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Capítulo II

Hace diecisiete años, en un día de marzo del 781 a.U.c.1 según el calendario romano, Jonatán, el padre de Marcos, fariseo, había entrado radiante en su hermosa morada en Jerusalén, de vuelta de Cesarea Marítima, donde residía el representante de Tiberio César para la provincia de Judea, Samaría e Idumea: después de mucho tiempo y dinero gastado en regalos a su protector, Marcos Pablo Rufo, ayudante del procurador Poncio Pilatos, finalmente se le había concedido la ciudadanía romana. Estaba contento porque sus negocios se verían favorecidos y se enriquecería todavía más, con la plena bendición del Altísimo.

Jonatán había nacido en Asiut, en el curso del Bajo Nilo, segundo hijo de una familia acomodada de agricultores. Al morir el padre, los terrenos pasaron al hermano mayor y por tanto él se había dedicado al comercio de vino y dátiles estableciéndose en Jerusalén, donde había frecuentado por entonces la casa de Hillel, maestro bíblico originario de Babilonia. Durante esta estancia había hecho amistad con otro alumno de esa escuela farisaica, Samuel, más anciano y padre de su futura mujer, María, de trece años. Se trataba de una familia importante perteneciente a la tribu de Leví y además descendiente del sumo sacerdote Aarón, hermano de Moisés. María había recibido una buena formación cultural de su padre, algo contrario a las costumbres de su tiempo para las hijas. Después del matrimonio, continuando con sus negocios comerciales, Jonatán había trasladado su domicilio con su esposa a Salamina, donde residía el hermano de esta, un levita propietario de una finca, que les había alojado provisionalmente. Pero meses después, en busca de mejores perspectivas, la pareja se había mudado a Kairuán, en la Cirenaica, donde Jonatán había comprado tierras a buen precio y donde había nacido Marcos. Sin embargo, algunos años después, la región había sido invadida por belicosas tribus árabes, obligando a huir a la familia. Sin perder el ánimo, el fariseo había conducido a sus seres queridos a Jerusalén, cerca de los padres de la esposa. Con monedas y joyas que María y él llevaban escondidas había comprado un olivar en las cercanías de la ciudad, a la orilla del río Cedrón en Getsemaní, obteniendo así de nuevo bienestar familiar. En pocos años había agrandado la finca adquiriendo una viña en la otra orilla, comprando una casa y un bazar de telas.

—Me ha parecido bien añadir a mi nombre el de la familia de mi patrón —había comunicado Jonatán a su mujer María y a su único hijo en cuanto entró en su casa, antes de hacerse lavar los pies, sucios por las inmundicias de la calle—. A partir de ahora seré Jonatán Pablo y también tu nombre, querido hijo, será latino, para que cuando te presentes ante los romanos puedan reconocerte como uno de ellos y favorecerte. Desde este momento eres Juan Marcos, ciudadano de Roma.

El joven hacía poco que había cumplido trece años, entonces era adulto, un Bar Mitzvá, Hijo de la Ley dedicado a leer y comentar en la sinagoga los rollos de la Sagrada Escritura. Sin embargo, el padre, como si fuera todavía un niño pequeño, no había dejado de recomendarle:

—Pero cuidado: aunque ahora seas un ciudadano romano, no olvides nunca que eres un judío, ¡sigue siempre los 613 Mitzvot, los santos Preceptos de la Ley! Y no adquieras nunca ninguna de las costumbres de nuestros dominadores.

En este momento le había venido a la mente una sospecha. Se había callado y había mirado a su alrededor con circunspección, como si en la casa o más allá del muro exterior pudiera esconderse algún espía de Poncio Pilatos. Una vez seguro, había continuado y se había dedicado por completo a una de sus habituales y redundantes enseñanzas a su hijo, que iban de la ética a la historia y en las cuales comparaba las santas costumbres farisaicas con aquellas reprobables de los gentiles:

—Los hebreos, hijo mío, hemos sido elegidos por el Cielo, mientras que los romanos, como los griegos, no resucitarán debido a sus costumbres corrompidas: nuestros conquistadores vieron la corrupta Grecia como cuna de valores a incluir en su civilización, pero junto con el saber entraron el Roma las costumbres morales nefandas de ese pueblo, que merecen el castigo del Señor —Indudablemente no bastaba con la exclamación maledicente. Había continuado—: El severo emperador Augusto se opuso en vano a esas costumbres: corre la voz en Cesarea Marítima de que su heredero Tiberio se abandona a todos los vicios reunidos en su corte, sin diferenciarse en nada de los helenos, maestros del libertinaje. Así que estar junto a los gentiles es la abominación de las abominaciones. ¿Qué decir por otro lado de la cultura grecolatina en sí misma? Poesía, filosofía, derecho están reservados a unos pocos privilegiados que tratan a la plebe como una cosa, por no hablar de cómo consideran a los judíos, que nos vemos obligados a comprar la ciudadanía de la Urbe para prosperar —En el fondo, se sentía culpable por su reciente adquisición—. Y detrás de los humanistas griegos y romanos, hasta donde alcanza la vista, hay una extensión de lugareños miserables, en Roma como en Corinto, en Alejandría como en Atenas, a los cuales, en una gran mayoría de casos, ni siquiera se les enseña a leer ni a contar —Se engalló algo más—. Sin embargo, nosotros, los hebreos, ¡ya con doce años! somos instruidos en la sinagoga. Nosotros, hijos de Israel, somos todos de estirpe real, la del Creador, como sabemos por su Palabra, y no una masa como la plebe de la sociedad pagana. Y cualquiera de nosotros, como mi grandísimo rabino Hillel de Babilonia, que era un simple leñador, puede continuar con sus estudios si un maestro le acoge como discípulo y además puede aspirar a convertirse él mismo en rabino —Una vez recuperado el aliento, había concluido por fin—: ¡Que la justicia del Altísimo fulmine a los pecadores impenitentes por los siglos de los siglos!

—Amén, amén —habían respondido a coro hijo y esposa y finalmente esta, que había estado todo el rato con una palangana en la mano lista para atender a su esposo, había podido lavarle los pies.

Un par de meses después, el 23 de mayo, durante un viaje de negocios en Perga, donde trataba de adquirir los apreciados tapices del lugar en uno de los mercados ciudadanos, para revenderlos a un mayor precio en Jerusalén, una ronda de policía encontró el cadáver de Jonatán Pablo, desplomado en uno de los callejones de la ciudad, apuñalado en el corazón.

El asesino o los asesinos no habían sido encontrados.

No se había robado la bolsa, así que era difícil pensar en un atraco. ¿Competencia inmoral en los negocios hasta llegar al homicidio? ¿Una discusión banal en la calle que acabó trágicamente? ¿O tal vez había sido uno de esos fanáticos patriotas hebreos: los zelotes? ¿Le habían castigado por haberse convertido en ciudadano de Roma? Estas eran las preguntas que se había hecho Marcos. Solo dieciocho años después había obtenido la respuesta y el motivo que descubriría no estaría entre los imaginados, sino que sería otro absolutamente inesperado.

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