Читать книгу El ojo del mundo - Guillermo Fernández - Страница 8
V
ОглавлениеHabía tratado de comunicarme con Kevin Carter para propiciar la entrevista, pero tuve problemas con las llamadas a larga distancia. Una secretaria de la agencia llamada Hellen donde Carter prestaba servicios me comentó que se había alejado de la prensa, ahora que le endosaban motes crueles. De modo que llegaría a Johannesburgo a ciegas, buscándolo como un espía. El futuro azaroso de mi trabajo me propició una incertidumbre mortal. Recuerdo que en el Aeropuerto John F. Kennedy, antes de abordar el avión, consideré lo que me había dispuesto a hacer. Nada estaría seguro de ahora en adelante. Conseguí tomar aliento en los últimos minutos por una fuerza que se había apoderado de mí.
Las consideraciones que debía tener durante mis días en el país africano serían muchas: estaba revuelto por luchas políticas violentas y era inminente el triunfo del Congreso Nacional Africano con Mandela como candidato.
El avión despegó a las doce mediodía y llegaríamos antes de la cinco de la madrugada al Aeropuerto Internacional de Johannesburgo. Me correspondió felizmente el asiento junto a la ventanilla. Odiaba los viajes largos y esperaba dormir lo necesario aunque no tenía fuerzas para dormir. Pensaba en lo magnífica que había encontrado a Sharon, e incluso humorística, y en que me apartaba bruscamente de su lado por una fiebre desconocida. ¿Cometía un error yéndome ahora cuando debí haber propiciado un acercamiento quizás más caluroso? ¿No había sentido esa última noche los cristales de la nieve del encantamiento sobre nuestra piel, como agujas que duelen, así como es verdaderamente la felicidad: un punzante dolor que alegra?
Un hombre de unos sesenta años, con una calva insidiosa y lentes aparatosos, se sentó a mi lado. Llevaba un carné del New York Times y me pareció una seña de afectación tan deslumbrante que opté por mirar hacia la ventanilla, mientras el avión iba elevándose y veía el progresivo achicamiento de los rascacielos que reflejaban el inicio de una tarde con violáceas brumas. La sola presencia del hombre me resultó de mal agüero. Tenía la cara con feas pecas seniles y de una palidez semejante a un susto. ¿Cuántas veces no me había sucedido que la peor persona de todas se sentase a mi lado en cualquier parte? ¿No formaba esto parte del ritmo de mi existencia?
Quise obviarlo haciéndole sentir que me entregaba a la admiración del paisaje, el cual me producía una sensación de leve relajamiento, pero el hombre empezó a toser. Había medio visto que tenía un voluminoso abdomen. El temor de que iniciara una ociosa conversación conmigo se volvió magnético, como cuando le dije a Sharon que la veía magnética, solo porque no tenía nada original qué decirle.
—¿Y se puede saber para qué va a Sudáfrica? –sentí que me decía con una voz grave. Lo vi de soslayo. Vi sus grandes ojos coronados por cejas muy pobladas y canosas esperando mi atención. Hombres como esos abundan en el mundo, no pueden dejar de hablar acerca de cualquier cosa: deporte, negocios, turismo, enfermedades, conquistas, trabajo… Apostaba, en mi caso, por aburrirme solo mientras llegaba a mi destino y de pronto experimenté lo que debe sentir un ratón cuando es observado por un científico crapuloso en una jaula.
—¿Eh? –le dije molesto por la intromisión–. Soy periodista. Creo que todo el mundo que viaja ahora a Sudáfrica es periodista. ¿Qué otro tipo de persona podría viajar a un país donde hay esa guerra?
—Ah, qué curioso.
No vi nada curioso en lo que había dicho. Me percaté hasta ese momento, mirando a mi alrededor, que en el avión viajaban unas ocho personas, todas con la facha de reporteros. Vi algunos rostros cansados, rostros que miraban un periódico o se balanceaban de un lado para otro como si tuvieran tortícolis. Estaba tan abstraído que no tenía ganas de contar gente ni de meterme en la existencia de nadie. Llevaba en mi portafolios la fotografía de Kevin Carter y no me había decidido a mirarla para pensar un poco más sobre ella. Después de las reacciones impredecibles que vi en el bartender no iba a ser tan incauto como para democratizar mi experiencia tan personal, tan íntima, tan clara solo para mí. Que el mundo conociera más detalles una vez publicado mi artículo, si es que lo entendía. Si es que llegaba a entender algo.
—¿Por qué curioso? –le dije viendo a la aeromoza pasar con su carrito. Una rubia hermosa que se preparaba para servir el platillo de la travesía. Estaba ansioso por un whisky.
—Porque seguro vamos a lo mismo –respondió el hombre. Me olió su aliento a habano barato de los que fuman los detectives en Manhattan. Por su aspecto seguramente tenía varias enfermedades: diabetes y presión alta. No quería especular acerca de otras que podrían anidar bajo esa dura piel de viejo jabalí.
—Es probable –le dije–. Ahora todo el mundo mira hacia Sudáfrica, pero una vez que llegue Mandela al poder, habrá otro fuego en algún otro lado.
—¿Da por un hecho que quede Mandela en la presidencia? Yo no sé –dijo tocándose la parte del pecho donde le latía el corazón–. El Apartheid ha sido tan astuto que hasta pueden impulsar a un negro a la presidencia para seguir ocultando su verdadero rostro. ¿Verdad que no sería raro?
—¿Y qué busca el Times? –le dije con el aire de un reportero menor que tiene un orgullo mayor.
—Lo de siempre –dijo como si habláramos de su tía–, una entrevista a Mandela, que llegará a mi hotel a darme algunas declaraciones y también un poco de matices sociales, con lo que debo ir a algunas calles peligrosas. Ese negro es sorprendente, ¿no lo cree?
—Para que haya durado tanto tiempo en prisión, puede ser un sustituto. No me fiaría. ¿Será realmente Mandela? ¿No será alguien que pusieron en su lugar? ¿Podría un régimen como el Apartheid dejarlo tanto tiempo vivo? ¿No sería un régimen de cuento de hadas?
—Ja, ja, ja, qué ocurrente –dijo golpeando con una mano grande y velluda el asiento delantero–. Y usted, ¿de qué periódico es?
—Del New York Chronicle.
—¿Ah sí? –dijo pellizcándose la quijada con los dedos–, nunca había oído hablar de él. Seguro me estoy haciendo viejo –rio con ironía.
—Es un periódico de Lower East Side. Solo se publican de preferencia noticias de Nueva York. Del mundo entero se tiene una página con resúmenes. Los accionistas han decidido enviarme a Sudáfrica por un cambio de política. Me han contado que algunos son extravagantes potentados de abolengo a quienes les interesan las vicisitudes de la ciudad. Son esos millonarios de viejo cuño, altruistas considerados que suelen exultarse por los héroes sin rostro: bomberos, policías, damas de la caridad con grandes capitales en el banco, todo tipo de religiosos humanitarios, científicos que caminan hacia la universidad mientras saludan a los mendigos, empresarios que saben lo que es una empresa –y no los hijos que tratan de dilapidar la herencia en Las Vegas–, toda esa gente que hacen de la ciudad lo que es, lo que no puede dejar de ser, usted sabe…
—Claro, claro –dijo levantando la mano para que se acercara la aeromoza. La mujer se aproximó esbozándole una sonrisa titubeante y el hombre le pidió una copa de bourbon. Yo también le pedí un trago de whisky–. Nunca había escuchado el nombre de ese periódico –siguió diciendo mientras se le quedó viendo a la aeromoza que se retiraba hacia el final del pasillo. Me guiñó el ojo y vi que no lograba reponerse–. Esas son las mujeres que me gustan: cordiales, que saben moverse, que te traen un trago. Ejem… ¿Qué me decía?
—Hablaba de mi periódico –le dije sabiendo que el hombre solo se oía a sí mismo.
—Sí, su periódico. ¿Y sacó cita con Mandela? Creo que no está muy accesible. Yo tendría mucho miedo si fuera Mandela, ¿no le parece? Ah, bueno, a usted le parece que es un simulacro. Puede ser. No lo había pensado. Si es un simulacro y ya Mandela estuviera muerto, entonces mi entrevista sería una farsa. Pero es mejor una farsa que ninguna noticia.
La mirada del periodista me miró con algo de petulancia. Era como si me estuviera diciendo que el New York Times podría dispensar incluso de la verdad si fuera necesario para acceder a la noticia que se exigía de acuerdo con los tiempos.
—No viajo por Mandela –le dije con la voz baja, como si me costara explicarle que había otra noticia que a mí me interesara más.
—¿No me diga que irá a Soweto, que usted es de los que buscan más la acción?