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Across de universe sin salir de Manhattan Gustavo Dessal (New York, mayo de 2019)

I

Walt Whitman, el gran poeta americano cuya obra sigue ejerciendo una enorme influencia aún en nuestros días, nació exactamente hace dos siglos. Como tantos otros artistas, en sus inicios fue ignorado o incluso despreciado por un público que tan mal toleraba las innovaciones. Su empleo del lenguaje, la métrica y el ritmo, eran el anticipo de un mundo que habría de agitarse. Mientras Norteamérica se fracturaba en el debate sobre la esclavitud, Whitman cantaba a la libertad y el amor, hablaba de la inclusión universal y sembraba la semilla de una transformación en la vida erótica que cambiaría la historia de Occidente. En 1969, ciento cincuenta años después del nacimiento de Whitman, un bar gay en el sur de Manhattan llamado Stonewall Inn fue el lugar donde se encendió la mecha de un polvorín que sacudió los cimientos de la moral normativa. Una serie de revueltas y protestas contra la policía que intentó allanar el bar se extendió por todo Nueva York y el resto del país. El movimiento LGBTQ cobró carta de ciudadanía y desafió las leyes existentes, luchó por afirmar sus derechos y adquirió una fuerza política que sigue avanzando. Entre el nacimiento de Whitman y el giro histórico del movimiento LGTBQ hay mucho más que un alineamiento de fechas. No sin dolor ni resistencia, la lucha por el reconocimiento de los derechos del goce -que en definitiva ha sido siempre el motor secreto de los derechos civiles- es una constante en la historia humana, aunque sólo ahora comienza a apreciarse su verdadero alcance y gravitación en los cambios sociales y políticos. Las fuerzas que retuercen, tensan y hacen estallar los discursos hegemónicos no son exclusivamente económicas, porque la economía es inseparable de la dinámica libidinal, de las exigencias que el goce impone a los seres hablantes cuya diversidad desafía la simetría conservadora del discurso del amo, guardián de la homeostasis y el automatismo moral.

II

Un agujero negro es una zona del espacio gobernado por una fuerza gravitatoria de tal magnitud que ninguna porción de materia puede sustraerse a su poder de atracción. Si abandonamos el terreno de la astrofísica, el fenómeno bien puede servir como metáfora de lo que el capitalismo es capaz de lograr: la absorción y reciclado de todo lo que surge como antítesis de sus principios. El capitalismo fabrica compost con cualquier cosa, incluidas aquellas luces que se encienden para iluminar, denunciar y combatir su lógica. El capitalismo crea sus propias contradicciones, promueve los discursos que lo cuestionan, hasta que finalmente sus anticuerpos los devoran, los digieren y los convierten en un nuevo plus de gozar que acaba cotizando en bolsa. El carácter circular del discurso capitalista tal como Lacan lo ha formulado es exactamente eso: la capacidad del sistema para convertirlo todo, incluso sus fuerzas críticas, en material aprovechable, es decir, en mercancía reutilizable. Lo que nace como gesto subversivo puede ir a parar a las ofertas de Amazon o e-Bay. Así funciona la cosa, y la erótica humana no es una excepción. Los movimientos LGTBQ, antes corridos a bastonazos, son hoy bienvenidos en todos los salones de negocios, en las plataformas on-line y en los Ayuntamientos de cientos de ciudades que han descubierto los ingresos turísticos del Gay Pride. Los LGTBQ no pueden bajar la guardia, porque el agujero negro no los dejará escapar.

III

Todavía puede verse en los Estados Unidos, y tal vez en algunos núcleos comerciales de Londres: el hombre-anuncio. El hombre-anuncio es posiblemente el primer prototipo del sujeto mercantilizado. Hoy en día, en la era de internet, ya estamos informados de que la industria Big Data nos ha convertido a todos en subjetividades comerciables. Pero el hombre-anuncio tiene una larga historia, que comenzó en el Londres del siglo XIX, cuando los carteles en la vía pública quedaron sujetos al pago de fuertes impuestos y la competencia por el espacio en las calles se tornó feroz. Con su ácido sarcasmo, el hombre del “anuncio-sándwich” fue descrito por Dickens como “un trozo de carne humana entre dos rebanadas de cartón”. La “economía de la atención” nació hace mucho tiempo y, aunque resulte extraño, los métodos de propaganda bípeda aún siguen empleándose. Los comercios y empresas han multiplicado los trucos añadiendo variaciones en la contienda por atraer la mirada de los transeúntes y conductores. Actualmente esto se ha extremado aún más, y tras una serie de experiencias con tatuajes publicitarios temporales (que pueden quitarse) por los que algunas celebridades deportivas cobraron interesantes sumas, se tiene constancia de que un tal Jim Nelson vendió en 2003 un trocito de la superficie de su nuca para un tatuaje indeleble en el que se promocionaba una empresa de páginas web. A partir de entonces, la venta de parcelas corporales para la publicidad mediante tatuajes se ha extendido tanto que en la actualidad la oferta ha superado la demanda. Como curiosidad vale la pena mencionar BuyMyFace (“Compra mi cara”), un site creado por dos graduados de la Universidad de Cambridge (la página ya no existe), quienes todos los días colgaban fotos de sus rostros en los que con tinta lavable escribían anuncios para recaudar las 60.000 libras que debían por las matrículas de sus carreras.

La conquista del espacio estratosférico es apenas un minúsculo capítulo en la voluminosa enciclopedia del capitalismo. No hay espacio social, individual o colectivo, real o virtual, que no sea empleado por ese discurso. El hombre marcado en los campos de concentración fue un experimento (no consentido por el usuario) que preparó la conciencia social para lograr la trazabilidad moderna de los cuerpos. Se alquilan, se venden, se intercambian, y sobre todo los cuerpos se trafican bajo múltiples formas, algunas que todavía provocan una objeción crítica y otras que se van normalizando como ya sucede con los chips que se insertan en las personas como en perros y gatos para identificarlos y almacenar sus datos. La conquista del espacio mercantil adquiere proporciones inimaginables. En una suerte de horror vacui, hasta el más mínimo centímetro cuadrado de superficie urbana se aprovecha para anunciar y vender algo. Me llama la atención las estaciones de metro en Nueva York donde las barras de metal que forman los molinetes de acceso están envueltas en adhesivos que llevan impresos diferentes anuncios. El frenesí comercial es un virus que se expande y coloniza toda la superficie del mundo circundante, lo parasita y penetra en cada poro de la realidad física y espiritual.

El capitalismo, como todos los sistemas sociales y productivos que han existido, es un tratamiento y gestión de los cuerpos conforme al lugar que ocupan en la escala pública y privada. Cuerpos esculpidos, atléticos, obesos, anoréxicos, intoxicados, triunfantes cuerpos erectos o miserables carnes derrotadas, el paisaje urbano lo contiene todo. Sorprende el empuje a la mujer de los psicóticos que deambulan por las calles, desamparados de cualquier atención psiquiátrica, y que se esfuerzan por regular su goce mediante la mímesis de una femineidad sobreactuada. Travestismo imaginario, mascarada alucinatoria, clownismo de la gestualidad y la voz, drag queens sin oropeles que viven en la calle y dedican su actuación a una multitud indiferente que apresura el paso al compás de la música que suena en sus auriculares. De vez en cuando, algunos transeúntes detienen un segundo su marcha para observar cómo los servicios paramédicos recogen a alguien que ha alcanzado su límite.

IV

Las Naciones Unidas informan que un millón de especies animales y vegetales se encuentran amenazadas, una destrucción sin precedentes en la tragedia de la historia del mundo. Pero por cada una que se pierde, el sistema añade una nueva a la fauna humana. Mezcla de ágora, circo romano, bazar de maravillas, reserva natural de la teratología, manicomio de puertas abiertas, Nueva York es a la vez infierno y paraíso, espejismo del principio del placer y deleite de Tánatos, yo ideal y cuerpo despedazado. Aquí todo es absolutamente pragmático. Practical philosophy es una escuela que dicta cursos sobre filosofía de la felicidad: “Aprende a gestionar tu vida para que todos tus deseos se realicen”. Su mensaje se anuncia por todas partes, incluidos los vagones del metro. Miro su página web y descubro que fue fundada siguiendo las enseñanzas de Maharishi Mahesh Yogi, el gurú que adoctrinaba a los Beatles. Ahora denominan mindfulness a lo que en aquella época se llamaba “meditación trascendental”. El pragmatismo americano tiene también su lado naïf. Sorprende esta curiosa mezcla de racionalidad técnica y creencia en la espiritualidad de Oriente. La ingenuidad se extiende a la moda de lo “orgánico”, otra fabulosa industria del capitalismo para quien pueda pagar un dólar por una mandarina. Todo es ahora organic, incluyendo los productos de limpieza que emplean las tintorerías. Burger King y McDonalds se convierten en cadenas minoritarias que alimentan a las mayorías formadas por las clases bajas y pobres. Comer sano, no fumar, no beber alcohol, son las normas de regulación de goce en las clases medias y altas. Para que la cosa no sea demasiado aburrida, se admite espolvorear con cocaína los alimentos, porque incrementa la productividad y mejora el estado de ánimo. La creencia en la salud convive de manera curiosa con la sobredosis de opioides consumidos a niveles masivos. El capitalismo contemporáneo es trans, porque opera mediante un simbólico que, al desfallecer, transfigura los cuerpos de un modo nunca antes conocido. Bajo el imperio del simbólico antiguo, los cuerpos eran torturados por el amo. En la actualidad el sujeto entrega su cuerpo al goce del Otro, quiere recibir una nueva redención, pero la busca en un simbólico que se ha corrompido, un simbólico descompuesto que trans-torna y enferma los cuerpos, los perfora, los retuerce, sin imponer la fuerza, porque el cuerpo lo permite y lo goza. Es un simbólico que no está gobernado por el Nombre del Padre, sino por el superyó, que es el Padre sin Nombre, la voz anónima que no desea nada, sino que aumenta las posibilidades de la experiencia hasta alcanzar los límites de la muerte. Es el Padre que empuja al desafío, a la selfie en el borde de la azotea, a la fiesta toxicómana, o al mass shooting.

Una mujer obesa camina desnuda por Times Square en pleno mediodía. Solo lleva una pequeña braga, unos enormes auriculares conectados a su smartphone, un par de sandalias y unas gafas de sol. Algunos caminantes (todos con aspecto de turistas) se dan la vuelta, tratando de descifrar si se trata de una broma, si hay alguna cámara oculta, pero los más siguen su camino, indiferentes a la anomalía de ese cuerpo. La mujer sonríe, se la nota tan alegre que puede deducirse un estado alucinatorio crónico. A poco que repita su paseo desnuda por la plaza acabará incorporándose al paisaje, como el ejecutivo de Wall Street que ahora luce traje pero sin corbata, o el programador de Facebook que gana diez veces más que él, prefiere el uniforme pseudo-hippie, y calza Nike de seiscientos dólares. La gorda también tendrá su nicho de mercado. Acaba de estrenarse, y muy pronto todo el mundo podrá hacerse la foto abrazado a ella. Esa foto, ¿acaso no vale un par de pavos? No perdamos esa oportunidad.

Género, cuerpo y psicoanálisis

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