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Pérdida y encuentro de la identidad de una princesa1

Vicente Leñero

La conmoción que originó en 1964 la publicación en México de Los hijos de Sánchez, de Oscar Lewis, no sólo tuvo implicaciones sociológicas. Al margen del escándalo desencadenado por el intento censor y de las discusiones sobre el valor antropológico de la obra, se abordaron polémicamente sus atributos literarios. Muchos se obstinaron en analizarla como novela, y aunque el error era evidente, es preciso reconocer que el trabajo de Lewis proponía caminos narrativos dignos de tomarse en cuenta. Uno de ellos, el empleo de la grabadora como instrumento para reproducir el habla coloquial, dio pie a que Emanuel Carballo —si mal no se recuerda— señalara atinadamente que las transcripciones magnetofónicas de Lewis cancelaban, a partir de ese momento, los alardes realistas de los escritores empeñados en calcar el lenguaje popular. Así como la aparición de la fotografía finiquitó el furor de la pintura naturalista, cuya máxima virtud era copiar al detalle lo que miraba el ojo, la aparición de la grabadora —indicaba el crítico— convertía ahora en infructuoso el esfuerzo imaginativo de los fotógrafos del lenguaje. Se liquidaba, pues, un recurso, pero al mismo tiempo se instituía otro: el aprovechamiento expreso de la cinta magnética, ya no con fines antropológicos sino con propósitos decididamente novelísticos. En Hasta no verte, Jesús mío, Elena Poniatowska ensayó con acierto esta gran posibilidad, y es muy probable que muchos otros escritores hayan usado y estén usando la grabadora para su trabajo creador. El hecho es que el aparato se ha convertido ya en un instrumento literario e incluso, a veces, en una especie de personaje o de nueva voz narrativa.

Con este último carácter, Gustavo Sainz introdujo en su primera novela, Gazapo (1965), la presencia de la grabadora. No se trataba allí de transcribir léxicos, sino de utilizar el aparato en la creación de originales puntos de vista: Menelao, el personaje central del relato, y a veces su narrador (punto de vista 1), se vale ocasionalmente de la grabadora en un esfuerzo por prolongar su memoria (punto de vista 2). Pero al mismo tiempo que el personaje dicta, bajo este segundo punto de vista, los acontecimientos que desea recordar, es el propio novelista Sainz quien parece utilizar la grabadora para dictar-escribir los monólogos de Menelao (punto de vista 3). Además de ingenioso, tal recurso —si de veras Gustavo Sainz dictó los monólogos dictados— debe calificarse como doblemente eficaz, porque logra transmitir el efecto real de un escritor trabajando con grabadora, y porque enriquece a su narrador con un enfoque adicional.

Habría mucho más que decir sobre la multiplicidad de puntos de vista en Gazapo, pero lo único que aquí se intenta es consignar “la obsesión de la grabadora” en el mundo novelístico de Sainz. Esta obsesión reaparece en su más reciente obra La princesa del Palacio de Hierro, pero con características totalmente distintas a las que se manifestaban en Gazapo. En La princesa del Palacio de Hierro la grabadora ya no funciona explícitamente como vehículo de un narrador, y no es posible sospechar siquiera que el novelista la haya utilizado para dictar su relato. Ahora Sainz parte de la popularización de la cinta magnética; da por sentado que a partir del descubrimiento de Lewis el uso del aparato es común y frecuente en el trabajo de escritores y periodistas, y concluye que lo que narrativamente hablando vale la pena hacer para dar un paso adelante es imitar, recrear el efecto producido por un personaje hablando frente a una grabadora. Es decir, como el uso y abuso de la grabadora han convertido en una realidad más las transcripciones de esta índole, a la literatura corresponde ahora imitar, retrabajar esa realidad y mantenerse así a la vanguardia del ingenio narrativo. El fenómeno equivalente en pintura es quizá más claro: la fotografía mata al arte naturalista, pero de inmediato un nuevo arte “naturalista” surge para recrear —para superar— los hallazgos fotográficos.

Toma de distancia

Como gran remedo de una grabadora transmitiendo lo que un personaje habla, está planteado el largo monólogo de La princesa del Palacio de Hierro. Las frecuentes muletillas características de cualquier conversación, los comentarios laterales, los tropezones, las bifurcaciones y extravíos que llevan a abandonar un tema, seguir largamente con otro y retomar al fin el inicial… hacen sentir el contacto con una transcripción magnetofónica, pero siempre sobre la base de que se trata de una invención literaria. Basta con analizar detenidamente la sintaxis y la variedad de enfoques secundarios que adopta el relato para confirmar que Sainz no ha realizado un trabajo antropológico similar al de Lewis, sino que remeda a este género con una necesaria dosis de ironía.

Desde el punto de vista formal, tal ironía estilística es condimento importante de la novela, porque contribuye a establecer el distanciamiento entre el novelista y su personaje-narrador. Como a cualquiera que escribe una novela “en monólogo”, a Sainz le importa sobremanera separarse del ser que habla en primera persona, para impedir toda sospecha de identificación mental e ideológica y comunicar el mundo de su protagonista con absoluta objetividad.

En su expresión más inmediata, la toma de distancia del novelista está dada en la antítesis sexual. Aunque no es un hecho insólito en la narrativa, sí es contrario a la costumbre y a los impulsos psicológicos primarios que un escritor varón haga monologar a lo largo de toda una novela a un personaje femenino. Esto, desde luego, no representa por sí solo una evidencia del distanciamiento —ni un deseo manifiesto del escritor de que así se deduzca—, pero Sainz agrega otras pruebas que no por eventuales dejan de tener importancia en ese intento separador. Una de ellas es la división en capítulos de la obra, que delata la presencia de un novelista armando y titulando los gajos de un monólogo ajeno, y otra es la inclusión de párrafos literarios de Oliverio Girondo que operan como comentarios o epílogos de cada capítulo y que forzosamente tuvieron que ser seleccionados por un organizador capaz de observar desde fuera a su protagonista mujer y, en consecuencia, desligado de ella.

La prueba definitiva del distanciamiento, sin embargo, es ajena a estos recursos laterales y no se descubre mediante un rastreo simplista. Para encontrarla hay que analizar a fondo la identidad de la protagonista, desentrañar su armazón literaria y concluir que más que un personaje de carne y hueso —como tal vez la considere el lector ingenuo—, la princesa de Sainz es un personaje de ficción. Aunque esta afirmación parece una perogrullada, el suscribirla exige relegar a un segundo plano todo esfuerzo crítico que pretenda —a favor o en contra de la novela— centrar el análisis en sus valores sociológicos y juzgar en función de ellos la postura del novelista. Absurdo cuestionar si Sainz aplaude o se burla del mundo frívolo de su princesa; si lo denuncia o lo encomia. Sainz está fuera de él, expresamente, intencionalmente. La protagonista no es un desdoblamiento del autor, es sólo su títere.

El intento por desenmascarar, de manera organizada, a esa muñeca de cuerda que monologa, conduce a tratar de responder a seis preguntas básicas: ¿quién habla?, ¿cuándo habla?, ¿cómo habla?, ¿a quién habla?, ¿por qué habla? y ¿qué es lo que habla?

¿Quién, cuándo, cómo?

La propia protagonista parece facilitar, tramposamente, las primeras respuestas. Se trata de una mujer que pertenece a la “clase acomodada” de la ciudad de México, y por datos concretos que ella misma aporta se deduce que nació en el año de 1938. Esto significa que, en la fecha de la publicación del libro, la princesa tiene 36 años. Aunque no es forzoso concluir así, el primer impulso del lector lleva a considerar que la novela está contada a esa edad, es decir: hoy mismo. Podría serlo por la actitud mental de la protagonista, a quien la experiencia adquirida y la lejanía temporal respecto de los hechos le permitirían referirse a ellos con la frialdad y el cinismo que no tendría una jovencita involucrada aún psicológicamente en sus aventuras, pero cualquier aprendiz de lingüista frenaría la suposición. El lenguaje coloquial de la princesa es ajeno, casi por completo, a los modismos del habla citadina de los años setenta, desconoce la terminología de “la onda”. Forzosamente entonces —y de acuerdo con esta pista— el discurso tiene que ubicarse a mediados de los setenta. Si se toma en cuenta un marco de referencia literario, se dirá que es anterior a 1966, fecha en que aparece la novela de José Agustín, De perfil, en la que se da carta de ciudadanía, y se genera, ese lenguaje juvenil de cuyos modismos no podría evadirse un personaje como la princesa. Atendiendo a esto, una fecha lógica para situar el monólogo sería 1965, cuando la protagonista tiene 27 años; edad que incluso casa mejor con su comportamiento psicológico.

Igual que a otras conclusiones, resulta relativamente sencillo llegar a esta deducción cronológica y pensar que se han encontrado claves importantes del libro. Sin embargo, el esfuerzo es inútil y produce criterios erróneos. A La princesa del Palacio de Hierro no se le puede analizar como un estudio antropológico de Lewis, porque su autor no es un sociólogo, sino un escritor malicioso que deforma a su conveniencia la realidad, que la está inventando con fines exclusivamente literarios y bajo un régimen que se propone ser verosímil, pero no verdadero.

Sainz podría tolerar que se situara el monólogo en 1965, pero seguramente se mofaría del hallazgo. Lo que ha provocado que la protagonista “ignore” el lenguaje de la onda es una razón más literaria que histórica. El escritor desconfía de la inestabilidad de un léxico que cambia casi a diario y que, por lo tanto, puede resultar inoperante al mes o al año de ser consignado en un libro. A diferencia de José Agustín, quien no sólo fotografía los modismos de cada instante, sino que se anticipa a ellos inventándolos —de acuerdo con la propia lógica de ese lenguaje—, Sainz prefiere apoyarse en un idioma coloquial cuyos giros, contemporáneos o no, ya han sido consagrados por el uso y tiene una categoría gramatical imperecedera.

Esto no impide que de pronto emplee términos “onderos”, que parecen contrariar la congruencia coloquial de la relatora y que hacen sospechar —para una óptica sociológica— un tropiezo del escritor. Lo que en realidad ocurre es que el punto de vista de la novela no es tan sólo el de la relatora. Ésta adopta sutilmente enfoques y estilos que corresponden a los personajes que en determinado momento se convierten en protagonistas de la historia, y esa nueva perspectiva demanda expresiones “de la chaviza”. Aunque superficialmente lo parezca, el monólogo no se rige, pues, por un punto de vista único, como tampoco, en consecuencia, existe una fecha única que lo ancle en un lapso estrecho de expedición.

Sainz consigue hacer sentir que se trata de una sola tirada, prácticamente instantánea, pero su hábil juego con el tiempo le permite abarcar —con genial disimulo— todo el panorama coloquial de una década. La protagonista habla en 1965, si se quiere, pero también puede hablar el día de hoy y utilizar entonces —moderadamente y de acuerdo con la perspectiva del personaje enfocado— una terminología actualísima. Otros datos de carácter anecdótico afianzan esta hipótesis de la fecha móvil en que se profiere el monólogo y de la absoluta conciencia que de ello tiene el escritor. Baste consignar las alusiones al boxeador Rubén Olivares, cuya fama pública es posterior a 1969.

¿A quién, por qué?

Es evidente que la narradora tiene un interlocutor y que Sainz —para subrayar su política de distanciamiento— no quiere que éste sea directamente el lector. El monólogo se vuelca sobre el lector, pero existe un intermediario. Gracias a él, el discurso no corre el peligro de convertirse en una confesión, ni en una toma de conciencia, ni siquiera en un recurso catártico capaz de redimir a la protagonista. No hay en el monólogo, ni en la novela toda —para decepción de los solemnes—, intención moralista alguna, ni afán de denuncia. En su temática propiamente dicha la novela es totalmente frívola, y de esa frivolidad derivan sus atributos literarios.

Ante el interlocutor inaudible que sólo de cuando en cuando parece interrumpirla, casi siempre para sacarla de un tropiezo verbal o para responder a preguntas imperativas, la relatora confiesa haber pasado ya por una experiencia psicoanalítica de la que, por supuesto, se burla. El hecho es importante porque confirma que la intención del monólogo no es catártica. Además, pocas veces la protagonista se refiere a sus sentimientos, y cuando lo hace es siempre de manera superficial, para trazar el marco de referencia de una anécdota, para dar a ésta una ambientación. Todo ello evita que el lector se comprometa sentimentalmente con la protagonista, cosa en que ha evitado caer también el autor como postulado básico de su tarea noveladora.

No hay chantaje alguno para ganar lectores por el camino del melodrama; tampoco para causar esa repugnancia —igualmente fácil— que por la ruta del odio o de la rabia hace brotar una corriente efectiva entre personaje y lector. Para llegar al corazón de la protagonista, para penetrar en lo que se llamaría su esencia —quizá su drama— el autor exige tolerar la frialdad que en última instancia transmite el personaje y asomarse al mundo de lo que no dice, de lo que oculta, de lo que disimula, de lo que deforma; comprender que la mujer que habla es una mitómana.

Qué

Es difícil demostrarlo en un análisis tan breve como éste, pero la clave que permitiría resolver todas las claves de La princesa del Palacio de Hierro se encuentra en el hecho de que Sainz ha creado —consciente o inconscientemente— un personaje mentiroso.

Si por un momento se considera a la protagonista como un ser de carne y hueso que se planta delante de un interlocutor pasivo en un lugar donde el escritor ha instalado el micrófono oculto de una grabadora, resulta fácil conceder que la actitud de chisme, de interminable chisme que adopta esa mujer tiene una alta dosis de mitomanía. Ella sospecha que su historia, que sus aventuras, no tienen nada de extraordinarias, no son suficientemente insólitas ni apasionantes ni maravillosas, y porque lo sospecha, su empeño mayúsculo consiste en amplificar con todos los recursos posibles esas aventuras. No cesa de hablar tratando de conseguirlo y cae en los absurdos, en la deformación, en la exageración característica del que engaña para interesar, para convertirse en importante…

Si a este razonamiento se agrega el criterio de que más que un personaje de carne y hueso, la protagonista es un ser de ficción, y por tanto un artificio, una mentira, la novela de Sainz adquiere una dimensión insospechada.

Sobre la base de una lógica rigurosa que en ningún momento violenta la congruencia de la protagonista ni la verosimilitud individual de los personajes que pueblan su vida, Sainz teje una complicada red de engaños literarios. Las aparentes contradicciones, los sutiles cambios de punto de vista, la movilidad cronológica, el remedo de la transcripción magnetofónica, el distanciamiento clave entre el autor y su relator, son los elementos formales de su gran mentira narrativa.

No importan de manera fundamental las aventuras de la princesa ni lo mucho o poco que diviertan al lector o le permitan asomarse al mundo frívolo de la realidad mexicana; es en vano que la protagonista las deforme para convertirse en un ser superior, maravilloso, para quien la oye o para quien la lee… Lo apasionante del libro no depende tanto de esas falacias, sino del hecho de que ella —muñeca de cuerda, personaje de ficción, inocente mitómana— esté construida como un símbolo feliz de la enorme mentira que es al fin de cuentas toda novela.

1 Este artículo fue originalmente publicado en Diorama de la cultura, suplemento cultural de Excelsior, el 15 de diciembre de 1974.

La Princesa del Palacio de Hierro

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