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SÁBADO, 14 DE SEPTIEMBRE

Sara Lowell miró su reloj de pulsera. Dentro de veinte minutos debutaría en la televisión nacional ante treinta millones de personas. Una hora después, su futuro estaría decidido.

Veinte minutos.

Tragó saliva, se levantó poco a poco y se puso bien el aparato de la pierna. El pecho se le trababa a cada respiración. Necesitaba moverse, hacer algo antes de enloquecer. El metal del aparato le rozaba la pierna, le irritaba la piel. Después de tantos años, Sara seguía sin poder acostumbrarse a aquella torpe limitación artificial. A la cojera sí. La cojera llevaba con ella desde que tenía memoria. Le resultaba algo casi natural. Ahora bien, no se le habían quitado las ganas de arrojar aquel trasto a un río.

Inspiró profundamente para intentar relajarse y luego se revisó el maquillaje en el espejo. Tenía la cara un tanto pálida, pero eso no era nada nuevo. Era como la cojera; estaba acostumbrada. Llevaba los cabellos rubio miel recogidos para resaltar sus facciones delicadas, preciosas, y sus grandes ojos verdes como de muñeca. Tenía la boca ancha, los labios sensuales y carnosos hasta el punto de parecer hinchados. Se quitó las gafas metálicas y limpió los cristales. Se le acercó uno de los de producción.

—¿Preparada, Sara? —le preguntó.

—Cuando queráis —contestó con una sonrisa poco convincente.

—Muy bien. Entras con Donald en quince minutos.

Sara miró al otro protagonista, Donald Parker. A sus sesenta años, le doblaba la edad y mil millones de veces la experiencia. Llevaba en NewsFlash desde los primeros años, desde antes de los fantásticos índices de audiencia de Nielsen y una cuota de pantalla que ningún otro programa de noticias había alcanzado hasta entonces ni desde entonces. En pocas palabras: Donald Parker era una leyenda del periodismo de televisión.

«¿En qué demonios me he metido? Todavía no estoy preparada para una cosa así».

Sara recorrió con la vista su material por enésima vez. Las palabras empezaron a ponerse borrosas. Se preguntó una vez más cómo había llegado tan lejos tan deprisa. Su mente recorrió en un instante los años de universidad, la columna en el New York Herald, el trabajo en la televisión por cable, los debates en el canal de la televisión pública. A cada peldaño que subía, Sara se cuestionaba su capacidad para subir uno más. Se había enrabietado con las habladurías y los celos de sus colegas, las voces viperinas que murmuraban: «Ojalá yo tuviera parientes famosos... ¿Con quién se ha acostado?... Es por la dichosa cojera».

Pero no, la verdad del asunto era algo mucho más simple: el público la adoraba. Ni siquiera cuando se ponía dura o sarcástica con algún invitado la gente se hartaba de ella. Es cierto que su padre había sido director general de Salud Pública y su marido era una estrella del baloncesto, y también que su infancia traumática y su belleza física la habían ayudado. No obstante, Sara no olvidaba lo que le había dicho su primer jefe: «En este oficio nadie puede sobrevivir solo con su físico. Si acaso, es más bien una desventaja. Todo el mundo tendrá la idea preconcebida de que, como eres una rubia muy guapa, es imposible que seas brillante. Ya sé que eso es injusto, Sara, pero así son las cosas. No puedes limitarte a ser tan buena como tus competidores; tienes que ser mejor. Porque, si no, te pondrán la etiqueta de cabeza hueca. Como no seas la persona más brillante de las que salgan ahí, te echarán del escenario a patadas».

Sara repitió aquellas palabras como si fueran un grito de batalla, pero su confianza se negaba a abandonar las trincheras. La noche de su debut traía un reportaje sobre las irregularidades financieras del reverendo Ernest Sanders, el telepredicador que había fundado la Santa Cruzada, y un pez gordo y escurridizo (es decir, que no merecía su confianza). De hecho, el reverendo Sanders había aceptado aparecer en persona tras la emisión del reportaje y responder de las posibles acusaciones en una entrevista en directo (con la condición de que el programa sacase en pantalla el número de teléfono gratuito para donaciones, por supuesto). Sara había procurado presentar la historia lo más imparcialmente posible. Se limitaba a constatar hechos con un mínimo de insinuaciones y conclusiones, aunque en el fondo Sara conocía la verdad del reverendo Ernest Sanders. Eso no había modo de evitarlo, sencillamente.

Aquel hombre era pura escoria.

El estudio bullía de actividad. Los técnicos consultaban medidores y ajustaban focos. Los cámaras colocaban adecuadamente los objetivos. Iban probando el teleprónter, no más de tres palabras por línea para que los espectadores no vieran moverse los ojos del presentador. Directores, productores, ingenieros y asistentes corrían de un lado para otro del decorado, que representaba una sala de estar grande sin techo y con una sola pared, como si un gigante hubiera roto el exterior para poder fisgar en el interior. Un hombre al que Sara no conocía se le acercó corriendo.

—Aquí tiene —le dijo, y le tendió unas cuantas hojas de papel.

—¿Qué es esto? —preguntó ella.

—Papeles.

—No; quiero decir, ¿para qué son?

—Para ojearlos —le respondió, encogiéndose de hombros.

—¿Ojearlos?

—Claro, ya sabe, como cuando se hace un corte para publicidad y la cámara se aleja y entonces usted los ojea.

—¿De veras?

—La hace parecer importante —le aseguró él antes de marcharse a toda prisa.

Sara negó con la cabeza. Vaya. Todavía tenía mucho que aprender...

Sin darse ni cuenta empezó a cantar en voz baja. Solía cantar en la ducha o en el coche, preferiblemente acompañada por una radio a toda potencia, pero en ocasiones, cuando estaba nerviosa, empezaba a cantar en público. Y muy fuerte.

Cuando llegó al estribillo de Tattoo Vampire alzó la voz y empezó a tocar una guitarra inexistente. Ahora ya estaba en plena actuación. Y bailaba como una loca.

En ese momento se percató de que todos la miraban con curiosidad.

Bajó las manos a los costados y dejó que su guitarra inexistente pasara al olvido. La canción se le fue de los labios. Sonrió. Se encogió de hombros.

—Oh..., perdón.

El equipo regresó al trabajo sin volver a mirarla siquiera. Ya sin la guitarra de aire, Sara intentó pensar en algo que le resultase entretenido y reconfortante.

Al instante se acordó de Michael. Se preguntó qué estaría haciendo en ese momento. Probablemente estaría de vuelta a casa después del entreno de baloncesto. Se imaginó ese cuerpo de casi dos metros de altura abriendo la puerta con una toalla blanca sobre los hombros y el sudor empapándole la camiseta gris de entrenar. Siempre usaba unos pantalones cortos que daban la nota: unos naranjas o amarillo chillón o unos de color rosa al estilo hawaiano hasta la rodilla o unos shorts de surfista diseñados por cualquier chiflado. Sin perder el paso, rodearía el carísimo piano y se dirigiría al estudio, donde pondría cualquier cosa de Bach, luego se desviaría hacia la cocina, se serviría un vaso de zumo de naranja recién exprimido y se lo bebería de un trago. Finalmente, se dejaría caer en el sillón reclinable y se dejaría llevar por la música de cámara.

Michael.

Otro golpecito en el hombro.

—Teléfono.

El mismo hombre que le trajo los papeles le traía ahora un teléfono portátil.

Lo cogió.

—¿Diga?

—¿Ya has empezado a cantar?

Una sonrisa le iluminó el rostro. Era Michael.

—¿Blue Öyster Cult? —le preguntó.

—Sí.

—Déjame adivinarlo —dijo Michael, y se quedó pensando unos instantes—. Don’t Fear the Reaper?

—No, Tattoo Vampire.

—Dios, qué horror. Y bien, ¿qué haces ahora?

Sara cerró los ojos. Empezaba a notarse ya más relajada.

—Nada en concreto, la verdad. Estoy por aquí, en el plató, esperando la hora.

—¿Has tocado la guitarra inexistente?

—¡Pues claro que no! —respondió ella—. ¡Soy una profesional del periodismo, por el amor de Dios!

—Ya, ya. ¿Cómo están esos nervios?

—En estos momentos de lo más tranquilos, la verdad —contestó.

—Mentirosa.

—Vale, estoy muerta de miedo. ¿Contento?

—Eufórico —le contestó—. Pero no te olvides de una cosa.

—¿De qué?

—Que siempre te mueres de miedo antes de salir en antena y que, cuanto más miedo tienes, más rompedora estás.

—¿Eso crees?

—Lo sé muy bien —dijo Michael—. Ese pobre tipo va a alucinar, ya lo verás.

—¿En serio? —le preguntó ella con un incipiente brillo en la cara.

—Sí, en serio. Ahora déjame que te haga una pregunta rápida: ¿esta noche tenemos que ir a la fiesta de gala de tu padre?

—Déjame darte una respuesta rápida: sí.

—¿Esmoquin? —preguntó Michael.

—Otro sí.

—Estos eventos son tan aburridos...

—Qué me vas a decir...

Hubo una pausa.

—¿Por lo menos podré montármelo contigo durante la fiesta?

—¿Quién sabe? —respondió Sara—. Igual tienes suerte. —Sujetó un momento el auricular entre el cuello y el hombro—. ¿Vendrá Harvey a la fiesta esta noche?

—Tengo que recogerlo de camino.

—Vale. Sé que no se entiende muy bien con mi padre...

—Quieres decir que tu padre no se entiende bien con él —corrigió Michael.

—Lo que sea. ¿Hablarás con él esta noche?

—¿De qué?

—Déjate de juegos ahora, Michael —dijo ella—. Estoy preocupada por tu salud.

—Escucha, con la muerte de Bruce y con todos los problemas de la clínica, Harv ya tiene más que suficiente. No quiero darle más la lata.

—¿Ya te ha comentado lo del suicidio de Bruce? —preguntó Sara con interés.

—No, no me ha dicho ni una palabra —dijo Michael—. Si he de serte sincero, estoy un poco preocupado por él. Ya no sale nunca del laboratorio. Trabaja día y noche.

—Harvey siempre ha sido así.

—Ya lo sé, pero esta vez es distinto.

—Dale un poco más de tiempo, Michael. Solo hace dos semanas que murió Bruce.

—Hay algo más que lo de Bruce.

—¿A qué te refieres?

—No lo sé. Es algo que tiene que ver con la clínica, supongo.

—Michael, por favor, dile lo de tu estómago.

—Sara...

—Habla con él esta noche... Hazlo por mí.

—De acuerdo —aceptó él de mala gana.

—¿Me lo prometes?

—Sí, te lo prometo. Ah, oye, Sara.

—¿Qué?

—Cébate en el reverendo ese.

—Te quiero, Michael.

—Yo también te quiero.

Sara notó un golpecito en el hombro.

—Diez minutos.

—Tengo que irme —dijo por el teléfono.

—Hasta la noche, entonces —dijo Michael—. Pienso montármelo con una famosa estrella de la tele en el cuarto de cuando era pequeña.

—Sigue soñando.

Un dolor agudo atravesó de nuevo el abdomen de Michael Silverman nada más colgar el teléfono. Se dobló por la cintura; la mano apretada bajo el tórax, la cara retorcida en una mueca. Llevaba ya varias semanas con molestias intermitentes en el estómago. Al principio pensó que no era más que una gripe, pero ahora no estaba tan seguro. El dolor se le hacía cada vez más insoportable. Solo pensar en comida le daban ganas de vomitar.

La Séptima Sinfonía de Beethoven flotaba por el cuarto como un soplo de bienvenida. Michael cerró los ojos y dejó que la melodía le masajeara suavemente los músculos doloridos. Sus compañeros de equipo siempre le daban el coñazo con lo de sus gustos musicales. Reece Porter, el ala-pívot negro que capitaneaba el equipo junto con Michael, no paraba de meterse con él.

—Pero ¿cómo puedes escuchar esa mierda, Mikey? —le preguntaba—. Si no tiene compás ni ritmo.

—Ya comprendo que el oído musical de Chopin no puede compararse con el de MC Hammer —le replicaba Michael—, pero intenta ser más abierto de mente. Tú escucha, Reece. Deja que las notas fluyan a través de ti.

Reece hacía una pausa y se ponía a escuchar unos momentos.

—Me siento como si estuviera atrapado en la consulta de un dentista —dijo—. ¿Cómo puedes motivarte con una mierda así para un partido? Si no se puede bailar ni nada.

—Ya, pero tú escucha, solo eso.

—No tiene letra —alegó Reece.

—¿Y esa contaminación acústica tuya sí? ¿Acaso puedes entender la letra en medio de ese barullo?

—Eres el típico esnob blanco, Mikey —le espetó Reece entre risas.

—Prefiero que me llames «blanco tonto del culo», gracias.

El bueno de Reece. Michael alzó un vaso de zumo de naranja recién exprimido, pero la simple idea de darle un sorbo le produjo náuseas. El año pasado la rodilla, y ahora el estómago. Era algo incomprensible. Siempre había sido el jugador con mejor salud de la liga. Había pasado las primeras diez temporadas de la NBA sin un rasguño, y luego se destrozó la rodilla hacía poco más de un año. Y había sido durísimo recuperarse de una operación de rodilla a su edad... Lo último que le faltaba: esas misteriosas molestias estomacales.

Dejó el vaso sobre la mesa, cruzó el cuarto y se aseguró de que el vídeo estaba preparado. Luego apagó el equipo de música y encendió la televisión. Sara iba a debutar en NewsFlash en cuestión de minutos. Michael se revolvió en el asiento. Se puso a darle vueltas y más vueltas al anillo de casado y luego se frotó la cara. Intentó relajarse, pero, al igual que Sara, no podía. No había por qué estar nervioso, se recordó a sí mismo. Todo lo que le había dicho a Sara por teléfono era verdad. Era una reportera fantástica, la mejor. Aguda y rápida. Mucho. Bien preparada y, sin embargo, espontánea. Un poquito sabihonda, a veces. Con sentido del humor cuando hacía falta. Un bulldog casi siempre.

Michael había descubierto de primera mano lo dura que podía ser una entrevista con Sara. Se habían conocido hacía seis años, cuando en el New York Herald le encargaron que lo entrevistase dos días antes de que empezaran las finales de la NBA. Ella tenía que escribir un trabajo de tipo personal, sobre su vida fuera de la cancha y no sobre el deporte. Pero a Michael eso no le gustó. No quería que su vida personal, y sobre todo su pasado, se plasmara en unos titulares. Eso no le importaba a nadie, le dijo a Sara, recurriendo a unos términos subidos de tono para subrayar su punto de vista, y luego le colgó el teléfono para darle más énfasis. No obstante, a Sara Lowell no era tan fácil quitársela de encima. Para ser más precisos, Sara Lowell no sabía lo que era darse por vencida. Quería aquella entrevista. Y fue a por ella.

Una sacudida de dolor espantó los recuerdos. Michael se apretó la parte baja del abdomen y se dobló sobre el sofá. Apretó y esperó. El dolor fue cediendo lentamente.

«¿Qué demonios me pasa?».

Se echó para atrás, contemplando la fotografía de Sara y él que estaba en el estante detrás de la tele. Se quedó mirando la foto, se vio inclinado sobre Sara sujetándola con los brazos alrededor de su estrecha cintura. Se la veía tan diminuta, tan increíblemente bella, tan condenadamente frágil... Con frecuencia se preguntaba qué era lo que le daba a Sara aquella apariencia tan inocente, tan delicada. Desde luego, su figura no. A pesar de la cojera, Sara hacía ejercicio tres veces por semana. Tenía un cuerpo pequeño, prieto, atlético; tal vez explosivo fuera el mejor término para describirlo. Tremendamente sexi. Michael volvió a examinar la fotografía intentando mirar a su esposa de forma objetiva. Habría quien dijera que su tez pálida de porcelana era lo que le daba aquel aspecto tan natural, pero no era exactamente eso. Sus ojos, pensó Michael en ese momento, aquellos grandes ojos verdes que reflejaban fragilidad y dulzura, y, a la vez, mantenían toda su capacidad de mostrarse agudos y perspicaces. Eran ojos confiados y ojos en los que se podía confiar. Un hombre podía sumergirse en aquellos ojos, desaparecer en ellos para siempre, perder allí su alma para toda la eternidad.

También eran tremendamente sexis.

El teléfono interrumpió sus pensamientos. Michael alargó la mano hacia atrás y descolgó el auricular.

—¿Diga?

—Hola, Michael.

—¿Qué tal todo, Harvey?

—Nada mal. Escucha, Michael, no quiero entretenerte. Ya sé que el programa está a punto de empezar.

—Tenemos un par de minutos. —De fondo se oyó un estrépito difuso—. ¿Qué es todo ese ruido? ¿Sigues en la clínica?

—Ajá —respondió Harvey.

—¿Cuándo fue la última vez que dormiste un poco?

—¿Eres mi madre?

—Solo pregunto —dijo Michael—. Pensaba que tenía que recogerte en tu apartamento.

—No he podido ni salir de aquí —dijo Harvey—. He mandado a una enfermera que me alquilara un esmoquin y me lo trajera. Estos días estoy ocupadísimo. Eric y yo estamos agobiados. Como no está Bruce...

Harvey dejó de hablar.

Hubo un momento de silencio.

—Todavía no me hago a la idea, Harv —dijo Michael con cautela, esperando que su amigo estuviera dispuesto por fin a hablar del suicidio de Bruce.

—Ni yo tampoco —dijo Harvey, inexpresivo. Luego añadió—: Oye, tengo que preguntarte una cosa.

—Dispara.

—¿Sara va a ir a la fiesta benéfica de esta noche?

—Llegará un poco más tarde.

—Pero ¿estará allí?

Michael notó la urgencia del tono de su viejo amigo. Hacía casi veinticuatro años que conocía a Harvey, desde que un interno de segundo año, que se llamaba doctor Harvey Riker, tomó a su cargo a un Michael Silverman de ocho años al que habían llevado a toda prisa al Hospital Saint Barnabas con un brazo roto y un traumatismo craneoencefálico.

—Pues claro que estará.

—Bien. Entonces nos vemos esta noche.

Michael se quedó mirando el auricular, perplejo.

—¿Está todo en orden, Harv?

—Todo perfecto —masculló.

—Entonces, ¿a qué viene esta llamada de teléfono como clandestina?

—No es... nada. Te lo contaré más tarde. ¿A qué hora vendrás a recogerme?

—A las nueve y cuarto. ¿Vendrá Eric?

—No —contestó Harvey—. Uno de los dos tiene que atender el negocio. Tengo que irme, Michael. Te veo a las nueve y cuarto.

Michael oyó el clic del teléfono.

El doctor Harvey Riker colgó el teléfono. Lanzó un suspiro profundo y se pasó la mano por esos cabellos largos y rebeldes, de un castaño canoso, un cruce entre los de Albert Einstein y Art Garfunkel. Aparentaba cada uno de los cincuenta años que tenía. Los músculos se le habían quedado fofos por la falta de ejercicio. Su rostro era de una normalidad casi tediosa. Nunca había sido un tío cachas, desde luego, pero con los años se había ido estropeando como un Chianti de dos dólares.

Abrió el cajón de la mesa del despacho, se sirvió un lingotazo rápido de whisky y se lo ventiló de un golpe. Le temblaban las manos. Estaba asustado.

«Solo se puede hacer una cosa. Tengo que hablar con Sara. Es la única forma. Y después...».

Mejor no pensar en ello.

Hizo girar la silla en redondo para mirar las tres fotografías que tenía sobre la cajonera. Cogió la de la derecha del todo, la de él de pie junto a su amigo y socio, Bruce Grey.

Pobre Bruce.

Los dos policías de paisano habían escuchado muy atentos las sospechas de Harvey, habían asentido a la vez con la cabeza y habían tomado notas. Cuando Harvey intentó explicar que Bruce no era de los que se suicidan, lo escucharon muy atentos, asintieron a la vez y tomaron notas. Cuando les contó que Bruce le había llamado por teléfono la noche que se tiró por la ventana del undécimo piso del Days Inn, lo escucharon muy atentos, asintieron a la vez y tomaron notas... para llegar a la conclusión de que el doctor Bruce Grey se había suicidado.

Habían encontrado una nota de suicidio en el lugar de los hechos, le recordaron los detectives. Un experto en grafología había confirmado que la había escrito Bruce. El caso abierto quedó cerrado.

En un abrir y cerrar de ojos.

La segunda foto enmarcada de la cajonera era de Jennifer, la que había sido su esposa durante veintiséis años y que ahora era su ex, porque acababa de abandonarlo definitivamente. La tercera era de Sidney, su hermano pequeño, cuya muerte de sida tres años antes había cambiado para siempre la vida de Harvey. En la imagen, Sidney aparecía de lo más saludable, bronceado, un pelín regordete. Al morir, dos años después, tenía la piel de un blanco macilento en los sitios donde no estaba cubierta de lesiones amoratadas, y pesaba menos de cuarenta kilos.

Harvey meneó la cabeza. Todos se habían ido.

Se inclinó hacia delante y cogió la fotografía de su exmujer. Sabía bien que él tenía tanta culpa como ella (o más) del fracaso de su matrimonio. Veintiséis años. Veintiséis años de matrimonio, de sueños compartidos y sueños rotos cruzaron veloces por su cabeza. ¿Y por qué? ¿Qué había sucedido? ¿Cuándo había permitido Harvey que su vida privada se derrumbara? Pasó suavemente las puntas de los dedos por la imagen de Jennifer. ¿Acaso podía reprocharle a Jennifer que se hartase de la clínica?, ¿que no quisiera sacrificar su vida por una causa?

La verdad es que sí.

«No es sano, Harvey. Estás todo el tiempo trabajando».

«Jennifer, ¿es que no entiendes lo que intento conseguir?».

«Pues claro que sí, pero esto ya es más que una obsesión. Tienes que tomarte un descanso».

Pero no podía. Reconocía que su dedicación al trabajo traspasaba ya todos los límites, pero es que su otra vida le resultaba algo tan insignificante cuando consideraba el objetivo que perseguía en la clínica... Así que Jennifer se marchó. Hizo las maletas y se mudó a Los Ángeles, a vivir con su hermana, Susan, la exmujer de Bruce Grey. Sí, Harvey y Bruce habían sido cuñados, además de socios y amigos íntimos. Casi sonrió al imaginarse a las dos hermanas viviendo juntas en California. Hablando de cosas divertidas. Le parecía oír a Jennifer y Susan discutiendo sobre cuál de las dos había tenido el marido más abominable. Probablemente el premio hubiera sido para Bruce, pero seguro que, como estaba muerto, las chicas lo pondrían en un altar.

Lo cierto era que todo el mundo de Harvey, su mundo entero, para bien o para mal, estaba allí. En la clínica y el sida. La peste negra de los años ochenta y noventa. Después de ver a su hermano destrozado y deshecho, con los huesos quebrados por el sida, Harvey dedicó su vida a destruir ese temido virus, a borrarlo de la faz de la Tierra. Como Jennifer explicaba a cuantos quisieran oírla, la meta que Harvey se había propuesto se convirtió en una obsesión devoradora, una obsesión que a veces asustaba al propio Harvey. Sin embargo, había llegado ya muy lejos en su búsqueda. Por fin, Bruce y él habían hecho verdaderos progresos, verdaderos avances y...

Llamaron a la puerta. Harvey se volvió, sentado en la silla.

—Adelante, Eric.

El doctor Eric Blake giró el pomo.

—¿Cómo has sabido que era yo?

—Porque eres el único que llama. Entra. Acabo de hablar con tu viejo compinche de la escuela.

—¿Michael?

Harvey asintió. Eric Blake había entrado a formar parte del equipo de Bruce y Harvey dos años antes, cuando se dieron cuenta de que dos médicos solos no podían atender a tantos pacientes. Eric era un buen muchacho, pensaba Harvey, aunque se tomaba la vida un poco demasiado en serio. Estaba bien eso de ser serio, sobre todo si tratabas con pacientes de sida todo el día; pero una persona también tiene que soltarse un poco, hacer algo no del todo convencional, permitirse algún detalle disparatado para sobrevivir a la experiencia cotidiana del sufrimiento y la muerte.

Eric tenía incluso un semblante demasiado rígido. Su rasgo más distintivo era su pelo pelirrojo estropajoso y bien cortado. Al mirarlo, la palabra que a uno le venía a la mente era pulcro. Zapatos brillantes. Un buen sastre. La corbata siempre planchada y con el nudo perfecto; la cara recién afeitada incluso después de cuarenta y ocho horas de guardia.

Harvey, por su parte, llevaba siempre la corbata suelta, casi por las rodillas; no creía en los afeitados hasta que la barba empezaba a picar y le hubiera hecho falta una escopeta para ponerle el pelo en su sitio a perdigonadas.

Eric Blake había crecido en la misma manzana de un barrio residencial de Nueva Jersey que Michael. La primera vez que Michael se convirtió en paciente de Harvey en el hospital, el pequeño pelirrojo Eric Blake lo visitaba a diario y se quedaba por la habitación todo lo que le permitían. En aquellos tiempos, Harvey era un interno desbordado de trabajo, pero le gustaba pasar cualquier momento libre que tenía haciéndole compañía a Michael. Hasta Jennifer, voluntaria en el hospital por entonces, se sentía atraída por aquel crío. Muy pronto, Harvey y Jennifer establecieron una relación especial con aquel irresistible muchacho que vivía atrapado en un mundo de constantes malos tratos.

A lo largo de los años Harvey y Jennifer vieron crecer a Michael, pasar de la infancia a la adolescencia y a la edad adulta. Iban a verlo jugar al baloncesto, a sus recitales de música y a las cenas de los premios, y aplaudían sus logros como unos padres orgullosos. Estaban allí para consolarlo después de las palizas, después del suicidio de su madre, después de que su padrastro lo abandonara. Ahora, al volver la vista atrás, Harvey se preguntó si aquella relación tan próxima con Michael no habría agravado el mayor problema que tenían Jennifer y él como pareja: la falta de hijos.

Quizá sí. Lo intentaron, pero Jennifer no conseguía llevar los embarazos a término. Tal vez si hubiera podido las cosas habrían sido distintas.

Dudoso. Muy dudoso.

Harvey se preguntó si Jennifer seguiría en contacto con Michael. Sospechaba que sí.

—¿Le has dicho a Michael...? —empezó a preguntar Eric.

Harvey lo interrumpió con un movimiento de cabeza.

—Todavía no. Solo quería asegurarme de que Sara estaría en la fiesta de esta noche.

—¿Y estará?

—Sí.

—¿Y qué le vas a decir?

—Todavía no lo sé —contestó Harvey.

—No tiene ningún sentido. Vaya, ahora que estamos tan cerca de...

—No estamos tan cerca.

—¿No estamos tan cerca? —repitió Eric—. Pero Harvey, mira ahí fuera. Hay personas que están vivas gracias a ti.

—Gracias a esta clínica —le corrigió.

—Lo que sea. Cuando hagamos públicos los resultados, entraremos en la historia de la medicina al lado de Jonas Salk.

—A mí me preocupa más el presente.

—Pero nos hace falta publicidad para recaudar dinero suficiente para poder continuar...

—Basta —lo interrumpió Harvey, mirando el reloj—. Vamos a hacer una comprobación rápida de los historiales y luego nos vamos al salón. —Esbozó una sonrisa cansada—. Quiero ver el reportaje de Sara sobre el reverendo Sanders.

—Ese no es que sea muy amigo de la causa.

—No —asintió Harvey—. Muy amigo no es.

Eric cogió una de las fotografías de la cajonera.

—Pobre Bruce.

Harvey asintió con la cabeza, pero no dijo nada.

—Ojalá su muerte signifique algo —dijo Eric—. Ojalá Bruce no haya muerto en vano.

Harvey se encaminó hacia la puerta cabizbajo.

—Sí, ojalá, Eric.

George Camron se quitó el traje de Armani gris de raya diplomática, dobló con cuidado los pantalones por los pliegues y lo colgó de una percha de madera. Dos semanas antes se había visto obligado a quemar otro Armani, y eso le había molestado mucho. Menudo despilfarro. Tendría que tener más cuidado con su guardarropa. Los trajes de seda manchados de sangre aumentaban los gastos generales.

George, un hombre muy corpulento, disfrutaba con las cosas más selectas de la vida. Solo usaba trajes a medida. Solo se hospedaba en los hoteles más lujosos. Solo frecuentaba los restaurantes para los gourmets más refinados. El pelo, que se peinaba para atrás, se lo esculpían (no se lo cortaban, se lo esculpían) los estilistas más caros del mundo (no esteticistas, sino estilistas). Disfrutaba de manicuras y pedicuras.

Se acercó al teléfono del hotel, descolgó el auricular y apretó el 7.

—Servicio de habitaciones —dijo una voz—. ¿Qué podemos hacer por usted, señor Thompson?

En el Ritz siempre se dirigían a los clientes por su nombre cuando llamaban. El toque personal de un hotel realmente de primera. A George le gustaba. Thompson era el nombre falso que utilizaba entonces, por supuesto.

—Caviar, por favor. Iraní, no ruso —pidió.

—Sí, señor Thompson.

—Y una botella de Bollinger de 1979. Muy frío.

—Sí, señor Thompson.

George colgó el teléfono y se relajó sobre la enorme cama de matrimonio. Había recorrido un largo camino desde sus humildes comienzos en Wyoming, un largo camino desde sus días como militar en Vietnam, un largo camino desde Tailandia, el país que ahora consideraba su hogar. El hogar de George era ahora una amplia variedad de habitaciones de hotel elegantes. La suite Somerset Maugham en el Oriental de Bangkok. El ático sobre el puerto en el Peninsula de Hong Kong. La suite esquinera en el Crillon de París. La suite presidencial en el Hassler de Roma.

George miró la hora en su reloj, encendió el televisor con el mando a distancia y puso el Canal 2. Dentro de unos pocos minutos empezaría NewsFlash, con Donald Parker y Sara Lowell. Tenía mucho interés en ver ese programa.

Sonó el teléfono. George contestó.

—Hola.

—Soy...

—Ya sé quién es —lo interrumpió George.

—¿Recibió el último pago?

—Sí.

—Bien —repuso la voz.

Una voz que sonaba nerviosa. George no estaba muy convencido de que eso le gustase. Las personas nerviosas tienden a cometer errores.

—¿Puedo hacer alguna cosa más por usted? —inquirió.

—Pues la verdad es que...

Otro trabajo. Excelente. George no tenía ni idea de quién era su patrón, ni le importaba. Ni siquiera sabía si la voz que oía al otro lado del teléfono era la del superior o la de un mero intermediario. Era igual. El suyo era un trabajo en el que no se hacían preguntas. Él hacía su faena, cobraba la paga y adiós. Las preguntas no venían al caso.

—Lo escucho —dijo.

—El último trabajo que le encargué... ¿salió sin problemas? ¿No hubo complicaciones?

—Habrá leído los periódicos. ¿Usted qué cree?

—Sí, bueno, solo quería estar seguro. ¿Tiene las carpetas del doctor Grey?

—Aquí están —dijo George—. ¿Cuándo quiere recogerlas?

—Pronto. Muy pronto. ¿Ha utilizado guantes y mascarilla tal y como le dije?

—Sí.

—¿Y no pasó nada más?

George se preguntó por un momento si debía decirle a su patrón lo del paquete que Bruce Grey había echado al correo en el aeropuerto. Pero no, no era asunto que le concerniese. A él lo habían contratado para matar a aquel hombre; hacer que pareciese un suicidio; apoderarse de las carpetas y papeles que llevara encima, y dejar el dinero, los efectos personales y los documentos de identificación intactos. Punto. Ninguna instrucción sobre paquetes enviados por correo.

Aunque, claro está, el asunto sí le concernía. No tendría que haberle dejado echar el paquete en el buzón. Nunca. Fue un error, de eso George estaba convencido, pero no tuvo manera de impedírselo. Sacudió la cabeza. Tal vez hubiera debido hacer más comprobaciones antes de aceptar el trabajo. Algo había que no era correcto.

—Nada más —dijo George.

—¿Está seguro?

George se aclaró la garganta. El doctor Bruce Grey se lo había puesto rematadamente fácil. Lo de que optara por alojarse en un piso alto del hotel fue una bendición para George; le permitió emplear cualquier medio que le apeteciese para provocar dolor y pedirle la nota de suicidio. Y los traumatismos que le había practicado al doctor Grey no se apreciarían al quedar aplastado contra la acera.

—Sí, estoy seguro —dijo George—. Y en el futuro no haga que me repita. Es una pérdida de tiempo.

—Perdone.

—¿Ha dicho algo de otro trabajo?

—Sí —dijo la voz—. Quiero que elimine a... otra persona.

—Le escucho.

—¿Hay alguien con usted?

—No.

—Oigo voces.

—Es la televisión —explicó George—. Está a punto de empezar NewsFlash. El debut de Sara Lowell.

La voz del teléfono pareció sobresaltarse.

—Pero... por qué... ¿por qué dice usted eso?

«Qué reacción tan extraña», pensó George.

—Me ha preguntado por las voces —replicó.

—Ah, claro. —La voz intentaba recuperar la calma, pero la tensión era inconfundible—. Sí, quiero que elimine a alguien más.

—¿Cuándo?

—Esta noche.

—Eso es muy poco tiempo. Le costará más.

—Por eso no se preocupe.

—Muy bien —dijo George—. ¿Dónde?

—En casa del doctor John Lowell. Esta noche da una fiesta benéfica de gala.

A George casi se le escapa la risa. Sus ojos saltaron otra vez a la televisión. El doctor Lowell. El director general de Sanidad. El padre de Sara Lowell. Eso explicaba la extraña reacción. Se preguntó si Sara estaría en la fiesta.

—¿El mismo método que con los dos primeros? —dijo George.

—Sí.

George sacó el estilete del bolsillo, lo abrió y examinó la hoja, larga y brillante. Sería un trabajo poco pulcro, de eso no cabía duda. Contempló su guardarropa y se decidió por el polo de Ralph Lauren de color verde que había adquirido en Chicago. Le quedaba un poco apretado en los hombros, de todas formas.

Factor de riesgo

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