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Vanesa Marco

Vanesa Marco (Zaragoza, 1996) estudió Dirección Escénica y Dramaturgia en la ESAD de Castilla y León.

En 2018 obtuvo el segundo premio en el primer certamen de Matria: Por la Igualdad de Género. Ese mismo año, fue seleccionada para participar en la antología de poesía femenina La dalia violeta (Ediciones Hati). Ha participado, además, en tres antologías benéficas: Lágrimas con sabor a esperanza (2018, como autora e ilustradora), Relatos de rol (2019) y Faunimalia 39 (2019). También ha autopublicado uno de sus relatos en la plataforma Lektu: «Ya no quedan flores en Islandia» (2019).

Dos versiones

-Voy a follarte como no te han follado nunca.

Se suponía que aquellas palabras debían augurar un momento jodidamente sexi. Se suponía, por supuesto, porque no podría describir la cara que se me quedó cuando le vi aparecer segundos después.

La noche en la que conocí a Número Tres pintaba desastre desde que puse un pie en la fiesta de mi mejor amiga. Música alta, vasos de plástico en el suelo y desconocidos. Demasiados desconocidos. Y, junto a la mesa de la cocina, él. Pablo, David, Kevin, Adrián, Número Tres. Cualquiera de esos nombres podría haber sido el suyo.

—Tenía la sensación de que íbamos a encontrarnos —pronunció cuando se cruzaron nuestros ojos—. Te he visto mirarme desde la entrada.

Me reí. Por supuesto que me reí. Y decidí guardarle en mi memoria como Número Tres. Por pensar que él era mi única opción cuando no era ni la segunda.

Me invitó a una copa, a un baile y luego a otra copa. A mí me gustaban sus ojos, completamente negros, casi tanto como a él le gustaba mirarme de arriba abajo. Él aprovechaba cualquier excusa para acercarse y hablarme al oído. Cada vez más cerca. Cada vez siendo menos desconocidos y más personas que quieren descubrirse en todos los sentidos posibles. Primero fue que la música estaba muy alta, luego que alguien le había empujado y después que había demasiada gente y no podía separarse.

Entre palabras bonitas y sonrisas torcidas, acabamos en la habitación de invitados de aquella casa. Me dejé caer sobre la cama mientras él respiraba con fuerza, seguramente por la falta de aire tras nuestro último beso.

—Espera aquí. Ahora mismo vengo.

Sus palabras fueron poco más que un susurro antes de salir por la puerta.

Cosas de chicos, supuse. Decidí aprovechar la oportunidad y darle una sorpresa para cuando volviera a la habitación. Me deshice de mi camisa, los zapatos y los vaqueros y me senté al borde de aquella cama. Me moría de ganas de ver la cara de tonto que se le pondría al volver. Cómo me miraría, cuántos segundos tardaría en acercarse a mí y, sobre todo, cómo se le caería esa fachada de chico malo con la que había cargado toda la noche.

—Voy a follarte como no te han follado nunca. —Su voz se escuchó desde el otro lado de la puerta al mismo tiempo que esta se abría con una lentitud que se me hizo eterna.

Hubo reacción por su parte al verme, sí, pero también por la mía.

Frente a mí, el chico de ojos negros que me había encandilado aquella noche ahora se encontraba vestido de... vaquero. De vaquero del oeste, para ser específicos. Ataviado únicamente con unos pantalones marrones y un sombrero a juego, mientras, sujetaba en una de sus manos una cuerda.

Sus ojos me recorrieron de arriba abajo una vez más, borrando toda sonrisa de su rostro. Y, al mismo tiempo, también del mío. ¿Qué coño se suponía que estaba ocurriendo? Abrí la boca para preguntar, pero él se me adelantó.

—Veo que me has echado de menos.

—¿Perdón?

—No te preocupes, no voy a hacerte esperar más. —Acompañó sus palabras de un guiño y yo me pregunté una vez más si era la única persona que estaba en sus cabales en aquella habitación.

Tres segundos. Tres segundos era el tiempo que había conseguido quitarle la tontería. Tan solo tres segundos y ya había vuelto a ser el chico arrogante, ahora vestido de vaquero.

Decidí arriesgarme y pensar que era una experiencia más. Que ya estaba empezado y no pasaba nada por acabarlo. Me puse en pie y, concentrándome únicamente en su rostro, me acerqué a él.

—Tira la cuerda esa.

—Es un lazo.

—Me da igual.

Sus manos me agarraban como si pensara que fuera a caerme si no me sujetaba con fuerza. Pronunció algunas palabras más, que yo callé pegando mi boca a la suya, y nos enredamos en unas sábanas que guardarían nuestra historia.

Número Tres lo hacía todo con seguridad, parecía que sabía exactamente lo que quería y cuándo. Una pena que estuviera completamente equivocado. Aguanté pensando que quizá si cerraba los ojos aquello no era tan real. Que quizá, si solo me concentraba en el tacto, podía imaginar que era quien yo quisiera que fuera. Hasta que su mano me hizo abrir los ojos.

—¿Qué coño haces? —pregunté, apartando sus manos de mi cuerpo.

Él sonrió en la oscuridad, elevando una de las comisuras de sus labios.

—A las chicas os encanta esto.

—Soy una chica —bufé—. Y no me gusta.

—Tienes que quedarte quieta. Verás cómo...

No le dejé terminar la frase.

—O dejas de hacerlo o te consuelas con tu cuerda del todo a cien.

—Es un lazo.

Por primera vez, su voz no fue más que un susurro tímido.

Puse los ojos en blanco y cogí su mano con la mía. Alguien debía enseñar a aquel idiota a escuchar a una mujer, o volvería a hacer aquello con la próxima con la que se acostara. Por suerte, Número Tres no volvió a protestar en lo que duró aquello. Se dejó guiar por mí, haciendo caso a los consejos que pronunciaba, y sonrió con satisfacción cuando consiguió que ambos tuviéramos un final feliz.

No volví a saber mucho más de Número Tres, salvo por los rumores que llegaron a mis oídos al día siguiente. Por lo visto la historia de aquella noche había viajado de boca en boca. Una misma noche con dos versiones diferentes. La suya, la del chico que hizo pasar a una desconocida la mejor noche de su vida. La mía, un polvo cualquiera que casi prefería no recordar.

Relatos nada sexis

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