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1. DE VUELTA A LA RUTINA


Toda mi vida y la de mis padres estaban encerradas en cajas, en cajas que están metidas en el camión que viene tras nosotros. Como es de costumbre, la música procedente de mi móvil recorría el cable de los auriculares a todo volumen hasta llegar a mis oídos. Llevando con ella una sensación de nostalgia, pero también de liberación. Y no es por el hecho de huir de mis fantasmas, sino por la posibilidad de empezar de cero en un lugar donde nadie me conoce ni a mí ni mis errores.

Aparté la vista de la ventana, de los paisajes que antes veía a diario, pero que ya no formarían parte de mi rutina. Dirigí mi mirada, que aún transmitía el dolor producido por las palabras de Alba, hacia el espejo retrovisor del coche. Ahí me encontré con los ojos tiernos de mi padre, como si intentara decirme: «Lo sé, cariño, sé que duele», y sonreí amargamente.

No sé si tomé la decisión correcta al acceder a irme con mis padres a una ciudad nueva, supuse que lo averiguaría más adelante. Pero no creía que fuera capaz de verla de lejos todos los días, muriendo cuando viera que ella no me miraba, o al menos no como antes solía hacerlo. Y renaciendo cada mañana con la esperanza de que algo hubiera cambiado.

Pero si algo había aprendido con esto, era ser valiente. Porque a pesar de que soltar la verdad me hubiera jodido todo lo que había construido, ya no gastaría más tiempo creando historias sobre nosotras con un final feliz. Y también fui capaz de ver la cara oculta de la moneda. Y me di cuenta de que cuando queremos a alguien, solemos idealizarle, pensar que es la mejor persona que jamás conoceremos. Aunque tristemente no fue así, al menos no con Alba.

Al día siguiente empezaban las clases en el nuevo bachillerato. Al final las vacaciones fueron tal y como le dije a María: encerradas en mi cuarto. Mis padres no pusieron ninguna pega al saber que necesitaba estar a solas para lamer las heridas que ella causó, no solo en mi corazón.

Mi nuevo cuarto era un poco más grande que el anterior, e incluso tenía un balcón en el que estaba sentada. Pero supuse que los recuerdos que te traen un lugar, atraen más que su amplitud. Pero puestos a tener que empezar de nuevo mi vida, creía que este era un buen lugar. Aún apestaba a pintura fresca y quedaban algunos periódicos pegados en los muebles. El reproductor que me regaló mi tía empezó a expulsar notas diferentes a las anteriores, creando una canción romanticona y asquerosamente cursi. Por lo que me levanté sin dudarlo para cambiarla.

Busqué en mi móvil conectado al reproductor una lista de canciones más adecuada para este momento. «Indie rock», esta valdría. Fui hacia la única caja que aún quedaba en el cuarto y observé su interior. Una camiseta verde de manga corta en la que se leía: «Mi idiota», varias cartas, una pulsera de tela con el nombre de Alba y una foto de nosotras en la playa.

Volví a cerrarla y la levanté del suelo. Me subí a la única silla del cuarto y logré colocarla con cuidado encima del armario. Sé que debería tirarla a la basura, si lo que quería era olvidarme de ella. Pero era incapaz de tirar los regalos que ella me hizo en cada cumpleaños cuando aún éramos amigas. No pude hacerlo, no todavía. La herida estaba demasiado fresca y sabía que mi masoquista corazón aún no quería despedirse de nuestros recuerdos.

Volví a mi anterior posición en el balcón y miré el cielo. Cuando la voz de mi madre me llamó desde la planta baja, me di cuenta de que se había hecho de noche y de repente una brisa nocturna me caló hasta los huesos. Recorrí el interior de mi nueva casa hacia el lugar de donde procedía la voz y encontré a mi madre apoyada en la pared a los pies de la escalera.

—Tu padre me ha llamado para ir a cenar. —Bufé, lo que menos me apetecía ahora era que me arrastrasen a comer a un bar, y escuchar conversaciones aburridas. Ella pareció percibirlo, pero hizo caso omiso y continuó hablando—. Vístete si quieres venir, si no quieres, puedes quedarte en casa.

—Creo que prefiero quedarme aquí.

—Vale, tienes la cena en el microondas. —Supuse que esperaba que mi respuesta fuera esa, ya que se la llevaba dando desde que habíamos llegado aquí.

—Vale.

Regresé al cuarto para coger el pijama, compuesto por unos pantalones largos y una camiseta de manga corta. Y luego me fui a la ducha.

Me despertó la alarma de mi móvil. Me limpié el sueño acumulado en mis párpados con las palmas de mis manos, me reincorporé en la cama y miré hacia la mochila que estaba apoyada en el armario. Me levanté con dificultad de la cama mientras pensaba: «De vuelta a la rutina», y un suspiro escapó de mis labios.

Una vez vestida y peinada, bajé al salón donde ya estaban mis padres desayunando. Mi padre al verme levantó su taza de café ofreciéndome con ese gesto una para mí. Asentí y él se fue hacia la cocina. Tomé asiento en la silla más cercana y observé a mi madre. Me sonrió y tomó un sorbo a su café.

—¿No vas a llevar mochila hoy? —me preguntó algo extrañada.

—No. Puedo llevar los libros en las manos, tampoco está tan lejos de aquí.

—Vale, cuando llegues tienes que dirigirte a la oficina del director, él te dará todo lo que necesitas.

—¿Sabes dónde es? —le pregunté a la vez que cogía el café que me tendía mi padre tras haber salido de la cocina.

—No. Tendrás que preguntar a alguien. No creo que te sea un problema, nunca has sido una persona tímida —respondió mi madre con una sonrisa cariñosa.

Después de terminar el desayuno, me fui andando siguiendo las instrucciones que mi padre me había dado. No fue difícil de encontrar, ya que era un edificio bastante alto. Cuando entré por las puertas, observé mi alrededor y mi vista se centró en un chico apoyado en la pared, parecía que esperaba a alguien. Así que me dirigí hacia él.

—Hola. Soy nueva y me han dicho que tenía que ir a la oficina del director, pero no sé dónde es. ¿Podrías decirme dónde es? —El chico me observó curioso y sonrió.

—Claro, tienes que ir hacia la derecha, y luego es la primera puerta a la derecha también —dijo mientras me indicaba con la mano—. No tiene pérdida. Por cierto, soy Marcos —concluyó mientras me tendía la mano.

—Gracias. Yo soy Marta —dije a la vez que le estrechaba la mano—. Adiós.

Cuando llamé a la puerta que Marcos me había indicado, una voz grave desde el otro lado de la puerta dijo:

—Adelante. —Y abrí la puerta despacio.

Se trataba de un hombre de unos cuarenta años. Tenía en el pelo algunas canas desperdigadas, sus facciones eran robustas y en su nariz se apoyaban unas pequeñas gafas. Transmitía respeto, pero a su vez la sonrisa de su rostro reflejaba confianza.

—Hola, soy Marta, la chica nueva —le dije mientras cerraba la puerta a mis espaldas.

—Encantado. Toma asiento, por favor. —Me senté en una silla enfrente de él y entonces continuó—: Me llamo Manuel. Aquí tienes tu horario y un plano con las clases para que sepas hacia dónde dirigirte —dijo tendiéndome dos papeles—. Como veo que no has traído mochila, creo que será mejor que te pases a por tus libros a secretaría cuando acabe el día.

—Gracias.

—¿Por qué te has cambiado de escuela a mitad de curso? Es solo por curiosidad —aclaró al ver cómo se tensaba mi mandíbula.

—Supongo que necesitaba cambiar de aires.

—Claro. Si tienes algún problema con algún alumno o profesor, puedes hablarlo conmigo. ¿De acuerdo? —Asentí—. Bien, pues ya puedes ir a tu clase. —Escribió algo en un papel y luego garabateó una firma y me lo tendió—. Dale esto a tu profesora cuando llegues.

Una vez en el pasillo, observé el horario y luego el plano, y me dirigí hacia la clase. Llamé a la puerta y esta vez fue una voz femenina la que me dio permiso para entrar. De repente todos los ojos de la habitación se giraron hacia mí mientras me dirigía hacia la profesora. Le entregué el papel y ella lo leyó atentamente.

—Bien, Marta, puedes sentarte junto a Marcos —dijo señalándome el único sitio libre, en la tercera fila junto al chico al que previamente le había pedido ayuda.

Me dirigí silenciosa hacia el sitio y me senté en la silla. Él colocó el libro en medio de las dos mesas y me dijo:

—Volvemos a vernos. —Le dediqué una sonrisa y dirigí mi mirada hacia la profesora, la cual preguntaba cosas sobre las vacaciones.

El resto de las clases fueron similares, supuse que en el primer día después de vacaciones, a nadie le apetecía dar una clase, ni a alumnos ni a profesores.

Me encontraba en secretaría mientras esperaba que una mujer de unos cuarenta y cinco años encontrara los libros que debía darme. De repente salió de un cuarto de detrás del mostrador y me los tendió junto con un papel y me indicó dónde debía firmar.

Cuando los cogí, me arrepentí de no haber cogido la mochila, pesaban más de lo que esperaba. Me giré rápidamente y sin darme cuenta choqué con una chica morena, haciendo caer todos mis libros. Me agaché para recogerlos a la vez que le pedía perdón y ella se agachó también.

—No pasa nada. —La observé, era una chica bastante guapa. Tenía un rostro dulce y una sonrisa que por un momento me hizo sentir que ya la conocía—. Te llamas Marta, ¿verdad? —Me quedé boquiabierta de que supiera mi nombre.

—Sí, ¿cómo lo sabes? —dije mientras me levantaba con parte de mis libros, ella hizo lo mismo con el resto.

—Primera hora. Estaba sentada detrás de ti. —Me sonrojé al no recordarla y ella sonrió amablemente quitándole importancia—. ¿Vas andando a tu casa? —Asentí curiosa—. Es por ayudarte a llevar estos libros.

—No hace falta, no vivo muy lejos y tampoco pesan mucho —mentí.

—No me importa ayudarte. Vamos, indícame el camino.

—Vale —dije empezando a andar. No quería molestarla, pero tampoco iba a rechazar su ayuda—. Oye, ¿cómo te llamas? Es que tengo la sensación de que te conozco de algo. —Rio.

—Me llamo Jessica. Y no nos conocemos, si no me acordaría.

Me acompañó hasta la puerta de casa y luego se despidió tras decirme:

—Si no tienes planes para el fin de semana, puedes venir conmigo. Te presentaré a mis amigos y te enseñaré un poco la ciudad. Si quieres, claro. Piénsatelo, dime lo que sea mañana.

Enamorarse: ¿bueno o malo?

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