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Capítulo III

Tres días antes de la muerte de Jonatán Pablo, la nave proveniente de Cesarea Marítima, donde se había embarcado el fariseo, había echado el ancla en el puesto de Salamina de Chipre, ciudad donde vivía su sobrino político, el levita José, llamado Bernabé, hijo del hermano de su mujer y agricultor como sus difuntos padres.

Bernabé había alojado al tío durante esa noche y, al tener la intención de comprar en Perga en un futuro inmediato ciertas simientes preciadas, había decidido en ese momento unirse a él para el resto del viaje.

Habían embarcado al día siguiente en una nave más pequeña que aquella que había llevado a Jonatán Pablo a Salamina, embarcación que, una vez cruzado el brazo de mar que separa a Chipre de la región de Panfilia, al tener una línea baja de flotación podía remontar el río Cestro hasta el pequeño fondeadero de Perga, en lugar de tener que quedarse en Atalia, el puerto marino de la ciudad.

Una vez en su destino, tras bajar al pequeño puerto, ambos habían visto, a lo largo de la calle que llevaba al interior, mujeres de diversas edades y jovencillos imberbes, semidesnudos unos y otras, ofrecerse a los transeúntes, tanto con palabras como tocándose el sexo o las caderas y moviendo estas simulando actos sexuales. El rígido fariseo, que por la experiencia de viajes precedentes lo había esperado, había estallado, señalando al cielo con el índice vengador de la mano derecha:

—¡Oprobio para el señor! ¡Oh, tú que caminas sobre sobre la esfera de cristal del firmamento! ¡Manda a tu ángel de la muerte sobre todos estos impúdicos!

—Amén —había concluido el sobrino, pero en voz baja y sin fuerza.

Ese tono bajo hizo que el fariseo no quedara satisfecho con su pariente:

—¡Pero Bernabé! Lo ves ¿verdad? Ves lo que tengo que sufrir cada vez que vengo aquí. Si no fuera porque en Perga encuentro las mejores telas, no vendría aquí, ¿sabes? ¿Te has dado cuenta de se nos echan encima incluso los efebos sodomitas?

El sobrino, entornando los ojos y haciendo con la boca una mueca de amargura, había asentido dos veces con la cabeza.

Tranquilizado por fin, el tío había levantado la cara lo más alta posible y alzado su voz hacía la esfera celestial, o al menos esa había sido su intención:

—¡Abominación de las abominaciones! ¡Altísimo Señor, salva a los pecadores arrepentidos, pero descarga tus maldiciones sobre quienes no se arrepienten! ¡Hazlos arder con tu ángel de la muerte con una tempestad de llamas, como sobre Sodoma y Gomorra!

—Amén —había respondido de nuevo el sobrino, esta vez alzando mucho la voz. Pero luego no se había contenido y, sonriendo, había continuado—: La tempestad ardiente solo cuando nos hayamos ido, ¿eh?, porque si alguna lengua de fuego no diera en su objetivo…

—Bueno, bueno… ya se entiende —había aceptado Jonatán Pablo, que no tenía ningún sentido del humor.

Dividiendo los gastos, habían alquilado una habitación en un pequeño albergue donde el fariseo solía alojarse, dirigido por el hebrero Mateo Bar Benjamín, quien, siguiendo las normas de pureza, servía comida kosher muy bien cocinada a sus correligionarios de paso y también a diversos clientes no hebreos que, aunque no sujetos a las reglas judaicas, apreciaban su magnífico sabor.

Poco después de salir el sol en su último día de vida, Jonatán Pablo había tomado el desayuno en la fonda en compañía de sobrino, luego se habían separado para ocuparse cada uno de sus propios negocios, así que en el momento de la agresión el tío había estado solo con su asesino. Habían quedado en encontrarse por la tarde en la fonda, que no estaba lejos del callejón donde una ronda de policía había encontrado asesinado al padre de Marcos, para cenar y descansar hasta el alba, después de que el fariseo hubiera pagado y recogido sus telas y el levita sus sacos de simientes y, con las respectivas cargas, los parientes se habrían vuelto esa mañana con la misma nave que los había llevado a Perga.

Bernabé había pasado el día visitando algunos mayoristas de semillas, con una breve pausa a mediodía para una comida ligera a base de fruta consumida en pie junto al vendedor. Había elegido los granos apropiados en calidad y precio solo al final de la tarde. Tras dejar una fianza al suministrador, había vuelto a la pensión, llegando cuando el sol acababa de ponerse en el horizonte. En cuanto entró supo por el hotelero, sin ningún preámbulo delicado, acerca del homicidio de su tío: Mateo Bar Benjamín, volviendo poco antes a casa de un encargo, había pasado por la callejuela donde yacía el cadáver, rodeado de hombres de una ronda de policía y había reconocido al muerto como su propio cliente:

—Le habían matado hacía poco —había precisado al atónito levita—. Lo sé porque uno de los guardias le estaba diciendo a sus colegas que le cuerpo seguía caliente. Luego lo subieron a una carretilla, imagino que inmediatamente —Era habitual que las rondas de orden público llevaran al cuartel todos los cadáveres desconocidos que se encontraban por la calle, algo no infrecuente, donde se mantenían en depósito en un sótano hasta la mañana del día siguiente, por si algún pariente se presentaba a reconocerlos y reclamarlos. Si no, el muerto era sepultado en las primeras horas del día siguiente en la fosa común de Perga.

Las funciones del organismo de policía de la ciudad, compuesto por un centenar de hombres al mando de un centurión, eran similares a las de la Milicia de los Vigilantes de la Urbe, creada en el año 7581bis por Octavio César Augusto e imitada en diversas ciudades del Imperio. Ejercitaban funciones generales de policía y se encargaban de la prevención y extinción de incendios, así como, en relación con estas funciones, de la identificación y arresto de quien los hubieran provocado intencionadamente o por negligencia. La base de la actividad de la centuria eran las rondas continuas por la ciudad de escuadras de diez hombres. Gayo Tulio, comandante de la decuria que había tropezado con el cuerpo de Jonatán Pablo, después de haber interrogado brevemente a los habitantes de la zona, que habían declarado no haber visto ni oído nada, había renunciado a investigar: en esos tiempos era normal que la mayor parte de los delitos quedara impune y encontrar a los culpables sin sorprenderles en flagrante delito era improbable, casi tanto como identificar a una hormiga en un hormiguero.

El posadero había indicado también a Bernabé que había dicho al decurión que la víctima era su cliente, añadiendo que avisaría al otro cliente, que compartía la habitación con la víctima y era pariente suyo, para que, si quería, reclamara los restos.

Esa misma noche, a pesar de la oscuridad, con una linterna conseguida del hotelero, el sobrino del muerto se había presentado en la sede de la milicia, que no estaba muy lejos, para reclamar el cuerpo de su tío. Había hablado con el decurión que estaba de servicio en el cuerpo de guardia. El suboficial le había llevado al comandante del cuartel, un joven centurión llamado Junio Marcelo. Este hombre, después de haber escuchado la solicitud de Bernabé, había hecho llamar al decurión Gayo Tulio y, en su presencia, había dicho al levita:

—Bien, me has dicho que te llamas José Bernabé y eres de Salamina. Ahora me gustaría saber qué habéis venido a hacer a Perga la víctima y tú.

—Yo, a comprar semillas para mis campos, y el tío, telas para su bazar en Jerusalén.

—Hay una bolsa del muerto a recoger, dime cómo puedes demostrar que eres su sobrino.

—Lo puede confirmar Mateo Bar Benjamín, dueño de la posada donde mi tío y yo hemos alquilado juntos una habitación.

Gayo Tulio se había entrometido:

—Comandante, Mateo Bar Benjamín es la persona que he citado en mi informe, que ha reconocido a la víctima del homicidio y me ha dicho que informaría al sobrino.

—Está bien, de todos modos comprobaremos enseguida si ese sobrino es precisamente este hombre —Se había vuelto a Bernabé—. Tú entretanto dime dónde y con quién has pasado hoy las últimas horas de luz.

Parecía que sospechaba de él, como había deducido el levita con preocupación y había dado el nombre del mayorista de granos.

El centurión, una vez obtenidos los domicilios del comerciante y el posadero, había ordenado a Gayo Tulio llevarse una guardia y acompañar al levita a las residencias de los dos testigos para un careo.

El mayorista había declarado que ese cliente había estado con él hasta el atardecer, el posadero que Bernabé había llegado al albergue inmediatamente después de ponerse el sol, antes de que el cielo estuviera oscuro y que el día anterior el hombre y el difunto se habían presentado como parientes al tomar su habitación.

Una vez escuchado el informe de Gayo Tulio, el comandante había concedido al sobrino confirmado retirar, al alba, el cadáver de su tío. Le había entregado de inmediato la bolsa, que contenía solo monedas de cobre, seis sestercios y dos dupondios, en uno de los dos compartimentos, el de la moneda fraccionaria, mientras que el otro, para las monedas de oro y los denarios de plata, estaba vacío. Bernabé sabía que el pariente debía haber tenido mucho dinero para pagar las telas y el viaje de vuelta y había pensado en un hurto, no por parte del homicida, sino de los guardias. ¿Del propio centurión? Había razonado: ¿por qué un ladrón callejero se entretendría en tomar las monedas de valor, dejando la calderilla, en lugar de quedarse simplemente con la bolsa como hacen todos los rateros y huir antes de que pudiera aparecer alguien?

Después de una noche de sueño agitado, al abrir el bazar Bernabé había comprado una sábana, un sudario y ungüentos sepulcrales y llegado a un acuerdo con un par de griegos, albañiles, canteros y sepultureros que tenían una tienda en esa misma zona. Había ido al puesto de policía con los dos sobre su carro, remolcado por una pareja de mulas, como había notado molesto el levita: las normas hebraicas de pureza prohibían cruzar diversas especies de animales y también valerse de sus híbridos, pero Bernabé no había tenido elección en esa ciudad en su mayor parte pagana. Los enterradores, expertos tanto en funerales gentiles como hebreos, habían cargado sobre su carro al interfecto para una sepultura judía. El levita había ordenado a los dos operarios que lavaran el cuerpo de su tío y lo ungieran con los aceites. Luego, después de haber elevado una oración, había ordenado envolver el cuerpo en la sábana. Con el carro, los tres vivos y el muerto habían llegado al cementerio, que se encontraba a media milla de Perga: se trataba de una cañada cubierta de rocas, prunos y arbustos que pasaba, a lo largo de un tercio de milla y con un centenar de codos de anchura, entre dos paredes rocosas salpicadas de pequeñas cavernas a diversas alturas. Las tumbas se habían creado añadiendo a la naturaleza el trabajo del hombre, aprovechando las grutas que aparecían al nivel del suelo. Después de que el levita, de pie junto al carro, hubo recitado las últimas oraciones para el difunto, los sepultureros habían llevado el cuerpo, con la sábana que lo envolvía, a una gruta todavía vacía donde lo habían depositado boca arriba. Luego habían cerrado el espacio con piedras recogidas en el lugar, a modo de ladrillos naturales, uniéndolas con cal. Habían dejado una apertura casi cuadrada a nivel de tierra de poco más de un codo y medio, desde la cual, arrastrándose, se habría podido acceder al interior. Luego habían excavado el terreno junto a la tumba, una guía de cinco codos de larga y cerca de un palmo de ancha, la habían recubierto con pequeños guijarros planos y habían colocado y hecho girar, para cerrar el acceso, una lápida cilíndrica, poco más estrecha que la guía y de un diámetro un poco mayor que la diagonal de apertura, rueda tumbal que habían tomado en la tienda de entre otras trabajadas previamente y donde, sobre lo que sería el lado externo, Bernabé había hecho esculpir el nombre de su tío, tanto en arameo como traducido al alfabeto griego.

El levita había dedicado los siete días siguientes a purificarse de la contaminación del cadáver, según la ley mosaica de pureza contenida en el libro de la Torá Bemidba: «El que toque a un muerto, cualquier cadáver humano, será impuro siete días. Se purificará con aquellas aguas los días tercero y séptimo, y quedará puro. Pero si no se ha purificado los días tercero y séptimo, no quedará puro».2

Completado el rito, al octavo día se había embarcado hacia Salamina con sus simientes. En casa había escrito y enviado una carta a la mujer y el hijo de Jonatán Pablo con noticias detalladas sobre la tragedia. No les había pedido que le pagaran, tras deducir el poquísimo dinero del difunto que se había guardado, los costes de la sepultura y la estancia forzosa en Perga por siete días más: a diferencia de su tío, Bernabé consideraba el dinero como un mero instrumento y no como una gratificación del Señor a los justos. Por otro lado, seguía los 10 mandamientos de Moisés, el precepto del diezmo al templo y las normas de pureza, pero, como muchos otros correligionarios, no descendía a menudencias intolerantes pese a que, según los puntillosos doctores de la Ley, todos de origen fariseo, solo podían considerarse justos quienes se esforzaran por respetar, como había hecho el padre de Marcos, todos los 613 preceptos de la Ley sin exclusión, entre los cuales se encontraban además obligaciones como aquella de recitar, cada vez que se retiraba al baño, esta oración de bendición: «Seas tú bendito, Señor nuestro rey del universo, que ha hecho al hombre con sabiduría y ha creado en él muchos orificios y agujeros. Está revelado y se conoce delante del Trono de tu Gloria que, si se abre alguno de estos o se cierra uno de aquellos, sería imposible vivir y permanecer delante de ti. Bendito seas Señor, que cuidas de todos los cuerpos y actúas magnificamente».3

Podemos entender cómo afectó la pérdida a la aflicción del joven Marcos y su madre. La viuda María, cuando finalmente se tranquilizó, vendió en nombre del hijo, único heredero de Jonatán Pablo, la tienda de telas, causa indirecta de la muerte del querido marido y padre, e invirtió lo ganado en una buena parcela de terreno junto a la que ya poseían: había razonado que, así, Marcos no tendría que hacer viajes largos y peligrosos para adquirir mercancías. Prohibió además a su hijo viajar a Perga a visitar la tumba paterna, porque «muertos en casa, basta con uno» y, más aún, ir a buscar a los asesinos, como este habría deseado:

—Una idea —le había reprendido con dureza—, completamente absurda, que solo se le podría ocurrir a un niño como tú.

Las Investigaciones De Juan Marcos, Ciudadano Romano

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