glotopolítica

Habrá quedado claro hasta aquí que nuestra concepción de la lingüística prioriza la explicación de la interacción verbal (en contraste con la preferencia estructuralista por la comunicación) y lo hace a partir de una teorización dialógica del lenguaje (contraria al aislamiento del sistema gramatical con respecto a las prácticas lingüísticas, propio también de la corriente hegemónica de la lingüística moderna). Ya adelantamos el valor de los conceptos de metalenguaje e indicialización para entender que las formas lingüísticas se constituyen siempre e inevitablemente en relación con prácticas y categorías sociales. Desde esta concepción mutuamente constitutiva de la interacción verbal y las prácticas sociales, resulta evidente que, cuando los seres humanos hablan, insertan sus enunciados en un universo social y obtienen respuestas o reacciones en función no solo del valor referencial de lo dicho, sino también de su valor indicial. El sentido depende, en definitiva, del enunciado mismo tanto como de las respuestas y reacciones a que dé lugar en cada situación y contexto. Por tanto, durante la interacción, cada hablante orienta su producción en función de las respuestas o reacciones que imagina que puede obtener. La direccionalidad de la enunciación (consecuencia necesaria del dialogismo) y la expectativa de que se reproduzcan ciertos patrones (derivada del carácter social de la interacción) nos llevan a concluir que el lenguaje es inestable y por lo mismo normativo ab initio.3

No se debe confundir la normatividad a que aquí aludimos con el prescriptivismo. Este último es una práctica metalingüística que de manera explícita pretende imponer ciertos usos frente a otros; y es solo una de las múltiples formas en que se puede manifestar la normatividad. Porque, cuando hablamos, somos sensibles a regularidades, patrones o normas que naturalizan la aparición de ciertos usos y hacen que otros resulten, de alguna manera, anómalos. Somos sensibles al hecho de que ciertas formas se asocian con ciertas categorías sociales, y nuestros enunciados se orientan en función de nuestra familiaridad, ignorancia, complacencia o discordancia con la vigencia de tales asociaciones en cada acto concreto de interacción verbal. Hablaremos de una manera u otra (eso sí, con mayor o menor grado de intencionalidad) de acuerdo con el deseo de que nuestra voz se vincule o no a ciertas categorías sociales.

La explicitación de estas asociaciones —surgidas y sostenidas, no lo olvidemos, por medio del metalenguaje y la indicialización— da lugar al establecimiento de regímenes de normatividad. Al invocar este concepto no nos referimos a la existencia e imposición de una norma concreta de referencia (como podría ser en el ámbito hispánico-latinoamericano la de la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española); sino que pretendemos conceptualizar al conjunto —heterogéneo e incluso atravesado por contradicciones internas— de asociaciones entre formas lingüísticas y categorías sociales que confieren sentido a las prácticas lingüísticas en una situación, contexto o comunidad dada. Hablamos de «régimen» y no simplemente de «norma» o «normas» porque nuestro abordaje pretende hacer visible la participación de tales normas en la organización política de una comunidad o colectivo humano; tanto en la organización literal de su institucionalidad como en la conformación de las subjetividades políticas toleradas y la exclusión de las intolerables. Ponemos el énfasis en la condición glotopolítica de estos patrones precisamente porque, a través de procedimientos ideologizantes, suelen aparecer no solo normalizados, sino también naturalizados.

En esto consiste adoptar una perspectiva glotopolítica: en centrar la mirada en objetos y experiencias en los que la inseparabilidad entre el lenguaje y lo político es clave para entender su manifestación y funcionamiento; en desnaturalizar la constitución de las asociaciones entre formas lingüísticas y categorías sociales haciendo visibles las condiciones materiales de su producción, reproducción y cuestionamiento, así como su participación en procesos en los que está en juego el acceso a los recursos y, en definitiva, al poder.4

La historia

Es harto probable que quienes se hayan animado a abrir este libro (sean o no lingüistas) tengan una idea relativamente clara de lo que es la historia de una lengua: una suerte de relato que, organizado a lo largo de una serie de hitos geopolíticos, nacionales y culturales, nos cuenta el nacimiento de sus formas lingüísticas características, su evolución posterior sometida a presiones internas y externas y su madurez al ser fijada en el canon escriturario de una alta cultura. ¿Por qué la palabra latina OCULUM se refleja en el español moderno como «ojo»? ¿Y por qué existen «ocular» u «oculista»? Si el español viene del latín y en este no existen palabras equivalentes a «canoa» o «chocolate», ¿cómo es que estas forman parte del idioma moderno? Este es el tipo de pregunta que encontraría respuesta en el modelo clásico de historia de la lengua española.5

Hay otros modelos para la historificación de las lenguas, por supuesto. Un texto de éxito notable entre el público lector, Gente de Cervantes: Historia humana del idioma español (2001) de Juan Ramón Lodares, anuncia desde el mismo subtítulo su compromiso con hacer una historia que no escinda las formas de la lengua de las vidas de quienes la hablan y la escriben. Lo mismo ocurre con la algo más académica Historia social de las lenguas de España (2005) de Francisco Moreno Fernández, que recorre el valor relativo que las relaciones y conflictos sociales le confirieron al conjunto de idiomas de este país ibérico a lo largo de la historia. Más sutil y más ortodoxamente anclado en la investigación universitaria es Lengua medieval y tradiciones discursivas en la Península Ibérica (2005), editado por Daniel Jacob y Johannes Kabatek, que se centra en la escritura de la historia idiomática a través de las transformaciones de las tradiciones discursivas y géneros textuales. Los volúmenes dedicados a la Historia sociolingüística de México (2010, 2014) dirigidos por Rebeca Barriga Villanueva y Pedro Martín Butragueño cubren un amplio espectro de hechos lingüísticos pertinentes no solo en tanto que lingüísticos, sino en función de su aportación a la historia del país. La Historia mínima de la lengua española (2013) de Luis Fernando Lara resalta el papel de los pueblos en la formación y evolución del español.

Un elemento que une a estos trabajos histórico-lingüísticos es el importante rol que juega el metalenguaje no solo como el medio a partir del que se realiza la historificación, sino también como su propio objeto. Se escribe la historia del español y de otras lenguas echando mano de las herramientas metalingüísticas que nos proporciona la lingüística, pero además se toma el metalenguaje como objeto que ha de ser historificado, como eje vertebrador del relato en tanto que componente central de la lengua misma. Qué piensa o siente la gente de la lengua, de las variedades y de los géneros discursivos es, en estos estudios, parte más central de la historia que las gramáticas destiladas de los usos por la acción evaporadora de la lingüística formal.

En la Historia política del español: la creación de una lengua (2013, 2015), José del Valle se sitúa en esta misma línea en tanto que, apoyándose en el trabajo del medievalista Roger Wright, identifica el nacimiento de las lenguas como sucesos metalingüísticos.6 El español nace cuando se lo identifica cultural y políticamente como tal, y evoluciona de la mano de los metalenguajes que van valorando el idioma y sus variedades en situaciones y contextos sociopolíticos concretos. La presencia o ausencia de una forma lingüística, la opción por una u otra variante resulta inseparable de las identidades sociales asociadas a cada alternativa y de los procesos de subjetivación de los que forman parte. En este sentido, la historicidad no es la simple evolución de un objeto a lo largo de un cronograma vacío decorado con un telón de fondo que exhibe los hitos políticos del desarrollo de una comunidad (la mayoría de las veces nacional). Desde nuestro enfoque, el contexto no es un simple telón de fondo. Y la historicidad se figura como la relación dinámica y coconstitutiva entre la interacción verbal y la dimensión sociopolítica de las comunidades humanas. La aproximación glotopolítica a la historia de una lengua aborda el estudio de las condiciones de su emergencia y persistencia como objeto de un metalenguaje examinando su participación en la constitución de subjetividades políticas de toda índole (subjetividades tales como la nacional, colonial, étnica o de género y su posible movilización en procesos tales como la esclavitud, el feudalismo, el capitalismo, la subalternización o la emancipación).

El autorretrato

Las ideas fundamentales que organizan esta antología fueron discutidas grupalmente por primera vez en Bogotá en agosto de 2016, en el contexto del Segundo Congreso Latinoamericano de Glotopolítica. En el curso de aquella reunión, José, que acababa de publicar la ya mencionada Historia política del español: La creación de una lengua, invocando las crestomatías de textos que en otro tiempo habían acompañado a la historia canónica de la lengua española, propuso enfrentar la elaboración de un complemento consistente en una recopilación selectiva de fuentes primarias que tematizaran la lengua castellana y fueran susceptibles de ser leídas desde una perspectiva glotopolítica.7

Si bien es cierto que el impulso inicial surgió de necesidades asociadas a nuestra condición de docentes y a ideas sobre cómo reconceptualizar además de la investigación, la enseñanza de la «historia de la lengua», también lo es que pronto vimos (o creímos ver) un interés social más amplio en la reflexión crítica sobre la lengua y su historia. De ahí que el proyecto, amén de su posible relación complementaria con otros libros anclados en el campo universitario, adquiriera un sentido propio y se impregnara de nuestro deseo de llegar a un público lector mayor. Este libro serviría, nos propusimos, como punto de partida para que el público interesado, especialista o no, tuviera acceso directo a manifestaciones metalingüísticas con las que la historia política del idioma había ido quedando registrada en el archivo histórico. Pondríamos entonces nuestra capacidad organizativa al servicio de la lengua misma para que, a través de algunos de los textos en que se materializa, nos ofreciera uno de entre los infinitos autorretratos que podría dibujar o, mejor, relatar. Con el fin de contribuir a armar itinerarios de navegación por el libro, y para fortalecer la antología como recurso pedagógico, desde el principio quisimos que cada fuente primaria fuera acompañada por un breve comentario escrito por una especialista que la contextualizara sugiriendo además líneas de reflexión respecto de su importancia para la historia política de la lengua.

La selección final nos complace enormemente, pero a la vez nos deja múltiples insatisfacciones. ¡Qué difícil es liberarse del afán representativo! ¡Qué fuerte el deseo de que el objeto creado responda a una verdad ajena a sí mismo! La pulsión por incluir «todo» lo relevante es además tan fuerte como la imposibilidad inscripta en esa palabra: «todo». Se podrá juzgar el libro (como nos sentimos tentadas y tentados a hacer) por las ausencias. Y tal juicio será eterno y, por lo mismo, nunca final. Preferimos por ello concentrar nuestra valoración del trabajo en los textos incluidos. Estos han sido dispuestos de acuerdo con el bastante arbitrario y útil criterio de la cronología sobre la base de su fecha de producción, sin que intervengan factores tales como su ubicación geográfica o el género textual al cual pueda ser atribuido. Esperamos que las lectoras y los lectores se dejen impactar por el «efecto rayuela» y que se animen a organizar trayectorias de lectura de acuerdo con sus propios intereses e intuiciones.

Finalmente, ojalá pudiéramos declarar que el resultado del trabajo que tienen en sus manos (o en la pantalla de su computadora) es el producto directo de nuestra meticulosa planificación, de la reflexión cuidadosa sobre qué textos y qué autores y autoras incluir, sobre qué especialistas invitar a escribir los comentarios y sobre la estructura y orientación de estos. Tal planificación se dio, por supuesto, en alguna que otra reunión presencial, aprovechando congresos profesionales, y, sobre todo, en múltiples sesiones de trabajo a distancia facilitadas por las tecnologías digitales de telecomunicación (nótese que el equipo editor tiene sus residencias principales respectivas en Buenos Aires, Montevideo, Nueva York y Santiago de Chile). Por supuesto, todo plan ambicioso que se precie de serlo debe partir del reconocimiento de su imposibilidad, de la inexorable aparición de lo inesperado. Y así fue en nuestro caso. Dimos nuestros traspiés, pero entre lo que pudimos salvar del plan original y la capacidad de reacción y reinvención que logramos alcanzar como equipo, llegamos a este volumen que tenemos la osadía de poner, así como quedó, ante un público lector de gentes dispuestas a entregar la energía de su inteligencia y su curiosidad a la historia política del español.

1En lo sucesivo, cuando usemos «hablar» nos estaremos refiriendo a la interacción verbal en general, al margen del canal —oral, escrito o señado— por el que se produzca.

2Para adentrase en el concepto de «metalenguaje», se puede consultar el libro de Jaworski, Coupland y Galasinski. Y sobre la «indicialidad», el artículo de William F. Hanks o, yendo a la fuente original, el clásico de Charles Peirce.

3Este planteamiento es deudor de la visión del lenguaje hallada en la obra de Mijaíl Bajtín y de Valentín Voloshinov.

4Tal enfoque puede ser asumido desde múltiples campos o disciplinas académicas, y quienes coordinamos el presente proyecto lo hacemos desde la lingüística, donde algunas escuelas de sociología del lenguaje, análisis crítico del discurso y sociolingüística crítica hace décadas que se articulan a partir de esta mirada. Quien quiera explorar más la perspectiva glotopolítica latinoamericana con la que entronca nuestro proyecto puede hacerlo leyendo a Elvira Arnoux (2014a) o el artículo de José del Valle (2017) en el número 1 del Anuario de Glotopolítica.

5A este modelo corresponden, por ejemplo, el clásico del español Rafael Lapesa o el libro de texto más moderno y localizado del venezolano Enrique Obediente.

6Esta misma visión es avanzada por otros autores, como por ejemplo, Luis Fernando Lara en Teoría del diccionario monolingüe (1997).

7Entre los proyectos comparables al presente, destacamos dos: el proyecto Documentos para la historia lingüística de Hispanoamérica, auspiciado por la Asociación de Lingüística y Filología de América Latina, publicado en varios volúmenes entre 1993 y 2009, y Documentos sobre política lingüística en Hispanoamérica 1492-1800, editado por Francisco de Solano y publicado en 1991 (Madrid: CSIC). El primero recopila textos en función de un modelo clásico de historia de la lengua y el segundo, si bien más cercano en su interés al nuestro, se orienta a la política lingüística y no a la glotopolítica en sentido más amplio como aquí se ha definido.

Autorretrato de un idioma

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