Читать книгу El ojo del mundo - Guillermo Fernández - Страница 6
III
ОглавлениеEse mediodía recibí una llamada de Sharon. Quería verme para hablar en el café donde nos habíamos conocido. Hace tres años solía almorzar un sándwich de pavo y pepinillos y me la encontré ahí, en un restaurante cercano al periódico, leyendo una novela de un autor neoyorquino, con una tranquilidad que me pareció particular. Solo recuerdo que vestía muy formalmente, un traje negro de ejecutiva que le llegaba hasta el cuello. Tenía una mirada de espía que me gustó desde el primer momento y que luego me fue resultando insoportable, como si Sharon tuviera la cualidad de desvestirme. El día que la vi por primera vez le dije que también leía a ese autor que ella estaba leyendo y eso fue suficiente para que yo le agradara. En realidad, lo había leído en mi época de estudiante universitario, cuando devoraba libros. Ahora era casi imposible que me pudiera concentrar en uno solo. ¿Qué me había sucedido? Nunca lo entendí. Creo que los libros escogen a sus lectores y estos deben tener un tipo de paz que yo había empezado a perder cuando conocí a Sharon.
La mujer, aunque trabajaba como encargada de una galería de arte moderno, no le tenía fe y solo la aceptaba como se acepta la existencia de la diabetes. Era sabia en muchas cuestiones, sobre todo en lo que yo debería hacer en la vida, y eso también me ponía nervioso. Decidimos, luego de varias discusiones, mantenernos alejados y vernos cuando así lo requeríamos. Pues requeríamos vernos por alguna razón. A veces hay tantas razones para ver a una persona como para alejarse de ella. Son paradojas espantosas. No voy a negar que le tuve amor a Sharon y creo que todavía la amaba con una cautela semejante a la de un gato que camina en la punta de un rascacielos. Cautela porque se adelantaba a lo que yo pensaba y temía ese don.
Cuando llegué a la cafetería, ella ya se había pedido una dona y un café. Me sonrió al verme, como si recordara también la primera vez que habíamos hablado del autor neoyorquino y que por esa razón nos habíamos envuelto en una relación zigzagueante, ardorosa y conflictiva. Sin embargo, habíamos pasado tal vez los mejores momentos de nuestras vidas mientras caminábamos por un parque o cuando íbamos al cine a ver una película. El recuerdo de su piel y su lascivia aún me emocionaba. Trataba de no pensar en lo más íntimo que había entre los dos porque me podía invadir la lujuria como un asaltante: al ducharme con la mente en blanco o cuando redactaba un reportaje. Y no hay nada que crezca más y nos fascine más que la lujuria en la ausencia.
Nos besamos en la boca, como si no tuviéramos tres meses de no vernos. Fui a pedir lo mismo que ella a la dependiente, una jovencita vestida con un uniforme vistoso, sombrero en forma de dona y guantes. Ya en la mesa, empezamos a hablar de cualquier cosa. Por ejemplo, le pregunté si organizaba alguna nueva exposición y se ladeó un mechón de su cabello castaño hacia un lado.
—Sí, una exposición de un autor moderno que debo tragármelo si quiero seguir viviendo de esto. Yo creí que el arte moderno era una moda, pero veo que ya es toda una institución. Aparte de eso, debo mostrar consentimiento a mis jefes, y que ellos mismos me declaraban no hace mucho que ya estaban hartos de la mierda que se estaba pasando por arte. Ni modo. Hay que sobrevivir. Y yo soy una máquina cuando tengo que serlo. Es lo que he aprendido.
—Yo no sé nada de arte moderno. Por ejemplo, creo que el Bosco es el único pintor moderno y que sigue estando allí para recordarnos que ya lo dijo todo.
—Sí, bonita idea, Henry. Pero esto es una industria. Hablando de cómo te veo hoy, te comento algo: ¿de qué son esas ojeras?
—No he dormido bien en los últimos días. Tengo un gran proyecto en manos y necesito que me lo aprueben en el periódico.
—¿Un proyecto para que ganes el Pulitzer?
Detestaba que Sharon conociera que me hubiera encantado ganar un Pulitzer, pero haciendo reportajes sobre la flora de Nueva York o incluso sobre Greta Garbo, nunca lo iba a obtener.
—Nunca te he dicho que quiero un Pulitzer. Ya sabes cómo son los premios. Esta dona está demasiado dulce.
—Así son las donas.
—Pero es muy dulce, Sharon. Hubiera pedido un sándwich de pavo con pepinillo. Aquí los hacen especiales.
—Siempre te vi esa ambición en los ojos, Henry. No eres periodista o fotógrafo para pasar inadvertido. ¿Y cuántos fotógrafos y periodistas habrá en el mundo? Miles, cientos de miles. ¿Y cómo murió Francesca Woodman? ¿Sabes que la conocí un día en una exhibición de mi galería? Llegó con un atajo de fotos que vi por encima y le dije que nosotros no exhibíamos fotos.
—Sí, me habías comentado la historia. Voy a pedir más café. Un café expreso.
Me levanté un momento para pedir un café expreso y vi a través de las ventanas. El día estaba nublado. Había un mendigo parado en una esquina viendo hacia el cielo. Pasó velozmente una patrulla. Regresé a la mesa con el expreso y quedé en silencio.
—¿Viste la última fotografía ganadora del Pulitzer? –me preguntó Sharon al verme con la mirada algo perdida. Supe de nuevo que me había leído la mente.
—Sí, en realidad, no sé qué decirte. Es como el arte moderno.
—Es una gran foto –dijo ella. Al oírla tragué grueso. Bebí un poco de café y lo sentí bastante amargo. Olvidé que no le había puesto azúcar, aunque fuera de mala educación pervertir un expreso.
—¿Te parece? –le dije con una vocecita muy fina que me salió por los labios.
—No sé, impactante. Tú sabes que no soy una pura sensibilidad social. Soy una neoyorquina clásica, sin mucha paciencia para los sentimientos, práctica como un cuchillo de cortar carne y amante del confort. Incluso sabes que soy buena lectora.
—Sí.
—Pero esa fotografía me estremeció. Afecta.
—Sí, afecta.
—¿Vas a repetir todo lo que digo?
—Me gustan otras fotos, qué te puedo decir. Esas de mucha tristeza para qué.
—No me digas…
Me miró con fijeza.
—Es la verdad.
—Creo que es la foto que esperabas tomar siempre, Henry. A veces se nos adelantan.
Escuché su risa. Vi a través de las ventanas como buscando algo de protección. Sentí miedo. Sentí que a Sharon siempre le había tenido miedo.
—Tal vez –canté mordiendo la dona. Mastiqué lentamente sin experimentar ningún sabor.
—A mí no me puedes engañar –me dijo tomándose un poco de refresco del vaso de cartón. Oírla decir una de sus frases preferidas para desbancarme me confirmó que había sido un grave error haberla visto de nuevo. Pensé por un instante que debajo de esa ropa de ejecutiva estaba la piel clara y sedosa que había deseado y que por una extraña razón me parecía ya inalcanzable.
—Es inalcanzable –dije sin pensar.
—¿Qué es inalcanzable? –me preguntó mirando el reloj. Supe que por ahora no estaba interesada en nada más que hablar banalidades. La pasión era lo que menos tenía en su mente.
—Para algunos el éxito es inalcanzable –respondí tratando de sortear la frase que había dicho sin proponérmelo.
—Todo se reduce a si tienes las estrellas o no las tienes.
—Estar en el sitio adecuado, qué sé yo… ¿Adónde voy a llegar escribiendo artículos sobre la flora en peligro de Nueva York?
—¿En eso trabajas?
—Sí.
—Me parece un tema interesante. No todo es sangre en las calles en esta vida ni buitres.
—Es lo que pensé, Sharon, desde que ingresé al periodismo. Mira, te veo hermosa. He pensado todo el tiempo en lo bueno que fue encontrarnos como ahora y…
Una mujer que llevaba una bandeja me golpeó la nuca y me lanzó una mirada de reproche. Tenía una cara larga y verduzca de las que se ven en Nueva York más veces de la cuenta.
—Trata de dormir y comer bien, Henry. Tal vez escribir sobre la fauna de Nueva York no sea tu fuerte. Siempre te he dicho que puedes desarrollarte más. ¿No has pensado en escribir una novela? ¿No nos conocimos aquí mismo mientras hablábamos de literatura y me decías que siempre habías intentado escribir una historia policiaca o algo así?
Quería que habláramos de lo que había entre los dos, si es que todavía quedaba una pizca de hollín, pero sé que no era el día propicio. Las confabulaciones existen. Los contratiempos son demasiado evidentes. Miré de lado que la mujer de cara larga y verduzca se había sentado a comerse una pequeña dona mientras endulzaba un café. Supe que deseaba acostarme con Sharon en ese instante sin tanto protocolo y que todo estaba en contra.
—Tienes razón –le dije–. Tengo tiempo, ahora que lo dices, de que no abro un libro. Me he abandonado un poco.
—¿Hay alguna mujer? –me preguntó ella con un tono clínico.
—Ninguna. Es un hecho que me ha costado sustituirte.
Ella sonrió. Hincar el diente en el tema azaroso del sexo me pareció fuera de lugar y le dije que le quería hacer una entrevista a Kevin Carter. Necesitaba confiarle mi aspiración a alguien que no fuera del periódico. Ella lo comprendería.
—¿Conque eso era? ¡Mentiste al fingir no estar interesado! ¿Irás a Sudáfrica? –me preguntó con un gesto de incredulidad.
—Espero que sí. Puedo lograr algo definitivamente bueno para el New York Chronicle.
—¿Sobre qué podría versar la entrevista? –acometió ella.
—Es un secreto.
Me encantó poder hablar de que tenía un secreto a Sharon. Ella lo sabía todo. Pero mi secreto no.
—No seas tan infantil –rio limpiándose la boca con una servilleta. Esos labios finos que limpiaba me atrajeron.
—Debo tener cautela. Si me aprueban la entrevista le haré unas preguntas a Carter que nadie ha pensado. Digamos que yo no gané este Pulitzer y que nunca ganaré uno. Pero puedo ser peligroso, también.
—Ahora sí no te comprendo. ¿Qué quieres decir?
—Solo hace unos días que Carter ganó el Pulitzer y ya la gente lo está culpando de no haber hecho nada por el niño desnutrido. Todo el mundo está mirando en esa dirección. Yo veo en otra y no te diré nada por el momento. Lo leerás en un artículo si logro ir a Sudáfrica.
—No sabía que la gente está culpando a Carter por eso, Henry. Creí que era solo un fotógrafo que hacía su trabajo.
—Para nada, Sharon, tú eres racional, fría, inteligente, pero el mundo no es así. El mundo en masa es una tribuna de inquisidores.
—Ahora que lo dices… –Hubo un silencio. Sharon me miró con un visaje de sorpresa–. Es inevitable que la gente piense de esa manera. No había pensado en el alma de Carter. No hay nada más cómodo que juzgar, Henry. ¿Qué es lo diferente que has visto?
—Como te dije –le expliqué como si ahora fuera el tipo más interesante de Nueva York–, no puedo revelártelo en este momento. ¿Qué pasaría si le dijeras a alguien de tu trabajo lo que voy a preguntarle al fotógrafo y ese alguien se lo lleva a la competencia?
—Estás paranoico.
—Ni mi jefe lo sabe. Nadie en este mundo. Es algo que descubrí solo esa noche que llegué de tomarme unos tragos con Wilson.
Nos fuimos a caminar luego por un parque cercano y allí buscamos una banca para sentarnos bajo un manzano silvestre. Me gustaba saber que por ahora Sharon no sabía un secreto de mí, aunque fuera un secreto profesional. Ella solo habló de su trabajo y de una próxima exposición de pintura en la que le gustaría verme, aunque la noté finalmente mortificada. No se refirió más a la fotografía. Solo repuso que me estaba tomando algunas cosas demasiado a pecho y que me había encontrado muy obsesivo. ¿Qué sabía ella de obsesiones? ¿Acaso era también psiquiatra? Bajo la sombra del manzano, le dije finalmente que la veía más hermosa que nunca y ella guardó silencio. No quería hablar de amor, que empieza tal vez con la frase, “eres hermosa”, o cualquier otra de ese tipo. Supuse que había llegado una de las últimas oportunidades y que se había ido de mí gateando silenciosamente.
En la tarde me dirigí a proseguir mi entrevista al doctor Rudolf, el botánico que me facilitaba la información sobre la flora en peligro de la ciudad de Nueva York. El doctor Rudolf me atendió en su oficina de la universidad donde daba clases. Era ya un hombre viejo y quisquilloso que decía ser vegano. Yo por ese tiempo odiaba a los veganos. Creía que trataban de demostrarle al mundo que eran superiores, como los individuos de cualquier secta. Me esperaba puntual mientras leía una revista. Al verme asomarme por la puerta me invitó a sentarme frente a su escritorio. Era la segunda reunión que teníamos. La materia de nuestra entrevista era tan amplia que no podía resumirse en una sola.
Me preguntó dónde habíamos quedado y le comenté que había iniciado con una exploración de la vegetación nativa para luego centrarse en los cambios que trajeron los colonizadores. Fue como abrir un grifo. Puse mi grabadora sobre su escritorio y lo dejé hablar mientras se miraba el reloj. Como el asunto me era absolutamente ajeno no podía intervenir salvo para comentar detalles sin importancia que el viejo asumía como contratiempo.
Le había perdido empeño al artículo y ahora solo tenía fuerzas para pensar en la posibilidad de ir a Sudáfrica. Pensé, desde luego, en los accionistas del New York Chronicle, unos empresarios muy tradicionales que habían decidido fundar un periódico que expusiera los problemas de la localidad: para ellos el mundo entero. ¿Comprenderían algo más? Siempre estas notas predecibles e investigaciones que consumían el tiempo y que seguirían siendo correctas en todo sentido. Nunca un gesto provocador. Y sin provocar al destino, se la pasa bien, solamente.
Soñé por un momento haber sido Kevin Carter y me gustó la idea. Siempre había considerado que estaba llamado a ser un fotógrafo inspirado capaz de reflejar una metáfora de nuestro tiempo, una metáfora que hablara más que mil libros. El hombre había estado solo en el lugar adecuado. Pero también había tenido que ser un gran profesional para captar el suceso. No solo se necesitaba estar en el lugar adecuado. ¿Cómo era posible que hubiera podido lograr esa foto?
Consideré por un momento los detalles de la oficina del botánico. Vi orden y limpieza. Esqueletos de hojas y flores endémicas se mostraban en dos o tres vitrinas que había colgado de las paredes como ornamento a su autoridad. Ni con toda la sabiduría iba a obstaculizar que Nueva York siguiera oliendo a estrés y a polución. Algún día moriría la última flor, custodiada por mil botánicos. ¿No era eso cierto?
Era un poco tarde cuando llegué al periódico. Me senté en mi cubículo y empecé a escuchar la entrevista para ir transcribiendo los datos valiosos. Sentí que me tocaban el hombro con una palma fría. Me volteé. Era Giotto. Me hizo el gesto de que lo siguiera a su despacho. Cuando entramos cerró la puerta y me dijo que me sentara.
—No sé cómo sucedió pero aprobaron tu proyecto.
Al oír la noticia sentí una extraña tensión que seguiría creciendo con los días. Me atenazó las venas.
—Tenía mis dudas.
—Yo también. Fue muy rara la sesión. Les dije que tenías una buena idea para publicar una entrevista del último ganador del Pulitzer en fotografía. Ellos ya habían visto la foto. Tenían muchas interrogantes. Esperan que hagas un buen trabajo y te dejan completa libertad. Creen que les planteas un reto moderno. Tal vez quieren también otro tipo de noticias. Es lógico. Todo cambia.
—¿Y cuándo me puedo ir?
—Pasado mañana. Vas en vuelo directo a Johannesburgo. Tienes quince días para lograr la entrevista. Puedes concertar la cita desde ahora mismo. Busca a Carter. Entiendo que por lo de la foto ha estado asediado por periodistas que le cuestionan solo su actitud moral. Me vale un rábano la moral de Carter. Necesitamos algo más que interese al lector.
—Yo sé lo que debo preguntarle. No se me escapará.
—Vi una entrevista torpe de una de periodista que le acusa de haber dejado al niño abandonado.
—La vi también.
—Debes traernos algo diferente. Todos le apuntan con un revólver ético a Carter. No seas uno más. Queremos saber…
—Sí, yo sé lo que queremos saber… Es toda la vida esperando una foto como esa y entrenándote para lograr algo así… Y de pronto tienes esa oportunidad de oro, que también es una… Bueno… No lo diré… No quiero adelantarme.
—No nos pongamos enigmáticos. No eres el profeta de Carter, Henry. Solo un periodista. Trata de dormir mejor. No me gustan tus ojeras.