Читать книгу La Princesa del Palacio de Hierro - Gustavo Sainz - Страница 8

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1. Sé poco de enfermos

Oye, pero la tipa estaba de sanatorio. Se vestía de hombre, con sombrero, corbata y todo, tú, ¿y sabes a quién se parecía? Bueno ¿te acuerdas de Mercedes, la que era novia de mi hermano? Sí, diablos, ésa que le ponía los cuernos, ésa que le veía la cara ¿no? Pregúntame si para entrar se los tenía que limar detrás de todas las puertas ¿eh? Y no era que se pareciera, sino que se ponía a maquillarse igualito, a peinarse igualito, a vestirse ¿no?, a fumar igual, todo igual igual. Y en la bolsa, tú, donde los hombres traen sus credenciales y las tarjetas de crédito y el pañuelo para limpiar sus venidas, ella traía las pomaditas. No me lo vas a creer, pero la detenía un agente de tránsito y ella se metía la mano al sobaco, como para sacar su credencial de influyente y no, ay no, señor, estoy muy fea, y chíngale, un tubito como de pasta de dientes, tú, lleno de pomada que se tiene que aplicar en la pierna, pues cada vez que se asusta, o se sobresalta, o se altera, o se pone nerviosa ¿no?, le sale una ronchita roja en salva sea la parte, y ella tiene que sacar un tubito y levantarse la tela del pantalón y exprimir sobre la manchita el gusanito blanco y masajear, sobar, acariciar, mientras el agente repite: su licencia. Vestida de Hombre ¿no? Y era muy amiga de mis vecinas, las de Guadalajara Pues, y estaba siempre en su casa o les hablaba a todas horas o venían a visitarme. A veces salíamos juntas ¿no? Casi siempre salíamos juntas.

Las de Guadalajara eran flacas flacas, pero tenían muy bonita cara. Y eran de un nervioso, tú, como una pareja de pájaros, la mayor con cierto aire resuelto, manoteando siempre como si nadara entre nosotras o marchara golpeando una gran tambora ¿no?; la otra riendo, abriendo desmesuradamente los ojos, chisporroteando como un cerillo para después deprimirse como gorrioncito achicopalado, o resfriado, o agónico, para al rato volver a palmotear con las manitas huesudas, toda feliz, exhalando suspiritos cortos y fulgurantes ¿no?, como una luz de bengala. Junto a ellas, La Vestida de Hombre y yo parecíamos de cartón ¿cómo se dice?, de papel maché.

Íbamos con frecuencia a un lugar que estaba en un sótano, en el sótano de una casa muy antigua. Se llamaba Las Dos Tortugas y el dueño era un señor muy chistoso. Entonces fíjate que él tenía todo el sótano decorado de manera muy burdelesca, así, como de casa de citas, porque ponía, en unos cuartos ponía… Sótanos, sótanos como los que se usaban en las casas antiguas para almacenar cosas… Ponía redes, en otro pintaba cosas, pero donde estaba el cuarto principal, donde se supone que se concentraba la gente y ¡vaya si se concentraba!, tenía todo lleno de brujas, brujas con escoba y todo ¿no? Colgadas. Chiquititas así, colgadas. Y a todas les enchuecaba las patitas para que se parecieran a mí, digo, todas las brujitas eran yo, tenían las patitas hacia adentro, como camino yo, como me paro yo. Entonces, cuando se iban acabando mis zapatos tenía como consigna ineludible ¿verdad?, que los tenía que ir dejando allí, porque como yo siempre bailaba, bueno, era la que animaba más, la que bailaba más. Era conocidísima ¿te imaginas? Y todos me querían mucho… Aparte de que no dejaban entrar a gente de mi edad ¿no? Aunque a veces llegaba y tampoco me dejaban entrar, porque había espectáculos medio fuertes. Entonces me decían no, no entres. Con mi hermano siempre ¿eh? Nunca sola. O con Las Tapatías o con La Vestida de Hombre, pero nunca sola. No, no entres, porque ahorita está medio fuerte. Y es que había señoras haciendo estriptís y cosas así. Pero iba gente de toda, de toda… Iban saliendo de fiestas, del cine, de moteles, claro, si conocían al dueño, digo, a ese muchacho alto, morado y con la panza en forma de pera. Iban prostitutas, iban golfas, iba Gabriel Infante, siempre de zapato blanco y pantalón así entubado de abajo y de aquí muy ancho. Entonces allí bailábamos. Era un lugar para bailar y siempre se concentraba allí la gente de ambiente, los chéveres y los superchéveres. Y una vez íbamos saliendo mi hermano y yo y dijo mi hermano: hijos, escucha eso, yo creo que a algún pendejo le están robando los tapones. Y le digo: puta sí, sí es cierto. Entonces empezamos a ver los coches, todos los coches que estaban estacionados allí, y que vamos viendo que era nuestro coche, que lo estaban desarmando tres tipos. Entonces mi hermano dice ay, carajo, si es mi coche, y que empieza a correr para alcanzarlos. Entonces los rateros vieron que se atravesaba corriendo y se subieron a un viejo ford que estaba estacionado en doble fila. Entonces mi hermano, el idiota, hazme favor, en lugar de dejarlos ir, alcanzó al ford y se agarró de una ventanilla, digo, trató de abrirles la portezuela, pero arrancaron como chiflido y apenas y pudo agarrarse de una ventanilla, como en las caricaturas. Y corría unos pasitos y tenía que alzar los pies, porque el coche iba demasiado aprisa ¿no? Unos pasitos y volaba un cachito. Los tipos le pegaban en la cara, le daban de cachetadas y él aferrado, bien aferrado. Hasta que se soltó ¿no? Entonces regresamos y nos metimos volados en Las Dos Tortugas. ¿Qué les pasó? Porque teníamos una cara que pregúntame si de indigestión con chayotes. Y mi hermano resollando como toro de lidia. Entonces uno de los muchachos que estaban allí trabajaba en alguna cosa de servicios, una oficina de agentes secretos o algo así. Imagínate, era tan secreto que todos lo sabíamos. Para esto, mi hermano venía como loco, repite y repite, nueve veintisiete doscientos cuarenta y tres, y repite y repite y repite así su placa, la placa de los tipos esos ¿no? Y ya fue y dio los datos. Entonces el muchacho dijo que iba a dar parte y que no sé qué, que no nos preocupáramos. Total, nunca hizo nada ¿verdad? Y nos quedamos sin tapones. Pero lo importante es que alrededor de la pista estaban colgados como treinta pares de zapatos míos. O cuarenta. Era yo La Popular ¿te imaginas?

Por esos días La Vestida de Hombre me hizo un tango por teléfono. Me dijo fíjate nada más que me estoy muriendo, tengo un dolor en la vesícula. Ah, no, en la boca del estómago. Parece que se me acaba de reventar una de mis úlceras y fíjate que estoy desesperada, me estoy muriendo, por favor, encuéntrame una enfermera muy barata, porque no puedo estar sola y mi mamá se fue a Israel. Y la clásica pendeja, aquí, La Madre Abadesa, dijo no, óyeme, no, vente a mi casa y mañana rapidísimo buscamos un hospital, no vaya a ser que caigas en un hospital malo, mira, vente a mi casa y mañana buscamos. Pues mira, todavía no le acababa de decir buscamos… Yo creo que la cabrona me acababa de hablar de la esquina de mi casa, de la caseta, porque ya había llegado. ¿Y sabes cómo llegó? Con sus ceniceros, con sus cuadros de la pared, con sus pomadas y todos sus aditamentos, de plano, para venir a establecerse. Ay, no te quiero contar cuando la vi, casi me desmayé. Es que me privaba. De mi papá olvídate, y de mi mamá, olvídate. Llegó y se posesionó primero de un cuarto, después del teléfono, y a los doce días ya éramos sus sirvientes. ¡Sus sirvientes!

¿No te importa que todos los sábados se iba con diferente galán de fin de semana? Y los galanes entraban a mi casa y esperaban a que acomodara su ropa y todo. Mi papá y mi mamá privados de privados. Luego, por ejemplo, salía entre semana, y yo le decía ay, por favor, llega temprano porque nos dormimos como a las doce, no llegues después de esa hora porque los criados, las sirvientas, los mozos, todos se acuestan y ya no queda nadie que te pueda abrir y tenemos que salir nosotros, por favor, ven temprano. ¡Ranas sifilíticas! Llegaba a las cuatro o a las cinco de la mañana. Y allí nos tienes a mi mamá y a mí, que teníamos que levantarnos y abrirle la puerta. Mi papá en esa época viajaba mucho. Yo la odiaba, pero nunca has visto un odio más terrible. Entonces fíjate que fraguábamos raptarla, ofenderla, hacerle mala cara. Y llegaba La Tapatía Chica y oye, gorda, fíjate que qué crees, que este, que te dieron permiso para que te vengas con nosotras un par de semanas a Acapulco, porque tu mamá se va a ir siempre a San Antonio a comprar ropa y dice que para que no te quedes sola prefiere mandarte con nosotras. Qué padre ¿no? Entonces oye, pues qué bueno, que no sé qué, pues yo también estaba desesperada. Y La Vestida de Hombre oyendo, muy triste porque no podía acompañarnos. Y las sirvientas iban a tener vacaciones, así que nadie podría atenderla en la casa. Total, me fui a Acapulco y mi mamá se fue a los Estados Unidos. Se trataba de ver si se salía ¿no? Pero dijo que iba a cuidar la casa y le lavó el cerebro a mi papá. ¿Y sabes por cuánto tiempo se quedó? ¡Como cinco meses! Yo ya estaba en las locuras, no te imaginas. Mi mamá no la podía ver. Decía bueno, si te hubiera dicho esta niña oye, ¿puedo vivir en tu casa? Pero te dijo oye, mañana me voy…

Bueno, pero total, La Vestida de Hombre, en una de las veces que habíamos salido, de las infinitas veces que salíamos juntas, me presentó a un muchacho que hablaba mucho. También era de Guadalajara Pues y parecía monje. Tenía como tres narices, una abajo de otra, así que se le veía una nariz grandísima, y parecía que siempre estaba diciendo mentiras con cara de fraile, a mí me parecía. ¿Sabes quién? Te he platicado otras veces de él. De veras parecía monje, o un viajero sin valija, de esos que ves en el aeropuerto esperando que llegue el carrito con los equipajes para pasar la aduana, así, como que algo les falta siempre y medio quieres que llegue y no, y mientras tanto revisan la cara de los presentes. Bueno, creo que lo has visto. Trabajaba en los tribunales y después fue secretario del ministro de, sí, ese que viste en, pálido, muy pálido, como cadáver de monaguillo.

Entonces me invitó a salir, empezó a invitarme a salir. En fin, un día me habló y estábamos las cuatro amigas juntas ¿no? Y Las Tapatías tenían hambre y no teníamos dinero, así que decidimos que nos invitara a cenar. Bueno, para que tengas una idea más clara, él era como un obispo y como un camello al mismo tiempo, como El Obispo de los Camellos…

Los lunes cerraban Las Dos Tortugas, así que fuimos a otro lugar que estaba donde quedaba el Astoria. Los dueños creían que habían hecho un restorán para gente más o menos bien, pero la mera verdad es que estaba repleto de gente muy baja. Era más bien frecuentado por gente corriente ¿no? Pero era un lugar muy chistoso y nos quedaba cerca, y siempre había muchachos muy vivitos y muy coleando y eso me gustaba. Imagínate: nosotras salíamos con puros cadáveres ¿no? Entonces estábamos allí muy tranquilas, sin sospechar para nada que una de nosotras iba a cometer un crimen, y otra a abortar cuatro veces, y otra a volverse loca; fascinadas con la música de los mariachis. El Monje siempre me invitaba a salir y total, esa noche no había podido resistirlo más y decidimos gorrearle la cena, así que le expliqué que iría con mis amigas. Y ya cuando llegó le dijimos que a ese restorán porque nos desbielaban el paté, el pan francés que daban, la plebe y el decorado, tú, porque los manteles eran rojos y las sillas muy blandas y muy acogedoras ¿verdad? Tibias también… como amantes.

Entonces que se acerca el capitán de meseros. Que viene el capitán de meseros y nos dice ¿una copita? Preguntó si queríamos una copa o no. Y una de Las Tapatías, con las manos sobre el pecho trinó queremos cenar. Y no, gracias, nada, nada, nada, soy abstemio dijo El Monje. Y la carta, tú, que gruñe la otra de Guadalajara. Y el capitán ofreciendo un vermut, un oporto. Se lo acaban rapidito. Una ginebra. Y no, no gracias, nada, en dúo, en trío, un cuarteto. Y su voz decía oporto, vermut, ginebra, y como que en realidad quería decir otra cosa. Su voz se resbalaba por nuestros cuerpos como una cosa absurda y tierna que despertaba escalofríos sensuales… Al mismo tiempo su mirada era tan fuerte que podía hacer saltar todos tus botones… Y ¿qué crees? Fíjate que fue por la carta, la trajo y que se queda parado allí, junto a nosotras ¿no? Al Monje le sonaban las tripas, algo como el ruido de la calefacción. Junto a él, La Vestida de Hombre, idéntica a Mercedes, pasaba los dedos por la carta como si estuviera escribiendo en máquina. Y Las Tapatías asentían y movían las manos y proponían cosas ¿no? El capitán allí, accesible e insensato… Entonces vimos lo que queríamos, ordenamos todo, no recuerdo qué, aunque en esa época me fascinaba la ensalada césar, acabábamos de descubrir la ensalada césar. Entonces el tipo apuntó y vino otro mesero y se llevó la nota y él siguió parado allí, junto a nosotros, junto a mí y La Tapatía Chica, con los brazos colgados como sin fuerzas, la cara áspera, inocente y vulgar. Eso que yo lo veía ¿no? Y decía qué raro, pues éste, aquí parado, así nomás, parado. Y tomé un cigarro y se precipitó a encenderlo, tú. Bueno, eso era normal, pero seguía allí. Entonces empezamos a comer con las canciones alegrando el ambiente. Trajeron los entremeses y todos nos afanamos en despedazarlos, como si estuviéramos desarmando relojes, metidísimos con las aceitunas. La Tapatía Grande repasaba la carta como si hojeara parsimoniosamente un gran misal en una boda de lujo en la Basílica de Guadalupe…

Entonces entraron muchos galanes corriendo, una bola de muchachos corriendo. Eran como nueve o diez muchachos y entraron como tromba y atraparon a otro que estaba cenando, sentado, de espaldas a nosotros. Pensamos que era una broma o algo así, una venganza, algún pleito, algo por el estilo, pero el capitán nos dijo no es nada con un guiño maloso, todos son mis amigos… Mientras tanto, al tipo lo pusieron junto a un pilar ¿se dice pilar? Junto a una columna ¿no? Era muy guapo y lo empezaron a besar en la boca, a desvestir… Eran hombres ¿no? Todos hombres y lo besaban y se atacaban de risa… Las Tapatías se inclinaban sobre sus platos picoteando como gallinas y El Monje y La Vestida de Hombre se me borraron por completo, a pesar de que La Reina de las Pomadas se masajeaba ya por doquier ¿verdad? Y empezaron a llegar unas tipas… ¡Clásicas golfas! Y que me agacho para seguir con la sopa y que el capitán me la quita. ¡Habrase visto! La sopa se toma caliente, afirma con tersa voz de mandolina rasgando órdenes e insinuaciones, se la voy a calentar… Y por estar viendo a las golfas —una faldota de algodón, un bolso escocés de pelos rojos, unos zapatos de tacón dorado—, ni pude protestar… La sopa se toma caliente… ¡Diablos circuncidados! Su voz era su mejor arma y tanteaba con ella fueran las que fueran las palabras que pronunciaba, los cuerpos que le gustaban, toqueteando, abalanzándose y acariciando…

Entonces al rato ¿no?, El Monje y yo plática y plática, pero yo nerviosísima porque el capitán trajo la sopa y se quedó parado allí, mirándonos fijo fijo, con la mirada muy fija y ándenle, tómense su sopita, como diciendo ¿les gustaría acostarse conmigo?, sí, todos juntos, El Monje inclusive. Su sopita… ¡Una enorme sonrisa ávida! Total, de repente que callan los cancioneros y sólo se oye el escrach de La Vestida de Hombre. Que lleno la cuchara de sopa, ¿no? Y de repente estamos rodeadas de mariachis, doce, trece, quince mariachis. ¿Dije que Las Tapatías comían como gallinas? Fíjate que vivían junto a mi casa y se creían Las Clásicas Muchachas Muy Vividas, tú, las que se las sabían de todas todas ¿no? Bueno, llegan los mariachis y preguntan que si queremos una pieza cerniéndose sobre nosotros. La Tapatía Grande aparta su libro de actas, digo, la carta, se vuelve muy despacio, como escudriñando su pasado, inmediatamente dueña de la situación y dice no, muchas gracias, no, gracias, deveras no… Entonces se van, fajándose las carrilleras, reajustándose los enormísimos sombreros, rayando las espuelas contra el piso de piedra, pero a los dos minutos vuelven a venir, más prietos que antes y sacando las panzas, las grandes panzas de pulqueros… Que si no queríamos que nos tocaran algo… Y volvimos a decir que no, que no queríamos nada, nada, aunque La Vestida de Hombre por lo bajo y con risitas nerviosas empezó a hacer chistes de esos sobadísimos como “tóquenme La Panchita”, y ya sabes. Pero se volvieron a ir. Entonces El Monje precipitó su nariz hacia mi regazo y propuso ¿deveras, deveras no quieren oír nada especial? ¿Deveras?

Al rato vienen otra vez, pero entonces que se dirigen al capitán, como siempre haciendo guardia al lado de Las Tapatías ¿no? Y éste los escucha y luego se dirige a mí con gran algarabía de mis amigas. Señorita, díganos qué canción le gustaría oír… Tose sobre la ensalada y traga saliva. No, no, ninguna, de verdad no queremos oír ninguna canción… Y oh, así que… Entonces El Monje, inesperado, como cuando abres una llave y el chorro sale muy fuerte, que dice no, no, las señoritas no quieren oír ninguna canción, no. Y que se inclina el capitán, tú, una especie de pieza de ajedrez, un incisivo alfil negro tropezando con un peón que no le corresponde; que se agacha muy suavemente, y con mucha cortesía, con mucha dulzura, con mucho mundo, afirma no, no, no, si usted no la va a pagar, si el que la va a pagar soy yo… Y entonces que se dirige a mí, como si me conociera desde 1954, digo, desde la prehistoria, y que dice bueno, ¿tú quieres oír alguna canción?, lascivo y hasta un poquito molesto… La Vestida de Hombre empezaba a rascarse, y las de Guadalajara Pues fingían mantener una calma increíble… Así que confusa y todo, pero como para componer la situación, complaciente y blanda ¿no?, casi asustada, pregunté con un suspiro, ¿se saben Consentida? Y chíngale, que se sueltan, tracata cata catán catón, a cantarla. Me cantaron como cinco canciones, tú, y el capitán seguía allí, paradito, muy orgulloso y grandotote, libertino y calculador. Se me atragantó un pedazo de lechuga y por un momento adopté una postura llena de desesperación, después de la cual volví a mi cara de ¿este camión pasa por la calzada de Tlalpan? Hasta los adolescentes que habían llegado y las golfononas se volvían a mirarnos ¿no?

Entonces vino la carne y déjeme aderezarla, dijo, y metió las manos en mi plato. La visión de unas manos parecidas tocándome los senos me llenó de un temor repugnante. El tiempo se arrastraba penosamente. ¡Un desmadre! Y lo peor es que todo parecía decidido ¿cómo te diré?… El capitán, inclinando su odiosa jeta andaluza por encima de mis cabellos. Aspiraba ostensiblemente su olor… Pero entre la ensalada y el postre podían ocurrir muchas cosas ¿no? Por ejemplo, mis vecinas descubrieron, entre los muchachos que alborotaban, al Loco Valdiosera. No te imaginas qué muchacho tan guapo, tan guapo. Increíblemente guapo. Entonces, cuando lo vieron, dijeron mira, es el Loco Valdiosera ¿no? En esa época no tenía ni idea de quién era el Loco Valdiosera. Imagínate: yo cuidadísima, todo el tiempo en la casa. Mis papás tenían que conocer el pedigrí de las familias que tratábamos, porque si no, no me dejaban cruzar palabra con nadie, ni buenos días, ni buenas tardes, ni buenas. No tenía yo ni idea, no. Entonces empezaron a platicar de ese muchacho, que era conseguidor, que era contrabandista, que era drogadicto, que había matado a un tipo, que era corredor, que era karateca, que había filmado una película, que tenía un burdel, que vivía en Los Ángeles, total, que era un galanazo que tenía una vida padrísima… Entonces empezaron a comentar que allí estaba ese muchacho, que no sé qué ¿verdad? Y le preguntaban al capitán y él asentía, medio molesto, pero complacido al mismo tiempo ¿no? Gruñía más bien. Y El Monje no ganaba para sustos, pero se hacía el disimulado con esa habilidad provinciana de esconder la cola entre las piernas tan suya. Entonces yo quedé impresionadísima ¿no? Porque la verdad es que nunca había visto a un muchacho tan guapo.

Y de pronto las muchachas, las golfonas que te dije, que empiezan a eructar y a toser y a gritar y que vuelven el estómago sobre los manteles rojos y los platos de comida de la otra mesa. Y ¿crees que los mariachis callaron?, ¿que el capitán se movió? Así que no acabamos de cenar. De angustia, tú. El Monje fumaba y fumaba y a mí me temblaban las manos, no sé si de la emoción o del miedo. Y entre los aspavientos de Las Taparías y los automasajes de La Vestida de Hombre, los movimientos de meseros que cambiaban todo de lugar en las mesas vecinas y las risotadas de los muchachos, parecía que nos íbamos a pique. Yo quería escapar. Y La Vestida de Hombre dijo es mejor que nos quedemos, hay que tranquilizarnos. Y todos opinaron lo mismo. Entonces pedimos café…

Yo trataba de distraerlos, ¿no? O hablaba para relajarme, para tranquilizarme, y La Vestida de Hombre me secundaba. Entonces empezamos a hablar del Abacosobatá… Había un chou en esa época ¿te acuerdas? Estaba en Los Globos y había venido de Cubita la Bella, era uno de los principales, de Cuba, sí, de La Habana. Entonces nosotros éramos tan, pero tan enamorados del chou que íbamos diario. Las Tapatías, mi hermano, La Vestida de Hombre y yo. Sobre todo mi hermano y yo íbamos diario diario. Nos teníamos fusiladísimo el chou, fusiladísimo, eso de que en la casa de repente cargábamos a una sirvienta y hacíamos el número ese, porque así le hacían ¿no? Al principio cargaban a una vieja en el chou, la cargaban y entraban bailando y así lo hacíamos ¿no? Y de repente nos entraba el santo a todos y cogíamos el plumero y las cosas con que se hacía la limpieza en la casa y nos revolcábamos en el suelo poseídos, gritando peor que cerdos… Y a todos nos entraba dizque el santo. Todo lo hacíamos. Hasta las cosas que, bueno, sabíamos las canciones que cantaban allí, con coros y todo, teníamos miles de canciones puestas. Llegaba cualquier muchacho y cantábamos y hacíamos como que traíamos el cordón del micrófono y lo hacíamos a un lado, lo aventábamos con el pie y balanceábamos las caderas, lamíamos el micrófono. Teníamos chous puestos, de canciones, de bailes. Llegaba un amigo y lo primero que hacíamos era imitar el chou ¿no? Cuando vayas a la casa te lo hacemos, le dijimos al Monje. Y sí, dijo sí.

Entonces allí en Las Dos Tortugas, un día, ¡oh maravilla!, van llegando todos los del Abacosobatá. Entonces olvídate, eran nuestros maximazos, para nosotras eran, bueno, y los habían invitado. Entonces nos hicimos muy amigos mi hermano y yo de ellos. Puros negros… Horribles ¿no? Pero sensacionales, padres padres. Con un sentido del ritmo, tú, y de la música, bueno, que para qué te cuento. Entonces un día en una cena de mi hermano, porque era cumpleaños de mi hermano… Bueno, les dijimos a mis papás fíjense que vamos a hacer una cena. Sí, perfecto, qué quieren, para que les compre, qué van a hacer de cenar, para cuánta gente. Vamos a ser más o menos veintitrés y queremos estar sentados a la mesa. Y queremos que nos hagan arroz con pollo o frijoles con puerco, cualquiera de las dos cosas. Entonces mi papá, que deveras olvídate, era esplendidísimo, dice, pero cómo ¿arroz con pollo? Sí, sí, sí, arroz con pollo. Pero por qué. Así queremos comer… Y es que es la comida típica de los negros ¿no?, sobre todo en Cuba, es un platillo así de los principales ¿no? Entonces cuando llegan, estábamos, bueno, nos hicieron nuestra cena con todo lo que dijimos, todo lo que tú quieras. Y entonces ah, pues de repente mi papá bajó para ver quiénes estaban y cómo iba todo. Estábamos uno dos tres veintiún negros del Abacosobatá, todos los negros del Abacosobatá y nada más mi hermano y yo de blancos, los únicos blancos. Entonces, cuando mi papá nos vio, subió y le dijo a mi mamá hay puros negros, hay puros negros en la casa. Imagínate el susto de mi mamá… Empezó a gritar sube tantito, sube. Y apenas me vio empezó quiénes son esa bola de negros que dice tu papá que están allá abajo. Son nuestros amigos… Y nos pusimos a reír. La Tapatía Chica olía a orégano, su hermana dijo que el capitán murmuró que todo apestaba a fábula, y El Monje se reía tan chistoso, no sé cómo lo hacía: rechinaba los dientes, sí, rechinaba los dientes…

Bueno, no, mi mamá, cada cosa que le pasaba… Porque aparte fíjate que acababa de descubrir que teníamos un cuarto oscuro ¿no? Había un cuarto en la casa que nadie usaba. Entonces, como mi mamá nunca pelaba nada, porque es toda discreción, digo, distracción, nosotros tomamos un cuarto y lo pintamos de negro y cambiamos todos los focos por focos rojos. Y cerrábamos con llave ese cuarto. Entonces les habíamos dicho a mis papás y a todos que era nuestro cuarto literario. Éramos La Vestida de Hombre, mi hermano y yo. Vivíamos en la casa y cada día a uno de nosotros le tocaba limpiar los sillones, tirar las colillas y ventilar aquello. Porque en las noches, como mis papás estaban en su cuarto, recibíamos allí a los amigos. Entonces mis papás no sabían dónde estábamos, si abajo o arriba, en realidad no les importaba. Habíamos puesto unos sofás, un tocadiscos, unas cosas así. Entonces encendíamos los focos rojos y allí llegaban todos nuestros cuates… En las mañanas abríamos las ventanas para que se oreara el cuarto, para renovar el aire ¿no? Pero lo dejábamos siempre con llave… Entonces, un día, no sé cómo estuvo, La Vestida de Hombre había hecho el quehacer y había dejado la puerta abierta. Sí, la dejé sin llave, dijo. Entonces de casualidad que a mi mamá se le ocurre abrir y abre la puerta y se va encontrando con un cuarto negro, con el piso pintado de negro y los muebles negros, con los focos rojos y todo. Y como ella nunca se había dado color del cuarto, que empieza a dar de gritos desquiciada, ¡un burdel!, ¡un burdel! ¡Tienen un burdel!

Entonces que nos traen el café. ¡Un burdel! ¡Un burdel! Que nos sirven el café ¿no? ¡Tienen un burdel! Primero a Las Tapatías, luego a mí, después a La Vestida de Hombre y por último a nuestro anfitrión, el capitán con una risita condescendiente. Estábamos tomándolo ¿no? Bueno, estaba muy caliente y yo esperé a que se enfriara un poco, o tenía risa, no sé. Tienes que conocer el cuarto literario, decía La Tapatía Chica. Ah, no, les estaba explicando las canciones del Abacosobatá. Y de repente me estaba llevando la taza a la boca y que viene el capitán y me detiene la mano. Su mano prieta llena de pelos, brrr… No, no, no, no, no, permítame, por favor. Y que me quita la taza, tú, y que se la lleva, como había pasado con la sopa. Y yo digo por qué me la quita. Y me dice señorita, perdóneme, pero el café se toma caliente. El Monje me miraba con ojos desorbitados y nariz pinochesca. Mis amigas se botaban de risa ¿no? Es que estoy esperando que se enfríe, dije con suavidad. Perdóneme, pero se lo voy a calentar. Y El Monje con las manos en su taza, como si las tuviera amarradas. ¡Pero yo estoy esperando que se enfríe! No, nada de eso, el café se toma bien calientito. Diablos castrados, para no hacer mucho escándalo, o para no llamar la atención del muchacho guapo que había llegado y me miraba de vez en cuando, pues me quedé callada ¿no? Ya qué dices. Al pinche Monje le hubiera tocado protestar ¿verdad?

Al ratito, tú, que viene y vuelve a servir. Entonces, fíjate que le digo oiga. Pero en vez de escucharme propone ¿van a tomar un coñac? No, fíjese que no, muchas / Es que una cena sin coñac no es cena. Soy abstemio dijo El Monje, vivaz, soy Abstemio de Valle Arizpe… Y espérenme tantito dijo el capitán, nosotras con la bocota abierta como el foro del Palacio de Bellas Artes. Y que se va y trae el coñac. Cortesía de un servidor, dice melifluo y cumbanchero. ¡Tortugas ninfómanas! Y El Camello más serio que fraile en cuaresma ¿no? Ni levantaba la vista.

Estábamos otra vez tomándonos el café y que viene con otra jarrotota de café y nos vuelve a llenar las tazas ¿no? Oiga, no, de verdad, ya no queremos, ya no queremos, muchísimas gracias… Los abusos se renovaban. Estábamos reteserias y no sabíamos qué hacer. Algo pegosteoso se derramaba sobre todas las cosas. Desde los aperitivos a los que habíamos renunciado no había ninguna esperanza. La situación se nos resbalaba de las manos. Y el capitán sí, sí, otro poquito, sí, los ojos centelleantes, les va a caer retebien su café… Y bebíamos tantito y volvía a llenar las tazas. Óyeme, parecía un restorán respetable y estaba lleno de gente. Y por si fuera poco, en el líquido ese nos podían poner cualquier cosa. Y las golfas aquellas seguían allí, unas encima de la mesa, manoseando y dejándose manosear, pero haciendo un escándalo de cuatro orquestas… Total, otra vez nos empezó a llenar las tazas y El Monje no protestaba, no pedía la cuenta ni nada. El guapo guapo y la mitad de su pandilla desaparecieron en uno de los baños y la conversación decayó definitivamente. Porque habíamos estado hablando ¿no? Como disimulando que estábamos en una situación fuera de lo común, como fingiendo que eso nos podía pasar a nosotros como si nada, que habíamos vivido más de la cuenta, pero mucho más ¿no? Mucho más… el maldito café no se acababa nunca y mi respiración era aceleradísima…

Al ratito, cuando El Monje estaba distraído viendo cómo La Vestida de Hombre se aplicaba pomada bajo un seno, le hice señas al capitán y le pedí que me trajera la cuenta… Bueno, nada más con la mano, como escribiendo en el aire. Le hice así, que nos trajera la cuenta. Él se había ido a llenar una vez más la jarra de café ¿no? Y Las Tapatías parecían palomas con sueño. Y entonces fíjate que el capitán se voltea y dice muy despacio, muy estudiado, muy cortés, hasta elegante y teatral a un tiempo: no, de ninguna manera, no. Y yo le decía que sí con la cabeza, con las manos, con todo el cuerpo. Y él no. Pensé resistir hasta el último instante y darle luego una patada con todas mis fuerzas, reventarle los huesos. Oye, le digo al Monje de Jalisco, fíjate que no nos quieren traer la cuenta. Y La Vestida de Hombre llena completamente de pomada lloró: ay, pero por qué. Y les digo pues quién sabe… Entonces una de Las Tapatías que se levanta, flaquita flaquita, pero muy brava, y que grita ¿nos van a traer la cuenta o no? De perfil, casi transparente, parecía que no había dicho nada. No, gruñó el capitán, todavía no, acercándose. Las mesas, los meseros y los demás parroquianos oscilaban peligrosamente. Entonces Las Tapatías, como en un destello, dijeron vámonos, aprisa. El Monje hizo a un lado su silla, incorporándose. Yo no traté de moverme. Pese a mi repulsión sentía cierta curiosidad por lo que iba a ocurrir. ¿O me faltaba valor para gritar de miedo y de estupefacción?

Entonces corrió el capitán y les cerró el paso, inesperado, impidiéndoles cualquier movimiento. Yo me levanté como impulsada por un resorte. La Vestida de Hombre se inclinó como para abrocharse un zapato o ponerse pomada en un tobillo, pero en realidad gateó debajo de la mesa tratando de escapar. Hasta El Monje dio un paso adelante con cara de pendejo ¿no? Cierta inspiración diabólica descendía sobre el capitán peludo y nosotros parados allí, sin atrevernos a hacer nada, y ni modo que yo lo atacara a cachetadas ¿no? Entonces empezamos a sentir el calor… Como de tortillería, no te imaginas… Entonces empezamos a sentir el sudor. Y el capitán estaba más cerca de mí que de nadie más, apestoso a vino, cornudo, con los vellos erizados en las manos amenazadoras, su rabo inverosímil encubierto. La Vestida de Hombre bajo la mesa, toda confusa y paranoica, trataba de pasar entre las piernas de la Tapatía Grande y que ésta se desternilla, aletea, se encoge con un ruido desconocido. Y nosotros con nuestras sonrosadas caras de pendejos…

Y fíjate que cuando nos subimos al coche, El Monje dijo: oye, tú, pues qué se traería el tipo este ¿eh? Fue el mejor comentario del mundo, ganó el Premio Nobel para Comentarios ¿no? Imagínate a una de Las Tapatías derrumbándose desmadejada, a mí pensando que nos habían puesto algo en el café, a la otra tipa presa entre la silla y la mesa, en fin, al capitán tendiendo la cuenta como si nos amenazara con una pistola, soplándonos en la cara su aliento impuro, con mucho humo todo esto, y mucho calor y ruido, manteles rojos y enormes risotadas de mujeres semidesnudas en las mesas vecinas. ¡Nuestro estupor intentaba retrasar el acontecimiento que se acercaba! Las muchachas y yo, una vez afuera, lo celebrábamos a carcajadas. ¿Lo conjurábamos? Oye, tú, pues qué se traería el tipo este ¿eh? Ya ni la amuelas le gritaban Las Tapatías… Se nos estaba aventando horrible, dije mientras cerraba la portezuela… Él ponía en marcha el motor. ¿Ustedes creen que era eso?, gemía. Y metió la reversa, enderezó el coche. Ahorita mismo me regreso, decía, y arrancó a moderada velocidad, muerto de miedo… La verdad es que nos sentíamos aliviadas, más y más aliviadas a medida que nos alejábamos del restorán. Abrí la ventanilla y total, ya no queríamos saber nada del Monje. Ahoritita mismo me regreso, gritaba…

Si alguien me hubiera dicho esa noche que iba a terminar acostándome con él, y no sólo eso, enamorada de él, hubiera flotado de incredulidad, me hubiera vuelto azul de incredulidad… Me hablaba por teléfono con frecuencia ¿no? Pero francamente tardamos mucho en volvernos a ver y yo creía que nunca más iba a salir con él…

(“Aunque parezca mentira —estas humillaciones— este continuo estruendo resulta mil veces preferible a los momentos de calma y de silencio.”)

La Princesa del Palacio de Hierro

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