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Capítulo V

Cumplidos los veinte años, el joven se había casado con la única hija de Pedro, Ester, de catorce años. El matrimonio había sido acordado por los respectivos padres, como entonces era habitual en Israel. Se trataba de una buena chica que, sometida al marido como era normal entre las esposas judías en aquel tiempo, se veía parcialmente recompensada, como todas ellas, ejercitando una autoridad férrea sobre los hijos menores de edad y, a veces, tratando de influir sobre ellos posteriormente, igual que trataba de hacer María con Marcos, aunque con poco éxito. Ester había aceptado las enseñanzas religiosas de su padre y creía en Jesucristo resucitado. A diferencia de su suegra, su cultura era casi nula, pero, en ese entorno antiguo, eso se consideraba normalmente como un mérito más que un defecto en una mujer. Iba a dar hijos a Marcos y, a causa de los muchos viajes que el marido emprendería años después, estaría a menudo sin él, en la sombra de su casa de Jerusalén. Ahora mismo podemos hacerla salir de nuestra historia.

Cinco años después del matrimonio, era el año 793,10 Marcos había cumplido finalmente la mayoría de edad y había pasado a ocuparse directamente de sus negocios. Seguía siendo escéptico acerca de la resurrección de Jesús: era el único del grupo que no había pedido el bautismo cristiano.

Entretanto la Iglesia, compuesta al inicio por cerca de ciento veinte personas, había aumentado y ya sobrepasaba, solo en Jerusalén, el número de treinta mil, a pesar de la hostilidad del sanedrín, lo que llevaba a persecuciones que causaban arrestos y a homicidios. Parte de los cristianos habían por tanto abandonado la ciudad, iniciando la evangelización de Samaría y otras regiones. Se habían fundado otras iglesias menores y comunidades importantes en Damasco y Antioquía de Siria, todas tributarias de la de Jerusalén.

El primo de Marcos, Bernabé, al encontrar cristianos en Salamina, cuya mínima iglesia dependía de la de Antioquía y estaba compuesta por inmigrantes de esa ciudad, se había visto afectado por su predicación. Conociendo bien las Sagradas Escrituras, se había convencido de Jesús era realmente el Mesías anunciado por los profetas y se había convertido. No teniendo hijos a los que dejar sus bienes, había vendido su propiedad, se había mudado con su mujer a Jerusalén y había donado lo ingresado a la Iglesia. Luego había empezado a colaborar con Pedro. Al hablar griego, la lengua internacional del imperio, y tener cultura bíblica, había encontrado enseguida trabajo como enviado en diversas regiones.

Entretanto, en el bando opuesto, un hombre natural de Tarso que se llamaba Saulo, que con Bernabé y durante algún tiempo con Marcos iba a tener parte importante en nuestra historia, había empezado a perseguir a cristianos por encargo del sanedrín, consiguiendo éxitos relevantes.

Saulo era ciudadano romano por nacimiento, bajo el nombre de Pablo, seguidor del gran maestro Gamaliel de Jerusalén. Era una persona muy inteligente y también, gracias a sus estudios personales, había adquirido una profunda cultura. Disfrutaba de un gran vigor físico y de una fortaleza mental que se desbordaba en una capacidad hipnótica y su persona producía una gran fascinación a pesar de su fealdad: a diferencia de Bernabé y Marcos, personas altas, delgadas, de rasgos finos y con mucho pelo y frondosas barbas, Saulo era calvo desde joven, gordo y pequeño de estatura, tenía unas cejas muy pobladas y pelos ralos en el rostro, en que exhibía una nariz gigantesca. Ahora no importaban sus miserias físicas, pero de joven no había sido así: habían sido objeto de burlas y de apodos haciendo que su carácter se volviera propenso a la ira. Sin embargo, gracias a largos ejercicios, la había vencido hacía mucho tiempo y cuando encontraba un obstáculo o, peor, un comportamiento hostil, en lugar de cólera sabía extraer una indignación constructiva enérgica pero tranquila. Viudo prematuramente, había decidido dedicar su vida a Dios y, considerando servirle, en el 787,11 se había puesto a las órdenes de sanedrín, convirtiéndose en cazador de cristianos, pero esa tarea duraría solo tres años, pues luego Saulo entraría él mismo en el grupo de los perseguidos. En el 790,12 mientras por encargo de sus superiores estaba dirigiéndose a pie a Damasco, con guardias, para identificar y capturar a seguidores de Cristo y estaba a la cabeza de los suyos, estando ya cerca de la ciudad había caído de golpe al suelo13 como golpeado por un rayo invisible. Había visto, solo él, al Resucitado envuelto en un fulgor de luz cegadora, mientras que sus hombres solo habían oído las palabras que Saulo iba pronunciando entretanto: Primero había dicho con voz potente, con los ojos cerrados, como si estuviera repitiendo involuntariamente lo que estaba oyendo:

—Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?

Luego había preguntado en un susurro, abriendo los ojos:

—¿Quién eres, Señor?

Se había respondido, de nuevo con voz potente y con los ojos cerrados:

—Soy aquel a quien tú persigues. Ahora levántate y ve a Damasco y haz lo que te será dicho que hagas.

Se había levantado ciego, con los ojos ensangrentados y doloridos. Luego la sangre se había transformado en costra y le había llenado de dolor. Conducido de la mano a la ciudad por sus hombres, que habían pensado que le había atacado e inmovilizado algún mal repentino, Saulo había sido alojado en la casa de un hebreo llamado Judas. Durante tres días no había comido ni bebido a pesar de la insistencia del dueño de la casa, que sabía que era un emisario importante de Jerusalén. Durante la tercera noche había soñado, u oído en el duermevela, la voz de Jesús: le anunciaba que sería visitado por el cristiano Ananías, que le impondría las manos haciéndole recuperar la vista. A la mañana siguiente se había presentado realmente un hombre llamado Ananías, que le había dicho:

—Mientras dormía y soñaba que estaba en bellísimo jardín, he oído pronunciar: «Ananías». Sintiendo con seguridad que la voz era la del Resucitado, he respondido de inmediato: «¡Aquí estoy Señor!». Él me ha ordenado: «Ve a la calle llamada Recta, entra en la casa de un tal Judas y pregunta por Saulo de Tarso, que en este mismo instante está oyendo tu nombre en su mente: está ciego, pero tú le impondrás las manos y él verá». «Señor», respondí con aprensión, «sé que ha hecho todo el mal que ha podido a tus seguidores en Jerusalén. Además, se sabe que ha venido aquí a Damasco para detenernos». La voz del Señor me tranquilizó: «Ve, es para mí un instrumento elegido para llevar mi nombre tanto a los hijos de Israel como los demás pueblos y a sus gobernantes y cuando sea bautizado le mostraré cuánto tendrá que sufrir por mi nombre».

Ananías había impuesto las manos sobre Saulo, a quien se le habían desprendido de los ojos las escamas de sangre coagulada y de inmediato había recuperado la vista: había entendido que se había tratado de una señal divina de la oscuridad espiritual en la que había vivido al perseguir a los seguidores de Jesús y de la luz en la que estaba entrando. Días después, en casa de Ananías, Saulo había sido bautizado. Luego se había dirigido al desierto de Arabia para un retiro espiritual. Durante días había reflexionado sobre qué hacer y había orado a Dios para conseguir la iluminación, pero sin obtener respuesta: ¿Volver a Damasco y anunciar a Cristo con Ananías y los demás bautizados? ¿Andar por el mundo predicando al Resucitado a quien encontrara? ¿O bien dirigirse a Judea, a Jerusalén, donde estaban escondidos los jefes de la Iglesia, buscarlos, encontrarlos y presentarse arrepentido ante ellos, ofreciéndose a colaborar? ¿Pero cómo reaccionarían, no le considerarían tal vez un espía del sanedrín? Una noche, habiendo ya decidido volver a la mañana siguiente, había tenido un sueño revelador. Había subido hasta el tercer cielo y había llegado a conocer al trascendente, casi cara a cara con Dios: nunca iba a conseguir explicar claramente esta experiencia a otros, muy viva, aunque fuera dentro de un sueño, y que le había dado una alegría inefable. Sin embargo, a pesar de la dicha inicial, se le había aparecido al durmiente un demonio espeluznante que le había abofeteado con violencia ambas mejillas. Ese diablo había desaparecido poco después, pero no el dolor: Saulo había sufrido dolores desgarradores en la carne, como si se le clavaran largas espinas y en ese momento había oído la voz de Jesús:

—He aquí las innumerables dificultades que encontrarás en tu apostolado: abandono de amigos, malentendidos, persecuciones, cárceles y dolencias y finalmente la muerte violenta en Roma por decapitación.

—Señor —le había rogado Saulo con palabras contritas por el dolor—, si quieres que sea tu apóstol, dame la posibilidad de anunciar el evangelio hasta cuando muera: no me pongas obstáculos en el camino.

—Para cumplir con tu tarea te bastarán mi amor y mi benevolencia. ¡Yo te amo! No te preocupes y estate seguro de que, a pesar de los muchos sufrimientos, tendrás éxito. Habrá obstáculos que te impedirán llevar a cabo esos proyectos que yo mismo te encargaré, pero ¿qué te importa? Piensa en mi amor sin límites, que no solo se manifiesta en la fuerza absoluta de Dios, sino también en la misteriosa disminución de su poder, en mi dolor y en mi muerte para mi gloriosa Resurrección. Que te sea suficiente ser amado por mí, Dios, y ser hecho partícipe del misterio pascual de mi debilidad y mi fuerza. Y será sobre todo este escándalo aparente lo que predicarás.

Saulo había visto entonces en el abandono de los amigos, en la enfermedad y en los numerosos otros obstáculos que había encontrado su participación en la debilidad del Dios-hombre crucificado y se había sentido tan amado y sostenido por él como para poder cumplir, por voluntad divina, en su propia carne todo lo que faltaba a la Pasión de Jesús, aunque al mismo tiempo había entendido perfectamente que el único y verdadero salvador de la humanidad era Cristo y también que el único autor del éxito de su apostolado sería él, el Resucitado.

Jesús le había dicho entonces, justo antes de despertar:

—Haz todo lo que puedas, confiando plenamente en mi amor, que concluirá tu obra. Y ahora ve a Damasco y empieza tu tarea allí.

El apóstol había vuelto a la ciudad y, lleno de entusiasmo, había predicado allí durante un trienio. Pero con el tiempo había suscitado el odio religioso de los judíos ortodoxos. Hacia la mitad del año 793,14 estos habían decidido, de buena fe, «para honrar al Señor», matar a «Saulo el Hereje». Advertido a tiempo por sus amigos había huido con su ayuda haciéndose bajar por la noche en una cesta de las murallas de la ciudad. Se había refugiado en Jerusalén, en la casa de una hermana casada con la cual había vivido cuando había enviudado, antes del viaje a Damasco. Luego se había dirigido a casa de Marcos, donde, como sabía desde antes de conocer a Ananías, vivían los dirigentes de la Iglesia: no tenía más que una carta que le recomendaba como muy buen y fiel cristiano. Había ofrecido su obra de evangelizador al jefe de los apóstoles, Pedro, y a Jacobo Bar Alfeo, que se había afianzado como el principal en la dirección de los cristianos de Jerusalén, siendo a menudo el primero en ir a otros lugares de Palestina y a la ciudad de Antioquía de Siria. A pesar de la recomendación del buen Ananías, Saulo había encontrado mucha desconfianza: su referente era conocido por los directores de la Iglesia, pero la carta podía haber sido falsa. Solo Bernabé se había mostrado convencido y había intercedido con vigor, consiguiendo hacer desaparecer el recelo de los demás. Al hablar bien en griego, Saulo había empezado a predicar la nueva de la resurrección de Jesucristo en los lugares de más tránsito, delante del templo, a aquellos judíos helenistas que tenían como único idioma esa lengua. Sin embargo, no tuvo éxito. Peor aún, suscitó en ellos tal hostilidad que también ellos, como los hebreos de Damasco, trataron de matarlo. No lo consiguieron porque el apóstol, por un contratiempo, no había pasado ese día por la calle en la que, ocultos, le esperaban armados. Sin embargo, algún hermano en la fe había oído noticias del fallido atentado y había advertido a Pedro. Así que Saulo había sido conducido en secreto, por Bernabé y par de personas más en función de escolta, a Cesarea Marítima y de ahí embarcado a su ciudad natal, Tarso. Allí había permanecido durante cuatro años evangelizando, primero a los hebreos en la sinagoga y luego a los gentiles. Como todos sabían en la ciudad que era ciudadano romano, se había mantenido relativamente seguro: por lo menos aquí nadie había tratado de matarlo. Algunos convertidos por Saulo, trasladados a Roma, habían llevado allí el cristianismo, incluso antes de que llegara Pedro años después.

En el 798,15 Bernabé se había reunido con Saulo en Tarso y había partido con él de vuelta a Antioquía, cuya comunidad de seguidores de Jesús, ya conocida comúnmente como «los cristianos», coordinaba por encargo de Pedro.

Las Investigaciones De Juan Marcos, Ciudadano Romano

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