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Alicia Gil Gómez

Doctora en Sociología (URJC, Madrid) y licenciada en Filosofía y CCEE (UV). Experta en género, violencia, poder y conflictos. Coordinó distintos proyectos europeos (1995-2007), así como la Fundación Isonomía (UJI, 2002-2010) y la Escuela ESEN-AMS (2014-2020). Ha impartido conferencias, cursos y postgrados, además de la publicación de artículos en los temas de su especialidad. Autora del relato «Un/a cuento/cuenta» (Asparkía, 1) y de la novela Una fina lluvia (Ed. KDP). Fue finalista del Premio Femenino Singular (Ed. Lumen) en 1993 y en 1994. En 1995 obtuvo el 2º premio del concurso de relatos Mujeres Contemporáneas del Ayuntamiento de Castellón.

Cagada en la Habana

Cuando Elena me llamó para proponerme viajar a Cuba, enjugué las lágrimas y calmé el berrinche provocado por la enésima infidelidad de Ramón.

El vuelo, fastidioso, sin turbulencias, pero cargado de rugientes machirulos babeantes en su excitación por las cubanas que se iban a tirar. La noche caía sobre la Habana vieja. Tras instalarnos y maquearnos pedimos al recepcionista del hotel que nos diera la dirección de algún lugar para ir a bailar donde no acudieran turistas. Dudó, pero le refrescaron la memoria los diez dólares que Elena puso encima del mostrador. El taxista, un policía pluriempleado, nos advirtió que no era sitio para señoras como nosotras. Según cruzamos los cortinones de la entrada nos miramos confusas: hombres y mujeres, mulatas en su mayoría, perreaban en el centro de la pista mientras la orquesta se alargaba en un son, o eso nos parecía… El camarero se reía mientras abría la botella de ron que nos habíamos pedido por la que nos sopló cincuenta dólares. Un trago, otro trago… y allí estábamos las dos, sentaditas frente a la pista, espalda erguida, piernas cerradas, bolso sobre las rodillas, mano sujetando vaso, mano sujetando bolso, boca abierta, consternadas ante esos enormes culos; los de ellas, que se balanceaban a un ritmo imposible mientras sus manos, empujando hacia atrás sus cuerpos, se lanzaban hacia las largas y entreabiertas piernas de sus parejas de baile hasta que sus caras alcanzaban los atributos escondidos, se agarraban a sus glúteos, y sacaban la lengua jadeando pero sin rozar la tela del pantalón.

—¿Bailas?

—No, gracias.

—Si bailo así me descoyunto.

—Baila, mujer.

—No, baila tú que yo te guardo el bolso.

—No, gracias. —Trago de ron.

—¿Bailas?

—No, gracias. —Trago de ron.

—¿Bailas?

—No, gracias. —Trago de ron… Una mano se apoyó sobre mi hombro, alcé la cabeza y allí estaba él… En mi vida había visto un hombre tan bello y la imagen de Ramón me empujó a tirar el bolso al suelo.

—¡Bailo, bailo!

Ya me dolían las caderas y la espalda cuando Silvio, como más tarde mi mulato diría que se llamaba, me llevó hasta la mesa donde esperaba Elena con los bolsos. Nos presentó a un amigo. (Trago de ron). Propusieron que saliéramos de allí y que nos fuéramos a comer algo. Anduvimos por unas calles oscuras hasta llegarnos a un edificio ruinoso. Escaleras desvencijadas y escalones desgastados. Entramos en un piso con muebles raídos pero limpios.

—Aquí no hay nada para comer, si os parece vamos a buscar algo…

—Vale ¿necesitáis dinero?

—Con diez dólares sobra.

—–¿Y sí no vuelven qué hacemos?

—Mujer, volverán, por diez dólares no creo que… Toma.

—¿Condones?

—¡Ay, cuando viajas nunca se sabe!

—Hija, Elena, estás en todo.

—El no tener pareja, que te ayuda a ser prevenida.

—¿Dónde estará el cuarto de baño? Será por el ron, pero tengo ganas de ir al servicio.

—Al final del pasillo, seguro.

Azulejos destartalados, bañera picada, grifos oxidados, lavabo ennegrecido, cisterna a lo alto con cadena sin tirador, inodoro sin tapa… y mi estreñimiento congénito, quizás por el ron, o por el son cubano, o por los nervios de tener una aventura con un hombre tan guapo, se desató en una cagada imposible.

—¿Tienes clines? —grité —. Hija, Elena, estás en todo.

—¡Huy, qué peste!… Tira de la cadena.

—¡No funciona! Busca un cubo…

No lo encontramos. Intentamos aromatizar el ambiente con un diminuto perfumador que Elena llevaba en el bolso… ¡Ni por esas! Esperamos sentadas en el salón, tensas, con el bolso sobre las piernas… Silvio husmeó mientras me devolvía lo que les había sobrado de los diez dólares. Cuando le conté el incidente ni se inmutó. «Tranquilas que resolvemos…». Resolvieron, o eso dijeron. Nos envolvía la fragancia de mierda pura mezclada con agua de rosas mientras comíamos pollo asado frío y rodajas de banana frita entre trago y trago de ron, hablando de esto y de aquello, mirándonos a los ojos con pasión encendida y tratando de olvidar el tufo que impregnaba toda la casa.

Tras cenar, tomó mi mano y me condujo a un dormitorio… Se desnudó… era bellísimo: piel morena, satinada, cuerpo musculoso… Me quitó la chaqueta y antes de que siguiera desnudándome le di el condón… Intentó ponérselo… y comenzó a reírse, las carcajadas eran cada vez más sonoras…

—Pues sin condón yo no follo.

—¿Y dónde quieres que me lo ponga, mamita? ¡Esto es muy pequeño!

—Pues sin condón yo no follo…

Se acurrucó en la cama y se quedó dormido, mientras yo, sentadita en el borde del colchón, con la chaqueta puesta, las piernas cerradas y el bolso sobre las rodillas, esperaba a que Elena acabara de orgasmear para regresar al hotel. El piso seguía oliendo a mi gran cagada.

Relatos nada sexis

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