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Capítulo 4

Tal y como aparecían en el segundo fragmento de película, los nudistas alienígenas eran personas similares a los seres humanos, aparte de algunas características importantes:

Tenían una cara similar al rostro del koala terrestre, pero sin pelambrera y con cuatro dedos en cada mano, igual que eran cuatro los esqueletos humanoides recuperados, y por eso la aritmética de esa especie inteligente, como se deducía de las hojas con cuentas y se había podido verificar tras descifrar los símbolos, gracias los cálculos de la doctora de 29 años Raimonda Traversi, genio matemático y estadístico del equipo, era de base ocho25: los ancestros de esos koalas antropomorfos debían haber empezado a contar en un pasado lejano con sus ocho dedos, mientras que los seres humanos habían usado para ese mismo fin sus diez dedos creando, por el contrario, una aritmética decimal; otra diferencia relevante era un marsupio en el vientre de las mujeres: “Especie mamífera marsupial placentada”, había decretado con absoluta obviedad el doctor mayor Aldo Gorgo, de 50 años, desliñado y desgarbado, cirujano militar de a bordo y biólogo coordinador del grupo científico astrobiológico.

Todo lo recuperado indicaba que, en el momento de su desaparición, la civilización del planeta 2A Centauri26 se encontraba en la misma situación científico-tecnológica que la Tierra en la primera mitad del siglo XX; sin embargo, una primera datación aproximativa de los diversos objetos y los esqueletos había indicado que estos eran de una edad equivalente a los años terrestres entre 1650 y 1750, por lo que la civilización alienígena, en el momento de su extinción, había precedido en más de dos siglos a la de nuestro planeta: al volver a casa, se repetiría la datación con instrumentos más sofisticados que los portátiles de la cronoastronave 22, pero muy probablemente no se habrían equivocado por mucho.

Entre los científicos había un gran deseo de descubrir la causa de la desaparición de aquella raza inteligente. En primer lugar, habrían podido obtener respuestas de la grabación del disco fónico recuperado, después de la limpieza sonora y un trabajo de interpretación, lo que no era fácil a pesar de la ayuda de los robots traductores, y también podrían haber ayudado dos documentos en papel recuperados en la misma habitación; pero este estudio y otros solo podrían llevarse a cabo tras volver a la Tierra en la Universidad de La Sapienza de Roma, en nombre la cual había llegado la misión científica a ese planeta; y ahora era el momento de regresar a casa, al haber pasado el periodo, correspondiente a un máximo de tres meses terrestres después de la partida, tras el cual era obligatorio volver, debido a una ley del Parlamento de los Estados Confederados de Europa, la Ley del Cronocosmos.

Tras la cena, la mayor ingeniera Margherita Ferraris había comunicado sin preámbulos a los oficiales fuera de servicio y los científicos, todos sentado con ella en torno a la gran mesa de la sala de comidas y reuniones: “Señores, pronto volvemos a casa”: Margherita era una soltera de 37 años estilizada y de casi un metro ochenta y cinco, de cabello negro y rostro redondo y gracioso: una persona decidida y una oficial absolutamente brillante; se había licenciado con la máxima nota hacía una docena de años en ingeniería espacial en el Politécnico de Turín y, habiendo sido admitida por concurso durante el último bienio también en la Academia Cronoastronáutica Europea, asociada con ese y otros politécnicos del continente, había obtenido el grado de teniente del cuerpo al mismo tiempo que la licenciatura; tras entrar en servicio, fue asignada al principio como segundo oficial en una nave cronoastronáutica que llevaba el número 9, lo que equivalía a decir que era la novena en orden de construcción y al año siguiente había ascendido a subcomandante de la misma cápsula con el grado de capitán: tenía una completa experiencia, ya que la nave 9 estaba dedicada principalmente a misiones especiales y, en los últimos años, a los viajes al pasado de la Tierra; Margherita había sido ascendida recientemente a mayor y había conseguido el mando de la novísima nave 22.

“Estamos impacientes por escuchar el disco sonoro en cuanto lleguemos a nuestro laboratorio de Roma”, había dicho a los comensales el profesor Valerio Faro, director en La Sapienza del Instituto de Historia de las Culturas y de las Doctrinas Económicas y Sociales, un soltero cuarentón de pelo rubio de casi dos metros de alto y físico robusto.

“Sí, yo también estoy impaciente”, había dicho también la doctora Anna Mancuso, investigadora de historia y colaboradora del Faro, una treintañera siciliana delgada y de grandes ojos verdes, rubia por ser descendiente lejana de los ocupantes normandos de la isla, guapa a pesar de no ser muy alta, apenas un metro setenta y cuatro, frente a la media femenina europea de uno ochenta.

“Yo también tengo una gran curiosidad al respecto”, había intervenido el profesor antropólogo Jan Kubrich, un profesor asociado de la Universidad de La Sapienza de 45 años, rubicundo y grueso, de un metro ochenta y cinco, estatura media para los patrones masculinos de ese tiempo, hombre científicamente riguroso, pero por desgracia apasionado por el vodka lima hasta el punto de poner en peligro su salud.

Le había seguido Elio Pratt, profesor asociado de astrobiología en La Sapienza, de 40 años, especializado en fauna y flora acuáticas, así como excelente submarinista, premiado en competiciones de inmersión en los mares terrestres: “Ya he podido conseguir muchos resultados sobre las especies que he reunido en los tanques, pero sin duda en Roma podré profundizar mucho más”.

“Seguiré con mucho interés vuestro trabajo y creo que podría seros útil con las traducciones”, había dicho por su parte la matemática y estadística Raimonda Traversi.

El coordinador del grupo astrobiológico, el doctor Aldo Gorgo, sin embargo no había hablado: siendo el médico militar a bordo y no profesor ni investigador universitario, sencillamente había continuado con su servicio en la nave, dejando la continuación de las investigaciones a los demás estudiosos.

Menos de una hora después, hora terrestre, la nave 22 había abandonado la órbita del planeta dirigiéndose al espacio profundo para llevar a cabo, a la distancia reglamentaria de seguridad, el salto cronoespacial hacia la Tierra: igual que a la llegada, antes de entrar en órbita 2A Centauri se presentaba a los cronoastronautas en su totalidad, cubierta de hielo en las zonas ártica y antártica, sin tierras entre ambas y con los dos continentes, ambos en áreas boreales, de tamaños poco menores que Australia, separados por un estrecho brazo de mar, mientras que la otra cara del planeta estaba completamente cuberita por un océano.

A las 10 horas y 22 minutos, hora de Roma, del 10 de agosto de 2133, la cronoastronave 22 estaba en órbita en torno a nuestro mundo. Sobre la Tierra habían transcurrido poco más de dieciocho horas desde que la expedición científica se había embarcado a las 16:20 del 9 de agosto con destino al segundo planeta de la estrella Alfa Centauri A: gracias al dispositivo Cronos de la cápsula, sobre la Tierra no había pasado ni siquiera un día, aunque la expedición había estado mucho tiempo en aquel mundo extraño. El cansancio que sentían todos era sin embargo el de meses de trabajo realizado.

Los científicos y la parte de la tripulación que iba a disfrutar del primer turno de descanso estaba deseosa de relajarse, algunos que no tenían familia con unas vacaciones tranquilas, algunos en la paz doméstica reencontrándose con sus seres queridos después de la larga separación. Los familiares, por el contrario, no sufrían la sensación de separación, pues para ellos pasaba muy poco tiempo hasta volver a reunirse. Tras la primeras experiencias, los viajeros y sus seres queridos se habían acostumbrado a las consecuencias de ese anacronismo, entre las cuales estaba el envejecimiento de quien se había ido, aunque no fuera muy evidente, porque por este motivo, además de por el estrés que conllevaban, las misiones no podían durar más de tres meses. A diferencia de lo que había previsto Einstein para los viajes especiales simples a velocidad próxima a la de la luz, según la cual el astronauta seguiría siendo joven y los habitantes de la Tierra habrían envejecido, las expediciones con saltos temporales no influían en la edad del cronoastronauta, solo sufrían la acción envejecedora natural debida al transcurrir de los meses durante las estancias en otros planetas y, para los cronoviajes, en la Tierra del pasado.

Las comunicaciones desde y hacia nuestro planeta habían permanecido interrumpidas desde el salto de la nave 22 al planeta extraterrestre, algo que se hacía por razones de seguridad, según los reglamentos, a partir de la distancia de un millón de kilómetros de la órbita lunar: sin embargo las transmisiones de radio y televisión eran completamente inútiles, pues al viajar las ondas a una velocidad que apenas se acercaba a la lentísima de la luz, habrían llegado al planeta mucho tiempo después: al planeta 2A Centauri habrían llegado desde la Tierra cerca de 4,36 años más tarde,27 cuando los exploradores ya habrían vuelto hacía rato. Siempre era así en los viajes espaciales y, evidentemente, a causa del desfase cronológico, también en los viajes en el tiempo: las cronoastronautas estaban completamente aislados, su única “comunicación”, por decirlo así, eran los llamados “congelados”, con lo que se referían a todas las informaciones relativas a la Tierra, desde la historia más antigua a la más reciente, tratadas por los procesadores electrónicos públicos del mundo e incluidas justo en el momento de partir en la memoria de la computadora de a bordo y, para ciertos datos, también en las individuales de los miembros de la tripulación y de los investigadores: también esos procesadores personales, a pesar de su extrema pequeñez, eran potentísimos, con capacidad de memoria y prestaciones inimaginables en el momento de los primeros dispositivos electrónicos personales del siglo XX y los mismos PC de las primeras décadas del 2000.

Apenas entraron en órbita, la comandante Ferraris había ordenado abrir el contacto con el astropuerto de Roma, en el cual se proponían desembarcar los investigadores y el personal de permiso.

¡Sorpresa!

Aunque la rigurosa disciplina de a bordo había impedido a la tripulación expresar sus emociones, la situación con la que se habían topado era repentinamente muy alarmante: ¡las comunicaciones con tierra eran en alemán! Sin embargo, desde hacía mucho tiempo, la lengua universal era el inglés, aunque no habían desaparecido otros idiomas, entre ellos, la lengua de Goethe y de Hitler, que todavía se hablaba en la intimidad, como en un tiempo había pasado con los dialectos.

Como iban a entender enseguida la tripulación y los estudiosos de la 22, había pasado algo históricamente terrible y los esperaba allí en tierra, algo que iba a trastornar su alegría y que ya había anulado, como si no hubiera pasado, aquella buena vida de la que durante ochenta años había disfrutado Europa y mucho otros países y a la cual ya se acercaba el resto de la Tierra gracias a un pacto entre todos los estados del mundo, acordado en 2120, que había llevado, a partir del ejemplo de casos históricos precedentes en distintas zonas,28 a un mercado internacional sin aduanas, considerado por todos como un primer esbozo de una unión política mundial: sobre la experiencia histórica no se pretendía crear, como segunda fase, una moneda única sin haber unido antes políticamente al mundo y constituido al mismo tiempo un instituto de emisión central global dotado de plenos poderes monetarios; se tenía en cuenta la amarga lección de la Europa de los primeros años del 2000 en los que el euro había precedido a la unión política con graves daños para muchos estados miembros, necesitados en cierto momento de más moneda sin que pudiera venir en su auxilio un instituto autónomo europeo de emisión, situación por la cual la propia unión había estado durante un tiempo a punto de disolverse, hasta que prevaleció la razón y se constituyó la Confederación29 política europea, con la propia Banca Central de emisión. Por otra parte, la historia de la Tierra ya había sufrido especialmente antes de aquella primera crisis europea, su conclusión y los consiguientes ochentas años prósperos y pacíficos que la habían seguido: en el siglo XX, el mundo había pasado por dos guerras mundiales terribles, con decenas de millones de muertos, y diversos conflictos locales y, una vez vencida la fiera nazifascista, había sufrido la llamada guerra fría entre Occidente y la Unión Soviética; pero esa historia era pasado, en casi todo el mundo, por la muerte liberadora de la otra dictadura política, el comunismo; aunque se había encontrado con el capitalismo extremo y la consiguiente quiebra de la espiritualidad. Finalmente, a mediados del siglo XXI, se había producido el despegue, que concluyó con el logro de una condición pacífica y próspera imposible de imaginar en los siglos anteriores.

Esa condición benigna se había desvanecido y era en ese momento historia alternativa. Había igualmente una paz mundial, pero no liberal, basada, como ignoraban por el momento los embarcados en la cápsula 22, en una Segunda Guerra Mundial alternativa, disputada con bombas disgregadoras y ganada por la Alemania nazi; se trataba de una paz que, parafraseando un antiguo dicho latino,30 en realidad era solo un desierto en el alma, que había comportado la desaparición de razas enteras: primero la judía, aniquilada, y luego la negra africana reducida por completo a la esclavitud y obligada a trabajar de forma inhumana hasta provocar casi su extinción. Solo se había respetado a los pueblos de las llamadas “raza amarilla” y “raza árabe”, ya que pseudoestudios antropológicos habían declarado que se trataba de pueblos paralelos derivados de una división evolutiva de la estirpe indo-aria, producida doscientos mil años antes; en realidad, los motivos habían sido prácticos: por un lado, casi con seguridad a la relativamente poco numerosa “raza” aria que había conquistado el mundo le habría sido imposible exterminar del todo a la enorme población de piel amarilla; por otro, en el siglo XX los árabes habían sido, igual que los nazis, firmes enemigos de los judíos, es más, habían sido aliados de Alemania en la guerra de espías de la década de 1930 y esto les había granjeado la magnanimidad de Hitler, aunque les había resultado bastante difícil a los antropólogos nazis justificar la discriminación, teniendo los judíos y los árabes el mismo origen semita.

Los encargados de las comunicaciones de la nave 22, sin descomponerse, aunque, como todos, con el ánimo por los suelos, y sin necesidad de recibir las órdenes de la comandante, habían activado, sin decir ni una palabra, uno de los traductores automáticos de a bordo, que eran bidireccionales y, con la excusa de que la palabras no habían llegado con claridad, habían solicitado que las repitieran. Se había recuperado la comunicación con Roma, expresada en inglés internacional, a través del traductor de la computadora: se trataba de órdenes normales de servicio por parte de los encargados del tráfico astroportuario. Se habían seguido al pie de la letra pero aunque la disciplina del personal a bordo, aprendida en las academias por los oficiales y los suboficiales del Cuerpo Astronáutico, había evitado tropiezos y tal vez problemas, los corazones de todos latían con fuerza.

La comandante había hecho que las videocámaras de la cápsula 22 tomaran imágenes cercanas de la Tierra desde la órbita en que giraba la aeronave, evitando lanzar satélites exploradores a otras órbitas para que nadie sospechara en la Tierra, dado que no esto habría estado conforme con la práctica de reentrada.

Después de reflexionar y consultar con el primer oficial, capitán Marius Blanchin, un parisino de treinta años y metro noventa, flaco, de pelo rojo y ojos verdes heredados de su madre irlandesa, Margherita había decidido descender personalmente al astropuerto para una inspección directa, para tratar de comprender un poco mejor la situación antes de asumir otras iniciativas. Como no conocía el alemán, aunque tenía un traductor incluido en el micropersonal, había pedido a Valerio Faro que la acompañara, dado que este entendía y hablaba ese idioma con fluidez, pues lo había estudiado a fondo en su momento, para su trabajo de fin de carrera en Historia de las Doctrinas Económicas y Sociales, centrada en las obras del alemán Karl Marx, y lo había usado posteriormente para otras investigaciones históricas: Margherita juzgaba que, en caso de que fuera necesario expresarse en alemán cara a cara con alguien, sería oportuno que hablara directamente alguien que conociera bien la lengua, sin hacerlo a través de instrumentos, reduciendo así el riesgo de ser descubiertos.

Entretanto, usando uno de los traductores automáticos de a bordo, la comandante había pedido a Roma autorización para tomar tierra con una disco-lanzadera. Se la habían concedido sin problemas. En Margherita se había reforzado la idea, que ya le había venido al constatar que no había habido tropiezos en tierra, de que la comandancia del astropuerto sencillamente conocía la misión.

Un tal Paul Ricoeur, soldado del pelotón de Infantería de Astromarina que había sido asignado a la aeronave con responsabilidades de protección, había ocupado su puesto en el disco junto a la comandante, Valerio Faro y la piloto sargento Jolanda Castro Rabal. Cada uno de los cuatro llevaba consigo un paralizador individual.

Al llegar a tierra habían visto, asombrados, que en el mástil que remataba la torre del astropuerto de Roma ondeaba la bandera de la Alemania nazi, en lugar del habitual azul turquesa con estrellas doradas dispuestas en círculo de los Estados Confederados de Europa.

La comandante había ordenado a la piloto: “Jolanda, quédate en el disco, mantente en estado de preascenso y estate lista para despegar”, tras lo cual había desembarcado con los demás. Entraron en el edificio del astropuerto. Aquí el trío se había topado con diversos símbolos nazis; entre otros, habían encontrado un gran bajorrelieve conmemorativo que homenajeaba a “Adolf Hitler I, Duce y Emperador de la Tierra y Conquistador de la Luna” y, oyendo hablar en alemán a las personas con las que se cruzaban y viendo a algunas saludarse con el brazo en alto, como en el Tercer Reich, los tres habían verificado sin ninguna duda que se encontraban en una sociedad políticamente muy distinta de la suya, en la que no había espacio para la democracia viva que habían dejado cuando partieron, sino que en ella dominaba el nazismo.

Mientras el pequeño grupo volvía sobre sus pasos, Margherita había susurrado vacilante a sus dos compañeros: “Podría tratarse de un problema desencadenado por nosotros mismos debido a un mal funcionamiento del dispositivo Cronos”.

Apenas llegados a bordo de la lanzadera, había ordenado a la piloto la vuelta a la nave.

En los pocos minutos necesarios para llegar a la aeronave, el pensamiento de todos se había dedicado a las respectivas familias; si habrían podido encontrar a sus seres queridos e incluso si existirían: Margherita había dejado en nuestra Tierra padre, madre y una hermana menor, también ingeniera, pero civil, y con un estudio profesional; Valerio a su mamá, un hermano casado y dos sobrinos; la piloto, a su marido; el soldado, a su esposa y una hija.

Solo era seguro que aquel desorden temporal no había afectado a la tripulación ni a los pasajeros de la cronoastronave, porque ninguno se había englobado, ni siquiera psicológicamente, en la nueva sociedad nazi.

La comandante se proponía recoger, tan pronto como estuviera a bordo, noticias de esta nueva y desconocida Tierra alternativa conectándose a un archivo histórico a través de una de las computadoras principales de la nave, pero con precaución.

En el momento de salir del disco en el astrohangar, Valerio Faro le había dicho: “Margherita, he estado pensando y tal vez te equivocas: el problema puede haberse debido, no a nuestra nave al volver, sino a una cápsula de exploración en el pasado y tal vez no nos haya influido debido a la lejanía de la Tierra de la 22 durante el cambio histórico”.

“Hmm…”, había reflexionado ella murmurando.

Él había continuado: “Margherita, a pesar de las grandes cautelas que impone la ley para los viajes al pasado de la Tierra, no puede existir la certeza absoluta de que no se haya modificado el futuro. ¿Qué crees? ¿No es tal vez posible que los daños provengan de la cápsula 9? Te acuerdas, ¿no? ¿Que solo un par de días antes de que iniciáramos el vuelo hacia 2A Centauri había saltado a la Italia de 1933, con el equipo histórico del profesor Monti?”

“Tal vez tengas razón”.

Efectivamente, aunque hasta entonces ninguna misión histórica había interferido con los acontecimientos de la Tierra, habiendo respetado todas siempre las órdenes gubernativas de no injerencia, un accidente no era sin embargo del todo imposible, hasta el punto de que, como recordaba la historia, la primera cronoexpedición histórica había podido crear un problema temporal: uno de los discos, mientras se encontraba en 1947 en una exploración a baja cota sobre Nuevo México, fue avistado y atacado por una formación de bombarderos de la USAF y dañado poco después por baterías antiaéreas de la aviación militar situadas cerca de allí. La lanzadera, dañada, tuvo que aterrizar en una localidad desértica cerca de Roswell y los cuatro ocupantes fueron embarcados rápidamente en otro disco y puestos a salvo. No se había producido ningún desorden temporal solo gracias a un dispositivo particular del que estaban dotados todas la lanzaderas y que el piloto había activado antes de abandonarla: un dispositivo que había fundido todas las partes útiles para posibles trabajos de ingeniería inversa, por lo que la chatarra recuperada no había podido servir a las fuerzas armadas de Estados Unidos.

También se sabía que la cronoastronave 9 no era muy moderna, como señalaba el número bajo de serie, por lo que no resultaban inverosímiles problemas imprevistos, a pesar de los constantes trabajos de manutención.

Como suponía Faro, según los oficiales ingenieros de la 22, la nave y sus seres humanos no se habían visto afectados por el giro en el tiempo (como lo había llamado Margherita) porque la cápsula había vuelto más allá del espacio-tiempo en torno a 2A Centauri y eso les hacía suponer, también como había pensado Valerio, que el desorden temporal no lo había causado la cápsula sino otra crononave que, antes de 2133, habría modificado accidentalmente el futuro a causa de cualquier infortunio.

La comandante había entendido finalmente que si la calamidad se hubiera debido a la cronoastronave 22 en la reentrada en órbita, los más verosímil habría sido que todas sus computadoras y los seres humanos que transportaba hubieran cambiado convirtiéndose en parte del mundo nazi.

Ahora se trataba de saber cuántas y cuáles expediciones históricas, seguramente entre las que ya hubieran vuelto antes de que la cápsula 22 hubiera abandonado nuestro mundo, habían saltado al pasado durante el breve lapso de tiempo en la Tierra entre la partida y retorno de la nave de Margherita: ¿solo la del profesor Monti y sus equipos con la nave 9 o tal vez alguna más?

También era importante considerar, como había señalado Valerio después de haber reflexionado posteriormente, una posibilidad distinta de la de un solo universo transformado por accidente, la de los universos paralelos: se trataba de una conjetura seria para muchos astrofísicos, mantenida durante decenios entre las teorías más disparatadas que todavía no se habían verificado ni siquiera experimentalmente; si esa hipótesis fuera cierta, no habría sido un giro en el tiempo que habría modificado el futuro de la Tierra, sino que la cronoastronave 22 habría saltado en un momento concreto, por un error de maniobra o un problema en el aparato Cronos, a un universo paralelo bastante cercano al de la Tierra, otro cosmos en el que subsistía una Tierra alternativa nazi en lugar de nuestro mundo y, en este caso, habría sido cierto lo que había temido Margherita: la causa habría sido la propia nave.

Se había discutido.

Valerio había dicho en un determinado momento: “Supongamos una pluralidad inconmensurable de universos, teniendo cada uno en su origen una sola decisión; por ejemplo, un cosmos deriva de mi resolución de ir a cierto lugar donde me espera un accidente que me mata, mientras que si no voy sigo vivo y no aparece ese universo; bien, como historiador y como filósofo me pregunto si la multiplicidad de universos es solo hipotética y siempre hay realmente solo un único universo originado, poco a poco, por las decisiones verdaderamente tomadas y, en particular, si cada persona vive en muchos de ellos, es decir, que haya un yo para cada posible decisión propia o de otros y para cada acontecimiento influyente y por tanto existe en Tierra y Tierra alternativa y Otra Tierra y así sucesivamente. ¿Cada uno de estos hechos y decisiones crea un nuevo universo real o no? Con respecto a nosotros, en este mundo nazi, ¿existen nuestros alter egos?”

Había intervenido el antropólogo Jan Kubrich: “A ver si lo he entendido bien, Valerio: por ejemplo, en un caso le cae en la cabeza a un peatón un tiesto y lo mata, esa persona muere y punto y no hay otro universo el que no reciba el golpe y siga vivo y esta segunda posibilidad resulta ser por tanto hipotética; por el contrario, en el otro caso hay dos universos paralelos concretos, donde la maceta cae y no cae respectivamente y la persona en realidad muere en uno y sigue viva en el otro. ¿Es así?”

“Sí. Ahora os dibujo dos ejemplos gráficos, Jan.” Valerio se había acercado a la computadora más cercana y había dibujado electrónicamente un par de esquemas a su aire, luego había dicho: “Representamos con la línea continua las situaciones realmente existentes y con la línea de puntos las que solo son hipotéticas y no se producen y, simplificando al máximo, nos podemos preguntar si sería así, como en este esquema A,


o más bien así, como en el siguiente esquema B,


y usando como ejemplo mi caso personal, podemos preguntarnos si solo existe el Valerio Faro que os está hablando, siguiendo la línea continua del esquema A, es decir un yo mismo existente sobre esta Tierra alternativa nazi real y única o hay también otro sobre nuestra Tierra no nazi, por decirlo así, siguiendo el gráfico B, que haya un Valerio Faro que vive al mismo tiempo a lo largo de dos líneas continuas paralelas: un yo sobre la Tierra y otro sobre la Tierra alternativa. En el caso de que exista solo en la Tierra alternativa, es decir, si es verdadero el gráfico A, la Tierra que conocíamos ya no existe, solo puede colocarse idealmente en una de las líneas de puntos de ese mismo gráfico A, una línea solo hipotética, que se ha convertido en inexistente”.

Entonces había intervenido la comandante: “Los dos Valerio Faro, o las dos Margherita Ferraris y así cada uno de nosotros, en este momento, podríamos sin embargo no estar en dos líneas continuas como en el esquema B, sino sobre una línea continua según el gráfico A, es decir, sobre la línea que en el mismo gráfico representa la Tierra nazi; en otras palabras, tú y yo aquí en la cápsula y Valerio y Margherita número 2 allí en el mundo: ambos en la misma Tierra alternativa y por tanto podría haber un doble de cada uno de nosotros en la Tierra alternativa”.

Él había considerado. “... y yo te complico aún más las cosas: podría haberse producido un desdoblamiento de la cápsula con todos sus pasajeros, con lo que podría haber vuelto una nave 22 sobre nuestra Tierra en paralelo a la llegada a la Tierra alternativa de esta nave 22 en la que estamos ahora, más bien esta nave 22 alternativa; en tal caso, los Valerio Faro, por limitarme a mí, podrían ser, no dos, uno en la Tierra y otro en la Tierra alternativa, sino incluso tres, dos aquí y uno sobre nuestra Tierra. En cambio, si no hay universos paralelos, es decir, si se excluye del todo el esquema B y se acepta como verdad solo el A, existe la posibilidad de que yo sea el único Valerio Faro, Margherita Ferraris la única Margherita Ferraris, etcétera, quedando siempre viva la hipótesis de aquel inoportuno Valerio Faro número 2, de una Margherita Ferraris número 2 y de un alter ego para cada uno de nosotros en algún lugar de ahí abajo”.

“Es para volverse loco, Valerio”.

“Sí, Margherita, pero nos queda el hecho de que es lógico apostar por el caso que nos resulta menos desfavorable, aquel de los caminos históricos imaginarios a los lados de una única vía real, como en el esquema A, siguiendo el cual tiene sentido razonar sobre el ser y disponer acciones para cambiar las cosas; en el otro caso, no, porque todo lo posible se ha producido, existe realmente en el tiempo a lo largo de un número incalculable de caminos para innumerables encrucijadas”.

“Dejamos la idea de que tal vez en esta Tierra haya un Valerio alternativo, una Margherita alternativa y así con todo”, había dicho la comandante, “y nos concentramos en lo positivo: ¡si estamos ahora sobre la línea continua del gráfico A, donde la Tierra ha convertido por un accidente del pasado en una Tierra nazi alternativa y por tanto no hay universos paralelos, podemos hacer que las cosas vuelvan a ser como antes!”.

Silencio.

“Sí, señores, yendo al único pasado y actuando para que se convierta en punteado, es decir, en solo hipotético, el trazo continuo nazi y haciendo que se convierta por el contrario en continuo, es decir, en real, lo que después del giro en el tiempo se ha convertido en punteado, es decir, aquel mundo democrático que conocemos y que por el momento ya no existe, pero necesitamos recuperar”.

Había intervenido por primera vez la investigadora Anna Mancuso, dirigiéndose al propio director y amigo profesor Faro: “Por desgracia, Valerio, me temo que nunca será posible establecer con seguridad si es verdad el esquema A o el esquema B. Si, por una desdichada posibilidad, los universos paralelos del esquema B fueran reales, si fuéramos al pasado y elimináramos la causa del giro en el tiempo sería posible que esta Tierra nazi alternativa no dejara de existir, sino que sencillamente nosotros, en ese momento, al saltar a un universo donde el nazismo no haya vencido y donde recuperáramos, en el año 2133, nuestra sociedad perdida al partir hacia 2A Centauri, no nos acordaríamos de la existencia de una Tierra alternativa ni del hecho de haber vuelto sencillamente a lo largo del paralelo binario donde está nuestra Tierra”.

Valerio: “Sí, estoy de acuerdo, Anna; en todo caso, es una cuestión de mera fe, un poco como las decisiones que toman todos más o menos inconscientemente, incluidos nosotros los científicos, de estar en el mundo o de ser un mundo. No es en realidad posible demostrar que el solipsismo sea verdadero o falso”.

“El solip... ¿qué?”, había preguntado el ictiólogo Elio Pratt, más formado en disciplinas científicas que en asuntos humanísticos.

Le había respondido: “El solipsismo, palabra que deriva de los términos latinos ‘solus’, ‘solo’, e ‘ipse’, ‘uno mismo’, y que significa por tanto ‘solo uno mismo’ es esencialmente la idea metafísica de que todo lo que existe es creado por la conciencia de la persona y no es objetivo. Por ejemplo, si fuera verdad la tesis solipsista, yo estaría solo en la mente de quien me esté escuchando, no sería un Valerio Faro real y evidentemente para mí seríais los productos de mi mente, no seríais objetivos, solo yo existiría realmente y, por decirlo así, os crearía en mi propio interior. El hecho es que es imposible demostrar experimentalmente si el solipsismo es verdadero o falso o por el contrario, demostrar que es verdadera o falsa la realidad del mundo, porque también el experimento y sus presuntos resultados podrían ser meras creaciones del yo: es solo un acto de fe lo que nos hace creer que somos parte de un mundo objetivo y, por tanto, que puede conocerse gracias a la experiencia”.

Había intervenido el pragmático Jan Kubrich: “Con todo, querido Valerio, solipsismos aparte, para mí lo esencial es que este yo mío que está hablando acabe volviendo a la sociedad que ha dejado; si hubiera otros yos innumerables en otros universos paralelos, nunca los llegaría a conocer y por tanto no me podrían importar”.

Anna le había dicho: “Si embargo, a mí me importaría muchísimo saberlo, aunque lo considere imposible en esta vida: en el más allá, si acaso; y por cierto, ¿te das cuenta, Jan?, se plantea un problema teológico esencial...”.

“... no, la teología, no ¡apiádate de mí!”, le había interrumpido sonriente y simulando alarmarse el antropólogo, que a pesar de encontrarse, como todos, en una situación de alta tensión, parecía tener ganas de bromear, igual que Anna tenía el deseo, a pesar de todo, de discutir sobre teología, tal vez ambos queriendo aliviar la tensión existente.

“Hm... pero”, había dicho Anna, que no había entendido el intento de broma: “pensaba que sería interesante, Jan”.

“Perdóname”, le había contestado Kubrich, “solo bromeaba: si solo dependiera de mí, de verdad que te escucharía encantado”.

Pensando que las divagaciones tal vez fueran buenas para aliviar la ansiedad de todos, la comandante había tolerado “... pero sí, Anna, te escuchamos”.

“Bueno, estaba a punto de decir antes que, tomando como verdadera la conjetura, que para mí es terrible, de los múltiples universos reales, la misma persona tiene al tiempo méritos y deméritos morales diferentes, de acuerdo con el universo en el que esté, será más o menos bueno o malo, de lo que se deduce que cada una de sus decisiones será más o menos altruista o más o menos egoísta; así que, en su caso más extremo, el mismo sujeto, pongamos un Francisco de Asís, en una dimensión temporal ha sido honrado hasta la santidad (objetivo trascendente: la salvación eterna) pero ha sido completamente malvado en un universo en el otro extremo, por tanto destinado a la muerte eterna sin resurrección en Dios, en otras palabras, a la condena eterna”.31

“Sí, Anna”, Valerio había recuperado el turno de palabra, “pero aparte del discurso sobre el paraíso y el infierno que solo nos interesa a los creyentes, la idea de múltiples universos es de por sí terrible: en el caso de múltiples universos reales, el yo, parafraseando a Pirandello, aunque sea subjetivamente y no en juicios subjetivos de otros, uno y cien mil o miles de millones, podríamos decir que no es en el fondo nada,32 porque si existe todo lo que es posible, si la persona es millares y millones de individuos en otros tantos universos y no una sola, no es un yo y por tanto resulta absurdo y también contrario a la humanidad: el hombre resulta ser un cero. Para mí es inaceptable y creo, como Einstein, que Dios no juega a los dados y por tanto pongo mi fe en un único universo”.

“También yo, evidentemente”, había corroborado Anna.

La comandante: “Por tanto, ahora se trata de actuar en el pasado para cambiar este, esperemos, único universo y devolverlo a la condición anterior al giro en el tiempo”.

Se había preguntado a las memorias de las calculadoras de a bordo de la cápsula.

La computadoras habían respondido que en el momento del salto cronoespacial hacia el sistema Alfa Centauri sobre el cual, como sabíamos, se habían registrado datos de todo tipo tomados de calculadoras públicas de la Tierra, la única cronoastronave que resultaba no haber vuelto todavía del pasado era la número 9, que había llevado a la Italia del año 1933 una expedición dirigida por el filósofo e historiador profesor Arturo Monti de la Universidad de La Sapienza de Roma. Al haberse interrumpido las comunicaciones de la 22 con la Tierra tras el salto, no podían tener noticias posteriores.

Luego se había tratado de conocer la historia de la Tierra alternativa a partir de 1933 hasta la actualidad, el giro temporal que se suponía que se había producido en aquel lejano año del siglo XX, advirtiendo que la cápsula 9 se había dirigido al mes de junio del mismo 1933. Por otra parte se habían cuidado de informarse rápidamente de los acontecimientos históricos de la Tierra alternativa anteriores a ese periodo; si la historia precedente había sido idéntica a la de la Tierra que Valerio y los demás conocían bien, resultaría factible que hubiera un solo mundo y que, simplemente, la historia hubiera cambiado con el giro temporal convirtiéndose luego en historia alternativa. En realidad, no podía tenerse ninguna certeza, ya que no era del todo excluible la posibilidad de dos universos cercanísimos en los que la historia, hasta un cierto momento fuera tan idéntica que no podría distinguirse entre historia e historia alternativa; pero si no fuera así, eso primaba la otra hipótesis: incluso en el interior de Jan Kubrich, después de todo.

En nuestra Tierra, Valerio Faro estaba acreditado en el Archivo Histórico Central y tenía acceso directo; esperaba que fuera también así en la Tierra alternativa, es más, había apostado por sí mismo, aunque no había podido evitar preguntarse, mientras se preparaba para intentar el acceso: ¿y si en este mundo nazi yo ni siquiera he nacido? ¿Y si aquí no fuera un historiador sino... un marinero, o un abogado, o... quién sabe qué? Por otro lado, pensaba, lo que le disgustaba siendo un hombre libre y un demócrata convencido, que en el caso esperable de que pudiera acceder a los datos reservados del archivo electrónico, en la Tierra alternativa habría sido un siervo del nazismo, ya que en caso contrario no habría podido acceder; se había preguntado además: ¿Yo o un alter ego? A partir de este pensamiento, había introducido con inquietud su contraseña: había podido entrar sin problemas. Había tragado saliva instintivamente con alivio, fuera cual fuera la verdad, pero preguntándose ahora: “¿Nazi o Valerio alternativo?”.

Había hablado sin intermediarios, como tenía derecho, con la máquina central. Como esperaba, también los programas del archivo estaban en alemán y no en inglés universal que, cuando habían partido, hablaban y escribían en todas partes desde la empresas comerciales a las etiquetas de fábrica cosidas en la ropa interior; ahora solo la cronoastronave 22 y sus discos volantes mantenían sus manuales en inglés, pertinente en el mundo de origen, igual que el propio Valerio y los demás pasajeros de la cápsula.

La primera pregunta del profesor se había referido a la geografía política de la Tierra alternativa. La respuesta había sido que todo el planeta era nazi, no solo Europa, y estaba organizado en el Imperio de la Gran Alemania, que comprendía tanto protectorados dirigidos por un gobernador alemán, como Estados Unidos de América, Rusia, Suiza y la mayoría de los estados afroasiáticos, comenzando por aquellos exislámicos, como reinos fantoches, como el de Italia regido por un rey de nombre Paolo Adolf II: los monarcas locales debía añadir Adolf al nombre propio. En cuanto al Imperio Mundial, el estatuto nazi preveía que para ascender a la corona imperial, tras la muerte o el derrocamiento violento del emperador precedente (esto solo había pasado una vez en 2069), el sucesor tenía que ser elegido por las SS, recordando lo que hacían los césares en cierto periodo de la Roma imperial, ascendidos al trono por las legiones; además establecía que el recién elegido abandonara completamente su nombre y apellido y se convirtiera en Adolf Hitler. Había un Adolf Hitler V en el trono, nada menos que el Káiser del Universo; sin embargo, el imperio, de hecho, comprendía solo unos pocos mundos aparte de la Tierra: la Luna, donde había una base científica, los planetas del sistema solar, de los cuales tan solo Marte, en el que se había cambiado artificialmente el clima, estaba habitado por unos pocos colonos, y finalmente algunos mundos en otras estrellas sobre los cuales, por ahora, solo había misiones de estudio, entre las cuales estaba la expedición de la cápsula 22, con el hecho de que la cronoastronave acababa de entrar en la órbita terrestre. Los alemanes habían llegado a un poder tan grande gracias, inicialmente, a un robo de tecnología de parte del disco estrellado y recuperado por los italianos en la SIAI Marchetti de Vergiate: evidentemente, el archivo hablaba en términos muy lisonjeros de una brillante operación militar realizada por los gloriosos idealistas alemanes. Sin embargo, resultaba que había una tal Claretta, a la que Mussolini, siempre despreocupado por la moral familiar, tenía como amante fija, una mujer treinta años más joven que él, y esta estaba dispuesta a revelar a los alemanes la existencia y la ubicación del disco. Desde febrero de 1933, había aceptado trabajar para los servicios secretos nazis por dos mil liras al mes, lo que, en aquellos tiempos, era una suma importante. La infeliz no se daba cuenta de los problemas que podía dar a Italia la divulgación de noticias recogidas entre las sábanas del Gran Jefe. El archivo decía que los ingenuos italianos habían creído durante muchos años que tal vez habían sido los ingleses, considerados los constructores del disco, los autores del robo y que, por otro lado, el sigilo alemán había sido eficaz, no solo con respecto a la Operación Patriota, como se la llamaba habitualmente, sino también a las posteriores actividades de estudio, asignadas personalmente por Hitler a los ingenieros Hermann Oberth y Andreas Epp: los trabajos habían necesitado años, las bombas disgregadoras y los discos voladores alemanes se habían puesto a punto al inicio de 1939; después de varios intentos, paradójicamente gracias a Mussolini, con el acercamiento ya estrechísimo entre Italia y Alemania, incluso antes de los acuerdos entre los dos países del llamado Pacto de Acero militar firmado el 22 de mayo de 1939: el dictador italiano, ahora subyugado psicológicamente por la fuerza económica y bélica demostrada por el Tercer Reich, había entregado a Hitler un dossier sobre el disco capturado en Italia y sobre los avistamientos de otros objetos volantes no convencionales y, por petición expresa, había consentido además que físicos e ingenieros alemanes participaran en el proyecto del Gabinete RS/33 sobre lo que quedaba del disco, que en aquel entonces se había trasladado a la nueva base de Guidonia. Finalmente se había producido la compartición de información concedida por el ahora débil y desconcertado Mussolini que determinaría el completo éxito de las operaciones de ingeniería inversa de los alemanes: Alemania había construido 31 discos operativos, dotados cada uno de cuatro misiles con otras tantas bombas disgregadoras; se habían construido y probado en una base a una decena de kilómetros de Bremerhaven, en la costa del Mar del Norte, en el Lander de Bremen; las bombas se fabricaban y probaban en la localidad de Peenemünde, en la isla de Usedom, en el litoral báltico del Reich, evacuada previamente la poca población civil residente, e igualmente se había despejado el litoral cercano a la isla a muchos kilómetros a su alrededor. Desde el momento de la puesta a punto de los discos, los misiles y las bombas, los nazis habían necesitado un par de meses para el adiestramiento de aviadores para pilotar estos mismos discos en la atmósfera y en vuelo suborbital, bajo la dirección del as de la aviación nazi alemana Rudolph Schriever, además del uso de los misiles, evidentemente lanzados durante los ejercicios sin las bombas disgregadoras, sustituidas por mecanismos con explosivo convencional. A principios de julio de 1939 Alemania había entrado en guerra sin preaviso y, a diferencia de lo que narraba la historia tradicional, en la historia alternativa había vencido casi inmediatamente: sobre todo, los fliegender scheiben (discos volantes) en vuelo suborbital, movidos por antigravedad, lanzaron misiles armados con bombas disgregadoras, idénticas a aquellas de las que disponían las lanzaderas de desembarco de las cronoastronaves, sobre varias ciudades de Gran Bretaña, Francia, la Unión Soviética y Estados Unidos. Como había intuido Valerio Faro y aquellos que a sus espaldas asistían a la investigación, el hecho de que los discos hubieran sido por entonces suborbitales se debía a que todavía eran imperfectos, en ese momento, con respecto al prototipo del futuro.

La historia alternativa seguía de una manera escalofriante con la pérdida de cualquier valor espiritual y el triunfo del ateísmo más absoluto. La persona se había reducido a la nada, a un mero peón del imperio nacionalsocialista. Evidentemente, el Archivo Histórico Central exaltaba esto como una valiosísima conquista de la humanidad, confundiendo esta con la pseudorraza aria, mientras que consideraba subhumanos a todos los demás seres humanos. Tras la guerra relámpago de 1939, se habían logrado ulteriores mejoras en los discos volantes, hasta alcanzar el vuelo orbital y posteriormente el espacial por debajo de la velocidad de la luz: en 1943 Alemania había llegado ya a la Luna con cuatro hombres de la Luftwaffe de vuelta a la Tierra alternativa sanos y salvos y en 1998 seis aviadores nazis, cinco alemanes y uno austriaco, con un disco mucho mayor que los precedentes, proyectado y construido para ello, habían desembarcado en Marte por primera vez y no habían regresado. La verdadera colonización del planeta rojo se había producido sin embargo, igual que en el mundo de Valerio y de Margherita, solo con la creación de las cronoastronaves, proyectadas en la Tierra alternativa en 2098, esta vez totalmente un producto de la ingeniería nazi, igual que en la Tierra había sido de la ingeniería de los Estados Confederados de Europa pocos años antes: el viaje experimental en el espacio-tiempo de los astronautas nazis se había dirigido a 2015, al vecino sistema doble Alfa Centauri A y B, sin descender a planetas: aproximadamente lo que había pasado con la Tierra, que había conquistado el espacio profundo en 2107 con un viaje de circunnavegación a la estrella Próxima Centauri, a 4,22 años luz de distancia de nuestro Sol, y retorno inmediato. Sin embargo no aparecía en el archivo nazi de la Tierra alternativa que hubieran realizado viajes en el tiempo: ¿tal vez temiendo cambiar la historia en su propio perjuicio? Por tanto, tampoco había habido una expedición al año 1933 para estudiar el fascismo y, como habían pensado Margherita y los demás, el disco capturado por los italianos y robado por los alemanes había venido de la Tierra y no de la Tierra alternativa. Valerio había preguntado al archivo también acerca de los tiempos anteriores a los años 30 del siglo XX: desde los albores de la civilización hasta junio de 1933, la historia alternativa resultaba ser igual que la historia.

“Creo que, visto esto”, había declarado la comandante a la tripulación y los científicos, “no nos queda sino saltar al pasado y tratar de cambiar las cosas”.

Acababa de terminar la frase cuando las computadoras de a bordo habían puesto en alarma roja a la cápsula: habían registrado un disco, seguramente amigo, de la dotación de la nave 22, acercarse a la máxima velocidad y, detrás de él, una decena de kilómetros por detrás, otros dos discos no identificados. Las computadoras habían advertido poco después el lanzamiento de un misil de los segundo contra el primero, mientras que el piloto amigo solicitaba acuciantemente a la cápsula 22 que abriera el hangar con prioridad absoluta. Así se había hecho. La maniobra posterior de la lanzadera era temeraria, con el riesgo de estrellarse contra la cronoastronave y dañarla o algo peor; sin embargo el disco había entrado en el astrohangar sin daños. En cuanto se cerraron las compuertas detrás de la lanzadera, la comandante había ordenado a la computadora un salto inmediato hacia el pasado y la aeronave 22 había desaparecido justo a tiempo para no ser alcanzada por los misiles. Si se hubieran seguido las normas de seguridad, el cronosalto debería haberse llevado a cabo lejos del planeta, pero en este caso la energía desplegada por la nave del tiempo había aniquilado los misiles ya cercanísimos de los discos perseguidores.

Un Giro En El Tiempo

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