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HISTORIA DE UNA REVOLUCIÓN FEMENINA
ОглавлениеEl primer recuerdo que tengo de niña, curiosamente, es en la casa de mi abuela materna, Doña Petrona -como la cocinera-, donde vivíamos con mi padre, madre y hermanito menor, Guillermo Federico.
Irene Petrona Torres, se llamaba mi abuela. Pero todos le decían Petrona, tal la costumbre en las provincias de llamar a las personas por su segundo nombre.
Lo traigo a la memoria porque ya van a ver que ella tuvo bastante que ver en mi historia, y más que nada en mi formación y temperamento, algo que pude advertir recién de grande, a la distancia, haciendo un balance de mi vida.
Y dije “curiosamente”, porque en realidad mi memoria arranca después de los 5 años. Para atrás no me acuerdo de casi nada.
Sin embargo, en esa casa del Barrio La Pilar de Formosa –donde nací-, vivimos hasta que pasé los 5 años de edad y después nos mudamos al Barrio La Paz, casi al otro lado, a unas 30 cuadras de allí, gracias a una casa que nos otorgó el Estado a través del IPV (Instituto Provincial de la Vivienda) por el año ‘82, cuando yo estaba cerca de cumplir los 6.
También va a ser fundamental para mi vida este cambio de barrio, porque allí empezó todo, y cuando me pongo a revisarla, además de conmoverme, me asombra entender que está llena de coincidencias y señales a las que antes no le prestaba atención.
Es que, sin ir más lejos, allí empecé a boxear. Bueno, mejor dicho, a entrenar full contact, deportes de combate, y a pisar por primera vez un gimnasio, a los 7 años.
Allí conocí además a Ramón Chaparro, mi marido, mi profesor y director técnico, el hombre crucial en mi vida. Y fue allí que sentí por primera vez cuál iba a ser mi destino, aunque muchos dudaban, o se reían cuando yo lo comentaba.
Pero quiero volver a mi primera casa, la de mi abuela, donde la memoria aún me falla, donde todo es borroso y lo armé preguntando, buceando en las vivencias de otros, de mis antepasados familiares.
Recuerdo que la casa tenía tres habitaciones, una donde dormía mi abuela, otra mis padres, y otra mi hermano y yo. Un baño, una cocina, un comedor. A la entrada, un patio en donde había un árbol de mango y en la parte de atrás, lleno de plantas.
El mango es una fruta tan común en Formosa, que en las calles suele haber árboles de esa fruta por todos lados, y hasta se caen y la gente se los come así en la vereda.
Mi abuela estaba separada de mi abuelo, Ramón Arístides Carísimo.
Carísimo… Qué raro apellido. En italiano es queridísimo, pero acá significa algo muy costoso. Yo digo que la combinación de ellos forma un mensaje sabio, que signó mucho todos los momentos de mi vida: “lo más preciado, o lo más querido, es lo que más cuesta”.
Lo cierto es que me pongo a analizar a mi abuela, y pienso: una mujer separada en aquella época, en una provincia, con lo mal visto que estaba eso…
No era demasiado común, si bien no era algo inédito. Pero insisto en mi reflexión: “había que tener personalidad y “agallas” para decidir separarse en una sociedad tan machista, donde la mujer apenas si podía trabajar de algunas cosas, o directamente le estaba impedido”.
Sin embargo, ella lo hacía, y se ve que se bancaba sola. Era empleada aeronáutica allá en Formosa, y hacía todo tipo de tareas, desde limpieza, hasta tareas de oficina. No sé exactamente qué, como tampoco los motivos por los cuales se separó de mi abuelo.
Nunca se lo pregunté bien a mi madre que, al revés de mi abuela, era todo ternura. Pero entonces muchos temas eran tabúes, y “de esto no se habla”.
Mi madre, nunca un grito, nunca un reto, siempre con suavidad y dulzura, pacífica, buena. Por algo será que me la llevó Dios a los 18 años, aunque por suerte tuvo la dicha de conocer a sus dos nietos –mis hijos-, Maxi y Josué, que tenía meses.
Falleció de cáncer de mamas, que detectó a los 37 años y supo llevar hasta los 42 con entereza, pero después de que la operaron en Buenos Aires, en el Hospital Italiano –le extirparon un pecho-, ya no fue la misma. Y tras la quimioterapia, se debilitó mucho, adelgazó, y falleció de un paro cardio respiratorio, pero ya en el hospital de Formosa.
No sé por qué, pero veo que me pongo a hacer este libro sobre mi vida a la misma edad en que a mi madre le diagnosticaron la enfermedad que la llevó a la tumba.
Mi madre, Francisca David Carísimo.
Sí, David.
¿Alguien conoce alguna mujer llamada David?
Cosas de mi abuela… Otra más.
Es que resulta que ella quería tener un hijo varón al cual llamarlo David, obviamente por David y Goliat.
Por un lado, nombre bíblico, como tenemos casi todos nosotros. Pero por otro, ¿por qué uno tan guerrero, y más aún, alguien que es el emblema de la victoria imposible, de la lucha contra el poderoso, contra el gigante, y la del supuesto débil contra el más fuerte?
Mi abuela, evidentemente, admiraba eso. Pero como le salió mujer y vio que no podía satisfacer su propósito, le metió Francisca de primer nombre y con el segundo se salió con la suya. Por suerte, en el registro Civil se lo permitieron, no sé por qué.
Conozco segundos nombres masculinos usados en mujeres como José, a lo sumo ambiguos como René, pero David, jamás. Y si bien la portadora era mi madre, bien puede decirse que nada tiene ella que ver con algo que eligió y tramitó mi abuela, incluso oponiéndose a los seguros reparos de mi abuelo Ramón, que no sé si en esa época estarían casados, juntados, separados, o cómo. Nunca se habló de eso en casa.
Lo cómico es que después tuvo cuatro hijos más, dos de ellos varones, al primero de los cuales llamó Sergio. El tío Sergio. Parece incoherente, pero es evidente que ella quería ponerle David al primogénito, no a cualquiera.
El último de todos es el tío Luis, que con su esposa Iris era con quien más contacto teníamos junto a la tía Julia –la tercera-, quien va a tener conmigo un episodio bastante traumático en la muerte de mi madre -su hermana mayor- de lo que ya la perdoné.
Pero fueron siempre los más cercanos. También estaban la tía Ñeca, la cuarta.
Con mi tía Julia nos turnábamos y cuidábamos una noche cada una a mi madre, mientras que mi hermano iba por la mañana.
Pero la noche previa a su muerte, mamá le había pedido a tía Julia que me avisara que vaya yo a verla al día siguiente, que me tenía que decir algo, que jamás sabré qué. Y ella no me avisó.
Es cierto que estábamos medio enemistadas, más que nada porque ella era una de las que se oponía a mi relación con Ramón, una historia que ya contaré con mayor detalle más adelante.
Cuando un paciente en ese estado te pide algo, tenés que satisfacerlo, limar todas las asperezas, superar todas las barreras y dejar el orgullo a un lado, porque si no, podés arrepentirte para toda tu vida.
El daño que uno puede hacer y la culpa con la que se queda luego, no te la quita nadie, si es que ocurre algo como lo que pasó. Yo ya lo superé, y ya la perdoné. No sé qué pasará con su conciencia, aunque deseo que también se haya liberado.
La cuestión es que cuando me avisaron que vaya al hospital, mi madre ya había fallecido.
Lloré, lloré… Lloré por todos los días en que no había tomado conciencia, en que casi ni sabía de qué se trataba. Sabía que estaba enferma, pero pensé que se curaría. La veía bien, fuerte, linda, saludable. Recién a lo último se la veía mal, pero había días. De repente repuntaba, y uno se engañaba. Creía que era por la quimio, por alguna cosa extra que pasaba, porque el cáncer es así, te ataca otras cosas. Finalmente, ella falleció de un paro cardíaco respiratorio.