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Capítulo VI

Habían pasado diecisiete años desde la muerte del padre de Marcos y quince desde el nacimiento de la Iglesia y al emperador Tiberio le habían sucedido en el trono de Roma el mucho más abominable Calígula y su tío Claudio.

El deseo del joven de hacer justicia con el asesino de su padre, muy vivo en los primeros tiempos, se había atenuado poco a poco en el tiempo, que, aunque no induce al olvido de los seres queridos muertos, deja en cierto momento que los recuerdos afloren solo de vez en cuando y de forma atenuada. Fue entonces cuando inesperadamente, hacia el final del año 798,16 Marcos había tenido el inquietante sueño del padre que salía de la fosa y le exhortaba a visitar su tumba y a buscar a quien le hubiera matado: ese sueño había sido tan real como para inducirle a considerarlo una visión enviada por Dios. El dolor por la pérdida del padre se había vuelto tan intenso casi como el día en el que había llegado la carta de Bernabé con la funesta noticia.

En la Biblia y en la tradición oral judía, el sueño, cualquier sueño, tiene una gran importancia: induce a ver la realidad bajo una luz más clara, revelando cosas que durante la vigilia aparecen en la penumbra o quedan encubiertas. Pero mucho más importante es el sueño en el que hablan, a veces visibles y a veces no, personajes angélicos o personas difuntas, todos considerados mensajeros de Dios: desde el sueño de Jacob de la escalera que unía Cielo y Tierra transitada por ángeles al profético de su hijo José, a los también proféticos de Daniel, hasta aquellos modernos de José, padre putativo de Jesús y otros seguidores del Nazareno, entre los cuales estaba Saulo Pablo de Tarso. Los acontecimientos antiguos y los nuevos, la espera del Mesías y su venida estaban ligados por ese hilo onírico que, por otro lado, en la vida cotidiana, conectaba, según el sentir general, la dura realidad terrena con la eterna Fiesta celestial, manifestando enseñanzas y desvelando voluntades divinas para las cosas cotidianas.

Así Marcos, convencido de que el padre le había hablado realmente por orden de Cristo, aunque no llegando a pedir el bautismo a su suegro ni a privarse de sus bienes como los cristianos, había empezado a trabajar con Pedro como secretario y, conociendo bien el griego y el latín, como intérprete y escriba.

Un par de semanas después del sueño se había producido otro hecho extraordinario que Marcos había considerado como anunciado por su visión onírica. Acababa de empezar el año nuevo, siempre bajo el reinado del emperador Claudio, cuando había llegado una carta de Bernabé en la que el apóstol anunciaba su llegada junto a Saulo: vendría con dos carros con vituallas provenientes de una colecta en especie realizada en Antioquía en ayuda de la Iglesia madre, que en ese momento tenía grandes necesidades debido a una carestía general en todo el imperio y particularmente grave en Jerusalén, donde los alimentos en venta eran muy escasos. Manifestaba además la intención de emprender con Saulo una gira misionera que pasaría por diversas ciudades y la esperanza de que el primo Marcos, de quien conocía sus capacidades prácticas, les siguiese a Antioquía y de allí los acompañase en el viaje como ayudante administrativo.

Pedro había llamado a su yerno y le había dicho:

—Hijo mío, ¿entones me privarás de tu ayuda?

—¿He hecho algo mal? —Se había preocupado Marcos.

—No, todo lo contrario. En hecho es que Bernabé hará con Saulo una gira de evangelización en muchas ciudades, entre ellas Perga, donde está sepultado tu padre…

—… ¿Perga?

—Bueno, sí, y tu primo quiere que le acompañes junto a Saulo como secretario y administrador y tendrías la posibilidad de visitar la tumba de tu padre —Pedro no conocía el sueño de Marcos porque su yerno se lo había reservado para sí y, por tanto, considerando la gran fatiga y los graves peligros del viaje y temiendo que fuera reacio a aceptar, estaba tratando de convencerlo.

Marcos, con el corazón agitado por la emoción, había entendido por el contrario la invitación de Bernabé como una señal del Cielo, en sintonía absoluta con lo que ahora se revelaba como una profecía. Así, con enorme pasión, había aceptado de inmediato.

—Ah, no, ¿eh? —había escuchado sin embargo a su madre, cuando esta había sabido su próxima partida—: ¡Es un viaje lleno de peligros! Sabes muy bien que no me hace ninguna gracia que des vueltas por el mundo: ¿no te basta con lo que le sucedió a tu padre?

—Deberé visitar también el sepulcro antes o después, ¿no te parece? —le había respondido Marcos con tono severo—. ¿Qué hijo sería si lo ignorara toda la vida? Y además deberías saber bien que Cristo no quiere cobardes. Mamá, deja de entrometerte.

La mujer había inclinado la cabeza.

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