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Dos horas más tarde, la habitación —la 903, según ese empleado tan recibido de hotelería que le provocó cierta nostalgia— todavía no está lista. El Polaco, dentro de su puro incordio, se relaja cuando observa que a Aura le traen un café mientras sigue leyendo como si nada, en la misma pose en la que estaba cuando se fue al salón, como si el tiempo no importara, aunque sí -le- importa y cuesta un millón a la semana.

No quiere ponerse violento con Aura. No quiere explicarle que tiene un problema por haberla aceptado como forma de pago sin consultar a los verdaderos acreedores. No quiere explicarle que si le cuenta a su jefe que la tomó como activo no dudará un segundo y la pondrá a trabajar en alguna de esas habitaciones del hotel que corresponden al trabajo sexual para relajar a los gamblers angustiados por el juego o por la vida, por malas manos o casamientos de apuro. Tiene miedo de tener que decirle a la propia Aura ante su belleza furiosa que no, que no hay otro sicario, que él es el sicario del rubro. Que intentaron otros, pero que siempre vuelven a él. No quiere. Prefiere, eso sí, que la pase bien sin tener que convencerla de no pasarla demasiado bien. Enseñarle para que aprenda su condición de deuda.

Elías intercepta a la moza y le pide lo mismo que está por tomar ella. Se preocupa por el énfasis que pone en aclararle que quiere exactamente eso. Se sienta en el sillón contiguo al que ella lee. Elías observa que en la tapa hay un mono con un corazón tatuado. No llega a leer el título porque Aura deja el libro boca abajo sobre sus muslos, apoya el café sobre el libro, le pone dos sobres de azúcar y revuelve sin que la cucharita tintinee. Tiene otro libro —tapa negra, carne en una bandeja de plástico, bien de supermercado, y un sujeto que la sostiene, una rata con campera: un ladrón—, pero no alcanza a leer el título, demasiado largo para su atención, también demasiado enfocada en ella.

El Polaco, para su propia sorpresa, es un voyeurista ajeno a la escena.

Un hombre moreno, con rostro profundo, rostro acostumbrado a mentir para vivir, se acerca y le toca el hombro a Elías que, sorprendido, levanta la mirada. Elías parece a punto de salirse de eje, pero el moreno de seguridad le avisa con una seña que lo llaman de recepción.

En el mostrador, dos recepcionistas agitan las manos, como muy contentos, como si el mostrador fuese la mesa de juegos que les inyectó esa felicidad que otros vinieron a buscar. Elías toma la tarjeta, le hace una seña a Aura y, apenas entran a la habitación, se tiran en la cama como dos adolescentes recién llegados de un campamento. Silencio, suspiros y cansancio.

Elías rompe el contrato de silencio para avisarle que tiene que bañarse. Aura levanta los hombros, se quita los borcegos, se suelta el pelo, se quita los aros, se desabotona el short de jean y se estira. Antes de volver a su libro, revisa el frigobar y saca el Toblerone.

Cuando Elías termina de bañarse se da cuenta de que no llevó ropa limpia al baño, ni siquiera la bata del hotel; pierde toda credibilidad si sale del baño en bata.

Las heridas que el espejo mastica le recuerdan cierto nivel de hombría, historias que pueden embelesar cualquier momento íntimo, que derritieron a muchas señoritas de muy buena familia.

Cuando piensa que Aura lo verá salir desnudo, con esas heridas simplonas y mal curadas, siente una profunda vergüenza, un desencanto demoledor con su propio cuerpo.

Sale entonces con una toalla, se tira en la cama y enciende la tele. Aura se incorpora y anuncia que también se quiere bañar. Tarda cuatro veces más. El Polaco se duerme sobre la nube blanca y sueña con el increíble revés de Lerc en el césped de Wimbledon.

Aura lo sacude; roncás mucho, le dice. Elías ahora piensa en el drive, en el saque. En el tremendo poder de recuperación que tenía su papá sobre el polvo de ladrillo. Aura lleva un juego de ropa interior blanco, con encajes, como preparada para Wimbledon. Elías la siente inmaculada, lista para el matrimonio. Se despabila. La toalla blanca no disimula; está muerto de vergüenza y muerto de vergüenza por la vergüenza; se siente invadido.

Aura elije el sillón más cercano a la ventana y mirando el cielo vuelve a la lectura. Come otro triangulito de chocolate y Elías le pide uno, ella le tira el chocolate a la cama con la violencia con que Elías le tiró el pomo a Yan Yan chico. Él no llega a agarrarlo; el chocolate le pega en el cuello. Aura se ríe, le pide perdón y se ríe más. Con el chocolate en la boca, Elías enciende la tele. Cree que es feliz hasta que le llega un mensaje de su primo: “¿Te acordás de la Bobe? La internaron, pelotudo”.

El ejercicio de perder

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