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Capítulo I

El callejón resultaba extrañamente luminoso, aunque el cielo era plomizo.

Juan Marcos caminaba a lo largo de una calle recta, empedrada como las calzadas romanas que le resultaban familiares y que descendían de Jerusalén a Cesarea Marítima, pero no era una de ellas. El trazado se perdía en el horizonte, recorriendo un territorio desconocido, llano y casi desierto, con prunos amarillentos y podados y matas verdegrisáceas que se movían con el ir y venir de víboras y circundadas por enjambres de moscardones cuyo zumbido continuo le molestaba en los oídos. No había ningún ser humano, aparte de él.

De repente Marcos se había encontrado en una zona llena de fosas, como aquellas profundas que se excavan para enterrar inmundicias o carroña. Y en ese momento, sin haberlo advertido antes, había visto, en esa misma tierra, insepulto, el cadáver ensangrentado de un perro moloso negro, con la lengua fuera y los ojos vidriosos y había oído un rumor proveniente de la fosa más cercana, como un pisoteo, un crujido, un frotamiento con las uñas de un ser vivo que estuviera trepando penosamente: ¿tal vez un animal herido y caído en el fondo que estaba todavía vivo y trataba de salir? ¿Otro temible perro de presa? ¿Y si era una fiera al acecho? Había sentido un sudor grasiento y templado detrás del cuello cuando otra posibilidad le había hecho sentir un escalofrío en la espalda: ¿Y si en su lugar… estaba allí a punto mostrarse un habitante del Sheòl? En ese mismo instante había asomado del hoyo la cabeza de un hombre. Era Jonatán Pablo, su padre.

Tras salir de la fosa, el difunto se había quedado en el borde de esta. Parecía tal cual Marcos le había visto por última vez muchos años antes, cuando su padre había partido para el viaje a Perga del que ya no volvería: treinta y seis años, alto, esbelto, cabello tupido y larga barba castaña con algunos pelos ya blancos. Llevaba la misma túnica marrón y la misma capa verde que llevaba en vida con una faja marrón.

Con los brazos apoyados a lo largo del cuerpo, tieso como una pértiga, había empezado sin preámbulos uno de los sermones que solía dirigir a su hijo:

—Querido Marcos, no estás siguiendo la buena vía, sino el camino de la soberbia. Los nazarenos trabajan sin descanso para dar al mundo la buena nueva, mientras que tú continúas ocupándote solo de tus asuntos. Sí, es verdad que respetas los preceptos de la Ley, pero si esto bastaba para mí, que no sabía, no puede valer para ti: ahora que la nueva está a tu alcance, debes recogerla y divulgarla, y más tú, al estar favorecido por la ciudadanía romana, que te da plenos derechos en el Imperio. Sigue por tanto el ejemplo de su primo, José Bernabé y, cuando vaya a Perga a difundir la nueva, ve con él. Una vez que hayas llegado, antes que nada, honra mi tumba y luego investiga: descubrirás quién me asesinó y, gracias a ti, se hará justicia.

—¿Por qué no me dices tú mismo quién te mató?

El padre no le había respondido y, como si ni siquiera le hubiera oído, había empezado a subir lentamente hacia el cielo, mientras entre el gris de las nubes se había abierto lentamente una fisura de luz y Marcos se había despertado.

Las Investigaciones De Juan Marcos, Ciudadano Romano

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