Читать книгу Factor de riesgo - Харлан Кобен - Страница 10

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Harvey Riker decidió tomarse otro martini. El tercero. ¿O era el cuarto? No estaba seguro. Harvey no era un gran bebedor, pero últimamente se había descubierto echando el ojo a las botellas con un respeto y un deseo nuevos. Habían pasado tantas cosas las últimas semanas... ¿Por qué ahora? ¿Por qué cuando estaban a punto de acorralar e incluso destruir el virus del sida tenía que suceder todo aquello? Le tendió el vaso al camarero.

—Otro —dijo sin más.

El camarero titubeó, pero luego cogió el vaso.

—El último, ¿de acuerdo?

Harvey asintió. El camarero tenía razón. Ya era más que suficiente. Dio media vuelta y volvió con la gente. Michael seguía hablando con Cassandra. Tío, aquella mujer era otra cosa. Y luego hablan del calor. Cualquiera se quemaría solo con estar al lado de aquel sol. O pillaría una insolación.

«¿Qué edad debe de tener, Harvey? Es lo bastante joven como para ser tu hija, calculo».

Se encogió de hombros. Las fantasías no hacen daño, ¿verdad? No obstante, enseguida volvió a centrarse en otro asunto: el asunto. Sus ojos recorrieron el salón, pero seguía sin haber señales de Sara.

—Hola, doctor Riker.

Harvey se volvió hacia aquella voz conocida.

—¡Hombre, Bradley! ¿Cómo estás?

Bradley Jenkins, el hijo del senador, le ofreció una sonrisa.

—Mucho mejor, gracias.

—¿Alguna complicación?

Bradley negó con la cabeza.

—Ahora mismo me encuentro estupendamente —respondió—. Es como una especie de milagro... Solo que no sé lo que durará.

Harvey miró a aquel joven de voz suave. Sara se lo había presentado hacía años, mucho antes de que Bradley se convirtiera en paciente suyo o de que sospechara siquiera que tenía sida.

—Tampoco nosotros, Bradley —le dijo en tono serio—. Lo importante es continuar con el tratamiento. Interrumpirlo a la mitad puede ser más peligroso que la enfermedad en sí.

—Estaría loco si lo interrumpiera.

—¿Cuándo te toca la próxima visita?

Bradley no llegó a contestar porque su padre se interpuso en medio de los dos.

—Ni una palabra más —le susurró el senador Jenkins a Harvey—. Venga conmigo.

Harvey hizo lo que el senador le pedía. Fue tras él por el largo pasillo, dejando uno o dos metros entre ambos. El senador Stephen Jenkins se detuvo junto a la última puerta, la abrió, miró hacia atrás para asegurarse de que no había nadie mirando en el pasillo y luego hizo un gesto a Harvey para que entrara. Cerró la puerta tras ellos.

Se encontraban en la biblioteca del doctor Lowell. Una sala enorme, de dos niveles, repleta desde el suelo hasta el alto techo de gruesos libros encuadernados en cuero. Había una escalera móvil para facilitar el acceso a los volúmenes de los estantes más altos y un pasillo volado que rodeaba la sala como una pista de atletismo. Las estanterías, el suelo y los muebles eran de color roble oscuro.

El senador Jenkins se puso a dar vueltas.

—Tendría que ser más prudente y no hablar con mi hijo en público.

—Solo estábamos conversando —le dijo Harvey—. Esto es una fiesta. La gente charla.

—¿Sabe usted lo que ocurriría si la gente descubriera la verdad sobre Bradley?

Harvey hizo una pausa.

—¿La paz en Oriente Medio?

—No se haga el gracioso conmigo, Riker.

—¿El apocalipsis nuclear? ¿El final de las secuelas de Viernes 13?

—Estoy en deuda con usted, doctor Riker, pero no me pinche, por favor.

—Usted no me debe nada —dijo Harvey con tono cortante.

—Le ha salvado la vida a mi hijo.

—Eso no lo sabemos. Solo estaremos seguros con el tiempo.

—Aun así —dijo el senador—, es alentador. Le estoy muy agradecido.

—Me conmueve.

—También he sabido lo de la muerte de su socio, el doctor Grey. Mi sentido pésame.

—¿Le apetece hacer una donación pública a su causa favorita?

El senador soltó una risita sin ningún humor.

—No.

—Entonces, ¿qué me dice de hacer que el Senado vote concedernos más fondos?

—Usted sabe que no puedo hacer eso. Los medios de comunicación y la oposición me harían trizas.

—¿Por ayudar a curar una enfermedad mortal?

—Por gastarme los dólares ganados con esfuerzo por los contribuyentes para ayudar a un puñado de pervertidos inmorales y afeminados.

—¿Como su hijo?

El senador bajó la cabeza.

—Un golpe bajo, Riker —le dijo—. Muy bajo. Si llegara a saberse que Bradley era... —Calló de pronto.

—¿Gay? —Harvey terminó la frase por él—. ¿Es esa la palabra que buscaba? Bueno, pues no se sabrá, por lo menos por mí no.

—En ese caso, haré todo cuanto pueda por ayudar a su clínica..., pero discretamente, por supuesto. —El senador Jenkins se paró a pensar un momento—. Además —continuó—, hay otras maneras de recaudar más dinero sin involucrarme a mí.

—¿Como qué?

—Hacer públicos sus resultados.

—Es demasiado pronto.

—Nunca es demasiado pronto —replicó Jenkins—. ¿No cree usted que en Washington ya hay rumores sobre sus éxitos? ¿Cómo piensa que lo descubrí yo? Basta con que enseñe a la prensa unos cuantos análisis de sus pacientes. Con que les enseñe los de ese chico, Krutzer, o los de Paul Leander.

—¿Y qué me dice de Bradley? —sugirió Harvey casi sonriente—. No hay duda de que el hijo de un senador atraería más la atención que un par de gais desconocidos.

—A él no puede utilizarlo.

—¿Aunque eso significara salvar más vidas...? ¿O es que su hijo es el único homosexual que se merece que lo salven?

—No puede utilizar a Bradley, Riker. Y eso es incontestable. ¿Entendido?

—Entendido, senador. Entiendo que hay cosas más importantes que las vidas humanas. Como las campañas para la reelección, por ejemplo.

El senador se acercó un paso más. Era un hombre alto y el doctor, a su lado, parecía muy menudo.

—Empiezo a estar cansado de tanta indignación moral por su parte, doctor Riker. Tiene las de perder, y he visto hundirse a mucha gente por errores más pequeños.

—¿Es una amenaza?

—No, un aviso. Alguien puede decidir darle una patada si se pone demasiado pesado.

Harvey le devolvió la mirada al senador.

—Me parece que me toma por alguien que no vale una mierda —replicó en tono calmado—. Si mi clínica se va a pique, hay cierto senador por Arkansas, un derechista de mente estrecha, que se hundirá conmigo.

—Caray, está usted ciego, Riker —le espetó el senador Jenkins negando con la cabeza—. Ni siquiera entiende en qué se ha metido.

—Pues dígamelo usted.

—Su causa tiene una buena cantidad de enemigos —continuó Jenkins—. Hay muchísima gente a la que no le importaría acabar con sus investigaciones. Gente poderosa.

—¿Como usted?

Jenkins dio un paso atrás y sacudió la cabeza.

—Yo solo pretendo salvar la vida de mi hijo —dijo en voz baja—. Pero hay personas importantes que quieren que se cierre la clínica... definitivamente.

—Eso ya lo sé, pero puedo arreglarme.

El senador Stephen Jenkins echó a andar hacia la puerta y la abrió.

—No —dijo—, no creo que pueda.

Sara se quedó mirando a Michael y a Cassandra. Apretó la empuñadura del bastón con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Reprimió el deseo de machacar a Cassandra con ese mismo bastón. Cerró los ojos por un instante. Comprendió que eso sería seguirle el juego a su hermana, ya que lo que pretendía Cassandra era justamente ponerla nerviosa. Aun así, no por eso dejó de sentir una oleada de rabia y de celos que le pintó las mejillas de rojo.

Dios sabía que ya tendría que estar acostumbrada al modus operandi de Cassandra.

Se aclaró la garganta y empezó a andar hacia ellos, pero alguien le bloqueó el paso.

—Buenas noches, señorita Lowell.

Levantó la vista, sorprendida.

—Ah, buenas noches, reverendo Sanders.

—Por favor —dijo el predicador con su famosa sonrisa iluminándole la cara—, concédame un momento.

La acompañó hacia el pasillo vacío hasta quedar fuera del campo de visión.

—No esperaba verlo aquí —empezó Sara.

«¿Y qué demonios está haciendo aquí, por cierto?».

—La Santa Cruzada es un importante contribuyente a la organización de su padre —explicó—. Así que su padre no tuvo más remedio que invitar a un representante de nuestra organización. Y como yo siempre quise conocer al prestigioso doctor Lowell, decidí ser yo ese representante.

—Entiendo —replicó Sara.

—Sí, señorita Lowell, a pesar de su crítica despiadada a la Santa Cruzada y a lo que como temerosos de Dios creemos...

—Yo no he hablado de creencias en el reportaje —lo interrumpió Sara—. Me he referido a las finanzas y los impuestos.

Sanders sonrió.

—Se cree usted muy lista, ¿verdad que sí, señorita Lowell? —le dijo Sanders—. ¿De veras cree que su mezquino reportaje puede hacer daño a mi ministerio? Es usted idiota. Al intentar destruirme ha conseguido justo lo contrario.

Sara se apoyó en el bastón.

—No sé de qué me habla, pero si me disculpa... —dijo, y se dispuso a regresar a la fiesta, pero Sanders alargó la mano y la sujetó con firmeza por el codo.

—No han dejado de enviarnos dinero desde que finalizó la transmisión, señorita Lowell. Nuestro número de teléfono suena como un loco. La publicidad gratuita del programa...

—Suélteme o me pongo a cantar con voz de tiple.

La sujetó aún más fuerte. Continuó:

—Sus ataques contra mí han movilizado a mis partidarios. Los justos ven una amenaza y se alzan para ayudar...

—¿Hay algún problema por aquí?

Sanders soltó el brazo de Sara y se volvió rápidamente hacia la voz. Recuperó la sonrisa.

—¡Caramba, si es Michael Silverman! ¡La estrella del baloncesto! Soy un gran fan suyo. Me alegro de conocerlo.

Sara vio que Sanders tendía la mano. Los ojos de Michael echaban chispas, apenas conseguía contener la ira. Sara se acercó a Michael y le acarició el hombro. Los músculos de Michael estaban tensos y agarrotados. Él siguió ignorando la mano tendida del reverendo. Unos segundos después, Sanders la retiró casi sin suavizar la sonrisa.

—Sí, bien, ha sido muy agradable hablar con ustedes —farfulló Sanders—, pero debo volver de inmediato a la fiesta.

—Oh, ¿de veras? —replicó Michael.

Sanders estaba empapado de sudor.

—Espero volver a verlos en la fiesta —dijo—. Adiós, señorita Lowell.

—Adiós, reverendo.

Sanders se volvió hacia Michael.

—Ah, por cierto, señor Silverman, la Santa Cruzada apoya de forma incondicional a Israel. He pensado que debería saberlo.

Michael se quedó mirando cómo Sanders desaparecía por el pasillo.

—Permiso para machacarle la cabeza.

—Permiso denegado... Por ahora.

—Ya nunca me dejas divertirme —dijo Michael, empezando a relajarse un poco.

—Lo siento.

—Así que apoya de forma incondicional a Israel. ¿No es estupendo, cariño? Apostaría a que algunos de sus mejores amigos son judíos.

Sara asintió con la cabeza.

—Y probablemente quiera convertirse.

—Yo le haré la circuncisión.

Michael estrechó fuertemente a Sara.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó.

—Muy bien —respondió Sara. Se quitó las gafas y las limpió con el pañuelo de Michael—. Así, ¿qué ha hecho esta noche, mi valiente héroe?

—Lo de siempre. —Michael se encogió de hombros—. He salvado a niños pequeños de las llamas, he luchado contra el crimen en las calles, he sufrido los coqueteos de tu hermana.

Sara se rio.

—Cassandra es un pelín agresiva.

—Solo un pelín, como Napoleón. No te habrás molestado, ¿verdad?

—¿Yo? —preguntó Sara—. Qué va. Aunque he sentido un fuerte deseo de aplastarle la cabeza con el bastón.

—¡Esta es mi chica!

—Supongo que te has defendido con bravura.

Michael se llevó la mano al pecho.

—Mi castidad permanece intacta.

—Bien.

—Por cierto, esta noche has estado estupenda.

Sara arqueó las cejas.

—Quiero decir en el programa, boba. No me extraña que Sanders estuviera cabreado. Has ido a machete contra él.

—Pero probablemente tenga razón, Michael. Lo único que hará el informe es dar alas a sus adeptos y aportarle unos cuantos más. Eso es todo.

—A corto plazo, puede ser. Pero hasta los imbéciles acaban aprendiendo.

—No son imbéciles. Un poco crédulos, tal vez...

—Lo que sea —le replicó él, cogiéndola de la mano—. ¿Preparada para presentarte ante el público que te adora?

—No del todo.

—Bueno, entonces sígueme, minina.

—¿Adónde?

—Antes, por la tarde, me has dicho algo de montármelo contigo, creo recordar.

—Ah, ¿sí? No me acuerdo.

—Ha sido justo después de que me llamaras «taladro».

—¡Oh! —dijo, echando a andar hacia la escalera—. Ahora me acuerdo.

—¡Senador Jenkins!

Stephen Jenkins se volvió hacia la voz. Su sonrisa falsa de buscavotos, que lucía clavada en su flácido rostro, se mostró todavía más agradable.

—Hola, reverendo —dijo—. ¡Qué maravilla verlo a usted!

El senador Jenkins y el reverendo Sanders se dieron un buen apretón de manos. El senador sabía que Sanders era una de las personas más influyentes en el sur. A lo largo de los últimos diez años, la derecha religiosa había sido crucial para la reelección del senador Jenkins y nadie le procuraba tantos votos como el reverendo Ernest Sanders. Si alguien tenía a Sanders de su lado, se dedicaba a alabarlo como un auténtico descendiente de los profetas. Si lo tenía en contra, bueno, el demonio recibía mejor trato que él en sus sermones. Por suerte para Jenkins, el reverendo lo había respaldado. Sin su apoyo bien enraizado, el senador tal vez hubiera perdido en la última ronda frente a aquel progresista en ascenso que los demócratas habían presentado contra él.

—Gracias, Stephen. Menuda fiesta, ¿verdad?

—Oh, sí —repuso Jenkins.

Sin ni siquiera hacer un gesto con la cabeza o cruzar una mirada de complicidad, los dos hombres echaron a andar por el largo pasillo hasta que estuvieron lo suficientemente lejos de las miradas y los oídos. Sus sonrisas desaparecieron de inmediato. Ernest Sanders se acercó al oído de Jenkins con la expresión tensa y decidida.

—No estoy muy satisfecho con la lista de invitados de esta fiesta —dijo.

—¿A qué se refiere?

—¿Qué diantre hace aquí el doctor Harvey Riker?

—Es muy amigo de la hija de John —le explicó Jenkins.

—Eso no es bueno, Stephen. Que este hombre esté aquí... sirve para conferirle cierta legitimidad, ¿no le parece?

El senador asintió, aunque en realidad no estaba de acuerdo. Sabía también que su viejo amigo John Lowell estaba infinitamente más molesto por tener a Sanders allí que a Riker. John había dejado muy claro que no quería que nadie supiera de su relación con el predicador.

—Últimamente han pasado muchas cosas —continuó Sanders—. Será mejor que estemos preparados. Creo que deberíamos reunirnos la semana que viene.

—¿Dónde?

—En Bethesda.

El senador asintió de nuevo.

—¿Se queda mucho tiempo en la ciudad, reverendo? —preguntó.

—No —respondió Sanders—. Me marcho mañana por la tarde. Solo he venido por lo de la entrevista y... ¿cómo lo diría? —Hizo una pausa, pensativo—. Para mantener unida la sagrada coalición.

Jenkins sintió un latigazo frío recorrerle la espalda.

—No le entiendo —dijo.

Sanders miró directamente a Stephen Jenkins.

—No hay nada de lo que preocuparse, Stephen —dijo—. Yo me ocuparé de todo.

Unas pocas horas después, Harvey Riker descubrió a Sara, sola, junto a la barra del bar. «Por fin —pensó, mientras algo semejante al alivio le recorría el cuerpo—, una oportunidad para hablar con ella a solas». Durante los últimos quince minutos, Harvey había estado observando a Sara y a Bradley Jenkins sumidos en lo que parecía una conversación muy seria. Fueron interrumpidos por el padre de Bradley, que se unió a ellos y se llevó a Bradley consigo. Nada sorprendente. Harvey sabía que Sara era la confidente de Bradley. Y probablemente el senador Jenkins también lo supiera.

Sara estaba apoyada sobre su bastón dando pequeños sorbos a su bebida. Harvey se le acercó.

—Aquí estás —empezó—. Llevo toda la noche buscándote. Enhorabuena por el programa.

—Gracias, Harvey —dijo ella tras darle un beso en la mejilla—. ¿Cómo andas?

—Muy bien.

—¿Y la clínica?

—Bien —respondió, encogiéndose de hombros.

—¿Has hablado ya con Michael?

—¿De qué?

—De su estómago.

—No —repuso—. ¿Qué le pasa a su estómago?

—Lo mataré —dijo Sara, frunciendo el ceño.

—¿Qué le pasa a su estómago?

—Lleva más de una semana con unos dolores de estómago terribles.

Harvey asintió. Por fin lo entendía.

—Eso explica las muecas que lleva haciendo toda la noche.

—Es que no me lo puedo creer —continuó Sara—. Me prometió que hablaría contigo.

—No le eches la culpa a él, Sara. Esta noche no he estado demasiado receptivo. Es probable que haya pensado que era un mal momento.

—Entonces, ¿qué problema hay?

—Necesito hablar contigo de una cosa importante. —A pesar de lo que hubiera prometido antes, Harvey había ido bastante más allá del cuarto martini. Le pegó otro trago y disfrutó de la sensación de frescor del líquido circulándole por la boca antes de engullirlo. Tal vez antes estuviera un poquito alegre, pero ahora tenía la mente sobria y alerta—. Es sobre la clínica —empezó a explicar lentamente, sopesando cada palabra antes de articularla—, y creo que también sobre la muerte de Bruce.

Se detuvo. Hizo un gesto con la mano.

—Vamos a dar un paseo.

Cruzaron la cristalera y salieron al amplio espacio de los terrenos ajardinados. Había muchos invitados por allí porque la fiesta iba esparciéndose desde el salón de baile lleno de gente hacia los prados y los jardines de diseño formal que había detrás. Caminaron los dos en silencio hasta pasar la piscina, la cabaña y las pistas de tenis. Sara condujo a Harvey hacia el cobertizo donde su padre tenía los caballos. Abrió la puerta de la cuadra y la invadió el olor a heno y animales. Entraron. Un caballo relinchó.

—Es una finca hermosa —dijo Harvey.

—Sí que lo es.

Harvey acarició la ancha frente de un gran caballo gris.

—¿Montas mucho a caballo? —preguntó.

Sara sacudió la cabeza.

—Cassandra es la amazona de la familia. Cuando era niña a los médicos no les gustaba la idea de verme encima de un caballo, así que nunca monté.

—Oh.

—Bueno, ¿por qué no me cuentas qué ocurre?

—Vas a pensar que estoy loco.

—No sería nada nuevo.

Harvey soltó una risita y luego recorrió con la mirada la zona para asegurarse de que no había nadie.

—Muy bien —dijo lentamente—, vamos allá. Como bien sabes, Bruce y yo llevábamos casi tres años dirigiendo la clínica, haciendo todo lo posible por mantener en secreto nuestros resultados y evitar la prensa a cualquier precio.

—Lo sé —apuntó Sara—, pero nunca he entendido por qué. Normalmente lo que más buscan las clínicas y los médicos es la atención de los medios.

—Normalmente sí. Y yo, por mi parte, no tengo nada en contra de lo de ver mi cara sonriente en la tele. Pero esto es muy distinto, Sara; es algo gordo. En primer lugar, nuestro tratamiento es experimental. En estos casos, hasta un rumor de éxito genera unas expectativas que probablemente no podamos satisfacer. En segundo lugar, trabajamos solo con cuarenta pacientes, y muchos de ellos no quieren que sus casos se hagan públicos por razones obvias. El sida sigue siendo una plaga maligna en nuestra sociedad, una plaga que provoca prejuicios y discriminaciones de primer orden.

—Entiendo.

—Pero ahora han entrado en juego algunos factores nuevos.

—¿Como qué?

—Dinero —indicó rotundamente—. Nos estamos quedando sin él y necesitamos más con urgencia. Sin un poco de presión popular para que el gobierno federal nos alargue la subvención y sin algunas donaciones independientes, la clínica no podrá sobrevivir por mucho más tiempo. Y... —Hizo una pausa—. Hay algo más —añadió—. Algo que tienes que jurarme que mantendrás en secreto.

—Adelante.

—Júralo.

Sara lo miró, perpleja.

—Lo juro.

—Probablemente hayas oído algunos rumores, Sara —dijo tras un profundo suspiro de alivio—. Por mucho esfuerzo que pongamos en que las cosas no se sepan, empiezan a haber filtraciones. Todo empezó con el éxito del fármaco contra el virus aislado en el laboratorio. Luego se lo inyectamos a ratones. En poco tiempo el VIH fue destruido en prácticamente cada caso, y lo mismo sucedió cuando experimentamos con los monos.

Sara tragó saliva.

—¿Qué tratas de decirme? —le preguntó.

—Algo así no puede mantenerse en secreto por mucho tiempo —continuó Harvey—, y quiero ser franco: pensamos que iba siendo hora de dar a conocer los hechos, poco a poco, claro está.

Sara se quedó boquiabierta. Había oído algún rumor, pero lo había desechado como si fuera una mera ilusión.

—¿Quieres decir que...? —preguntó.

—Que hemos encontrado una cura —confirmó Harvey—, o por lo menos un tratamiento muy eficaz contra el virus del sida.

—Dios mío.

—Todavía no funciona siempre —se apresuró a explicar—, y no es una cura milagrosa en el sentido clásico. Es un tratamiento largo y a menudo doloroso, pero en varios casos hemos logrado un gran éxito.

—Pero ¿por qué, entonces, queréis mantenerlo en secreto?

Harvey Riker se sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió el sudor de la cara. Sara nunca lo había visto tan tenso y cansado.

—Buena pregunta —le respondió—. El VIH, lo que llamamos virus de inmunodeficiencia humana, es un bichejo muy escurridizo. Resultó difícil saber con certeza si estábamos bloqueando realmente los efectos del virus o si solo nos estaba eludiendo él a nosotros durante un tiempo. El VIH cambia de forma constante, muta, incluso se oculta en el interior de las células humanas. Así que no sabíamos nada de los verdaderos efectos a largo plazo de lo que hacíamos. Imagínate que asegurábamos que teníamos una cura para el sida y luego descubríamos que estábamos equivocados, Sara.

—Sería catastrófico —dijo ella.

—Por decirlo suavemente. Y luego tenemos que batallar con el Departamento de Salud y Servicios Humanos.

—¿El Departamento de Salud y Servicios Humanos? ¿Y qué tienen que ver ellos con eso?

—Todo. Es un gigante de la burocracia, y los burócratas siempre tienen un modo de frenar las cosas para que vayan a paso de tortuga. El Servicio Nacional de Salud, demonios, la Administración de Alimentación y Medicamentos, los Centros de Prevención y Control de las Enfermedades, los Institutos Nacionales de Salud... Puñeta, todos están regulados por el Departamento de Salud y Servicios Humanos.

—Burócratas encima de burócratas.

—Exacto. Es una de las razones por las que tenemos nuestras cajas de seguridad fuera del país, donde ese departamento no pueda meter las narices cuando se aburren o el ego de algún burócrata se sale de madre.

—Ahora no te sigo.

—Sabes que trabajé de médico en Vietnam, ¿verdad?

Sara asintió en silencio.

—Bueno, me pasé un montón de tiempo en el Sudeste de Asia. Es una sociedad silenciosa. Misteriosa. Nadie interfiere en los asuntos de uno. Bruce y yo decidimos guardar todos nuestros análisis de laboratorio (muestras de tejido, análisis de sangre, ese tipo de cosas) en Bangkok para que estuvieran fuera del alcance.

—¿Para evitar parte de la burocracia?

Él asintió.

—De todos modos, en algunos casos su función es justificable, sin duda. Por ejemplo, la FDA se empeña en hacer pruebas durante años con los medicamentos nuevos para garantizar que son seguros. Probablemente hayas leído cosas sobre medicamentos experimentales que la FDA no permite tomar a los pacientes de sida.

—Nunca he creído que esto tenga mucho sentido.

—Es un debate complicado, pero estoy de acuerdo contigo. Si el sida es una enfermedad terminal, ¿qué daño puede causarle a un pobre desgraciado que experimenten con él si ya está en el corredor de la muerte? Lo que nosotros esperábamos hacer en la clínica era proporcionar a la FDA tantas pruebas que se pudiera impedir cualquier retraso innecesario. Y, al mismo tiempo, ir haciendo pruebas con nuestro compuesto sin el pánico y la atención mediática que podrían causar nuestros resultados.

Sara se quedó un momento pensando.

—Pero ¿no podríais presentar vuestros resultados a los de la administración en secreto? Seguro que os concederían más fondos en cuanto vieran algunos resultados positivos.

—Olvidas —le respondió él con una sonrisa— que las personas que deciden esos asuntos son políticos. ¿Puedes imaginarte a un político con la boca cerrada sobre un tema de esta magnitud? Imposible, Sara. Intentarían exprimirlo al máximo para sacarle todos los votos que pudieran.

—Buena observación.

—Y una cosa más. No todos los peces gordos están a favor de nuestro programa. Por ejemplo, tu padre.

—Las objeciones de mi padre a vuestra clínica son diferentes —replicó ella a la defensiva—. Si supiera que ya habéis encontrado una cura...

—Quizá me he precipitado al hablar —la interrumpió—. Tu padre es un terapeuta entregado a su trabajo y nunca cuestionaría su compromiso con la lucha por acabar con el sufrimiento humano. No estoy de acuerdo con su postura ante el sida, pero comprendo que es una diferencia de opiniones, no de ideología. Pero hay otros, Sara; tipos como ese cabrón de Sanders y sus seguidores lobotomizados, que harían lo que fuera para impedir nuestra investigación.

—Pero no entiendo qué tiene que ver todo esto con la muerte de Bruce. Si estabais tan cerca de alcanzar el objetivo, ¿por qué se suicidó?

Harvey bajó la cabeza. Clavó los ojos enrojecidos y cansados en sus zapatos.

—Esa es justamente la cuestión.

—¿El qué?

Se puso a juguetear con la pajita de la copa.

—Pongamos que yo quiero demostrarte que realmente habíamos dado con una cura para el sida —dijo—. ¿Qué podría enseñarte para demostrar esa pretensión sin sombra de duda?

—Historiales clínicos.

Harvey asintió.

—En otras palabras: pacientes ya curados, ¿verdad?

—Verdad.

—Bruce, Eric y yo lo veíamos del mismo modo. La parte más importante de nuestra investigación son los pacientes, Sara. Es evidente que si podemos presentar al mundo a los pacientes que se hayan curado totalmente, pacientes que no sigan siendo VIH positivos, tendremos las pruebas necesarias para apoyar nuestra afirmación.

—Entendido.

—El problema es que ahora dos de nuestros mejores casos, Bill Whitherson y Scott Trian están muertos.

—¿Por culpa del sida? —preguntó Sara.

—Asesinados —respondió Harvey negando con la cabeza.

A Sara la palabra le cayó como un bofetón en seco.

—¿Qué?

—Los dos murieron por múltiples heridas de arma blanca con dos semanas de diferencia el uno del otro.

—No leí nada de eso.

—Los asesinatos de gais pocas veces llegan a las primeras páginas, Sara.

—¿Has hablado con la policía?

—Les pareció una coincidencia interesante, pero nada más —explicó—. Indicaron otras similitudes entre ambos hombres: los dos eran gais, los dos vivían en Greenwich Village, los dos tenían el pelo castaño, etcétera.

—Puede que tuvieran razón —dijo Sara—. Podía ser solo una coincidencia.

—Ya lo sé. Yo también lo pensé.

—¿Pero?

—Pero ahora Bruce también ha muerto.

—¿Y crees que su suicidio tiene relación con esto?

Harvey Riker hizo una pausa y exhaló profundamente.

—Yo no creo que Bruce se suicidara, Sara. Creo que lo asesinaron.

Sara notó que se le secaba la boca.

—Pero ¿cómo puede ser eso? ¿No había una nota?

—Sí.

—¿Y no era de puño y letra de Bruce?

—Sí.

—Entonces, ¿cómo...?

—No estoy muy seguro de cómo lo hicieron. Podía ser una buena falsificación o cualquier cosa... No lo sé.

En el rostro de Sara apareció una expresión de perplejidad.

—Entonces —dijo—, ¿lo que insinúas es que a Bruce lo arrojaron por la ventana?

—Lo que digo es que merece la pena considerarlo. Se suponía que Bruce estaba de vacaciones en Cancún. ¿Qué clase de persona acorta unas vacaciones para volver a casa y suicidarse? Y algo más.

—¿Qué?

—Pocos minutos antes de morir, Bruce me llamó por teléfono. Me pareció que estaba cagado de miedo. Dijo que tenía que hablar conmigo en privado de algo importante. Estoy seguro de que era sobre los asesinatos. Hablamos solo uno o dos minutos y luego colgó de repente.

—¿Bruce te dijo dónde estaba?

—No.

—Déjame hacerte otra pregunta —continuó Sara, cuya mente iba ahora a toda velocidad—. ¿Hay otros casos clínicos válidos que puedas presentar, además de las dos víctimas de asesinato?

—Sí. Por lo menos otros cuatro. Ya sé que esta historia parece una locura, Sara, y sí, sé que hay un millón de soluciones racionales más a todo esto. Podría haber un trastornado antigay rondando por la clínica y que siguiera a Whitherson y a Trian a sus casas y los matara. Incluso podría ser otro paciente o alguien del personal. Pero esto es algo tan grande, tan importante, Sara... Si alguien, y reconozco que es un «si» muy grande, si alguien los asesinó por su relación con la clínica y ese alguien hace lo mismo con el resto, eso significaría otro retraso en la demostración de que el tratamiento funciona. Y ese retraso podría costar miles, tal vez hasta cientos de miles de vidas.

—Entiendo tu punto de vista —le dijo Sara—, pero ¿por qué me lo cuentas a mí?

Harvey sonrió, aunque su expresión seguía reflejando el agotamiento.

—Yo no tengo muchas cosas, Sara. Me he divorciado. No tengo hijos. Mi único hermano murió de sida. Mi padre murió hace años y mi madre tiene alzhéimer. Estoy todo el día trabajando, así que tampoco tengo muchos amigos. —Hizo una pausa como si quisiera coger un poco de fuerza—. Para mí, Michael ha sido siempre como un hijo. Eso te convierte a ti, bueno, en una nuera de primera clase. Te guste o no, Michael y tú sois mi familia.

—Sí que nos gusta —dijo ella en tono suave. Le cogió de la mano—. ¿Le has contado esto a alguien más?

—Voy a decírselo a Michael, pero quería hablarlo antes contigo. Y Eric lo sabe, naturalmente. Ha estado maravilloso desde que entró en la clínica el año pasado. Dependo de él para casi todo.

—Me alegro de que funcionara tan bien.

—Sí, bueno, Eric y yo empezamos a cuestionarnos nuestra cordura después de todo este follón de los asesinatos. Ya no estamos seguros de si somos unos dementes rematados o solo un par de conspiradores paranoicos. Trabajar en una enfermedad como esta acaba volviéndote un poco chiflado. ¿Querrás ayudarme a investigar este tema?

—Me pondré a ello inmediatamente —accedió Sara—. Tengo un amigo en Homicidios, el detective Max Bernstein. Hablaré con él. Pero tengo otra sugerencia.

—¿Cuál?

Sara titubeó.

—Déjame hacer un reportaje sobre la clínica —dijo finalmente.

—¿Qué?

—Lo haremos en directo en NewsFlash. La publicidad positiva obligará al gobierno a refinanciar la clínica.

—No lo sé, Sara —dijo Riker—. Igual los de Washington se cabrean.

—¿Y qué? —replicó ella—. Después del reportaje tendrás a todo Estados Unidos de tu parte. Los políticos no se atreverán a cerrar el centro.

Harvey bajó la mirada y estuvo unos instantes sin hablar.

—¿Harv?

—¿Se podría mantener en secreto la identidad y la dirección? —preguntó—. Que no salgan nombres de médicos, ni nombres de pacientes, ni nada así. No puedo arriesgar la confidencialidad de mis pacientes.

—Ningún problema.

Harvey miró alrededor con los ojos empañados de temor.

—Si crees que puede funcionar...

—Tiene que funcionar —insistió Sara—. Como has dicho antes, es hora de que el mundo lo sepa.

—De acuerdo, pues —accedió Harvey—. Hazlo. —Sacudió la cabeza en un vano intento por aclarar las ideas. Trataba de alegrar la cara—. Ahora cambiemos de tema un ratito. ¿Cómo estás?

—De hecho —dijo Sara con un atisbo de sonrisa—, necesito que me hagas un pequeño favor.

—Tú dirás.

—Necesito que me encuentres un tocólogo.

Ahora fue Harvey quien se sorprendió.

—Dios, Sara, ¿estás...?

Sara se encogió de hombros, intentando contener la excitación. Estaba deseosa de decir que sí, de ver la cara que ponía Michael después de recibir los resultados positivos del análisis.

—Solo tengo un retraso.

—Tal vez esta sea una pregunta poco sensible, pero ¿qué pasa con tu carrera?

—En este aspecto, no hay problema. Puedo seguir grabando los programas hasta que nazca, y a las cadenas les encanta hacer publicidad con los permisos de maternidad. Al parecer, eso pone los índices por las nubes.

—¿Puedes estar en el Columbia Presbyterian mañana a las diez de la mañana?

—Sí.

—Bien. Pregunta por la doctora Carol Simpson. Ya sabrá que vas a ir. —Hizo una pausa y luego añadió con un tono serio—: Sé que Michael y tú llevabais tiempo intentándolo. ¿Se lo has dicho?

Sara negó con la cabeza.

—Prefiero esperar los resultados de los análisis —dijo—. No quiero que se haga muchas ilusiones si no es más que otra falsa alarma.

—¿Te importa si quedo allí contigo?

—Me gustaría.

—Fantástico. Entonces nos vemos allí.

—¿Harvey?

—¿Sí?

—No te olvides de hablar con Michael sobre lo de su estómago. Él no te dirá nada, pero la verdad es que le está dando bastantes problemas.

—Hablaré con él ahora mismo.

George estaba sentado en su coche, detrás de unos frondosos arbustos, donde empezaba el camino de entrada de la casa del doctor Lowell. Echó una ojeada a su Piaget de oro. Se hacía tarde. La fiesta iba cuesta abajo. Muchos de los invitados ya se habían marchado.

George llevaba horas sentado en el coche vigilando cuando su supuesta víctima llegó a la casa en una limusina reluciente. Aquella alma de cántaro andaba ahora por la enorme mansión disfrutando del paté de fuagrás y el champán Dom Pérignon, alternando con la jet set, y sin tener ni idea de que al cabo de unas pocas horas el estilete en manos de George le abriría en canal las arterias y pondría fin a su vida para siempre.

Examinó la hoja del estilete por delante y por detrás. Hasta en plena oscuridad refulgía amenazadora.

Una limusina bajó por el camino de entrada y se alejó. George alzó la mirada. Reconoció inmediatamente la matrícula. El flujo de adrenalina, tan familiar, le recorrió las venas.

Hizo girar la llave de contacto y la siguió.

Factor de riesgo

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