Читать книгу Los caballos celestiales - Guy Gavriel Kay - Страница 11
4
Оглавление—¿Dónde están esos caballos?
Era la pregunta correcta, por supuesto. El comandante se había quedado pálido y estaba reflexionando en profundidad mientras combatía su agitación. La experiencia solo te podía llevar tan lejos si sabías manejar cierto tipo de información. Dos líneas profundas y horizontales se dibujaron ahora en su frente. Lin Fong parecía atemorizado. Tai no lo podía comprender del todo, pero era bastante evidente. La mujer Kanlin, en contraste, parecía inmersa en el reposo, atenta pero imperturbable.
Sin embargo, Tai había estado en la Montaña del Tambor de Piedra. Reconoció la postura, era una forma de tranquilizarse en el acto de parecer tranquila. Lo cual significaba que no lo estaba. Se dio cuenta de repente de que Wei Song era muy joven. Más joven que la asesina, probablemente tenía la misma edad que su hermana.
—No los tengo —respondió con sencillez.
Los ojos de Lin Fong lanzaron un destello.
—Te he visto llegar. Eso ya lo sé.
Para algunos hombres, la irritación era la respuesta en momentos de tensión.
—Nunca llegarás vivo a la corte con caballos sardios, a menos que te escolte un ejército —comentó la mujer—. Y entonces estarás en deuda con ellos.
Joven, pero con un cerebro que trabajaba rápido.
El comandante se la quedó mirando.
—Todos estáis en deuda con el ejército. Harías bien en recordarlo, Kanlin.
«Ya empieza», pensó Tai.
El viejo, viejo cuento del pueblo kitan y sus rivalidades. En su momento, reinos insignificantes que guerreaban entre ellos; ahora, hombres y mujeres ambiciosos en la corte imperial. Gobernadores militares, prefectos, mandarines medrando a lo largo de sus nueve grados, órdenes religiosas, eunucos de palacio, consejeros legales, emperatrices y concubinas, y así muchos más… Todos ellos ansiando la preeminencia alrededor del emperador, que era el sol.
Y solo llevaba en el imperio parte de la mañana.
—Los caballos permanecerán guardados en el fuerte al otro lado de la frontera —explicó Tai—, cerca de Hsien. Tengo unas cartas, que es preciso enviar a la corte por correo militar, en las cuales se expone todo.
—¿Quién los guardará? —preguntó el comandante, después de reflexionar.
—El capitán taguran del paso al otro lado de Kuala Nor. Fue quien me dio la noticia del regalo.
—¡Pero entonces los podrían recuperar! ¡Quedarse con ellos!
Tai negó con la cabeza.
—Solo si muero.
Metió la mano dentro del bolsillo de su túnica y sacó la carta original enviada desde Rygyal. De repente, recordó el momento de su lectura junto al lago, oyendo el parloteo de los pájaros. Casi podía sentir el viento.
—La princesa Cheng-wan la firmó en persona, comandante. Debes tener cuidado de no insultarla cuando sugieres que retirarán el regalo.
Lin Fong se aclaró la garganta, nervioso. Casi extendió la mano para coger la carta, pero se retuvo; habría sido desconfiar de Tai si lo hubiera comprobado. Era un hombre rígido e irritable, pero era consciente de la cortesía debida, incluso aquí, en las tierras salvajes.
Tai miró a la mujer. Sonreía un poco ante la incomodidad de Lin Fong, sin intentar ocultarlo.
—Los guardarán —añadió—, a menos que vaya en persona.
Eso era lo que había acordado con Bytsan sri Nespo al final de una larga noche en la cabaña.
—Ah —intervino Wei Song, levantando la mirada—. ¿Así es como seguirás con vida?
—Así lo intentaré.
Su mirada era pensativa.
—Un regalo difícil que pone tu vida en peligro.
Ahora fue el comandante quien negó con la cabeza. Parecía que le había cambiado el humor.
—¿Difícil? ¡Es mucho más que eso! Esto es…, esto es un cometa brillando en el cielo. Una señal buena o mala, dependiendo de lo que atraviese.
—Y dependiendo de quién lea los signos —completó Tai en voz baja. De hecho, no le gustaban ni los alquimistas ni los astrólogos.
El comandante Lin asintió.
—Esos caballos pueden ser algo glorioso… para ti, para todos nosotros. Pero regresas en momentos muy difíciles. Xinan es un lugar peligroso.
—Siempre lo ha sido —rectificó Tai.
—Ahora todavía más —recalcó el comandante—. Todo el mundo querrá tus caballos. Te descuartizarán por ellos —. Sorbió el té—. Tengo una idea.
Estaba claro que llevaba pensando un buen rato. Tai casi sintió pena por el hombre: lo habían destinado a un tranquilo fuerte fronterizo, lo intentaba hacer bien, mantener el orden, la eficiencia, ascender a su debido tiempo.
Y entonces llegaban más o menos doscientos cincuenta Caballos Celestiales.
Una estrella fugaz, desde luego. Un cometa procedente del oeste.
—Estaré agradecido de que compartas cualquier idea que tengas —lo animó Tai.
Sintió cómo la formalidad se reafirmaba en su interior, lo que era una forma de calmar la incomodidad. Hacía tanto tiempo que no formaba parte de este mundo intrincado… De cualquier mundo más allá del lago, el prado y las tumbas. Creía que sabía lo que vendría a continuación. En el juego se podían anticipar algunos movimientos.
—Tu padre fue un gran líder, al que todos lloramos, en especial en el oeste. Llevas el ejército en la sangre, hijo del general Shen. ¡Acepta estos corceles dragón en nombre del Segundo Distrito Militar! ¡El más cercano a Kuala Nor! Nuestro gobernador militar se encuentra en Chenyao. Te daré una escolta, una guardia de honor. Preséntate ante el gobernador Xu y ofrécele los Caballos Celestiales. ¿Te imaginas el rango que te concederán? ¡El honor y la gloria!
Como era de esperar.
Y explicaba los temores del hombre. Estaba claro que Lin Fong era consciente de que no intentar, como mínimo, conseguir los caballos para el ejército sería una mancha en su hoja de servicios, fuera o no justa. Tai lo miró. En cierto aspecto, la idea era tentadora, una solución inmediata. En otros…
Negó con la cabeza.
—¿Y lo hago, comandante Lin, antes de aparecer en la corte? ¿Antes de explicar a nuestro sereno y glorioso emperador o a sus consejeros cómo la princesa, su hija, me ha honrado de esta forma? ¿Antes de contárselo también al primer ministro? Imagino que el primer ministro Chin Hai tendrá algo que decir sobre el tema.
—¿Y antes de que cualquier otro gobernador militar tenga noticias de los caballos? —La mujer Kanlin habló en voz baja, pero con gran claridad—: El ejército no está unido, comandante. ¿No crees, por ejemplo, que Roshan, en el noreste, tendrá sus propias ideas sobre a quién pertenecen? Ahora es comandante de los Establos Imperiales, ¿o no? ¿No crees que su opinión es importante? ¿Es posible que el maese Shen, que llega de dos años de aislamiento, necesite saber algo más antes de entregar semejante regalo al primer hombre que se lo pida?
La mirada que le lanzó el comandante fue venenosa.
—¡Tú no eres nadie en esta sala! —le espetó—. Solo estás aquí para ser interrogada sobre la asesina, y eso es lo que vamos a hacer a continuación.
—Eso espero —asintió Tai. Respiró hondo—. Y a mí me gustaría que fuera alguien, si ella acepta. Me gustaría contratarla como guardia a partir de aquí.
—Acepto —intervino la mujer con rapidez.
Su mirada se encontró con la de Tai. Ella no sonrió.
—¡Pero si pensabas que había venido a matarte! —protestó el comandante al oírlo.
—Lo pensaba. Ahora creo lo contrario.
—¿Por qué?
Tai miró de nuevo a la mujer. Estaba sentada con gracia, mirando de nuevo hacia abajo, aparentemente serena, si bien él no creía que lo estuviera.
Consideró su respuesta. Entonces se permitió una sonrisa. Pensó que Chou Yan habría disfrutado de este momento, lo hubiera saboreado, y después hubiese explicado la historia sin parar, embelleciéndola cada vez en aspectos diferentes. Al pensar en su amigo, desapareció la sonrisa de Tai.
—Porque se ató el cabello antes de venir aquí —contestó.
La expresión del comandante fue divertida.
—¿Porque… ella…?
Tai mantuvo la voz grave. Lin Fong seguía siendo un hombre importante para él, al menos durante los próximos instantes. Debía proteger su dignidad.
—Sus manos y sus pies están libres, y lleva al menos dos armas en el cabello. Los Kanlin están entrenados para matar con ellas. Si me quisiera muerto, ya lo estaría. Al igual que tú. Si fuera otra renegada, no le importarían las consecuencias que tendría tu muerte para la Montaña de Piedra. Es posible que incluso consiguiera escapar.
—Tres armas —le corrigió Wei Song. Sacó una de las horquillas y la dejó en el suelo. Se quedó brillando en la plataforma—. Y la huida se considera preferible, pero no se espera en ciertas misiones.
—Lo sé —confirmó Tai.
Estaba mirando al comandante y vio un cambio.
Era como si el hombre se hubiera asentado en su interior, aceptando que había hecho lo que había podido y que sería capaz de aceptar y rebatir cualquier crítica que le llegase de sus superiores. Esto iba más allá de sus capacidades, era mucho más grande que una fortaleza fronteriza. Se había invocado a la corte.
Lin Fong sorbió su té con tranquilidad, se sirvió más de la tetera de cerámica verde oscura que se encontraba en la bandeja lacada a su lado. Tai hizo lo mismo con la suya. Miró a la mujer. La horquilla descansaba delante de ella, larga como un cuchillo. La cabeza era de plata y tenía forma de fénix.
—¿Saludarás al menos a Xu Bihai, el gobernador, en Chenyao?
La expresión de Lin Fong era seria. Se trataba solo de una petición. Por otro lado, el comandante no sugirió que visitase al prefecto en Chenyao. El ejército contra el servicio civil, una querella sin fin. Había cosas que no cambiaban nunca, año tras año, estación tras estación.
La solicitud no requería ningún comentario. Y si también iba a ver al prefecto, era ya asunto suyo.
—Por supuesto que lo haré —respondió Tai con sencillez— si el gobernador Xu tiene el detalle de recibirme. Sé que conocía a mi padre. Espero que me aconseje.
El comandante asintió.
—Le enviaré una carta. En cuanto al consejo…, llevas mucho tiempo fuera, ¿no es así?
—Mucho —asintió Tai.
Lunas por encima de un valle entre montañas, pálido y evanescente, luz plateada sobre un lago frío. Nieve y hielo, flores silvestres, tormentas. Las voces de los muertos en el viento.
Lin Fong parecía de nuevo infeliz. Inesperadamente, Tai descubrió que le empezaba a gustar el hombre.
—Vivimos en tiempos difíciles, Shen Tai. Las fronteras están en paz, el imperio se expande, Xinan es la gloria del mundo. Pero a veces dicha gloria…
La mujer seguía muy quieta, escuchando.
—Mi padre solía decir que los tiempos siempre son difíciles —murmuró Tai—, para aquellos que los viven.
El comandante reflexionó sobre esto.
—«Existen grados, polaridades. Las estrellas a veces se alinean, a veces, no». —Era una cita de un texto de la Tercera Dinastía. Tai lo había estudiado para los exámenes. Lin Fong dudó—. Por un lado, el primero, la honorable emperatriz ya no se encuentra en el Palacio de Ta-Ming. Se ha retirado a un templo al oeste de Xinan.
Tai respiró hondo. Se trataba de noticias importantes, aunque no inesperadas.
—¿Y la dama Wen Jian? —preguntó en voz baja.
—Ha sido proclamada Querida Consorte, y se ha instalado en el ala de la emperatriz en palacio.
—Entiendo —comentó Tai. Y después quiso saber, porque era importante para él—: ¿Y las damas que atendían a la emperatriz? ¿Qué ha sido de ellas?
El comandante se encogió de hombros.
—No lo sé. Supongo que se fueron con ella, al menos algunas.
La hermana de Tai se había ido a Xinan tres años antes, para servir a la emperatriz como dama de compañía. Un privilegio concedido a la hija de Shen Gao. Necesitaba descubrir lo que le había ocurrido a Li-Mei. Su hermano mayor lo sabría.
Su hermano mayor era un problema.
—Eso es, desde luego, un cambio, tal como has dicho. ¿Qué más debo saber?
Lin Fong alargó la mano hacia su taza de té y la dejó de nuevo.
—Has nombrado al primer ministro —prosiguió luego con seriedad—. Ese ha sido otro error. El primer ministro Chin Hai murió el pasado otoño.
Tai parpadeó, conmovido. Era evidente que no estaba preparado para esto. Durante un instante, sintió como si el mundo se tambalease, como si un árbol de dimensiones colosales hubiera caído y el fuerte temblase con la conmoción.
Wei Song terció en la conversación.
—Se cree, aunque hemos oído opiniones en otro sentido, que murió de una enfermedad que contrajo a causa del frío otoñal.
El comandante la miró entornando los ojos.
«Hemos oído opiniones en otro sentido…».
Esas se podían considerar palabras de traición.
Sin embargo, el comandante Lin no dijo nada. No se podía decir que el ejército hubiera sentido nunca demasiado amor por el brillante y controlador primer ministro del emperador Taizu.
Chin Hai, delgado, de barba rala, hombros estrechos, famoso por su desconfianza, había gobernado a las órdenes del emperador durante un cuarto de siglo de creciente riqueza kitan y de una expansión fabulosa. Autocrático y ferozmente leal a Taizu y al Trono Celestial, había tenido espías por todas partes, podía exiliar —o ejecutar— a un hombre si la persona equivocada le oía decir algo demasiado alto en una vinatería.
Un hombre odiado y terriblemente temido, aunque era muy probable que indispensable.
Tai esperó, mirando al comandante. Ahora iba a venir otro nombre. Tenía que aparecer.
El comandante Lin sorbió el té.
—El nuevo primer ministro —prosiguió—, nombrado por el emperador en su sabiduría, es Wen Zhou, de… de linaje distinguido. —La pausa fue deliberada, por supuesto—. Posiblemente sepas quién es.
Sí. Por descontado que sí. Wen Zhou era el primo de la Querida Consorte.
Pero eso no era lo importante. Tai cerró los ojos. Estaba recordando un aroma, ojos verdes, cabello rubio, una voz.
«¿Y si alguien me pide…, me propone ser su cortesana personal, o incluso su concubina?».
Abrió los ojos. Ambos lo estaban mirando con curiosidad.
—Sé quién es —comentó.
El comandante Lin Fong, de la Fortaleza de la Puerta de Hierro, no se habría definido como un filósofo. Era un soldado de carrera y había elegido ese camino desde muy joven, siguiendo a sus hermanos mayores al ejército.
Aun así, a lo largo de los años, se había dado cuenta (con la humildad apropiada) de que tendía más hacia cierta forma de pensar y, quizá, la percepción de la belleza era cada vez más profunda en él que en el resto de sus compañeros soldados —y después compañeros oficiales— a medida que ascendía (un poco) de rango desde sus humildes inicios.
Entre otras cosas, disfrutaba mucho de la conversación civilizada. Bien entrada la noche, bebiendo vino solo, en su habitación, Lin Feng reconoció que un grado perturbador de lo que se podría llamar «excitación» lo mantenía despierto.
Shen Tai, el hijo del difunto general Shen, era el tipo de persona que a Lin Fong le habría gustado mantener en la Puerta de Hierro durante días o incluso semanas, así de ingenioso era el hombre y poco habitual su estilo de vida.
La conversación que mantuvieron durante la cena lo había obligado a reconocer, con pesar, lo aburridas que eran aquí la rutina diaria y la compañía.
Le planteó al hombre una cuestión que (le) parecía obvia.
—En dos ocasiones has permanecido más allá de las fronteras durante períodos extensos. Los maestros antiguos enseñan que al hacerlo se pone en peligro el alma. —Le dirigió una sonrisa, para quitar cualquier pulla u ofensa a las palabras.
—Algunos lo enseñan. No todos.
—Así es —murmuró Lin Fong, haciendo un gesto a un sirviente para que escanciase más vino. No estaba muy puesto en las variaciones en las enseñanzas de los maestros antiguos. Un soldado no tenía tiempo para aprender esas cosas.
Sin embargo, Shen Tai parecía pensativo y sus ojos, extrañamente hundidos, revelaban que su mente trabajaba en la pregunta.
—La primera vez, comandante —respondió con cortesía—, era un oficial muy joven. Fui al norte entre los bogü porque me lo ordenaron, eso es todo. Dudo, lo digo con todo el respeto, que hubieras escogido venir a la Puerta de Hierro si se hubieran tenido en cuenta tus deseos.
¡Así que se había dado cuenta! Fong rio, algo cohibido.
—Es un destino honorable —protestó.
—Por supuesto que lo es.
A esto le siguió un corto silencio.
—Y acepto tu argumento, claro está —dijo Fong—. Aun así, la primera vez fuiste más allá del imperio porque no tenías elección, pero la segunda…
Tai contestó sin precipitarse, sin incomodarse; obviamente era un hombre de buena cuna:
—La segunda vez estaba honrando a mi padre. Por eso fui a Kuala Nor.
—¿No había otras formas de honrarlo?
—Estoy seguro de que las había —fue todo lo que respondió Shen Tai al comandante.
Fong se aclaró la garganta, avergonzado. Se dio cuenta de que estaba demasiado hambriento de intercambios semejantes, demasiado privado de una charla inteligente. El ansia podía hacer que cruzases fronteras sociales. Hizo una reverencia.
Este Shen Tai era un hombre complejo, pero se iría por la mañana para seguir con una vida que era muy improbable que los volviera a poner en contacto. Con reticencias, pero consciente de lo que era adecuado, el comandante encarriló la conversación hacia el tema de los taguran y su fortaleza al norte del lago, para ver qué le podría decir Shen Tai de eso.
Después de todo, los taguran se encontraban dentro de su área actual de responsabilidad, y lo estarían hasta que lo destinasen a cualquier otro sitio.
Algunos hombres parecían capaces de entrar y salir de la sociedad. Parecía que Shen Tai era uno de ellos. Lin Fong sabía que él no lo era y que no lo sería nunca; necesitaba demasiado la seguridad y la rutina ante semejantes incertidumbres. Pero Shen Tai hacía que fuera consciente de que existían, o podían existir, formas de vida alternativas. Pensó que, probablemente, ayudaba el hecho de tener a un comandante del Ala Izquierda como padre.
Solo, en su habitación, más tarde durante esa misma noche, bebía vino. Se preguntaba si el otro hombre se habría dado cuenta de que habían estado tomando té, algo muy poco habitual en aquel lugar. Era un lujo nuevo, que se estaba empezando a implantar en Xinan, importado desde el lejano suroeste: otra consecuencia de la paz y el comercio bajo el mandato del emperador Taizu.
Había sabido de la bebida a través de corresponsales y pidió que le enviasen un poco. Dudaba mucho que otros comandantes hubieran adoptado la nueva costumbre en sus fortalezas. Incluso había encargado tazas y bandejas especiales, pagadas de su bolsillo.
No estaba seguro de que le gustase el sabor de la bebida, incluso endulzada con miel de montaña, pero disfrutaba de la idea de verse como un hombre en sintonía con la corte y la cultura urbana, incluso aquí, en una frontera desolada, donde era casi imposible encontrar a un hombre con el que valiera la pena hablar.
¿Qué podías hacer cuando te enfrentabas al hecho de que en tu vida no había más perspectiva que esta? Recordarte, una y otra vez, que eras un hombre civilizado en el imperio más civilizado que ha conocido el mundo.
Los tiempos estaban cambiando. La muerte del primer ministro, el nuevo primer ministro, incluso la naturaleza y la composición del ejército: ahora todas esas tropas extranjeras, tan diferente a cuando se había alistado Lin Fong. Cada vez más, había tensiones importantes entre los gobernadores militares. Y el propio emperador, envejecido, retirado, sin saber quién lo iba a suceder. Al comandante Lin no le gustaban los cambios. Quizá fuera un defecto de su forma de ser, pero un hombre se podía aferrar a certidumbres básicas para sobrevivir a semejantes defectos, ¿o no? ¿No era precisamente eso lo que había que hacer?
En la Puerta de Hierro solo se disponía de una habitación privada para los invitados.
El fuerte no era un lugar al que acudieran visitantes distinguidos. Las rutas comerciales pasaban por el norte del país. El Paso de la Puerta de Jade, un nombre más adecuado, las protegía a ellas y a las riquezas que por ellas fluían. Este era el destino atractivo en aquella parte del mundo.
La habitación de invitados era pequeña, una cámara interior en el segundo nivel del edificio principal, sin ventanas, sin ningún patio a sus pies. Tai lamentó no haber decidido compartir una habitación común en la que al menos corriera el aire. Sin embargo, si se detenía a pensar en ello, no había tenido elección: tenías que tomar decisiones que reflejasen tu posición o confundías a quienes trataban contigo.
Así que él tenía que ocupar la habitación privada. Era un hombre importante.
Hacía rato que había apagado la vela. La habitación era cálida, sin aire y negra. Tenía problemas para quedarse dormido. Sus pensamientos giraban alrededor de Chou Yan, que estaba muerto.
Aquí no había voces de fantasmas en la oscuridad, solo la guardia nocturna en las murallas, llamándose débilmente. Tampoco había habido fantasmas en el cañón durante las dos noches que había pasado viajando. No estaba acostumbrado a eso: al silencio después del anochecer. No estaba acostumbrado a no ver la luna o las estrellas.
Ni, ahora que lo pensaba, a tener a una mujer joven justo al otro lado de la puerta, de guardia —por su absoluta insistencia— en el pasillo.
Tai le había explicado que aquí no necesitaba protección. Ella ni siquiera se molestó en responder. Su expresión sugería que pensaba que la había contratado un loco.
No habían hablado de su remuneración. Tai conocía las tarifas habituales de los Kanlin, pero tenía la sensación de que también sabía lo que diría ella si se lo planteaba: tendría algo que ver con su fracaso al no llegar a Kuala Nor a tiempo para salvarlo, de manera que el honor la obligaba a servirlo ahora. Tenía que saber más de esa primera mujer en el lago y, lo más importante, quién la había enviado en su busca y por qué.
Tenía un nombre —Yan había citado a su amigo estudiante Xin Lun— y Tai también sentía una aprensión creciente hacia otro nombre.
En cualquier caso, la tarifa de Wei Song no tenía importancia. Ahora se podía permitir un guardia. O veinte. Podía contratar a un dui privado de cincuenta hombres a caballo y vestirlos con los colores que quisiera. Podía pedir prestada cualquier suma que necesitase con la garantía de los caballos sardios.
Ahora era —no había forma de reformular la idea, ni de evitarla— un hombre rico. Si sobrevivía para ocuparse de los caballos en Xinan. Si conseguía descubrir cómo ocuparse de ellos.
Su familia siempre había disfrutado de una posición acomodada, pero Shen Gao había sido un comandante de combate en el campo de batalla, sin ambiciones en la corte buscando el reconocimiento y los premios que lo acompañaban. El hermano mayor de Tai era diferente, pero esta noche no se encontraba preparado para empezar a pensar en Liu.
Su mente regresó a la mujer al otro lado de la puerta. Eso tampoco lo condujo hasta el sueño. Habían colocado un camastro en el pasillo para ella. Estaban acostumbrados a hacerlo. Los invitados de cualquier posición tenían normalmente sirvientes fuera o incluso dentro de la habitación. Solo que esa no era la forma en que Tai pensaba en sí mismo. Como un invitado de posición.
Era muy posible que la otra Kanlin —la renegada, según Wei Song— hubiera dormido allí cuando Yan estuvo en la misma cama hacía unas pocas noches.
Podías verlo como una simetría, dos líneas bien equilibradas en un verso, o como algo más tenebroso. Esto era la vida, no un poema, y Yan, leal, gentil, casi siempre riendo, yacía en una tumba a tres días a caballo atravesando la quebrada.
Al oeste de la Puerta de Hierro, al oeste del Paso de la Puerta de Jade,
no habrá viejos amigos.
Para Tai, ahora allí, habría uno para siempre.
Escuchó, pero no oyó nada en el pasillo. No recordaba si había atrancado la puerta. Había dejado de ser una costumbre desde hacía algún tiempo.
También hacía más de dos años que no estaba cerca de una mujer, y mucho menos en el silencio después de oscurecer.
Contra su voluntad, descubrió que se la estaba imaginando: cara ovalada, boca ancha, ojos alerta, diversión en ellos bajo unas cejas arqueadas. Las cejas propias, no pintadas según la moda de Xinan. O lo que había estado de moda hacía dos años. Lo más probable era que hubiera cambiado. La moda siempre cambiaba. Wei Song era delgada, de movimientos rápidos, cabello negro y largo. Lo llevaba suelto cuando la vio por primera vez aquella mañana.
Este último recuerdo era demasiado para un hombre que llevaba tanto tiempo solo como él.
Parecía que su mente iba navegando por canales del río iluminados por la luna, impulsada hacia el recuerdo como si se dirigiera hacia el mar. No fue sorprendente que se encontrase pensando en el cabello dorado de Lluvia de Primavera, que ella también llevaba suelto, y después —de forma inesperada— apareció la imagen de una mujer completamente diferente.
Se descubrió con un claro recuerdo de la Querida Consorte, la amada concubina del emperador, sospechaba que a causa de lo que le habían explicado aquella tarde.
Una vez había visto de cerca a Wen Jian: un hechizo de jade y oro durante una tarde de primavera en el Parque del Lago Largo. Riendo a caballo (un estremecimiento en el aire, como el canto de un pájaro), rodeada por un brillo, un aura. Terriblemente deseable. Inalcanzable. Ni siquiera era seguro soñar o fantasear con ella.
Y su guapo y sedoso primo, según había sabido ese día, era ahora el primer ministro del imperio. Lo era desde el otoño.
No era el rival más indicado en la lucha por una mujer.
Si Tai era medianamente inteligente y poseía los instintos más básicos de autoconservación, se dijo a sí mismo, dejaría de pensar en Lluvia de Primavera, en su aroma, su piel y su voz ahora mismo, mucho antes de acercarse a Xinan.
No era fácil. Ella procedía de Sardia, al igual que los caballos. Objetos de deseo que llegaban, como lo hacían muchas cosas preciosas, desde el oeste.
Se trataba de una existencia completamente diferente, este mundo de hombres, mujeres y deseos, pensó Tai tendido en la oscuridad al borde del imperio. Esa realidad empezaba a regresar, junto con muchas cosas más. Un aspecto más de todo a lo que estaba volviendo.
Era inquietante, alejaba el sueño y giraba con todas las demás preocupaciones en su mente, como hilos de seda enrollados sin cuidado en una bobina. Y él seguía aún en la frontera, en una fortaleza, de regreso del más allá. ¿Qué iba a ocurrir cuando cabalgara hacia el este con su sardio zaino, en dirección al mundo brillante y mortal de la corte?
Se giró inquieto, oyendo cómo crujían el colchón y los postes de la cama. Deseaba que hubiera una ventana. Podría asomarse a ella, respirar una bocanada de aire puro, contemplar las estrellas del verano, buscar orden y respuestas en el cielo. «Como arriba, así abajo, en nuestras vidas somos un espejo de los nueve cielos».
Aquí se sentía preso, luchando contra la aprensión de un encierro permanente, de la detención, de la muerte. Alguien había intentado matarlo antes de que supieran nada de los caballos. ¿Por qué? ¿Por qué era lo suficientemente importante para que lo asesinasen?
Se sentó de forma brusca y pasó las piernas por encima del lateral de la cama. El sueño se había desvanecido por completo.
—Te puedo traer agua o vino.
Su oído debía de ser extremadamente bueno, y no era posible que estuviera dormida.
—Eres un guardia, no una sirvienta —respondió, desde el otro lado de la puerta.
Oyó cómo reía.
—Me ha contratado gente que veía pocas diferencias.
—Yo no soy uno de esos.
—Ah. Encenderé una vela a los ancestros en agradecimiento.
¡Dioses celestiales! No estaba preparado para esto.
—Duérmete —indicó Tai—. Partiremos temprano.
De nuevo la risa.
—Estaré despierta —respondió ella—. Pero si esta noche no puedes dormir a causa de tus temores, nos retrasarás mañana.
Realmente no estaba preparado para esto.
Se produjo un silencio. Tai era totalmente consciente de su presencia allí afuera.
—Perdóname, eso ha sido presuntuoso —la oyó decir después de un rato—. Acepta que me estoy inclinando ante ti. Sin embargo, con todos mis respetos, ¿podrías haber rechazado el regalo de la princesa?
Había estado pensando en eso durante tres días, lo cual no hacía más fácil escuchar cómo alguien preguntaba lo mismo.
—No podía —contestó.
Resultaba extraño hablar a través de la puerta y la pared. Era bastante fácil que alguien les pudiera oír. Sin embargo, lo dudaba. Aquí no.
—Me los ofreció la realeza. No los puedes rechazar.
—No lo sabía. Su regalo probablemente te mate.
—Soy consciente de ello —reconoció Tai.
—Es terrible hacerle algo así a alguien.
Ahora había juventud en la voz, en ese tono del sentido de la justicia ofendido, pero sus palabras eran ciertas, desde determinado punto de vista. No era eso lo que pretendía la princesa. Ni se le había ocurrido que pudiera ser así.
—Ellos no saben nada del equilibrio —comentó Wei Song desde el pasillo. Era una Kanlin y, en consecuencia, el equilibrio era la esencia de su enseñanza.
—¿Quieres decir los taguran?
—No. La realeza. En todas partes.
Tai pensó en ello.
—Creo que pertenecer a la realeza significa que no necesitas pensar de esa forma.
Otro silencio. Él tuvo la sensación de que ella lo estaba analizando.
—Se nos enseña —prosiguió ella— que el emperador en Xinan se hace eco del cielo, que gobierna con su mandato. El equilibrio de arriba se refleja en el de abajo, o el imperio perece. ¿No es así?
Sus propios pensamientos de hacía un momento.
Había mujeres en el Distrito Norte —no muchas, pero unas cuantas— que podían hablar de esa forma tomando una copa de vino o después de hacer el amor. No se lo esperaba en ella, en un guardia Kanlin.
—Me refería a otra cosa —continuó Tai—. A cómo piensan. ¿Por qué debería tener nuestra princesa en Rygyal, o cualquier príncipe, una idea de lo que le podría ocurrir a un hombre común si le entregan un regalo tan extravagante? ¿Qué hay en sus vidas que les permita imaginárselo?
—Ya.
Tai descubrió que estaba esperando.
—Bueno —dijo ella por fin—, para empezar, eso significa que el regalo se refiere a ellos, no a ti.
Él asintió, entonces recordó que ella no lo podía ver.
—Duérmete —repitió, de forma un poco brusca.
Oyó su risa, un lujo en la oscuridad.
Se la imaginó como la había visto por primera vez, con el cabello cayéndole por la espalda en el patio por la mañana, recién levantada de la cama. Alejó esa imagen. Pensó que habría mujeres y música en Chenyao. Cinco días a partir de ahora.
¿Quizá cuatro, si iban deprisa?
Se tendió de nuevo en la dura cama.
Se abrió la puerta.
Tai se sentó, de forma mucho más abrupta que la primera vez. Cogió las sábanas para cubrir su desnudez, aunque la habitación estaba a oscuras. Desde el pasillo no entraba luz. Sintió su reverencia, más que verla. Eso era lo adecuado, todo lo demás no lo era en absoluto.
—Deberías cerrar la puerta —comentó ella en voz baja.
Parecía que su voz se había alterado, ¿o era su imaginación?
—He perdido la costumbre. —Se aclaró la garganta—. ¿Qué es esto? ¿Una revisión de la habitación por parte del guardia? ¿Lo tengo que esperar todas las noches?
Ella no rio.
—No. Yo… tengo que contarte algo.
—Estábamos hablando.
—Esto es privado.
—¿Crees que nos está escuchando alguien? ¿Aquí? ¿En medio de la noche?
—No lo sé. El ejército utiliza espías. No debes temer por tu virtud, maese Shen —agregó con un matiz de aspereza, con una acidez que en aquel momento regresaba.
—¿Tú no temes por la tuya?
—Soy yo la que lleva una espada.
Sabía cuántos chistes malintencionados se habrían hecho en el Distrito Norte en respuesta inmediata a esto. Casi podía oír la voz de Yan. Tai permaneció en silencio, esperando. Estaba excitado y eso lo distraía.
—No me has preguntado quién me pagó para seguir a la asesina —comentó ella en voz baja.
De repente, ya no estaba distraído.
—Los Kanlin no confiesan quién les paga.
—Lo hacemos si nos dan esa instrucción cuando nos contratan. Lo sabes.
En realidad, no. No había alcanzado ese nivel en veinte meses con ellos. Se aclaró de nuevo la garganta. Oyó cómo se acercaba a la cama, una silueta contra la oscuridad, el sonido de su respiración y el aroma en la habitación, ahora que se encontraba más cerca. Se preguntó si llevaría el cabello suelto. Deseaba que hubiera una vela, después decidió que era mejor que no las hubiera.
—Tenía que alcanzarlos a los dos y matarla a ella —explicó—, y después acompañar a tu amigo hasta ti. Seguí su rastro hasta tu hogar. No sabíamos dónde estabas, o habría venido directamente por la calzada imperial y los habría esperado aquí.
—¿Fuiste a casa de mi padre?
—Sí, pero iba con demasiados días de retraso.
Tai oyó cómo caían las palabras en la negrura, como gotas de agua de las hojas anchas después de la lluvia. Sintió un picor muy raro en la punta de los dedos, imaginando que escuchaba un sonido diferente: la campana lejana del templo entre los pinos.
—Nadie en Xinan sabía dónde estaba —comentó lentamente—. ¿Quién te lo dijo?
—Tu madre y tu hermano menor.
—¿Liu no?
—No se encontraba allí —respondió ella.
La campana parecía que se había convertido en un sonido claro en su cabeza; se preguntaba si ella podría oír cómo tañía. Un pensamiento infantil.
—Lo siento —dijo la mujer.
Tai pensó en su hermano mayor. Había llegado el momento de empezar a hacerlo.
—No puede ser Liu —comentó un poco desesperado—. Sabía dónde había ido. Si estuviera detrás de esto, habría podido hacer que la asesina y Yan hubieran ido directamente a Kuala Nor.
—No si no quería que supieras que él estaba detrás de todo esto. —Se dio cuenta de que ella había tenido más tiempo para analizarlo—. Y en cualquier caso… —dudó.
—¿Sí? —su voz sonaba ahora realmente extraña.
—Te tengo que decir que no es seguro que tu hermano contratase a la asesina. Es posible que solo entregara la información, y que otros actuaran en consecuencia.
«Tengo que contarte algo…»
—Muy bien. ¿Quién te contrató? Te lo estoy preguntando. ¿Quién te explicó todo esto?
Y así, hablando ahora formalmente, casi invisible en la habitación, una voz en la oscuridad respondió:
—Me dieron instrucciones para transmitirte el respeto y el humilde saludo de la nueva concubina en el hogar del ilustre Wen Zhou, primer ministro de Kitai.
Tai cerró los ojos. Lluvia de Primavera.
Había ocurrido. Ella creyó que podría ocurrir. Había hablado con él sobre ello. Si Zhou ofrecía el precio exigido por su propietario, fuera cual fuese, Lluvia no tenía en el fondo ninguna elección. Una cortesana podía rechazar que la comprase alguien para su disfrute personal, pero su vida en el Distrito Norte quedaría arruinada si le costaba tanto dinero a un propietario, y se trataba del primer ministro.
Tai estaba bastante seguro de que la cifra ofrecida habría sido muy superior a lo que Lluvia podría haber ganado durante años de noches pasadas tocando música o durmiendo en el piso de arriba con aspirantes a los exámenes.
O enamorándose de ellos.
Estaba respirando con cuidado. Seguía sin tener sentido. Ni su hermano ni el primer ministro tenían ninguna razón para querer —y mucho menos necesitar— la muerte de Tai. No era lo suficientemente importante. Podía caerle mal a un hombre, un hermano lo podía ver como un rival —de varias formas—, pero el asesinato era algo exagerado y un riesgo.
Tenía que haber algo más.
—Hay algo más —prosiguió ella.
Tai esperó. Solo podía ver un perfil, la silueta de ella al inclinarse de nuevo.
—Tu hermano está en Xinan. Lleva allí desde otoño.
Tai movió la cabeza, como para aclarársela.
—No puede ser. Nuestro luto aún no ha acabado.
Liu era un funcionario civil en la corte, de alto rango, pero aun así lo azotarían con la fusta pesada y lo exiliarían de la capital si alguien lo denunciaba por descuidar el culto a los antepasados, y sus rivales lo harían sin duda.
—El período de luto de los oficiales del ejército solo es de noventa días. Lo sabes.
—Mi hermano no es…
Tai se detuvo. Respiró hondo.
¿Todo esto era culpa suya? Irse durante dos años, sin escribir una carta, sin recibir noticias. Concentrado en el luto, la soledad y una actividad privada que se ajustaba al largo duelo de su padre.
O quizá había estado concentrado realmente en evitar un mundo demasiado complejo en Xinan, el de la corte, el de hombres y mujeres, el de polvo y ruido, en el que no había estado preparado para decidir qué era o qué quería ser.
¿Otoño? Ella había dicho «otoño». ¿Qué había ocurrido en otoño? Hoy le acababan de decir que…
Sí, encajaba. Se deslizaba en su sitio como la rima en un pareado.
—Aconseja a Wen Zhou —afirmó con rotundidad—. Está al lado del primer ministro.
Solo la podía ver como una forma en la oscuridad.
—Sí. Tu hermano es su consejero principal. El primer ministro Wen nombró a Shen Liu comandante de un millar en el Ejército del Dragón Volador en Xinan.
Rango simbólico, soldados simbólicos. Una guardia de palacio honorífica, formada por los hijos de aristócratas o mandarines de rango superior, o sus primos. En formación, vestidos con uniformes suntuosos, durante los desfiles o los partidos de polo, las ceremonias y los festivales, famosos por su ineptitud en el combate real. Un rango militar era una forma de acortar el luto y traer a la capital al hombre que necesitabas…
—Lo siento —repitió ella.
Tai se dio cuenta de que llevaba un buen rato en silencio.
Movió la cabeza.
—Es un gran honor para nuestra familia —comentó—. Aun así, sigue sin valer la pena matarme. Wen Zhou tiene poder, y Lluvia de Primavera es ahora suya. Mi hermano ocupa una posición a su lado, y un rango, cualquiera que sea. No hay nada que yo pudiera hacer, o quisiera hacer, con respecto a ninguna de estas dos cosas. Aquí hay una pieza más. Tiene que haberla. ¿Tú…, Lluvia, sabía algo más?
—La dama Lin Chang dijo que me preguntarías esto —respondió ella con cautela—. Te tenía que contestar que ella está de acuerdo, pero que no sabía qué podía hacer cuando se enteró de la conspiración para matarte, y mandó buscar a un Kanlin.
¿Lin Chang?
Ya no tendría un nombre del Distrito Norte. No como concubina en la mansión urbana del primer ministro del imperio. Allí no te llamaban Lluvia de Primavera. Se preguntaba cuántas mujeres habría allí. Cómo sería su vida.
Había corrido un riesgo tremendo por él. Contratar a su propio Kanlin: no tenía ni idea de cómo lo había hecho. No les iba a resultar difícil imaginarse quién había enviado a esta mujer en persecución de la otra si…
—Quizá eso fue lo mejor, que no me alcanzases a tiempo —reflexionó Tai—. Ahora ya no les resultará fácil relacionarte con ella. Te encontré y te contraté en el camino. La asesina murió a manos de soldados taguran.
—Yo también lo he pensado —reconoció ella—. Aunque mi fracaso es una mancha en mi nombre.
—No fracasaste —replicó Tai, impaciente.
—Lo tendría que haber descubierto de alguna manera y venir directamente aquí.
—¿Y delatarla? Lo acabas de decir. El honor Kanlin es una cosa, la idiotez otra distinta.
Oyó cómo movía los pies.
—Ya veo. ¿Y serás tú quien decida qué es qué? Tu amigo podría seguir vivo si yo hubiera sido más rápida.
Era cierto. Era infelizmente verdad. Pero entonces la vida de Lluvia de Primavera estaría en peligro.
—No creo que hayas querido hablarme de la forma en la que acabas de hacerlo.
—Mis más humildes disculpas —reconoció en un tono que la contradecía.
—Aceptadas —murmuró Tai, ignorando el tono. De repente, ya era suficiente—. Tengo mucho en que pensar. Ahora será mejor que te vayas.
Ella no se movió durante un momento. Casi podía sentir cómo lo estaba mirando.
—Estaremos en Chenyao dentro de cuatro o cinco días. Allí podrás tener una mujer. Estoy segura de que eso ayudará.
El tono decía mucho más que las palabras, un rasgo de los Kanlin que recordaba. Wei Song hizo una reverencia —Tai lo pudo vislumbrar— y salió, haciendo crujir los listones del suelo.
Oyó cómo cerraba la puerta a sus espaldas. Tai seguía sosteniendo las sábanas para cubrir su desnudez. Se dio cuenta de que tenía la boca abierta. La cerró.
Pensó, un poco desesperado, que con los fantasmas había sido más sencillo.