Читать книгу El ejercicio de perder - Haidu Kowski - Страница 12
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ОглавлениеNi bien entra, el aire acondicionado castiga el salón central del hotel, la sala del torneo. Afuera, agradable; adentro, heladera. No importa la campera de cuero que lleva pegada; cualquier cosa le pone la piel de gallina.
Unas cuatrocientas personas en mesas de a diez; paños verdes brillantes con fichas de cuatro colores: rosa, verde, amarillo, negro. Elías se especializa en los gamblers, los que apuestan en serio, los que sí, los que pueden llegar a entregar la escritura de la casa o el auto por un partido de cricket en Escocia, pero conservan siempre la opción de darse cuenta de que están haciendo mal las cosas, de que si no las ven su problema es otro, o tal vez una estrategia para conseguir algo o para sacarse otra cosa de encima.
En el salón solo se escuchan grillos. Los grillos son las fichas, el sonido de las fichas al chocar una con otra. Es una manera de calmar las ansiedades de los jugadores. Solo pueden mover las manos, los dedos, entonces las fichas son pesas, son magia, son equilibrismo y chocan y producen ese sonido tan particular que, multiplicado por quinientos jugadores, genera una base constante de grillos.
Las fichas, entonces, son insectos. Quizá suenen al acercamiento lejano de una plaga de langostas, como alguna vez escuchó Elías. Y te dejarán sin nada.
Veintidós arañas blancas y venenosas iluminan el lugar. Todas las camareras replican la indumentaria; el perfume es parte del uniforme. Las tetas hechas son parte del uniforme. Las piernas de gimnasio son parte del uniforme. No hay experiencia laboral ni contacto sagrado que, con kilos de más, te den un puesto en este casino.
Da una vuelta por los pasillos que se forman entre el centenar de mesas del torneo y saluda a los que se paran para saludarlo: entre ellos, El Dr. Chari; un pibe del Chaco que ganó su primer torneo cuando se acababa de recibir de médico en la UBA y nunca atendió a nadie, porque con lo que gana y se divierte jugando al poker ya no necesita enfermarse con el ejercicio de la medicina, pero cuando en el hotel o en la aduana tiene que llenar profesión, jamás duda: Doctor. Por lo general, a los jugadores de poker les da vergüenza decir que son jugadores de poker.
Se encuentra con Seba, un periodista especializado que también se gana unos pesos extras informando al Polaco. Pero no lo saluda, no es necesario: cuando el Polaco lo necesite se van a saludar. También se encuentra, como no puede ser de otra manera, con una estrella: Jesús86. A él sí lo saluda, pero en vez de decir qué hacés, Jesús86, hijo de una gran puta, le pide que le diga al jefe del torneo que le diga a alguien de piso que por favor le diga a las camareras que empiecen a traer los pedidos a tiempo, que está esperando un café con leche desde hace medio nivel.
Sigue caminando y se cruza con gente de la que no recuerda sus nombres; si no se levantan, Elías sigue camino. Cuando encuentra al jefe del torneo, un chileno buena onda, y empieza a contarle lo que le pasa a Jesús86, lo ve. Ahí está, con esa mirada diferente, mirada tapada, de cejas caídas, de perdedor: Nicolás, el gordo Nicolás. El gordo perdedor, Nicolás. La merca. El nuevo laburo. Así, tan fácil, piensa, mientras le arregla un café a Jesús86.
Sentado en la posición cinco, Nicolás ocupa el lugar de dos jugadores y medio, por lo que los jugadores de su mesa quedan apretados en el otro rincón. El gordo tiene la silla al revés. La panza contra el respaldo y la papada sobre el borde. Tiene un pantalón corto y una remera o camisa o manta o lo que sea que tenga puesto que tampoco llega a tapar todo y, entonces sí, el orto. Ahí queda la atención. El orto brilloso y húmedo del gordo, a la vista, con las hemorroides asomando detrás de los pelos negros y el calzoncillo gris apenas unos centímetros por arriba del pantalón. Una obra de arte, un Botero que tomó vida por obra del espanto.
Elías se queda de pie al otro lado de la mesa. Quiere que el gordo lo vea primero y sepa que lo mira a él. Entonces el gordo lo ve y todo vale la pena: el encuentro con Lerc, las horas de aeropuerto, la pendeja como compañía, como pago y como pagaré, como amenaza, los recepcionistas, las esperas.
Nicolás enseguida cambia la cara, como si hubiese perdido su mano con un bad beat, como si con el as que le daba el poker, al rival le diera un royal flush. Y entonces la desazón de estar afuera, la angustia de perder, que solo dura un rato, hasta que llega la sensación infinitamente reconfortante de volver a apostar.
Lo que no sabe el gordo es que a Elías no le sirve que quede fuera de juego. Por eso su trabajo es tan difícil. Porque no se trata de cobrar sino de hacerlo sin que el sujeto se quiebre; si lo hace, no cobra nadie. Ni el casino, ni el hotel ni los que lo contratan. Si, ante la imposibilidad de pagar su deuda, el gordo se tira del balcón para escapar de la tortura de Elías, entonces Elías tampoco cobra un centavo. A los jugadores, por lo tanto, aun en el caso de Elías, hay que tratarlos bien, que sientan que perder es el pacto que los llena de felicidad, cuestión en la que Elías falló bastante hasta que aprendió los detalles. Perder inyecta culpa, y la culpa es materna, así que hablarán con su madre en cada ocasión en que hagan mal uso de sus cartas.
Mamá, la cagué otra vez.
Recuerda Elías al primer proveedor que se le escapó. Recién cuando lo vio saltar por la ventana, lo entendió: el tipo no se escapaba de su verdugo, se escapada de su mamá. Desde un piso diez, el cráneo le quedó pegado al asfalto del Hotel Casino São Paulo para, también, inundar un Honda Civic al que después el seguro le negó cualquier limpieza. Su hijo —el del dueño del Honda— tuvo que sacar un pedazo de mejilla del guardabarros antes de que el padre le diera plata para poder salir con su novia esa noche. El chico salió, y fueron a un hotel, a otro hotel, para sacarse la virginidad de encima: pero no se le paró. Nunca le explicó a su novia la cuestión de la mejilla. Su novia perdió la virginidad a la semana siguiente con un deportista de su escuela con un pene enorme que la desgarró. Toda la escuela lo supo. Y lo supo, poco después, el mismo Elías. Porque los que no juegan escuchan. Y escuchar es un arte que, tal vez, aprendió de su Bobe. Y su abuela lo aprendió en los negocios del barrio o en su eterno escape. Todo el mundo moderno viene de la Shoá.
El Polaco, de todos modos, después de ver el resultado desde el balcón, entró, se sentó, abrió el frigobar, bebió una botellita de licor y entonces vio que justo aparecía en el celular del suicida un llamado que no cesaba: “Mamá”, decía en la pantalla.
Después de aquel caso, empezó a descubrir las miserias de esos tipos: la cantidad de mails que un jugador no lee de su padre, el registro de goles que lleva de su propio hijo en la escuela de subnormales esperando que su sangre se convierta en un nuevo genio del fútbol, la cantidad de tarjetas de cirujanos plásticos que les llevan ellos mismos a sus mujeres, las cosas que dicen dormidos en el lobby de los hoteles, la comida chatarra que disfrutan en cada break del torneo, el dinero que derrochan para demostrar que están en racha. La cantidad de café ideal para no dormirse pero tampoco tener que ir al baño a cada rato mientras juegan online. Las apuestas paralelas que hacen con sus amigos, las fortunas que gastan en putas, en merca, la cantidad de puchos que fuman por día, la fachada de las redes sociales donde solo publican cuando entrenan, cuando ganan, cuando cenan con novias o pasean con hijos o perros. El conocimiento tan íntimo que tienen de las lavanderías de los hoteles. Un calzoncillo muy limpio los denuncia. Uno muy sucio, ni qué decir.
El Polaco está en todo. Por eso es el mejor. Se jacta de haber pasado una noche detrás de una puerta hasta escuchar el dato que lo hiciese cobrar. Sabe cómo funciona el bluff de un jugador si la noche anterior tuvo apnea entre las tres y las cinco.
Entonces, como si la vida fuese esa calesita que siempre te deja en una parada diferente, o frente al calesitero pedófilo, el Polaco de chico levantaba apuestas, después fue crupier y quiso ser jugador profesional, pero llegó a matón. Y hoy, eso, de alguna manera devino en coach. A los gamblers alguna instrucción matemática les dieron en la infancia; algún padre borracho que leyó algo y temió por el futuro de su hijo y lo entrenó en el arte de los números, aunque sin arte. Al Polaco no. Al Polaco lo entrenó la Bobe.
Su trabajo es hacer que los gamblers se levanten ganando. En cualquier cosa —a las bolitas, a los fondos buitre, a los galgos, a las criptomonedas, al petrodólar o a los petrogatos, a los vinos picados de los supermercados chinos—, pero que cambien la cabeza y puedan tener una buena racha para devolver la que deben.
Y el gordo Nicolás, en este nuevo lenguaje de bienestar ansiolítico, es lo peor que le pudo haber pasado. Le gustaría matarlo, filetearlo y servirlo en un comedor infantil, pero lo que tiene que hacer es que esa lacra se levante. No de la silla, aunque siente que eso también sería un gran logro. Y mientras tanto, claro, tiene a la chica. Y es la chica, tal vez, en su ausencia, la que lo mueve a terminar rápido —y mal— este nuevo trabajo.
Nunca quiso saber quién lo contrataba. Su jefe decía tenés tal trabajo y Elías agarraba coordenadas y lo hacía. La vez que lo supo por un bocón —un tipo del hotel, un recibido de hotelería que terminó mal porque el Polaco no va a terapia—, se enteró de que el mismo jugador había contratado sus servicios. Resultó que no podía dejar de jugar y que hacía cinco años lidiaba con un hijo con un retraso mental terrible al que su esposa amaba y dedicaba cada centavo. En un rapto de lucidez, el gambler llamó al jefe del Polaco, y el jefe del Polaco lo mandó al Polaco. Muchos años después, el chico se hizo jugador, el primer jugador con retraso mental. Así se enteró el Polaco. Y así terminó, por el comentario, el empleado del hotel recibido de hotelero en vaya uno a saber qué escuela de mierda.