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Ensalada rusa, berenjena asada, ensalada de tomate y huevo, carne rara en una salsa blanca horrible, guiso de papa, varenikes. Eso era una vez al año, a lo sumo dos. Pero nunca faltaban los preferidos de Elías: pepinos agridulces.

Él podía comer veinte pepinos, uno detrás de otro. Cuando la mamá le decía que coma otra cosa además de pepinos, Elías solo le agregaba algo al pepino. Llegó a hacer sánguches de pepinos. La Bobe, una vez por semana, los preparaba para él. La mamá le decía:

—Eli, andá a la casa de la Bobe que preparó pepinos.

Y saltaba como resorte y salía para lo de la Bobe. Siempre, en esos casos, pasaba primero por el baldío; el que había quedado debajo de la autopista reciente. Arriba, todo nuevo, liso, asfalto perfecto; debajo, el caos o la nada. Escombros de casas a lo largo de toda la autopista; algunas habían sido de amigos que tuvieron que irse y Elías se quejaba por eso y el papá lo callaba, en seco, le cerraba la boca mostrándole un cierre imaginario en los labios.

Extrañaba a sus amigos e insistía con que quería verlos hasta que una vez, de tanto decirlo en voz alta, de tanto abrir el cierre que le marcaba el padre, se ligó una cachetada. Una cachetada que, por lo menos el padre, nunca le había dado. Se calló, pero el pensamiento no se detuvo: cada vez que iba a jugar al baldío pensaba en ellos, en que no los iba a ver nunca más, que era como lo que le había pasado a la Bobe. Con los pocos amigos que quedaron, los de la cuadra, jugaban en el baldío a que eran soldados y se hacían armas con maderas, se las colgaban con hilos o tientos de vaqueta que dejaban las curtiembres; las adornaban con retazos de cuerina de los desechos de los negocios de marroquinería de la calle Boedo, le ponían alguna hebilla rota, remaches perdidos y tenían un arma para salir a vencer a quien se animara a ser enemigo.

En la esquina vivían los hermanos Yan Yan, chinos que habían llegado poco tiempo atrás, que no hablaban nada de castellano. Los Yan Yan algunas veces habían intentado acercarse, sobre todo cuando jugaban al fútbol, porque entendían que en esa banda hacían falta más jugadores. La banda les gritaba:

—Chino, ves la pelota estirada.

Y ellos se reían porque en realidad no entendían nada de lo que les decían, pero intentaban jugar e intentaban adaptarse a esos pibes que intentaban entender algo de todo lo que les pasaba. Cosa que era difícil porque los grandes de ahí, no los chinos, los de ahí nomás, los de siempre, tampoco entendían mucho: cada vez que se juntaban en la casa de la Bobe, escuchaba hablar al papá con los tíos y todos decían lo mismo, que no entendían nada de lo que pasaba.

Como el Zeide, que hablaba poco, pero también decía que cuando era pequeño en Polonia tampoco entendía nada y entonces, como nadie entendía nada, estaba bien, creía, no entender.

Esa tarde, la de los pepinos, después de parar a matar indios, vietcongs, alemanes o ingleses —dependiendo de la guerra en juego— con los fusiles de madera, después de jugar al fútbol pateando una lata en la tierra que se levantaba y los ensuciaba a todos, vio pasar a su primo Damián, el más grande, su archienemigo de juego. Iba todo vestido bien, lindo, limpio. Elías lo señaló como si fuese un soldado de “Combate” y los amigos entendieron al instante y empezaron a tirarle piedras; pequeñas, pero piedras al fin. Damián no se dio cuenta hasta que una que tiró Norma le pegó en el pelo y lo despeinó. Cuando los vio de frente, en vez de parar, empezaron a tirarle más piedras y más grandes; las pequeñas eran parte de una especie de código de baldío para que el ataque no se transformara en traición. Ya avisado, la cosa era otra. Damián las esquivaba y hacía burlas porque a pesar de estar todo lindo también conocía los códigos del baldío. El código de tirar piedras: si te tiran, te la bancás y la devolvés.

Damián, entonces, también empezó a tirar y se armó una guerra. Pegaban en los autos estacionados y en los que pasaban por ahí, y de vez en cuando alguno, para hinchar las bolas, le tiraba a los linyeras.

En eso, desde la esquina, también vieron que se acercaba Yan Yan chico. El pequeño Yan Yan. Alguien le dijo a Norma que estaba el chino chinito, el cochino; Norma hizo señas hacia las diez en punto, esa fue la orden y entonces el chinito, que iba a buscar jabón para lavar la ropa al almacén, también se hizo blanco porque estaba del lado del primo, y otro código de baldío dice que si estás de un lado, aunque estés de casualidad, estás de ese lado y no se discute: sos del otro equipo, del otro bando; estás en contra, sos enemigo del bien. Porque otro código del baldío dice que el que cuenta la historia es el bien.

Elías entonces tuvo la idea de agarrar uno de los cientos de pomos de mayonesa que había en una pila de pomos de mayonesa. Porque el baldío de debajo de la autopista también se usaba para que los camiones dejasen cosas. A veces jeringas, escombros, bolsas negras llenas de papeles con números. Nunca juguetes, claro. En aquella oportunidad había un montón de pomos semivacíos de mayonesa, pomos tajeados que no servían para nada —aunque los linyeras de la calle Maza revisaban y de vez en cuando encontraban alguno lleno—, y a Elías se le ocurrió meter en uno un manojo de las piedritas pequeñas. Y cuando estuvo listo, se acercó corriendo a donde estaba Yan Yan, el pequeño Yan Yan, y le tiró el pomo con toda la fuerza que le habían dado sus ocho años de baldío.

Si hubiese sido todo en cámara lenta se habrían visto las piedritas que salían de a pocas desde el tajo del pomo, el pomo girando en el aire, la cara de sorpresa del chinito chico; sus ojos redondeándose. Incluso hubo tiempo de ver la expresión del primo, que de alguna manera le decía que eso ya era mucho, pero también era tarde, porque el pomo lleno de piedritas volaba de punta hacia al rostro aplanado del vecino Yan Yan, el chinito Yan Yan, el chino cochino que ahora tenía clavado el pomo en el pómulo. El pomo en el pómulo del chino cochino. Enterrado hasta la lengua.

Cuando se lo sacó, empezó a salir sangre, mucha sangre, y todos se detuvieron, porque un código del baldío también decía que si se veía sangre era que ya estaba bien, que se terminaba el juego porque una de las partes había ganado. La sangre empezó a hacer un dibujo extraño en la tierra. Una obra de arte, diría Norma, una de las pocas que no vomitó.

Los gritos del chinito fueron tan fuertes que de la esquina se asomaron su hermano mayor y el papá; los dos corrieron hacia él, vieron lo que pasaba y empezaron a abrir los brazos como desesperados, como intentando comprender qué carajo pasaba en este país de mierda donde habían caído, y lo miraron a Damián, el primo de Elías, el colorado, y el muy alcahuete estiró la mano y lo señaló.

No hacía falta que dijese nada: Elías, el Polaquito, era el culpable. El buscapleitos, el liero, el judío bolchevique.

Cuando Elías se preparaba para la actuación de pobrecito, vio venir corriendo al chino grande, no al hermano, al padre, los ojos llenos de Soldados de Terracota, tan hecho piedra como los mismos ocho mil guerreros o como el propio tarro de mayonesa, y entonces empezó a correr por el baldío y Norma, para hacerle el aguante, dio la orden de que le tiraran piedras al chino mayor y él no llegó a ver, pero, dicen, fue una lluvia de misiles.

El Bola de fraile, Norma, Maxi y Pablito fueron los que quedaron; los héroes de aquel lío tiraron con toda sus fuerzas. Elías corrió: por aquel padre desesperado, por la idea de que el chinito Yan Yan hubiese muerto y por pánico de haberse animado a tirarle aquel mortero de tan cerca a un nene indefenso.

Y entonces se fue, no a su casa, no a la marroquinería donde eran empleados el Zeide y su papá; corrió sin detenerse las diez cuadras hasta la casa de la Bobe. No era la primera vez que lo hacía. Tampoco sería la última.

Al final de cuentas, había salido para ir por sus pepinos.

El ejercicio de perder

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