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Allá lejos en el tiempo, el Polaco no frenó, no miró para atrás, ni siquiera para los costados en las esquinas; algunos autos le pasaron cerca. Debía llegar a un lugar seguro y la casa de la Bobe era el lugar más seguro que él podía imaginar; una casa en la que se hacen pepinos agridulces es un lugar seguro.

Llegó transpirado, sucio, agitado. Tocó timbre y enseguida los perros empezaron a ladrar. Esos perros asesinos sabían lo que acababa de hacer.

—Esperá que los guardo —escuchó que decía la vieja desde el otro lado de la puerta.

Abrió con una sonrisa enorme que, de todos modos, enseguida mutó. Se le desfiguró el rostro.

—¿Qué te hicieron? ¿Te están persiguiendo otra vez?

Ella, enojadísima, se puso a hablar en aquella lengua de los sueños. A él le resonó el “otra vez” y no supo cuándo había sido la primera ocasión en que lo habían perseguido así. Quiso preguntarle a la vieja, pero ella caminaba y gritaba por la casa. Decía:

Już nie, proszę. Proszę, Już nie.

Y, como en un acto reflejo, corrió a abrirle a los perros. Los mismos que acababa de guardar.

Apenas salieron del cuartito, se le fueron encima, los dos, a la carrera. Elías quedó petrificado. Observó los colmillos sedientos de carne de niño; la baba goteaba de sus hocicos. Cerró los ojos y enseguida sintió al primero que saltó sobre él y lo tiró al piso. Su llanto quedó opacado por los ladridos y los gritos de la Bobe a lo lejos. Los perros le mordieron el pantalón y las zapatillas. Cuando miró que solo uno era el que mordía también vio que el otro caminaba alrededor. Parecía controlar que todo se hiciera con profesionalismo. El jogging azul no opuso mucha resistencia a los tarascones. La Bobe llegó a los gritos y le empezó a dar patadas en el lomo. El perro, en vez de soltar, se puso cada vez más duro.

Tuvo suerte; fue solo el pantalón y rasguños superficiales. El perro lo soltó, lanzó un gruñido extraño y volvió a la carga, esta vez en la misma zapatilla que había tajeado, y se la sacó de un tirón. Tal vez por los gritos fuertes, tal vez por el miedo, la adrenalina, todo junto, Elías se desmayó. Soñó con gente rota, deforme y, a pesar de todo, se sentía cuidado. Ellos, los monstruos del sueño, lo querían, lo contenían, buscaban que estuviese bien y lo llamaban por el nombre. También le chupaban la cara.

Abrió los ojos y se encontró en la cama de la Bobe. Con los dos perros cerca. La Bobe no. El que le había destrozado la zapatilla y el pantalón no dejaba de lamerle la mejilla. El otro, cuando vio que se despertó, comenzó a ladrar. Elías se tapó del susto, pero lo que hacía el perro era llamar a la Bobe.

El otro perro, que metía el hocico por debajo de la sábana y tiraba lengüetazos, le produjo cierta cosquilla y Elías se empezó a reír.

Nunca había tenido una mascota. Sus papás no querían. Para ellos era una responsabilidad más, algo a lo que había que alimentar, bañar, sacar a pasear. Quizá tener más hijos para ellos era eso mismo. Los perros furtivos de la abuela.

La Bobe llegó a la habitación y se sentó al borde de la cama. Los perros no dejaron de acompañarla con la mirada. El perro dejó de lamer. La Bobe le dio algo que el perro devoró. Elías entendió: estaba a minutos de ser el alimento de una bestia.

—Ellos son Kaspar y Otylia. Oty es la mamá. Sos el primer nene que ven. Perdonalos.

Y cuando dijo eso, como por arte de magia, como si Kaspar entendiese, se le acercó, dejó salir un pequeño aullido de pena y le puso la cabeza debajo de la mano para que lo acaricie. Lo hizo, y el perro movió la cola. Supuso que en el lenguaje mascota eso era bueno. Entre risas, los dos perros se subieron encima. Esta vez lo lamieron los dos; lo lamieron todo. Y como ya se le había ido el miedo, mientras jugaba con los nuevos hermanos, le preguntó a la Bobe:

—¿Por qué les decís a todos que son perros malos? Son dulces.

A la Bobe le cambió la cara. Se puso pálida, más pálida de lo que era, se sacó los anteojos redondos y pudo verse la profundidad del desamparo, del abandono, los ojos vidriosos del exilio.

Todo se hizo más raro. Los perros se le acercaron y lloraron. Aullaron como torturados. Elías no esperaba una respuesta.

Pero la Bobe, que sin dudas necesitaba hablar, empezó a contar.

El ejercicio de perder

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