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Me encontraba en un bar de Lower East Side, donde vivía en un pequeño apartamento, tomándome un trago con mi amigo Wilson, editor de una revista local, y lo vimos ambos en la televisión durante el noticiario de las nueve de la noche. Wilson me mostró un gesto de asombro y golpeó su vaso sobre la barra.

—Conque el nuevo Pulitzer –me dijo manoseando rudamente su bigote–. Lo que necesitaba mi revista para estar en el ojo de todo el planeta.

Guardé silencio. Bebí un trago de mi whisky y le confié que no estaba muy seguro de esa foto tan brutal, como pensada por el mismo Dios.

—¿Crees que sea falsa? –me interrogó pidiéndose otro whisky. En el bar tocaba Gary una pieza de jazz y había pocos parroquianos. Donato, el bartender, que también veía la noticia, se nos acercó:

—Ustedes que saben de estas cosas, pues soy un ignorante en periodismo, ¿qué clase de maldita foto es esta?

—Se me había olvidado que la había visto cuando la publicó el New York Times el año pasado –respondió Wilson–, me pareció más de lo mismo. La desgracia del hambre y todo eso… Ahora que la veo bien, es una foto formidable, ¿verdad, Henry?

Yo estaba con la mirada fija en el televisor a pesar de que ya estaban pasando otra noticia. Pensaba en los años que tenía de fotógrafo y periodista para un periódico neoyorquino de nula importancia y jamás había contado con la oportunidad de producir una foto como la de Kevin Carter. En cierta forma me encontraba desolado.

—No sé si es formidable –dije sabiendo que sí lo era–. El Pulitzer es lo que la ha canonizado, viejo. Los premios tienen esa magia.

—Entiendo lo que dices, pero esta foto…

No logró terminar, Donato, que tal vez no nos escuchaba, volvió a insistir:

—No me gusta para nada esa foto. Sé que ustedes son los que saben. A este bar llega mucho profesional: abogados, periodistas, empresarios, actrices y actores con depresión de temporada, putas encubiertas de damas interesantes, alguno que otro gánster con ganas de escuchar una melodía de jazz. Porque hay de todo en el mundo. Pero no estoy seguro de si esa foto es algo profesional. Me infecta… quiero decir… Tiene algo que me baña de mierda.

—Si te sientes así es por algo. ¡Qué éxito! ¡Logró conmoverte! –dijo Wilson, mirándome con audacia.

—¿Eso era lo que quería el fotógrafo? –preguntó Donato volviendo a servir whisky en nuestros vasos–. Esta la invito yo por las clases que me están dando, amigos. Con todo lo que escucho aquí podría merecer un título de alguna carrera que no se ha inventado, ¿me comprenden?

—Que te lo explique Henry, él es fotógrafo –dijo Wilson.

Yo los observé a los dos, atentos, como si fuera a dar una cátedra.

—Wilson es un editor de garra y sabe de estas cosas. Te lo puede explicar mejor.

—Pero eres fotógrafo y periodista, las dos cosas al mismo tiempo –dijo Wilson–. Algo debes saber al respecto.

Los dos asintieron con cierta confabulación.

—De acuerdo, de acuerdo –repliqué incómodo–. Todos sabemos que una foto como esa habla por sí misma. Es lo que busca el periodismo. Si te impactó es por algo, Donato. Para mí, no es tan formidable. Me interesan otras escenas de la realidad. El Pulitzer está volando bajo. ¿Habrá investigado el New York Times si no es un montaje? No lo creo.

—Aun así no estoy conforme –dijo Donato–. Si me impactó es porque no merecía ver algo así. Aunque sea un bartender también tengo mi sensibilidad, habiéndolo visto casi todo, ¿eh?

—¿Y qué merece ver uno, dime? –le preguntó Wilson.

—Es una forma de decirlo, hombre. La realidad satura. Prefiero ver una película de Disneylandia con mi novia. Eso es todo. Y algo más, yo soy más interesante que esa fotografía de mierda, ¡se los juro! Tengo muchos secretos. Algún día les contaré los mejores. ¿Y qué pasará? Nunca me tomarán una foto ni harán un reportaje. Sé cómo son ustedes los de la prensa. Desprecian al hombre común, lo olvidan, ja, ja, ja, ¡imbéciles! Nadie es común.

—¿Conque un reportaje y una foto? –dijo Wilson.

—Vamos a ver, ¿qué saben ustedes de mis padres? ¿Saben cómo llegaron a este país? ¿Les gustaría saberlo? Oigan, son mis héroes. Y también soy un pequeño héroe, no lo olviden…

Wilson y yo reímos sarcásticamente. Me empecé a sentir confundido.

—Bien, Donato –dijo Wilson cerrándome un ojo. En ese preciso instante encendió un cigarrillo y le vi las marcas del rostro que revelaban su rápido paso por el boxeo–. A todos nos ha costado algo el tema de vivir. Pero cómo hacer que ese costo se haga relevante…

Donato sonrió tímidamente y se fue a atender a un cliente al otro extremo de la barra. Gary interpretaba ahora una pieza lánguida en su piano. Era un negro de mediana estatura que empezaba a tocar frente a un vaso de agua, sin que jamás nadie lo viera tomar un sorbo. El agua estaba allí, frente a él y en ocasiones sudaba bajo la luz rojiza. Uno podía incluso pensar que la tortura de la sed era necesaria para tocar su piano. Para tocar esa melodía lánguida que estaba tocando ahora. Sin sed no hay inspiración, pensé.

También pensé en la palabra relevante que había dicho Wilson. En el mundo solo queda lo relevante, lo que deja huella, lo monumental, aunque sea simple. Un poema de Safo, la pirámide de Keops, la invención del teléfono…

—Mira, Wilson –le dije como si Wilson más bien fuera mi propio ser reflejado en otro cuerpo–. ¿Te has puesto a pensar en qué pasará después de todo esto? Es decir, tenemos años de venir a este bar y de comentar lo que pasa en Nueva York, hechos insignificantes o que parecían serios para todo el mundo. La mayoría de esos hechos casi no los recuerdo. ¿Existieron? No lo puedo negar, pero ya no forman parte de nada. Algún bibliotecólogo, si salieron en la prensa, los tiene por ahí, en algún rincón de una bodega. Nosotros escribimos siempre sobre cosas que ya no existen. ¿No es cierto?

—¿Qué ideas son esas? –dijo mirando hacia el televisor. Pasaban una noticia sobre el suicidio de Kurt Cobain del grupo Nirvana–. ¿Y ahora por qué se suicidó ese?

—Se pegó un tiro con una escopeta. ¿No lo sabías? Nunca me gustó lo que cantaba. Canciones para depresivos. Historias que huelen a cementerio.

—¿Es que no tenía pasta y buenas chicas? ¿Qué no hubiera dado yo por ser una estrella de rock? Me importa poco la música enferma. Solo la pasta y las buenas chicas. ¿Qué lleva a un imbécil a matarse con tanta lana? Hay pendejos que viven molestos por todo: el sol, las mujeres, los automóviles viejos y los nuevos, los discursos del presidente, la sirena de una ambulancia, los ruidos obscenos de sus intestinos… Apuesto que ese era de esa categoría. No podía agradecer nada de la vida. Un auténtico hijo de puta. Y en cuanto a tu pregunta, te diré algo: pase lo que pase, seguiré tomándome mis whiskies en este bar y sintiendo que no soy lo mejor, pero que habrá casos sin remedio.

—Yo soy un caso sin remedio, pero desconozco mi enfermedad –dije riendo. El bar a esas horas no era tan bullicioso. Gary había hecho un receso. Antes de beber agua se puso a fumar. Había dos hombres en una mesa con pinta de intelectuales (pensé en la CIA), una pelirroja con una especie de magnate gordo riendo de lo que este le decía al oído, un negro vestido de marine mirando fijamente una cerveza, una mujer sola en un rincón donde no se enfocaba mucho la luz, vestida muy elegante, con un abrigo cerrado hasta el cuello. Pensé que esperaría a alguien. El bar de Donato era un buen sitio para citas.

—Lo que te falta es algo de pimienta –me dijo misericordioso Wilson–. A algunos no nos falta nada. Puedo enojarme mucho cuando se me acaban los cigarrillos. Hasta ahí llegan mis problemas. Es una gracia que no esté en Ruanda.

La alusión respondió a otra noticia sobre el genocidio de Ruanda que presuntamente respondía a la muerte de dos presidentes hutus cuyo avión fue derribado por un misil. De inmediato, se pasó al informe de los juegos de béisbol de temporada.

—Cómo decirte que a algunos les llega fácil la suerte mientras que otros nos quedamos esperando… Como ese Kevin Carter. Esa foto es estrafalaria pero hunde el puñal.

—Suerte de tonto, nada más. De esos está repleto el mundo. Tú sigue en tu trabajo y no le des tanta importancia a la celebridad.

—No es la celebridad. Es lo que, ahora lo pienso mejor, tiene esa foto de trasfondo.

—¿De trasfondo? He visto cosas más tristes y no he tenido una cámara a mano.

—¿Qué has visto?

—Una mujer caminando sola sobre el puente de Brooklyn y con los ojos sin fondo. Pasaba por ahí una noche, conduciendo mientras también fumaba y pensaba que todo estaba tranquilo. Y la vi como si ella quisiera que yo la viera de frente. Tuve que esquivarla. ¡Y te repito que sus ojos no tenían fondo!

Me marché en un taxi a mi departamento en la calle 99 Rivington St a solo dos cuadras del bar de Donato, ubicado en un viejo edificio de los que aún quedaron para inmigrantes. Vivía felizmente solo. Los inquilinos no se quedaban por mucho tiempo y tampoco había tiempo para conocer a nadie, lo cual no me producía inquietud. Siempre me ha parecido una ventaja poder vivir sin interferencias. Acudía desde temprano a mi trabajo en el periódico New York Chronicle. La filosofía del periódico era mucho menos pretensiosa que la de un diario como el Times obviamente. Nos encargábamos de las noticias del propio Nueva York y muy pocas del mundo entero. Por ahora, tenía el encargo de escribir sobre la flora en peligro de la ciudad que había inspirado algunos airados comentarios de escritores, cineastas y ciudadanos. Para realizar el artículo debía entrevistar a un viejo botánico que me suplía información necesaria.

Esa noche que llegué a mi apartamento, después de haber visto la foto ganadora de un Pulitzer, no me sentí nada bien. Esperaba que los whiskies me sedaran para poder dormir en paz, como le sucede a casi todo el mundo. Me dediqué a pasear por el apartamento con cierto grado de ansiedad que solo he conocido en los pocos rompimientos amorosos que he tenido. Miré a través de la ventana y vi las siluetas que se deslizaban, incógnitas, a través de las ventanas de los edificios de enfrente.

Percibía la existencia de una bruma que imitaba la danza sutil de un velo.

Tenía un álbum de los premios Pulitzer desde la primera en 1941 e hice un lento recorrido por cada una de ellas. Eran las doce medianoche y no se escuchaba más que un sonido indefinible como a voces tapadas que se infiltraban a través de las paredes. Algunas me parecieron extraordinarias, como siempre, como aquella de 1960 de Andrew López para United Press International, que captura el momento en que un sacerdote conversa con un miembro del ejército de Batista antes de su fusilamiento, o aquella otra de Robert H. Jackson, del Dallas Times-Herard, cuya foto estampa para siempre en una fotografía el momento en que Jack Ruby asesina a Lee Oswald. De todas las fotografías solo una se apropia de la fuerza de la naturaleza y que no forma parte del devenir humano: la del Boston Herarl American de 1979, donde se muestra la acción de una ventisca sobre un faro imperturbable. Las furiosas aguas del mar lo acosan con potencia aplastante, pero el faro se mantiene a pesar de todo. Esa es la foto que me gusta y que por supuesto me interesa de manera íntima. Las demás fotos reflejan momentos decisivos, dramáticos, donde estamos inmersos siempre.

Ahora había que añadir la fotografía de Kevin Carter, la del niño de espaldas al buitre, única en su especie. Ninguna otra podría reflejar tanta perversión en el mundo, ni la de Huynh Cong Ut. Sabemos que el napalm viene detrás de los niños, como un caballo del Apocalipsis y que atrás nada queda, ni sus casas, ni sus escuelas, ni sus juguetes, ni sus historias.

Sabía que Carter había logrado algo especial y terrorífico que se había salido de todo cauce. ¿Estábamos ante el ojo de Dios o ante la simple idolatría del desamparo, que había comenzado a convertirse en una especie de espectáculo insensible? No tenía por ahora la respuesta. Lo que sí sabía era que sentía envidia. Envidia de no haber sido yo tal vez el que hubiera sido el fotógrafo galardonado por un “hallazgo” de ese calibre. Cómo pudo este hombre estar en el momento en que se hacía presente el mal, el mal puro, auténtico, verdaderamente resuelto a imponerse y destruir la obra de la creación. Lo que Kevin había logrado no lo hubiera hecho jamás ninguna otra forma de expresión artística. Solo esa foto. Kevin había visto el horror personificado con una precisión que tal vez otros hechos de la vida no lo hubieran podido ofrecer.

La envidia es el verdadero motor de la creatividad o el pantano movedizo en el que algunos caen y se ahogan. Es un instrumento que puede servir para las dos cosas.

Me fui a mi cama y me dormí poco, o casi nada, con el álbum sobre mi pecho, mientras me perdía en reflexiones turbias.

Al otro día, me preparé un café. Me sentía más repuesto y estaba decidido a hacer algo con respecto al premio de Kevin. Aún no lo tenía tan claro. Me preparé una tostada, que fue lo único que pude comer y no me fijé que salía hacia el periódico a una hora en la que aún no había amanecido. Cuando me percaté de que era muy temprano, caminé descorazonado, con lentitud, balanceando mi maletín de cuero.

Mientras bajaba las escalera me topé a Leonore, una anciana de unos ochenta años que era la única inquilina que se mantenía fiel a esa casa de vecinos y que desde hacía varias semanas trataba de dialogar conmigo acerca de aspectos de su vida que me tenían sin cuidado. Se había dado cuenta de que era periodista y al parecer hay gente que requiere confesarse con un periodista, como existe gente que lo hace con un sacerdote. Quizás esperaba que alguna de sus historias me llamara la atención. Siempre trataba de escabullírmele sin cierta piedad. “Hola, buenos días”, le decía al bajar las gradas. Esos edificios no contaban con ascensor y había que toparse con la gente menos indicada por los pasillos. “¿No me diga que hoy también va de prisa?”, me preguntaba. “Si mal no recuerdo tengo más de un año de invitarlo a tomarse un té conmigo. Mi departamento es hermoso y lo que debo contarle tal vez le interese. No es nada que tenga que ver conmigo. Yo soy una vieja solitaria”. “Es posible que sea otro día, señora Leonore, otro día, hay tanto trabajo en el periódico”. “Pero su periódico también se nutre de las cosas inquietantes de la realidad y yo y mis historias formamos parte de la realidad, no creo que solo haya noticias respetables fuera de este edificio”. Así eran los argumentos de Leonore. Esa mañana que bajaba con algo de lentitud, la vi subir las gradas hacia su apartamento cargando unas flores. Me miró con sospecha:

—Tan temprano para el trabajo, señor Henry.

—Es posible que no haya calculado bien la hora. ¿Sabe una cosa? Es la primera vez que me sucede.

—Interesante.

Leonore llevaba unas pantuflas rosas y una bata dorada con encajes. Tenía unos ojos curiosos y escudriñadores azules que podían intimidar. Se maquillaba mucho. Incluso podía uno pensar que dormía maquillada y que así se mantenía de manera perpetua.

—Diría que no es lo usual, apenas está amaneciendo. Y usted, ¿comprando flores?

—Hay un almacén que las vende desde muy temprano en la esquina. Me extraña que no lo conozca.

—Creo que no conozco a fondo el barrio donde vivo. Salgo muy temprano y vuelvo hasta la noche. Es un trabajo cansado.

—Lo entiendo, por eso no ha querido tomarse conmigo una taza de té ni que le cuente mi historia.

—Claro, su historia. Y dígame algo, ¿de qué trata su historia?

—No me gustaría adelantarle nada en este pasillo. Hay gente despierta que escucha. Nunca duerme. Me espanta la gente que nunca duerme y es más de la que usted se imagina.

—Nunca lo había pensado.

—Yo sí estoy segura. Hay gente que permanece de pie porque creen que los están siguiendo y no pueden pegar el ojo.

—¿Y quién los sigue?

—Saber diablos. Nadie. Nadie los sigue. Solo creen que los siguen y que deben estar vigilantes. Eso les da una razón para vivir.

—¿Y cómo sabe usted eso?

—Solo lo presiento. Tengo muchos años de estar aquí y por las noches escucho hasta la respiración de todo el mundo. Es algo que se aprende. Por ejemplo, usted anoche tuvo dificultades para dormir, oí unos pasos por alguno de estos departamentos y me dije: Creo que es el periodista que tiene un problema grande, algo que no puede resolver en este momento.

—Atinó, Leonore. Anoche no pude dormir. Di muchas vueltas por el departamento pensando algo…

—¿Ve usted de las cosas que podríamos hablar si se decidiera a aceptar mi taza de té?

—No creo que a usted le interese lo que yo sienta. Son sensaciones vagas.

—Todos estamos llenos de sensaciones vagas que necesitamos contar a alguien más. No podemos sentirnos con ellas solos.

—¿Y de qué me ha querido hablar en otro momento? Tengo algo de tiempo mientras espero que salga el sol.

—De Greta Garbo.

—¿La actriz? Murió hace cuatro años.

—Yo la conocí, fui su edecán.

—Por ahora le puedo decir que es interesante. Greta Garbo y lo que muchos aún quieren saber de ella.

—Puede ser una buena historia para su periódico, Henry. No sería algo escandaloso. Odio el escándalo, pero no la verdad.

—¿Qué es lo fascinante que usted me contaría? Suelen escribirse historias que uno olvida en un santiamén sobre la actriz.

—Empecé a trabajar para ella poco después de que se retiró del cine –me dijo parpadeando rápidamente–. Yo era un poco mayor que ella. Alguien me contactó, porque toda mi vida trabajé como edecán, también soy una estupenda chef y no hay nadie que me gane haciendo la limpieza. Ahora estoy vieja y solo puedo sacudir el polvo.

—¿La conoció bien? Esos artistas siempre se han creído superiores a la media.

—No era una mujer de otro mundo, si quiere usted decir tal cosa, solo que no quería sentir demasiado.

—¿Y cómo es eso de no sentir demasiado? Me ha hecho gracia lo que expresa, Leonore. Qué ocurrente.

—Ella me comentó luego de tres meses de hacer mi trabajo en su departamento de la calle 52 y de casi no hablar conmigo que quería saber si podía confiar en mí.

—Bueno, eso significa que en algún momento nos quebramos y que somos igual que todos los demás. Yo entiendo a Greta Garbo, me gusta vivir aislado, no conversar mucho, no comentar demasiado nada con nadie. Imagino que así es Drácula, un solitario que nunca ve el sol y que tiene pocas conversaciones.

—Muy chistosito, Henry –sonrió la vieja enseñándome unos dientes absolutamente perfectos, lo cual me hizo pensar en una costosa operación periodontal o en lo peor de todo: una impecable prótesis–. Ella me dijo que me sentara a una mesita donde siempre tomaba el té, mirando a través de los ventanales, al East River, y fue cuando empezó a abrirse, por así decirlo. Tardó mucho tiempo para hablarme algo más que unas frases.

—¿Y qué le dijo?

Leonore miró hacia el piso cubierto por un tapiz vetusto con flores cárdenas enmarcadas en cuadros con ribetes blancuzcos.

—Fue una larga historia en varias tardes, Henry, no puedo contárselo todo aquí. En resumen, me dijo que un día simplemente no toleraba el contacto con la gente y que sentía un inmenso asco por haberse convertido en Greta Garbo. Se sentía agradecida por sus admiradores pero no lograba que la mirasen más con esos ojos llenos de expectativas de los demás. Hasta en el baño percibía que cada uno de sus movimientos merecía una foto y que por esa idea empezó a sentir mucho miedo de estar sola, hasta que se dijo que debía estar sola para aniquilar esa sensación. En realidad, se recluyó para matar el miedo de estar sola. El mundo le había dicho que no podía vivir sin ella, si su rostro, sin sus películas, pero cómo podía el mundo exigirle tanto. ¿Me comprende?

—Un poco, Leonore, un poco. No deja de ser una mujer excéntrica. Bien pudo haber tomado vacaciones y no hacer tanto drama, ¿no le parece?

—Creo que usted no lo entiende. Greta Garbo sintió el terror de estar en el ojo del mundo por ser una invención del cine. Si no escapaba de ese ojo, ¿qué sería de ella?

—Retomaremos el tema, Leonore, creo que ya salió el sol. Y tengo una idea que debo poner sobre la mesa de mi jefe.

—Espero que sea una buena idea, después de todo anoche no pudo dormir por ella. Se le nota en las ojeras. Dios mío, pero qué cansado se ve. No se olvide, cuando quiera que le comente más de Greta Garbo me avisa. Yo siempre estaré por aquí. Tal vez pueda escribir un artículo de esos sobre los artistas de cine.

—Es probable. También sobran los que escriben sobre Greta Garbo. De eso no me cabe duda.

El ojo del mundo

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