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IV

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Me mantuve nervioso antes de partir de Nueva York. Me reconocía a las puertas de un hecho desconocido, como bien pudo sentirse Neil Armstrong cuando estaba a punto de descender del Apolo 11. Digamos que todos tenemos el derecho de vivir esos episodios trascendentales y que solo por ellos hemos esperado toda la vida. Una vez que pasan, todo se reduce a lucubrar infinitas posibilidades en torno a lo que sucedió.

Para otros lo que yo buscaba bien podría provocar risa o tedio. ¿Pero qué me importaban los otros? ¿Tienen los otros algo sabio y distinto qué ofrecer? No.

Caminé a la salida del trabajo y me topé con una noche atareada en esa parte de la ciudad. Hacía bastante frío y me había percatado de llevar abrigo y guantes. Pasé a comprar un panini en un negocio llamado Serafina, y me fui a buscar una banca en un pequeño parque que se resistía entre las moles de edificios de apartamentos. Había un árbol de cerezos a punto de reventar en flores. Los negocios se preparaban para el aumento de turistas en esa época del año cuyas distracciones parecen infinitas. Comí el panini sabiendo que tenía varios días de medio comer. Lo degusté como si ya mereciera comer algo con más reposo.

Miré a un hombre mayor salir de una tienda de antigüedades junto a un cliente que le señalaba un extraño objeto en la ventana. Supuse, solo por prejuicio, que sería algo así como un viejo reloj de péndulo o una bailarina de mirada fantasiosa esculpida en madera como base de una lámpara del siglo XIX. Había un árbol desmadejado gingko biloba que tapaba un poco la entrada. Debido a mi relación con el botánico mi cultura sobre flora había aumentado, podía reconocer algunas especies de árboles en el centro la ciudad, olmos chinos, acacias, un sinfín de árboles.

Reconocí en ese distante viejo, oriundo de quién sabe qué país, una actividad que de pronto comencé a envidiar, sin razón alguna. Me gustaron sus movimientos lentísimos, como un gato indolente que se pasea por la vida con más distancia que presencia. Era ligeramente encorvado. Llevaba unos lentes que se ajustaba con parsimonia. Era el súmmum de la parsimonia. El cliente era un hombre bajo de estatura que vestía un abrigo negro de piel. Llevaba una barba corta pelirroja. Señalaba al anticuario con el dedo índice y se reía. Creo que le estaba pidiendo una rebaja.

Quise ser ese viejo, sin proponérmelo, y atender su tienda que parecía un local imperceptible. Soñé por unos minutos tener su calma para mantenerme en ese espacio diminuto con sus objetos, aunque solo pasara el tiempo debatiendo un precio ridículo con un cliente más loco que una cabra. No en balde pensé en sus costumbres y las imaginé simples. Tal vez leía alguna novela de vez en cuando o veía algún partido de béisbol sin tomárselo muy a pecho. Era obvio que bebiera un té y que comiera solo galletas macrobióticas. No creo que tuviera muchos parientes. Tan solo una hija que vivía en otro estado. Vivía solo. Al fondo de la tienda. Y había ordenado sus recuerdos en cajas chinas, de modo que no lo solían asustar. Me gustó también la luz interna de la tienda, quizás proveniente de un candelabro que apenas resplandecía para otorgarle a las cosas el brillo solo necesario.

Antes de entrar con su cliente al local, el viejo se volteó y me miró con intriga. Pensé que tenía un sexto sentido y que percibía cualquier mirada indiscreta. En ese lapso, tal vez sintió miedo, miedo de mí, de la envidia que me provocaba su mundo extraño y me sonrió por cortesía. Me levanté de la banca, caminé hasta la esquina y tomé un taxi. Había quedado de verme con Sharon un poco más tarde en su apartamento, pero me sentía dudoso.

Me dirigí al cómodo apartamento donde vivía, cerca del Museo Nacional de Matemáticas, y supe que había llegado demasiado temprano. Me fui a buscar un bar mientras hacía tiempo y después de caminar y apartarme de mi destino por no conocer la zona, me encontré con una taberna con un rótulo en la entrada que decía “Emanación”. El bartender me saludó al verme y me ofreció un menú de licores. Le pedí solo un whisky doble en las rocas y me senté en la barra cerca de la entrada para tener vista completa hacia la calle. El hombre, muy delgado y fuerte, de unos treinta años, me preguntó que si era de la ciudad y le respondí que solo estaba por ver a una amiga. El lugar estaba vacío. Se oía una canción de Nirvana, y me sentí incómodo porque detestaba la voz de Kurt Cobain. Para mi sorpresa, el bartender tenía un set del grupo y parecía muy conmovido con las desgarradas letras del cantante.

—No puedo perdonarlo por lo que hizo –me dijo de pronto mirándome como si me hubiera estado esperando para confesarme lo que más le dolía en ese momento.

—¿Perdón? –le respondí, viendo mi reloj. Aún era muy temprano parar ir donde Sharon y sé que me estaba carcomiendo la ansiedad de verla, de agradarla, de despedirme y de hacer la entrevista. Todo en conjunto.

—Kurt Cobain –dijo extendiendo una mano en el aire–. Tenía que haber luchado más. Pero no lo culpo. Quién puede culparlo. –Me encogí de hombros y bebí del whisky con impotencia. No podía decir que me sintiera triste o aludido por lo que decía el bartender–. ¿A qué se dedica? –me preguntó cambiando el semblante luctuoso por uno más inquisitivo–. La gente que llega aquí a beber no es muy amigable. Son ejecutivos la mayoría, muchos trabajan en bancos, beben rápido y se van. Otros se sientan solos y apuntan algo en su agenda. En esta parte de Nueva York no hay gente que hable mucho. Ni yo tampoco. A veces soy como una tumba. Y me gusta ser una tumba. Hoy solo estaba escuchando esta música y supe que Cobain tenía su estilo. Era capaz de tocarlo a uno como el LSD. Las letras de sus canciones son una mierda tan triste…

—Bueno, soy periodista.

—Ah bueno, conozco varios periodistas. Siempre vienen en grupo. Toman mucho, debaten un poco, y se van borrachos. ¿Qué clase de periodista es usted?

—Soy un cronista o algo así. También tomo fotografías. Es que una foto lo dice todo.

—Supongo. ¿Y trae ahora alguna fotografía?

—Sí, claro, pero no es mía.

Saqué de mi portafolio la fotografía del Pulitzer de Kevin Carter y la puse sobre el mostrador. El hombre abrió más los ojos y movió la cabeza.

—Asqueroso –dijo.

—Es el premio Pulitzer de este año –le dije como si la foto la hubiera tomado yo, es decir, como si yo tuviera alguna autoridad para explicar cualquier asunto de ella.

—No sé qué decirle. Esta foto me saca de mi comodidad y odio cuando eso pasa. Me vine de un sitio problemático en Chicago para Nueva York con la esperanza de alejarme de conflictos en el barrio donde vivía. Tuve la suerte de que un amigo me diera un trabajo en esta zona que considero exclusiva. Crímenes habrá en toda la Tierra mientras haya gente. Eso usted, como periodista, lo sabe. No hay que ser un genio para reconocer que nunca habrá remedios. Ni el dios luterano de mi padre, que era un hombre de buena voluntad, tiene la fórmula. Él siempre me dijo que ordenara mi vida. No sé exactamente qué es el orden. Imagino que el orden empieza cuando no encontramos ni el cepillo de dientes y cuando uno amanece con un grupo de yonquis en un remolcador viejo y sin un dólar en los bolsillos. O inventas el orden o mueres. No hay otra salida. Pero le diré que esta foto me recuerda que tengo corazón y que no debo dejar que nadie lo devore. Eso lo debió haber sabido Kurt Cobain.

—Es una foto que habla como cada quien lo desea. Yo tengo mi hipótesis o mi versión. Ya no sé lo que digo.

—¿Hipótesis de qué?

—De por qué existe. Lógico. ¿Se pregunta a veces de por qué el mundo existe? Sé que no es una pregunta muy productiva. Sin embargo, yo me la hago a veces. No digo que paso filosofando. No digo que estoy en la tina haciéndome esa pregunta. Es como si el diablo me murmurara muy quedito mientras estoy haciendo cualquier cosa: “¿Por qué estás aquí? ¿Por qué existes? ¿Por qué el mundo existe?”.

—Ah, ya veo… –dijo el hombre frotándose la frente. Tenía marcas en las mejillas y unos tatuajes insoportables en sus grandes brazos. Calculo que podría medir un metro noventa y cinco. Llevaba un bigote estilo herradura. Cuando sonreía, muy precavido, se le veía un diente de plata. Sus ojos celestes estaban en el rango de un amargo atardecer.

—Lo mismo me pasa con esta fotografía. ¿Por qué existe?

—Si no le entiendo mal, igual podría preguntar por qué existe tanto millonario en Nueva York y por qué yo sigo siendo pobre. Aunque es obvio que esas preguntas tienen respuestas que me harían llorar como a un bebé.

—No tengo tanta sabiduría acerca de esas interrogaciones. Es algo que le pasa a mucha gente. El capitalismo no perdona los errores.

—Volviendo a su tremenda fotografía –dijo en tono sarcástico–, dígame algo: por qué cree usted que existe. No se irá de este bar sin responderme después de meterme esa daga.

El hombre rio sin que lograra reconocer que se sintiera divertido. Tuve de pronto la sensación de que se me había ido la mano. Parecía lo que quedaba de un ángel luego de mil historias de muerte y resurrección, pues había sido un hombre guapo en su juventud. Ahora solo le quedaba una expresión, como a muchos hombres maduros que tiraron todo por la borda, de quien solo tenía ciertas artimañas para sobrevivir. Me quedaba entonces la posibilidad de mentirle en mi respuesta, pedir otro trago, hablar un poco más, pagarle e irme tranquilo hacia el departamento de Sharon, a pocas cuadras de ahí, ubicado en un edificio histórico, donde el alquiler mensual era equivalente al de un salario de un neoyorquino promedio. Abrigaba la esperanza de que llegáramos a acostarnos como antes lo hacíamos, de un modo ardiente y desprovisto de protocolos, que es lo que más me aburre de cualquier relación.

—Esta fotografía existe porque la humanidad entera la necesita. Lo que es necesario sale a flote, aunque nos condene.

—Bonita explicación. Pero no me satisface. –El bartender tomó la misma botella de whisky con la que me había servido, alcanzó una copa y la llenó. Mirando hacia la calle, se echó el trago de golpe. Exhaló lentamente–. A esta hora esta avenida se empieza a mover con más ganas. Me apena no tener la misma libertad de hace unas décadas. La libertad de un cuervo, por decir algo, o de un pelícano.

—¿Por qué no le satisface? –le pregunté con imprudencia. Era el momento para irme. No sabía ante quién estaba.

—Porque sé que miente.

—¿Cómo dijo?

—Usted miente como todo el mundo. Si usted lleva esa fotografía será por algo. Para usted es muy importante. Jamás me va a dar explicaciones. Le diré algo: no necesito que me dé sus razones. Yo también puedo interpretar solo lo que hay ahí en esa fotografía. No hagamos muy larga nuestra conversación. Mi padre le diría que usted solo quiere ser bueno.

—No le entiendo –le dije. Tenía la fotografía en mis manos, que había ampliado lo suficiente para mirarla de vez en cuando. Tuve la intención de guardarla en el portafolios y la tomé con fuerza. El bartender lo impidió con una de sus grandes manos. Podría haber sido la mano de un basquetbolista.

—Quiere hacerle sentir al mundo que su corazón es limpio, como las canciones de Cobain. Y ya sabemos que esas canciones solo brotan de un corazón hecho pedazos que no luchó lo suficiente. Yo no me vanaglorio de nada, pero he pasado mis tormentas. Una de ellas fue más larga que una vida. Me quitó algunos dientes. Me puso al lado de gentes que hoy estrangularía. ¿Y estoy muerto? No. Nunca he intentado matarme por las razones que he tenido para matarme. Siempre existirán muchas. Cientos. He jugado con todas ellas. A cada una le he dicho: “Mira, buena razón para matarme, espera un momento mientras voy al baño, espera aquí y ya vengo”. Y la dejo sentada en alguna barra de bar y me salgo por la puerta trasera. Así funciona. Usted solo quiere sentir que siente asco como un ángel. Pero no es un ángel. Lo siento, mi amigo. No tiene pinta de haber vivido tormentas. Lo que quiere es imitar la tristeza y no lo consigue. Dígame usted la verdad. Así quedaremos en paz por esta vez.

—No sé de lo que habla –le dije tomando la fotografía por un extremo–. No me he creído buena persona. No tengo la mejor opinión sobre mí.

—Lo que veo aquí –dijo el hombre con aire de prepotencia– es que hay un maldito fotógrafo que solo tiene tiempo para ver cosas asquerosas. ¿Acaso tiene una enfermedad para regalarnos esto? Yo le diría a su amigo lo siguiente: “¿Conque usted vio este buitre junto a ese pequeño negro desnudo? ¿Es su regalo a la humanidad? ¿Quiere preocuparnos con eso? ¿Quiere que nuestro desayuno sepa a mierda? ¿Sabe cuántas veces me he levantado de la mierda para que ahora me lo recuerde? ¿Sabe acaso qué es un buitre? ¿No es también una criatura importante de la creación? ¿No es un ave que Dios hizo con sus propias manos para limpiar de carroña los campos? ¿Sabe qué le diría mi padre? Que su foto apesta y que usted es un fariseo”.

—Tiene todo el derecho de hacerle esas preguntas –le dije, sabiendo que su elocuencia no era muy perturbadora–. Incluso me gustan sus preguntas.

—¿Le parece? –le dije viendo que su semblante cambiaba de intenso a dócil paulatinamente. Con gente así no se sabe.

—Es más, ¿me podría repetir las preguntas? Me encantaría tomarlas en cuenta.

—¿Se está burlando de mí? –dijo alargándose el bigote ralo y mirándome con un poco menos de docilidad y con algo más de sospecha.

—No le miento. Yo no lo sé todo. Por eso es importante el roce con la gente. Con la gente de verdad. Los periodistas debemos ser humildes y considerar la existencia de otras opiniones.

—Claro, vivimos en el país de la democracia –dijo dibujando su sonrisa, incrédulo. Me retuvo el reflejo de su diente de plata. Pensé muchas cosas. Sobre todo pensé que su pasado era peor que la foto y que yo solo era un imbécil que tal vez jugaba a los dados con un potencial asesino–. Hombres como usted deben abrir más sus oídos.

—Muy de acuerdo.

—¿Y por qué tomaría mis preguntas en cuenta? ¿Puedo saberlo? –La expresión del bartender se tornó extrañamente jovial. ¿Había sorteado la peligrosa presunción de que yo le estuviera mintiendo? No lo sabía.

—Porque yo debo entrevistar muy pronto al fotógrafo que tomó la fotografía. Eso es todo.

—¡Ahora entiendo! –rio abrumado–. ¡Para mí es más claro todo! ¡Se prepara para una entrevista!

—Así es. –Le narré rápidamente cuál era el objetivo de mi empresa, sin que conociera mayores detalles. Estaba esperando el momento adecuado para pagar e irme.

—No me gustaría entrevistar al hombre que fotografió esto –me ladró con arrogancia–. En el mundo hay problemas más interesantes, más necesitados del interés de un periodista, más…

—Puede ser –lo interrumpí–, puede ser. Pero mi periódico cree que la historia de este hombre merece un poco de atención. Después de todo ha ganado el Pulitzer. Además, aunque a usted no le guste la foto, a otros los estremece. No crea que se pueden hacer tomas así todo el tiempo. No, señor, no es tan sencillo. No es tan sencillo que la realidad nos enseñe de pronto algo tan escalofriante. Por lo general, casi todo pasa inadvertido. ¿No se ha dado cuenta?

—Sepa, usted, mi amigo, que esta foto no me estremece. Yo he librado mis batallas y he visto cosas peores.

—No lo dudo –le dije, pensando que tal vez tenía razón. Sin embargo, no la tenía. Ese hombre solo había vivido un mundo egoísta, igual al mío. La foto nos obligaba a mirar hacia otro lado. El mundo del no-egoísmo. Y eso tenía su costo, su perturbación, su infinita molestia–. Yo también me he querido cortar a mí mismo con el cabello de un ángel.

—¿Qué ha dicho?

—Recordé la letra de una de las canciones de Cobain.

Smell like teen spirit –dijo sorprendido. No esperaba que saliera con tal expresión. A veces una cita en el momento adecuado puede despejar muchos malentendidos o intrigas–. Siempre me viene a la mente ese verso cuando tengo dificultades. ¿No le parece aterrador? ¿Lo dice en son de burla?

—Lo digo por mí mismo.

El hombre se quedó mirando hacia la calle y emitió un lento y cansado sí.

Pagué a los minutos, y logré colocar la fotografía en el portafolios, sin que el bartender quisiera debatir más al respecto. Lo vi afectado por alguna razón. No me dijo nada cuando le dije, gracias, nos vemos.

Ya la oscuridad de esa parte de la ciudad se encontraba a raya con las intensas luces de los edificios y los automóviles. Una ciudad como Nueva York, siempre he pensado, batalla contra la oscuridad natural, no le permite que la domine, ella requiere resonar contra el necesario descanso, acallar la voz de los antiguos fantasmas y del silencio que podría dejar oír su voz tenebrosa.

Me recibió Sharon con una bata plateada que le daba un particular esplendor. Su cabello le caía sobre los hombros semidesnudos. Mostraba la reciedumbre de la mujer madura que sabe equilibrar dieta con ejercicio. Había diseñado su apartamento sin ninguna afectación. Era sobrio y elegante. Después de varios meses de no visitarla, traté de recordar nuestros últimos encuentros y solo tuve imágenes borrosas del ayer. Por ejemplo, la memoria asociaba un paisaje donde iba a su departamento mientras caía un poco de nieve con la gratificación posterior de un beso cuya intensidad persistía, no sabía si por simple amor o compleja lujuria; o el sabor del vino a medianoche con una carcajada en la sala; o una cogida furiosa con una llamada a la pizzería, la cara sin relieve del que tocó el timbre del apartamento con una pizza caliente, la lengua jugosa de la mujer secándose un resto de salsa a un extremo de sus labios cuyo esmalte ya lo había libado con los míos…

Sharon me dijo que me sentara en un sillón de la sala y me preguntó si quería tomar algo. Yo recordé los últimos whiskies con el bartender y supuse que requería otro tipo de whisky con Sharon, uno que no tuviera por centro la conversación en torno a una fotografía. Estaba claro, sin haberlo mencionado en nuestra cita del almuerzo, que volveríamos a encontrarnos para hacer lo que más nos gustaba. No había mucho que explicar. Sobraba cualquier etiqueta, a menos que nos enredáramos en aquellos debates sobre cualquier nimiedad que nos fueron separando como a dos imbéciles los separa sus gustos deportivos en una isla desierta.

Tomamos unos cuantos tragos de whisky. Me mantuve muy prudente. No quería acaparar la atención. Solía siempre hablar mucho de mí mismo, como también Sharon hablaba mucho de sí misma. Dije solo lo necesario, es decir, que se veía muy bonita esa noche y que todo en ella seguía siendo magnético. Me pareció acertado utilizar la palabra magnético, aunque podría ser muy usada. Ya uno no sabe lo poco original que suena cuando trata de halagar a una mujer. ¿Habría que utilizar teoremas? ¿Sería mejor recitarle poemas de autores difíciles? Ella respondió que trataba de estar saludable. Su respuesta fue de una corrección insípida y sentí que era lo mismo que podría haberme dicho una tía.

—¿Saludable? –le dije–, yo diría apetecible, Sharon. No estoy hablando de salud. Sabes que hace tiempo que no nos vemos y por sinrazones.

—El amor acaba por sinrazones, ¿no lo sabías? Nadie puede explicar por qué se derrite o por qué se enferma.

—Creo que tratamos de ordenar demasiado la energía potente que nos quería juntos. Esa es mi teoría. Siempre lo pienso. No se puede ordenar ese tipo de energía. Uno puede ordenar la ropa en el clóset o unas oraciones en un párrafo. Pero le energía, imposible.

—¿Y quién trató de ordenarla? Nunca impuse reglas absurdas en esta relación.

—Tal vez fui yo –dije para echarme la culpa. Me sentía mejor cargar con cualquier estigma por el momento.

—No, no fuiste tú. Fue el deseo sexual. El hambre que teníamos uno del otro. Los pensamientos que despierta son aterradores, Henry. Solo tratamos de protegernos y tomamos distancia.

—¿Te parece?

—En muchas cosas he estado equivocada, en esto que te digo no.

—Pero nunca he sido tan feliz con alguien. Es la verdad.

—Quizás yo tampoco. Ser feliz no significa que le ocurra a uno nada extraordinario. Me atrevo a decir que la felicidad solo ubica el mundo donde debió estar siempre. ¿No te parece?

—Ahora que lo dices, mi felicidad consistía en esperar con emoción ciertos momentos contigo. Una emoción blanca, como la nieve, esa que empieza a caer como una música suave sobre las avenidas en invierno. Sí, no era nada ampuloso. Era precisamente un estado justo, tu cuerpo, tu voz, coger en cualquier sitio de tu apartamento o el mío, comer luego, dormir, despertar, escuchar la lluvia, comentar una estupidez política, reírnos del presidente o de los escándalos…

—Sí, Henry, y la energía crece, muy poderosa y nos empieza a producir inquietud. No se satisface. Uno quiere más del otro. Aunque no lo diga, aunque guarde silencio. Y luego hay furia, hay mucha rabia porque el otro puede ser independiente, porque anda solo, porque tiene su vida, porque tiene ese poder sobre uno. Ahí empieza a terminar la primera nieve invernal, los hermosos cristales de nieve que parecen un manto mágico sobre los edificios.

—¿Y le tienes miedo ahora mismo al hambre? –La mujer sonrió y bebió de su vaso. Ella tomaba brandy. Solo unos tres o cuatro tragos.

—Ambos hemos querido matar el hambre, pero no hemos podido, aquí estamos. Y no es para nada poética. Si se quiere es oscura y trágica.

Yo vi la blancura de los hombros de Sharon, sus ojos, su boca. No esperaba que nada de eso fuera oscuro. Sin embargo, comprendí que había sido incontrolable. Recordé los días que esperaba una sola llamada de Sharon para sentirme aliviado después de una discusión por una bagatela. Las ideas voraces que me consumían. Las emociones violentas que me hacían tomar un taxi hasta su apartamento y luego devolverme hasta el bar de Donato para perder el tiempo y escuchar un poco de jazz e historias de asesinatos que solía contar Wilson.

—Es como un buitre –dije sin pensarlo.

—Ah, ¿cómo ese buitre de Kevin Carter?

No había querido introducir el tema, pero había salido con extraña espontaneidad. Desde que me había obsesionado con la fotografía estaba inestable, impredecible. No me reconocía, como dicen algunos que solo empiezan a cometer torpezas.

—No sé si como ese buitre. Pero pienso en lo que me has dicho y sé que tu amor fue como un buitre.

—¿Eso es un halago?

—El amor que inició como un cristal de nieve, Sharon. No me has entendido. La imagen del buitre me surgió de pronto. Sí, tal vez he visto mucho esa fotografía.

—¿Y por qué un buitre? –dijo ella intrigada. Como tenía sentido del humor, se rio un poco y luego guardó silencio. Le parecía chistoso.

—Porque tú dices que nos protegimos del hambre que uno sentía por el otro. Yo creo que el amor se fue convirtiendo más bien en un ave carroñera y que nos quería comer vivos. Es el amor un buitre cuando ya ha dejado de favorecernos, cuando, por vías misteriosas, se viste de Drácula y nos quiere fritos. Tal vez haya que despedazarlo con nuestras propias manos para volver a convertirlo en cristales de nieve, en cristales luminosos de nieve.

—Me gusta cómo lo dices, Henry, sé que una imagen así no la hubieras inventado si no la sientes de modo sincero. Sé que el buitre no es implacable. Lo hemos creado los dos pero no es implacable. Lo podemos dejar afuera del edificio. Aquí hay un espacio solo para nosotros dos. Sé que tendremos sexo y que seremos felices porque las cosas estarán en su lugar. La felicidad existe cuando no se exige ninguna penitencia ni ningún fingimiento.

—Olvídate del buitre. No sé cómo lo he mencionado aquí. Últimamente he estado invadido por todo lo relacionado a esa fotografía.

—¿Y cómo se besarán dos buitres? –dijo ella sacudiendo una de sus pulseras. Llevaba sandalias blancas. Los dedos de los pies exquisitamente pintados de rojo.

—¿Qué pregunta es esa? No es que sea experto en buitres. Reconozco que no les tengo mucha admiración. Me parecen unos seres torvos que comprenden a cabalidad el lenguaje de la muerte y que disfrutan con ella en orgías ruidosas.

—Seamos hoy cada uno el buitre del otro, ya que estás con ese asunto de Carter. Tal vez te sientas motivado.

Reímos con sigilo. Bebí de mi trago, me eché hacia atrás en el sillón cómodo y frío. Creo que me dolía la cabeza. Sentí que Sharon se sentó a mi lado, me abrazó y percibí el perfume y el olor de su piel. Recordé todo lo que habíamos vivido unos años antes y lancé un suspiro de absoluta rendición.

El ojo del mundo

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