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II
ОглавлениеSalí del edificio cuando el sol iluminaba las calles de la ciudad dándole ese tono inicial cobrizo que iba tímidamente tapizando los muros, sin entrar por completo en las grandes avenidas. Corría el viento helado de un martes que comenzaba a resonar paulatinamente y tomé un taxi hacia el domicilio del periódico. Estaba urgido por hablar con mi jefe, Giotto, que encontré mirando la noticia del Pulitzer otorgado a Kevin Carter. Andrew señalaba con un dedo algunos detalles de la fotografía. A través de los ventanales, el cielo nítido, sin una nube.
—Llegaste a tiempo para comentar lo que logró un fotógrafo de Sudáfrica en Sudán –me dijo Andrew, que atizaba al jefe sobre la importancia de las premiaciones y sobre la realidad de que el New York Chronicle no había obtenido hasta la fecha ningún reconocimiento.
Ya los dos tenían servidos dos vasos de café de cartón de la cafetería Rumist de la esquina. Había dos donas demasiado azucaradas en un plato.
—Ya conozco la noticia. Creo que el Pulitzer se equivoca en ocasiones.
—Es una gran foto –dijo Giotto–. Es decir, no puede pasar inadvertida. Toda descripción sobra: el hecho se revela como un dardo que entra por los ojos y se clava en las fibras más sensibles del ser humano. Es como si la foto la hubiera tomado Dios.
—O el diablo –corregí–. Es una foto que no aumenta nuestra compasión sino nuestro asco. La foto me produce asco. ¿Dónde está la reflexión? ¿Cómo podemos interpretar que es tan explícito? ¿No creen que el fotógrafo se limita a copiar un hecho que se produce en cualquier parte del mundo? ¿Por qué debería ser para nosotros esta imagen una foto que nos cause alguna inquietud? Es obvia.
—Obvia o no –dijo Andrew–, lo que me parece es que Carter llegó en el momento oportuno y que a nadie se le hubiera ocurrido sacarle la foto a un buitre que se le acerca a un niño en estado de desnutrición. Tenemos fotos de las guerras. De los que caen todos los días en una calle durante un enfrentamiento cuyo propósito el mundo entero va olvidando, pero esta foto no busca sacudir el intelecto, sino el corazón. Ese es el logro. Tal vez nunca nos podamos olvidar de ella. Maravilloso. No puedo decir más que esto. Esa foto nos condena a toda la humanidad. Si creyera en Dios diría que ya dictó sentencia. Somos culpables. No podemos redimirnos. Nadie puede hablar de esperanza mientras exista esa foto. Ja, ja, ja, para tener un poco de buena conciencia deberíamos volver al momento exacto en el que Carter tomó la foto e impedir que lo haga. Permitió que nos sintiéramos peor con nosotros mismos. ¿Qué clase de maldito genio es este?
Hubo un momento de silencio. Giotto estaba descorazonado sobre su sillón de cuero. Prendió un cigarro y lo caló hasta el fondo. Siempre que calaba un cigarro hasta el fondo se encontraba en ese estado previo a la borrachera que seguro iba a coger a la salida del trabajo. Creo que la mañana no le impediría empezar a beber unas cuantas copas de oporto.
—Huelo una mala señal en esa foto –dije prendiendo también un cigarrillo–. Creo que tendrá un éxito obsceno.
—Me gustaría ese éxito –dijo Giotto, exhalando el humo de su boca–. Somos un periódico pequeño que necesita crecer. Nuestros lectores se han habituado a las noticias sobre estas mismas calles. Nueva York es un mundo, pero no es todo el mundo. ¿Cómo obtener nuestro propio Pulitzer? Ahora son más frecuentes si el fotógrafo está en otro país. Vean ustedes los últimos premios. Algunos son de estos lares. Otros no, qué va, la tendencia es hacer que lo extranjero sea más interesante. ¿Es que no tenemos buenas noticias aquí? ¿Y no habrá mejores fotos que nos hagan evocar otras emociones, Henry?
—Hay mejores fotos que tomaría un fotógrafo amateur. ¿Pero qué pasa aquí con Carter? ¿Lo saben ustedes?
—Carter pasaba su temporada por el Apocalipsis –dijo Andrew–. Eso es lo que valoran los del Pulitzer y eso es lo que entenderá la gente. Desde el mismo infierno, allí sacó la foto. Sin duda. No te agradecerá nadie que les saques fotos a hechos poéticos de la vida. Eso queda para los artistas que no tienen preocupaciones. Nosotros sí tenemos preocupaciones. El Bosco las tenía muy acentuadas. ¿Acaso son linduras las que pintó? A ver, qué me dicen. Y por eso prefiero el Bosco a los prerrafaelitas. Aunque los adoro. Adoro a los prerrafaelitas.
—Mi idea es la siguiente: si queremos empujar este barco…
—Ahora estás hablando como un político, Henry –me interrumpió Giotto.
—Como quieras, es lo que me parece. Si queremos empujar este barco y sacarle provecho a este Pulitzer, me encantaría poder entrevistar a Carter, hacerle unas preguntas que lo desenmascaren.
—¿Que lo desenmascaren? –preguntó Andrew tomando un trago de café. Por lo general, el café del turco era fuerte y dejaba un amargo sabor en la boca que propiciaba la locuacidad–. ¿A qué te refieres?
—¿No se dan cuenta que ahora la noticia ya no es la foto del niño y el buitre sino lo que hay en la mente de Kevin Carter? La foto ganadora del Pulitzer pasó a un segundo plano. Es lo que el autor piensa, desea, opina, lo que merece atención. Con una noticia así, nos podríamos beneficiar todos.
—Entiendo lo que dices –dijo Giotto–. Lo entiendo perfectamente. Esperemos unos días para saber qué opinará el público de la foto de Carter. No quiero que nadie se nos adelante. Esa idea es estupenda, Henry. Solo pienso en el costo. Somos un periódico neoyorquino de ingresos discretos. No somos el New York Times.
—Sí, Henry, la idea es fantasiosa –dijo Andrew, cuyos ojos grises y nariz aguileña me han dado siempre la impresión de un ave de presa.
—Las fantasías impulsaron el primer avión de los hermanos Wright –dije acomodándome el nudo de la corbata.
—¡Qué comparación, hombre!
Nos quedamos en silencio. Giotto se quedó mirando unos segundos la foto de Carter y negó con la cabeza. Él no sentía envidia ni abrigaba interrogaciones como yo. Solo sabía que su periódico necesitaba algo más que las noticias de calle de Manhattan: fluctuaciones bursátiles, problemas de la mafia, homicidios que quedan en el misterio, accidentes de trabajadores, historias de vida de los pobladores que, como Leonore, aparecen de vez en cuando con algo que decir. Todo muy conveniente. Pero esa foto…
—Pienso en el costo de enviarte a Sudáfrica a entrevistar a Carter. Ahora es una celebridad. El desgraciado debe estar muy encumbrado. Elegirá los medios más connotados para hablar de su puta foto. La mejor que he visto en mi vida. ¿Por qué nosotros no podemos lograr algo así?
—La razón es obvia –dijo Andrew–. No estamos en el tercer mundo haciendo noticias ni recibimos reportes exclusivos. Somos un periódico muy local. Incluso muy local para estar en el corazón de Nueva York.
—Yo eso lo entiendo, Andrew –dijo Giotto–, solo sueño, no es malo lanzarse de cabeza por esa ventana para flotar un rato.
Ambos, Andrew y yo, vimos a través de la ventana. Los rascacielos se cubrían hasta la mitad de una bruma cerrada y quieta. Pensé en lo mal que había pasado la noche y me senté en una silla. Hasta el momento había permanecido de pie.
—¿Te derrumbaste, viejo? –me preguntó Andrew sonriendo, malicioso–. Ya sé que siempre has soñado con un Pulitzer, ¿quién no? Algunos seremos toda la vida unos reporteros que escribieron sus anécdotas y serán archivadas. Habrá buenos estudios periodísticos, sin duda, pero no serán nunca clásicos literarios. Las bibliotecas las guardarán en esos cementerios de información que, de vez en cuando, alguien destapará para fijarse en una fecha o cerciorarse del nombre de una calle. Nuestro trabajo tiene ese estigma.
—No estoy derrumbado –dije–. Solo propuse un proyecto interesante. Carter pronto abrirá la boca y me gustaría ser de los primeros que escuchen lo que diga. Yo sé hacer preguntas. No aquellas que todos le harán. Apuesto que la fotografía empezará a interrogar a todo el mundo. No es una fotografía convencional, ¿verdad, Giotto? –dije opinando abiertamente otra cosa.
—No salgo de mi turbación, por supuesto que no es convencional. Ninguna fotografía de todos los Pulitzer que recuerde tiene esta forma de penetrarte la vida. Es como si nos acuchillaran. Bueno, para los que aún tienen sensibilidad. Para un psicópata debe ser algo así como una lata abierta de sardina. O para esa gente sonámbula que camina hacia el trabajo y que gana tan bien que odian los contratiempos. Y esta foto es un maldito contratiempo.
—Leo en el fondo que lo que pides es venganza, Henry –dijo Andrew–. Quieres hacer de Carter una caricatura. Los tres sabemos que la gente la tomará contra Carter porque la fotografía ya está encendiendo la mecha de una dinamita. Carter será acribillado por las preguntas correctas de un tribunal de la Inquisición. Le preguntarán por qué no hizo nada. Entiendo que ya lo están haciendo. También entiendo que el hombre solo iba de paso. Pero nadie tomará eso en cuenta, ¿me comprendes?
—No es exactamente lo que quiero. No quiero crucificar al fotógrafo. Era su trabajo.
—Claro –dijo Giotto chupando lentamente el resto del café turco–. Este café es para un periodista: es como estricnina. Carter solo le hizo un favor a la humanidad que vive de espaldas a los hechos. ¿Quién lo puede juzgar? ¿Es que debemos corregir la vida mientras tomamos nota de los incidentes de las calles? Si Occidente condena la foto se condena a sí mismo.
—La foto es buena, no lo niego, pero la noticia es Carter, ¡entiendan mi punto! Quiero saber lo que un hombre como él puede decirnos acerca de lo que ha revelado para el mundo. Él toma su foto y nosotros le tomamos una foto a él.
—¿Y qué crees tú que te responda?
Miré hacia el techo. El candelabro inmóvil. Las fotografías en las paredes de las primeras portadas del New York Chronicle que apreciaba tanto Giotto.
—Es algo entre él y yo, Andrew, no voy a decir en este momento lo que he planeado anoche, lo que tuve que lucubrar en horas de vigilia, lo que tengo ahora por seguro. Hay preguntas que uno sabe a quién hacérselas y nadie las puede conocer. Por ahora es un secreto, ¿me comprendes?, ni tú ni nadie las sabrá. Son mías. Cuando Carter las responda las pondré aquí, sobre el escritorio de Giotto. Él las leerá y sé que las publicará.
—¿Qué secretos tenemos entre nosotros? –rio Andrew.
—Sí, Henry, ¿cómo que hay secretos? –dijo Giotto, confirmando que su vaso de café estaba ya vacío.
—Es algo muy simple –me dirigí a Giotto, sin ofrecerle la justificación directamente a Andrew–. Tengo una idea muy buena y no quiero que se distribuya fuera de este despacho. Sé que no tenemos espías, ¡por Dios!, jamás. Pero uno nunca sabe. Luego me la roban o eligen a otro a ponerla en marcha. Soy cuidadoso. Tengo cuarenta y dos años y de esos casi más de la mitad he ejercido como periodista a veces y otras como fotógrafo. Sé que no soy malo en lo que hago, pero no he topado con suerte. Hay muchos Henry escribiendo artículos en periódicos de todo el mundo y nadie sabe quiénes son. Por primera vez en mi vida puedo hacer algo diferente y sé que tú estarás contento con el resultado.
—Es un riesgo –dijo Giotto–. Jamás nadie me ha dicho que sus preguntas a una personalidad pública son un secreto, ¿verdad, Andrew?
—Que yo sepa es la primera vez que un periodista tiene esa preceptiva con un hecho de envergadura. Nos podría comprometer a todos. Debemos saber qué le preguntarás a Carter, si es que lo encuentras.
—Son preguntas que nadie le hará, por supuesto. Sé ya lo que la mala prensa está esperando preguntarle, que por qué no hizo nada para salvar el bebé, que si él es un hombre insensible… sandeces y sensiblerías que muchos acogerán para linchar al pobre. Yo tengo otro cuestionario.
—No descreo en tu capacidad –dijo Giotto–. Y creo que por esta vez te mereces una licencia. Consultaré con los accionistas sobre esa entrevista para ver cómo nos va. Yo estoy interesado.
Salí de la oficina del jefe con Andrew y me ubiqué en mi cubículo de la sala de redacción. Algunos periodistas comentaban el Pulitzer dado a Carter y ya se estaban escuchando algunas opiniones que me parecían predecibles. En realidad, ya yo sabía lo que iba a ocurrir con la fotografía. Andrew, que trabajaba dos cubículos más adelante, se me sentó al lado, y me tocó un hombro:
—Te deseo suerte –me dijo en tono hipocritón–. Sé que hace mucho persigues algo grande.
—No me vengas con eso. Te has burlado de mi proyecto en la oficina del jefe.
—Me pareció al principio un poco chalado, pero entiendo ahora que puede ser efectivo. Solo que no saber las preguntas que le harás a Carter me deja dudando. ¿Cómo sabremos que no será más de lo mismo?
—Es algo que he pensado bien. Anoche di no sé cuántas vueltas por mi cuarto. Incluso Leonore, la viejecita que desea una entrevista porque fue la edecán de Greta Garbo, me escuchó y me dijo que no tenía buen semblante esta mañana. Ese semblante es de quien vela porque sabe que ha visto algo que los demás no ven.
—Hablas como un delirante. Y escúchame, me interesa esa viejecita… Si no quieres entrevistarla yo puedo hacerlo. Greta siempre vivirá en la memoria de esta ciudad. Y se sabe poco de ella. ¿Quién más puede conocerle detalles de su intimidad que una edecán?
—Dice que la invitó a sentarse a la mesa y le contó algunas cosas. Es lo que Leonore quiere comentarme. Pero estoy pensando en entrevistarla yo, viejo. Es algo que por ahora debe esperar.
—¿Conque tiburón, eh? –dijo levantándose de la silla–. No importa, sobra dónde escarbar en Manhattan, y tal vez no te den el permiso para ir a Sudáfrica a entrevistar a ese Carter, que debe estar temblando ahora como un conejo. No quisiera estar en sus zapatos.
—¿Y por qué no?
—Por algo muy simple: reveló algo que nadie quería ver y que todo el mundo tiene en el silencio de ese sótano sombrío y hediondo que se llama mala conciencia. Lo van a despedazar.
Los días pasaron luego de la noticia del otorgamiento del Pulitzer a Kevin Carter y yo esperé con impaciencia la decisión de Giotto. Sucedió también lo que yo esperaba: la opinión pública, que en grueso puede resultar muy moralista, incluso obscenamente moralista, se sintió abofeteada no por el niño desnutrido que tenía un estado que reflejaba ya la capitulación, sino por el buitre que había a sus espaldas. Recuerdo perfectamente los comentarios en los telenoticiarios y las opiniones de los transeúntes que interpelaban los periodistas acerca de la impresión que les causaba la fotografía de Carter. Yo iba recortando tales noticias cuando salían en los diarios y escribía en mi libreta esas opiniones de la gente de todo el país que podían ser consideradas voces del buen ciudadano. Uno sabe que el “buen ciudadano” es solo un membrete y que en el fondo cada quien piensa de un modo bastante sorprendente. A todo el mundo le espanta apartarse de esa norma de rectitud que promueve la sociedad. Recuerdo cuando Tom Gralish ganó el Pulitzer en 1986 por aquella foto de un indigente sentado en una caja de cartón mientras comía. Detrás de él, quedó plasmada una ciudad fría e indolora. Recuerdo también lo que dijo la gente acerca de la pobreza y de los ancianos que quedaban solos en las calles. Todo el mundo de pronto tenía un gran corazón y muchas preocupaciones sobre las personas sin hogar. El sentimiento duró solo tres días.
Pero nada es tan necesario como sentirse bueno. El psicópata que escondió el cuerpo de su víctima en un bosque ayuda en la investigación y forma parte del grupo de rastreadores. No lo hace para despistar o eludir a la policía. Lo hace porque también quiere ser bueno como esas buenas personas que se suman a la búsqueda y descartar en parte que él mismo haya cometido nada indebido. Así es la mente.
Hervía en mi sangre mi nuevo proyecto periodístico y debía armarme de paciencia. Después de mi última entrevista con Giotto estuve en vilo. Iba al periódico y me sentaba en mi escritorio a redactar algunas noticias acerca de las improntas del alcalde Rudolph Giuliani, que había empezado a ganar notoriedad por sus intentos de reducir el crimen en la ciudad de Nueva York. Hasta ahora se estaba a la espera de sus efectos mesiánicos que luego acabarían por despertar algunas investigaciones en las que me vi involucrado como reportero del New York Chronicle. Me encontraba ansioso, molesto y sensible. Me topaba a Giotto en los pasillos o en el baño de hombres y le preguntaba cómo iba mi gestión para cubrir la entrevista a Carter. Sus respuestas no era muy concretas: “Por cierto, tengo ese asunto entre mis prioridades, este jueves lo expongo a los accionistas”. Nunca creí que Giotto necesitara apelar al criterio de los tres o cuatro accionistas del periódico para aprobar mi investigación en Sudáfrica, porque Giotto tomaba decisiones casi siempre autónomas. Los accionistas eran ciudadanos cabales con algún interés en la información y en que esta fuera útil a una ciudad que se había vuelto demasiado insegura y peligrosa. Nuestra tarea era presentarle al lector las pruebas de que los políticos debían hacer algo. Giuliani llegó con ese afán de erradicar el crimen, como un enardecido Batman, pero también se acrecentó el abuso policíaco con los años. Es decir, trabajo siempre íbamos a tener en cualquier dirección.
Llegaba a mi departamento y mientras me alistaba un café desplegaba la fotografía de Carter sobre la mesa. Las preguntas que le iba a hacer las fijaba como un chinche alrededor de la fotografía para que se fueran haciendo parte de mí mismo. No quería omitir nada si llegaba a ocurrir que el New York Chronicle me enviaba a Sudáfrica. En cierta forma estaba poseído por la fotografía de Carter o por la envidia. No podía saberlo en ese momento. Estaba lejos de considerar lo que realmente me ocurría. Mi exposición del proyecto a Giotto parecía dirigirse a hacerse de una oportunidad, pero esa era la mampara, la excusa. ¿Qué era lo que realmente quería yo?
Cuando me cansaba de ver la fotografía encendía el tele, me ponía a ver noticias que me eran indiferentes. Tenía libros que esperaba leer y que no los abría porque me sentía intranquilo. Y nunca he podido leer cuando me siento con algún desasosiego. Prefiero cerrar los ojos y escuchar las voces que salen de la televisión. Por ese entonces, no tenía ninguna novia. Me había enojado con Sharon una vez más, pero sabía que pronto estaríamos juntos de nuevo, haciéndonos la vida imposible. Ella era la encargada de una galería de arte moderno y le encantaba llevarme siempre la contraria, incluso en temas en que yo podría tener razón. Nos peleábamos y nos apartábamos por un tiempo. Quizás por el tiempo en que cada uno lograba alimentarse de otras cosas que no fueran nuestros malentendidos.
Tampoco tenía amigos. Quizás solo Wilson, que había ido conmigo a la misma universidad y con quien me tomaba algunos whiskies en el bar de Donato. Discutíamos lo usual. El hombre estaba casado con una agente de seguros y tenía el tiempo muy medido por su trabajo como editor. Mi familia era toda de California. Mis padres habían muerto. Era hijo único y no me gustaban los recuerdos de la casa paterna, donde pasé solo la mayor parte del tiempo. Mi madre trabajaba en un hospital, como enfermera, y mi padre era aviador de una línea turística. Verlos a ambos juntos era casi un milagro. A mí me cuidaba una mujer llamada Eva, buena mujer mexicana, quien me enseñó seguramente muchas cosas de su propia idiosincrasia. Era inevitable que me transmitiera en sus cuidados los conceptos básicos de su cultura. A veces la escucho hablarme de su pueblo lejano de donde debió huir a Estados Unidos por algo que nunca quiso contarme. Me hablaba de su pueblo cerrando los ojos, restregándose las manos, como si lo tuviera al otro de la pared de nuestra casa. Un día le pregunté por qué nunca me contaba nada de su pueblo natal. Me respondía en español que había aprendido rudimentariamente de ella misma.
—Pos, ve niño, mi pueblo es lindo. Si te lo enseñara te encantaría. Hay una gran sierra al fondo y caminos rodeados de árboles. Pero se trabaja mucho por poco. Y no es culpa de la tierra. La tierra no tiene la culpa de lo que somos porque ella sigue siendo buena. Con lo que gano aquí se beneficia mi familia.
—¿Se trabaja por poco? No entiendo.
—En algunos lugares se trabaja duro y no es suficiente. Es todo lo que te puedo decir, niño.
Mis conversaciones con Eva me dejaron un sabor que tal vez me impulsó hacia el estudio del periodismo. Nunca lo supe. Me enseñó sin saberlo que hay otra cara de la moneda, que no solo existía la tranquilidad de mi vecindario, la nevera de mi madre siempre llena de alimentos. Eva hablaba con acertijos, sin entrar mucho en detalles, sé que había otras cosas en su tierra de las que no quería hablar con nadie, tal vez solo con otras de sus amigas mexicanas.
Meditaba sobre Eva en mi cama, luego de haberme cansado de revisar mis preguntas sobre la fotografía de Kevin Carter, cuando llamaron a mi puerta. Me fui algo lento. Eran las nueve de la noche. No tenía sueño y solo quería evitar cualquier interferencia. Al abrir la puerta, me encontré con Leonore. Vestía una vieja bata negra que le subía hasta el cuello. Llevaba una peluca rubia y se acababa de poner maquillaje. Relumbraba bajo la luz del pasillo. Tenía las manos juntas, como en señal de humildad urbana. Sentí algo de turbación. Nunca me había tocado la puerta. Las únicas veces que habíamos hablado era en los pasillos o en las escaleras.
—No suelo molestar a nadie –me dijo. Me llegó un perfume potente que me hizo cerrar un poco los ojos.
—¡Cierto! –le dije sin saber si había acertado con la respuesta.
—Pero debía hacerlo luego de cavilar sobre lo que me sucedió hoy.
La vi tan preocupada y decidí, contra mi propia voluntad, que pasara a la pequeña sala. La mujer entró investigando mi hogar, que no era ciertamente un desorden, pero que carecía de cualquier atractivo que suelen ser pruebas para las mujeres de que somos civilizados.
Le dije que se sentara a la mesa donde tenía la fotografía de Carter. No imaginé que le pudiera interesar e hice como si no existiera. La mujer se le quedó viendo, tratando de tejer en su mente una teoría. La gente vive inventando teorías absurdas de todo tipo y jamás llegan a ser ciertas. Son puras divagaciones prejuiciosas.
—¿Y esta foto? –dijo ella. La mujer se sentó a la mesa y examinó la fotografía aguzando la vista–. No llevo mis anteojos para leer. Sin embargo, veo que esto es un buitre y esto otro un niño de esos de África.
Me molestó que invadiera mi privacidad. Había olvidado que tenía la fotografía sobre la mesa. Me sentí sin ánimo de explicarle nada a Leonore.
—El último premio Pulitzer –le dijo sentándome frente a ella.
—¿Mereció esto un Pulitzer? –dijo ella con un tono de indignación–. Para mí es una foto atroz. A lo que llega el periodismo, con su perdón, Henry.
—Entiendo, ¿qué fue lo que sucedió hoy? –le dijo yendo al grano.
—Algo que usted debe saber, Henry. No creo que haya problemas. Solo trato de ser leal a usted.
—¿Ah sí? ¿Leal a mí?
—Un compañero suyo de trabajo llamado Andrew vino a verme por lo de Greta Garbo. Me comentó que usted estaba muy ocupado en otros casos.
—¿Ese desgraciado vino a verla?
—Es un hombre muy caballeroso y me trajo unas donas de chocolate. Lo invité a una taza de té. Hablamos mucho de lo que ustedes hacen en el periódico. Claro, primero dijo que era su gran compañero de toda la vida. Luego, mientras bebíamos el té y le servía unas galletas de avellanas, me comentó que le encantaría saber los pormenores de mi relación con Greta Garbo. Yo, como usted no me ha dicho nada, me permití ser un poco recelosa. Solo le dije que en efecto había sido la edecán de la actriz y que conservaba muchos recuerdos de ella, así como secretos que no debo divulgar a gente inapropiada. Usted me entiende.
La miré un poco agitado. Le pregunté si quería tomar una taza de café y me respondió que era muy tarde para tomar café. La mujer siguió mirando la foto de Carter y se ponía unos dedos translúcidos sobre la nariz, como si pudiera oler lo que emanaba de esa remota región de Sudán.
—¿Se siente bien? –le pregunté.
—Todo bien, Henry, solo que esta foto… así… sobre la mesa.
—Es provisional, debo hacer un estudio sobre ella. Después de todo ganó un Pulitzer.
—Ah, los Pulitzer, cómo deben tener pretendientes todos los años.
—Ni se imagina. Es un premio...
No pude seguir adelante. No sabía qué decir. A mí me hubiera encantado ganar un Pulitzer con uno de mis artículos o fotografías. Pero uno sabe de alguna manera que hay aspiraciones personales que no pueden convertirse en hechos por una dura norma del destino. Eva me hablaba siempre de gente con estrella y gente estrellada. La tierra donde ella procedía era buena, pero todo el esfuerzo que se ponía en ella producía poco. Yo tenía talento, era excelente fotógrafo, pero no lograba convertirme en un nombre relevante para esta ciudad a la que le había dado tanto.
La mujer supo que me había sumergido en un pensamiento fugaz. Me despertó a tiempo.
—Cuando su compañero me comentó que quería mi historia me sentí muy halagada. Las historias de vidas neoyorquinas publicadas en el New York Chronicle son maravillosas. Adoro esa sección del periódico. Pero le dije de inmediato que la historia se la había prometido a usted y que desde luego le preguntaría.
Asentí. Por un momento supe que Leonore existía en mi realidad de un modo consistente. Antes era solo la señora inoportuna que vivía en el mismo piso del edificio donde yo alquilaba. No esperaba que Andrew se me hubiera adelantado. Quizás Andrew sí era un buen periodista y yo solo un reportero despectivo, que no era capaz de ver más allá de sus narices.
—Hizo bien, hizo bien –le dije viendo en dirección a la ventana. Vi las luces encendidas de la calle. Las ventanas iluminadas. Cierta neblina.
—¿Y cuándo me entrevistará? –me preguntó juntando sus dos manos sobre la mesa. Me miró de un modo conturbador.
—Yo creo que vamos a preparar el terreno. Primero le aconsejo que escriba lo que le interesaría contarnos de Greta Garbo. Anunciar que vamos a revelar penumbras de su vida será lo atractivo de la entrevista. Luego me pasa sus apuntes para reunirnos. Nos tomará algunas sesiones. Quizás tres.
—Eso era lo que deseaba escuchar. Sé que tengo información de Greta que les gustará a los lectores de New York Chronicle. Ella no dejó que nadie la indagara desde que se retiró del cine. Sin embargo, a mí me contó todo. Un día en forma muy superficial. Otro día le gustó sumergirse en las cosas íntimas. Usted sabe, por más que uno quiera aislarse del mundo entero tarde o temprano deberá declararle a alguien lo que tiene entre pecho y espalda. Todo el mundo ha querido saber por qué ella se retiró de los escenarios y por qué tanta insistencia en vivir su claustro. Pues yo sé por qué.
—Magnífico –dije sin ganas, en verdad me interesaba poco lo que una loca vanidosa hubiera hecho con su destino y que hubiera gente estúpida que quisiera verla por las rendijas. Ese no era el tipo de periodismo que me llamaba la atención y no había estudiado para eso. Sin embargo, percibí la incursión de Andrew como una peligrosa invasión a mi vida. Quería quitarme ideas para publicarlas con su nombre. Como hacen muchos periodistas y escritores con tantos ingenuos. Me agradecí, en ese momento, no haberle revelado ni a él ni a Giotto las preguntas que esperaba hacerle a Carter en caso de que me aprobaran la investigación.
—Sí, Henry, es magnífico. Tengo datos valiosos. Pero como usted me cae bien y vive aquí mismo como mi vecino, solo se los daré a usted. Yo sé que en algunas revistas me pagarían. Y el dinero a esta edad me es indiferente. No quiero dinero. Tengo suficiente en una caja fuerte del banco. Nadie sabe lo que vale una vieja después de todo. Y sobre esa foto que tiene sobre la mesa, déjeme decirle algo.
Que la mujer llegara a comprometerme con una entrevista que me tenía sin cuidado me parecía tolerable, pero no quería su punto de vista sobre la foto de Carter. Esa foto, como empecé a reconocer con el paso de los días, tal vez muy pocos podían interpretarla con precisión, con justicia. Todo lo que los demás dijeran de ella eran puros clichés.
—¿Qué pasa con la foto? –le dije poniéndome de pie. Quería decirle con esa acción que nuestra reunión sobre el tema de Greta Garbo había terminado.
—No es una buena señal. Mire usted, no soy religiosa. Pero cualquiera que ve una foto así puede empezar a rezar, ja, ja, ja…
La risa estentórea de Leonore no me la esperaba. Me sobresalté. Me froté las manos como si la risa se me hubiera adherido como una gelatina expulsada por la boca de un extraterrestre.
—Lo entiendo, lo entiendo. A mí también me ha conmovido…
—Un momento –dijo ella acercándose peligrosamente. Me tocó un brazo y me lo fue apretando con una de sus manos translúcidas. Sentí una fuerza desmedida. Luego me acercó el rostro hasta una distancia donde pude sentir el golpe de su aliento–. Déjeme decirle algo: esa foto es una bofetada a lo bueno que hay todavía en la vida, ¿me comprende?
—El periodismo debe escudriñar donde nadie quiere ver –traté de decirle.
—No me diga, Henry. Llegará el momento en que lo sucio y lo diabólico serán triviales. Y a mí no me gusta que eso pase. Yo me cuido mucho al salir de este edificio. Cuando voy de compras a la tienda del alemán, sé que no sabré si volveré. Esperamos que el nuevo alcalde cumpla lo que ha dicho. Ya nadie puede pasear muy alegremente por los parques de Manhattan. Y eso no es justo. No es justo que te maten por unos centavos que hay en una caja registradora.
La mujer me soltó el brazo y se despidió con un buenas noches que me pareció una amenaza. Al día siguiente me fui para el periódico y encontré a Andrew en su cubículo corrigiendo una nota deportiva. Al verme, ni se inmutó.
—Tienes un mal aspecto, Henry –me dijo echándose hacia atrás–. Tal vez no has podido dormir por lo de Carter.
—No lo creo. He dormido como un bebé.
El hombre enseñó una sonrisa que más bien era una mueca. Andrew no era mi amigo ni tampoco esa clase de compañero de trabajo con el que uno se pudiera sentir en confianza. Su necesidad de quedar bien con Giotto lo podía volver un completo conspirador. De eso me cuidaba. Y cuidarme todo el tiempo de Andrew llegaba a cansarme, como cansa la idea de que alguien te tiene siempre en la mira, a la espera de apretar el gatillo, como imagino que siente parte de la ciudad de Nueva York.
No le quise reprochar su visita temeraria a Leonore. Sabía que la había presionado y que le había hablado mal de mí. Sin embargo, la vieja, por alguna razón, había olido algo feo en la personalidad de Andrew y no le iba a dar ninguna información de Greta Garbo. Hacerme el tonto fue lo más prudente en ese instante. Estaba más que preocupado por la decisión que tomaría Giotto con respecto a mi petición y casi solo en eso pensaba.