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El caserón quedaba en una calle tranquila. Ni autos pasaban. Y esto, puntualmente esto, comienza en 1981, un domingo con toda la familia reunida en torno al guiso, cosa que al Polaquito le enseñaron bien de entrada: los judíos pobres comen guiso.

Había sí un insoportable aroma a tomate caliente en toda la casa y un constante ruido de pelota que pateaban los que corrían detrás, por lo menos siete niños. Sabían que había que patear todo lo que se les pusiera delante; no importaba tanto hacer un gol como patear. Sumaba patear: por la carencia. Patear. Y él pateaba todo lo que había: pelota, tobillo, rodilla, pierna entera. Él era Elías, el Polaquito, en el barrio.

—Pará, Elías —le gritaba un primo.

Otro primo, Damián, el más grande, lo agarró de la camiseta blanca para que la pare. A él sí le hacía caso, al menos por un minuto, porque dejó de patear, de perseguir la pelota y se quedó inmóvil. Entonces, de ser quién más corría, se convirtió en un poste en medio del partido, como si alguien hubiese dejado el palo izquierdo del arco en medio de un punto arbitrario de la casa, del patio de la casa, que era la cancha, el estadio mundialista. Entonces los gritos cambiaron:

—Movete, Elías.

—Dale, nene.

—Si no sabés jugar, tomatelás.

Y su prima, que también jugaba pero no pateaba nunca, se reía y se ponía junto a él, quieta, como otro poste: un arco deforme de palos izquierdo y derecho juntos. O como si fuesen parte de una barrera de tiro libre que solo molestaba. Pero Damián, el primo al que le tenía miedo, pateó fuerte, porque él sí que pateaba fuerte, y Elías supo que quiso pegarle, pero le dio a su hermana menor. Le pegó en la panza. Con todo. Hizo un ruido seco la pelota y la panza un ruido húmedo, y la prima se dobló como ramita y cayó demolida.

Como las casas de los que vivían justo donde recientemente habían construido la autopista.

Y entonces, con el poco aire que le dejó, la prima empezó a llorar en el suelo, y Elías, que parecía que le daba lo mismo, que parecía que estaba contento porque no le había pegado a él, que parecía que no debería importarle, corrió con todas sus fuerzas y le dio una flor de patada a su primo en medio del pito colorado, porque el primo era colorado, rojo, de pelo rojo y brazos llenos de pecas; la patada le hizo estallar los ojos. Y cuando su primo también cayó al piso y él estaba a punto de salir corriendo para cualquier lado donde no estuviesen sus otros primos o su papá o mamá, lo vieron todos, papá, mamá, tíos, el Zeide, la Bobe, sus otras tías, otros primos, hasta Moisés lo vio, el gato del abuelo, y pensó: mamucha, zafame de esta. Porque aunque no le hubiese hecho nada, siempre la culpa era de Elías, el liero, el quilombero, el mal aprendido, el buscapleitos, el judío bolchevique.

La mamá fue corriendo y lo agarró del brazo bien fuerte y lo zamarreó cuan trapo sucio como si él fuese culpable de que su prima y su primo estuviesen llorando.

Ni los primos, ni la prima ni nadie se acercó a aclarar nada, a nadie le importó, porque él era el único hijo único y no tenía compinche: era el solo. Soy solo, pensaba. Y entonces nadie saltó, nadie le bancó la parada.

La primera vez que actuó con heroísmo y lo trataron como al villano, también un domingo de guiso en la casa de la Bobe, ya supo lo que era la indignación. La segunda, lo mismo. Se ponía loco tratando de explicar; eso hacía que su madre menos quisiera escucharlo. Lo zamarreaba como los policías zamarrearon a los vecinos que tenían que irse de sus propias casas para que pudiesen levantar la autopista; las demolieron y también cayeron como ramitas, con sonidos secos, con sonidos húmedos, y también en silencio. La autopista mataba con el ruido, pero los que habían intentado cierto ruido para no tener que soportar aquella autopista fueron silenciados. Incluso algunos cuerpos de aquellos que levantaron su voz se convirtieron en cimientos de las columnas de la obra.

—Mamá, yo no fui —le decía, pero ella lo callaba.

Hijo malo, hijo buscapleitos, hijo mal aprendido.

—¿Por qué no te podés portar bien? ¿Por qué no podés ser como los demás? ¿Por qué?

Y él, que no sabía por qué, levantaba los hombros como sus amigos del baldío.

En la cocina, aquel domingo de patadas en los huevos, se sentó con su último zamarreo a mirar cómo la Bobe cocinaba.

—¿Nu? —decía la vieja en idish—. ¿Qué hiciste ahora?

Y Elías levantó los hombros y bajó la mirada porque la mamá lo había dejado ahí como castigo. El castigo era ese: ver a la vieja cocinar mientras sus dos perros malos ladraban desde el lavadero. Porque la Bobe y el Zeide tenían dos perros grandes, medio asesinos, y los encerraban, de lo contrario, ninguno de los primos, ni primas ni él se animarían a entrar en la casa de la Bobe y del Zeide. Eran perros que ya habían mordido a toda la familia, decían, aunque él nunca llegó a ver ni un rasguño.

Moisés, esa tarde, se sentó en su regazo y Elías lo acarició.

La Bobe trataba a los perros como a dos angelitos. Pero Elías una vez escuchó a su padre decir que esos perros estaban entrenados para repeler a los polacos que habían matado a sus padres, a sus amigos, a sus abuelos, a sus vecinos.

Los abuelos habían llegado de Polonia escapándose de los polacos nazis y de los nazis que habían sido recibidos como héroes por los polacos. Mataron a todos y los abuelos se escaparon y se conocieron en el barco que Elías siempre creyó que había sido como un crucero, como El Crucero del amor, la serie que su madre veía sin perderse ni un solo capítulo.

Pero no. Se fue enterando de detalles: el barco había sido mucho más feo y con un amor diferente al que había imaginado o, por lo menos, al que vendían en esa serie. Había sido, comprendió, el Crucero del hambre. La locura se había subido con ellos. Los crujidos de las tripas tapaban cualquier tormenta oceánica. Y también las hubo.

—Los polacos eran nazis antes de los nazis —decía el abuelo cada vez que le preguntaba sobre su vida en Polonia. Solo eso decía. Se callaba, cerraba los puños y temblaba. Como queriendo que el recuerdo se fuese del cuerpo.

Y a su castigo, que era no jugar más al fútbol, ni ser poste, ni bromear con su prima, se le sumó escuchar de la Bobe la explicación de su receta, su método para lavar los platos, su técnica para mezclar el guiso:

—Saco los huevos, los rompo, los bato cinco minutos hasta que tome la consistencia perfecta. Mirá, Eliahu.

Ella parecía feliz de que su nieto la escuchara. Con las palabras de la Bobe, con el calor del fuego de las cuatro hornallas prendidas en pleno verano, con el sonido del agua borboteando en las ollas, con los cien aromas que se mezclaban en el ambiente, con el calor de Moisés en las piernitas, Elías cerraba los ojos y se transportaba a otro lugar, a un prado desconocido, a un valle lejano, a un bosque, a otros espacios en los que nunca había estado, pero en los que se sentía cómodo, seguro, donde a veces aparecía gente, cuerpos deformes que hubiesen asustado a cualquier niño, pero que a Elías le generaban lo que había entendido como paz. En esas ensoñaciones no se sentía solo, sabía que lo estaban observando. Y las cortinas de párpados eran oscuridad en el cine de la mente. Y se dormía. Y se iba. El cuerpo se dejaba llevar hacia otra forma de permanencia. Pero escuchaba todo, cada sonido, cada detalle. Y sentía, al ritmo del silencio de su respiración, cada paso en el bosque, en la tundra, en la montaña. Pasos pesados que de un momento a otro se hacían imposibles por el barro, por la lluvia, por la nieve. Y se enterraba en esa mesa con mantel de hule que refrescaba el rostro, la mejilla se aplastaba y, en la comodidad del REM, escuchaba niños que hablaban en lenguas que desconocía, como la Bobe y el Zeide, idioma trabado; parecían que gritaban, pero jugaban. De alguna manera, a él le hubiese gustado ir a jugar con ellos, con los nenes del sueño. A veces, incluso, sentía que lo llamaban por su nombre. En su casa no tenía aquellos sueños.

Cuando se dormía muy profundo, tanto que roncaba como el ronroneo de Moisés, la Bobe llamaba al papá, a su hijo, que lo cargaba y lo llevaba al sillón del comedor donde se despertaba, porque el papá veía la Fórmula Uno con los tíos. Elías sabía que ellos alentaban a un auto. Alentaban a un tipo que manejaba un auto rápido. Que encima en la tele no parecía nada veloz, si apenas se movían en la pantalla. Solo en eso se basaba la felicidad de su padre y de su tío. Y ni siquiera lo alentaban en vivo, lo miraban por la tele como si el auto pudiese escuchar sus insignificantes plegarias. Él se enojaba porque quería quedarse dormido en la mesa de la cocina. Entonces volvía y la Bobe se ponía contenta.

Eliahu —lo nombraba y acariciaba el rostro de su nieto.

—Dejame dormir acá, Bobe.

—Volviste, te extrañé mucho —decía.

Se lo decía a él, pero no era con él con quien hablaba, porque su mirada era más profunda y comprometida y además se le llenaban los ojos de lágrimas —aunque ella decía que nunca lloraba— y él le miraba el rostro que comenzaba a tener marcas como las pasas de uva, los ojos negros brillantes, y entonces preguntaba:

—¿Por qué no comemos ravioles como mis amigos? ¿Por qué llorás, Bobe?

Volvía Moisés y los perros ladraban y rascaban la puerta; ella les gritaba y los perros lloraban y Elías no entendía por qué tenían a esos dos perros asesinos. La Bobe, entonces, le pedía que la ayudara a servir. Él levantaba los hombros y ella empezaba a pasar platos con comida. Elías los llevaba de a uno para que no se le cayeran. Ahí sí que todos se iban a enojar mucho, porque una de las cosas que estaban muy pero muy mal en la familia era desperdiciar comida. Si uno dejaba algo en el plato, todos lo miraban. En ese momento, alguno de los tíos o el Zeide agarraban el plato y, como valientes bucaneros, le hincaban el diente hasta que no quedaba nada; se les hinchaba el pecho de orgullo porque eso era algo que debían hacer los hombres mayores de las familias numerosas pos Holocausto: comer. Y no solo comer; era importante la velocidad con la que se comía. Horas se pasaba cocinando la Bobe, y más horas el sábado, donde ya se preparaba para el domingo, y en cinco minutos no quedaba nada en la mesa. Había que comer antes de que los nazis entraran a la casa y se llevaran a todos al gueto.

Todos los primos observaban el espectáculo. Se quedaban quietos y en silencio, salvo los dos primos más grandes que ya habían aprendido el arte de comer sin respirar.

El ejercicio de perder

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