Читать книгу Factor de riesgo - Харлан Кобен - Страница 11

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Era un contraataque rápido dos contra uno. Michael se había enfrentado a cientos de ellos en su carrera; a miles, quizá. Observó al primer seleccionado por los New York Knicks de los nuevos fichajes, un chaval negro esquelético de la Memphis State University que se llamaba Jerome Holloway, fintar hacia él con la velocidad del rayo. A la izquierda de Jerome corría Mark Boone, el segundo seleccionado de los Knicks, un blanco grandote de Brigham Young que parecía un destripaterrones gigante. Los dos chavales iban lanzados contra el viejo veterano con los ojos llenos de determinación.

«Venid con papá», pensó Michael.

Michael sabía defender un dos contra uno mejor que nadie: confundir a ambos, especialmente al que conducía la pelota. La clave estaba en hacer que ese chico, Holloway, hiciera un pase malo o retrasarlo el tiempo suficiente para que llegaran los compañeros de equipo de Michael, sus refuerzos.

Michael amagó con la cabeza atrás y adelante, alternando los intentos de bloquear el avance de Holloway hacia el aro e ir a por Boone, el jugador que estaba solo. Tenía toda la pinta, pensó, de un hombre a punto de sufrir un ataque. Pero eso era bueno; a los novatos había que espabilarlos.

Jerome Holloway iba derecho al aro. En el último instante, Michael se interpuso. Jerome dio un salto, buscó desesperadamente con la mirada a Boone, que corría por el otro lado. Michael casi sonríe. En cuanto los pies de Holloway dejaran el suelo, estaría vendido. Error. El típico error de novato. Como era de esperar, al chico se le puso cara de susto y empezó a mover los brazos hacia el pecho, preparándose para pasarle la pelota a Boone.

Como quitarle un caramelo a un niño.

Michael se deslizó entre los dos con la intención de robar el balón en el pase y salir corriendo por la pista en un rápido contragolpe. Había hecho eso mismo innumerables veces. Muchos partidos se habían decidido con un cambio de ritmo así. Michael dio un paso adelante y alargó el brazo a la línea de pase justo en el momento en que Holloway iba a soltar el balón.

Pero Holloway se hizo atrás. El intento de pase y la cara de pánico no eran más que una trampa. Michael quedó entonces completamente descolocado y tuvo que ver cómo Holloway ponía el balón entre mano y antebrazo con una sonrisa y se deslizaba hacia la canasta. El mate entró por el aro con una fuerza notable. El tablero vibró tras el ataque.

Holloway aterrizó y se volvió hacia Michael. La sonrisa seguía plantada en su rostro. Casi sin aliento, Michael logró decirle:

—Ya lo sé. Ya lo sé. En mi cara, ¿eh?

—Tú lo has dicho, vieja gloria, no yo. Pero me encanta jugar contra leyendas.

—Esto es un entreno, chaval. Estamos en el mismo equipo.

—Los Knicks hasta el final. Por cierto, qué pantalones tan bonitos.

—¿Te gustan?

—¿Flores de color rosa y aguamarina? Muy en la onda.

Corrieron hacia el otro lado de la pista. Después de la pachanga, los diez jugadores estaban empapados de sudor. Los cuerpos brillaban bajo la luz tenue. Michael tenía calor, estaba cansado, un poco en baja forma. El dolor de barriga tampoco le ayudaba mucho.

La próxima temporada sería la duodécima de Michael en los New York Knicks. Había empezado igual que Holloway, como número uno de los nuevos fichajes. Tras titularse en la Universidad de Stanford con veintidós años, en su primera temporada en la NBA ya se había convertido en una estrella al ganar el premio al Rookie del año y entrar en el equipo del All Stars. Ese mismo año, los Knicks pasaron del último al segundo puesto en la Conferencia Este, o sea, veinte partidos ganados más. Al año siguiente, Michael condujo al equipo hasta la final, que perdieron tras un enfrentamiento a siete partidos con los Phoenix Suns. Dos años después recogía su primer anillo de campeón de la NBA. En su carrera ya llevaba ganados tres, siempre con los Knicks; lo habían seleccionado diez veces para el All Stars y había sido el número uno del campeonato en robos de balón y asistencias durante ocho temporadas.

Nada mal para una vieja gloria.

Michael jugaba de escolta polivalente, porque hacía de todo. Había muchos que anotaban tanto como él, un par que pasaban como él, pero prácticamente ninguno que supiera defender como él. Si se sumaba todo, se obtenía el jugador que necesitaba cualquier equipo que quisiera ser campeón.

—¿Qué pasa, Michael? ¿Te pesan los años? ¡Mueve el culo!

Michael se oyó coger aire. La voz pertenecía al nuevo primer entrenador de los Knicks, Richie Crenshaw. Richie había sido el elegido en segunda ronda por los Boston Celtics el mismo año que los Knicks eligieron a Michael en primera. En los tiempos de Crenshaw como jugador habían tenido una cierta rivalidad, pero una rivalidad amistosa en casi todos los aspectos. Los dos se llevaban muy bien fuera de la cancha. Ahora, Richie Crenshaw era el entrenador de Michael y seguían siendo buenos amigos.

«¡Vete a la mierda, Richie!», le gritó Michael, pero para sus adentros.

Los pulmones le ardían; tenía la garganta seca. Se estaba haciendo mayor, puñeta, a pesar de que los dioses de la salud siempre le habían sonreído en las más de diez primeras temporadas que había estado en la NBA. Sin lesiones. Tuvo un accidente náutico hace unos años, pero sucedió en vacaciones, así que no contaba. En casi diez temporadas completas solo se perdió dos partidos y fue por un tirón en la ingle poco importante. Increíble, desde luego. Inaudito. Pero entonces debió de pasar algo que cabreó un montón a los dioses. Michael cayó mal en un partido contra los Washington Bullets y se torció la rodilla. Para acabar de empeorar las cosas, el animal de Big Burt Wesson, el matón de los Bullets lanzó sus ciento veinte kilos encima de Michael en la pista. El pie de Michael estaba firmemente plantado en el suelo. Pero su rodilla no. Se torció para el lado malo..., para atrás, en realidad. Se oyó un fuerte chasquido y el grito de Michael atronó el estadio.

Más de un año retirado del baloncesto.

Le pusieron una escayola enorme en la pierna que era más o menos igual de eficaz que una coquilla de tweed. Meses enteros cojeando y oyendo a Sara hacerle rabiar.

«—Deja de imitar mi cojera. Eso no es nada bonito. Genial. Me he casado con una actriz de comedias.

»—Pues podríamos formar una pareja de cómicos —había sugerido Sara con entusiasmo—. El Dúo Cojitrancos. Arrastraríamos la pata para reírnos. Tendríamos tanta gracia como una muleta de goma.

»—Horrible. Horroroso. Ni gota de gracia. Déjalo ya.

»—¿Que no es divertido? Pues entonces formamos una pareja de baile. Cojea a la izquierda. Cojea a la derecha. Podríamos cambiar los aparatos de las piernas durante un tango.

»—Para ya. Socorro. Policía. Que alguien se la cargue».

Tanto Michael como Sara reconocían que tal vez no pudiera volver a jugar, y estaban preparados para ello. Michael nunca había sido un deportista descerebrado que pensara que una carrera en el baloncesto podía durar eternamente. En el Partido Republicano se hablaba de presentarlo a las elecciones al Congreso cuando se retirase. Sin embargo, Michael no estaba por la labor de dejarlo. Todavía no, al menos. Se pasó un año entero trabajando duramente con un fisioterapeuta que le encontró Harvey y que logró reconstruir su rodilla destrozada.

Y ahora estaba metido en las sesiones de pretemporada de los Knicks para intentar recuperar la forma y jugar. Pero mientras que la rodilla le funcionaba perfectamente con su aparato como de tornillo, el abdomen le complicaba las cosas. La noche antes le prometió a Harvey que aparecería por la clínica antes de las tres para hacerse un chequeo completo. Con un poco de suerte, Harv le haría unos análisis, vería que otra vez se trataba solo de algún bichejo estúpido, le recetaría unas inyecciones de antibióticos y se marcharía por donde había venido.

Harvey. Cielo santo, ¿qué ocurría? Michael y Sara casi no habían dormido la noche antes. Se fueron a casa, hicieron el amor otra vez entre un revoltijo de ropa de gala y después se sentaron y se pusieron a analizar lo que les había contado Harvey. Si eso que les había contado era cierto, si verdaderamente había descubierto un tratamiento para el virus del sida...

Un compañero del equipo hizo pantalla para que pasara. Michael aprovechó el bloqueo y corrió del lado izquierdo al derecho de la cancha. Vio con el rabillo del ojo que el reloj de la pared marcaba las diez. Una hora más y se iría a la zona residencial de la ciudad a ver a Harvey. A la Clínica. Con C mayúscula en su cabeza.

No es que le apeteciera mucho hacer esa visita. Parecía de inmaduros decirlo, pero aquel sitio le ponía de los nervios. No estaba seguro de si era la magnitud de aquella enfermedad o su homofobia no tan latente, pero la clínica de Harvey lo intimidaba. Bueno, en realidad le daba pavor.

Para ser sinceros, Michael nunca se había encontrado demasiado cómodo con los gais. Sí, consideraba que había que tratar a los homosexuales como a todos los demás, que su vida privada era asunto suyo, que discriminar a alguien por sus preferencias sexuales estaba mal. Reconocía que Sanders y su pandilla de fanáticos desnutridos eran gente delirante y peligrosa. Pero, aun así, Michael se descubría de vez en cuando haciendo el típico chiste de mariquitas, o refiriéndose a algún afeminado como «ese mariconazo», o manteniendo las distancias con alguien que era «un mariposón descarado». Se acordó de cuando su compañero de equipo Tim Hiller, un buen amigo y en apariencia mujeriego, dejó atónito al mundo de los deportes cuando admitió que era gay. Michael permaneció a su lado, lo defendió, pero al mismo tiempo se distanció de él. No es que su amistad se fuera al garete, pero Michael fue dejando que se difuminara poco a poco. Y eso le hacía sentirse mal.

En la pista le pasaron la pelota a Reece Porter, el mejor amigo de Michael en el equipo y el único que pasaba de los treinta aparte de él. Reece vio a Michael y le lanzó el balón.

—Métela tú, Mikey —le gritó Reece.

Michael hizo un amago precioso en las narices del novato Holloway, dribló por el medio de la zona y lanzó a canasta con suavidad. Mientras observaba cómo la pelota se deslizaba despacio hacia el aro, Jerome Holloway apareció volando por los aires. El novato golpeó el balón con la palma de la mano y lanzó la esfera de color naranja fuera del perímetro, a los asientos del público. Un tapón impecable.

El novato volvió a exhibir su mejor sonrisa. Michael levantó una mano.

—No lo digas. Otra vez en tu cara, ¿verdad?

La sonrisa arrogante se hizo más amplia.

—Llevas la palabra Spalding escrita en la frente, vieja gloria.

Michael oyó las risas. Eran de Reece Porter.

—¿De qué puñetas te ríes?

Reece apenas si podía controlarse.

—¡Vieja gloria! —consiguió decir entre hipidos—. ¿Vas a tragarte esa mierda, Mikey?

Michael se volvió hacia Holloway.

—Saca la pelota del perímetro, campeón, y finta mientras yo te cubro.

—¿Uno contra uno? ¿En serio? —preguntó el jovencito sin poder creerlo.

—Lo has pillado.

—Te desbordaré tan rápido que no sabrás siquiera si me has visto allí.

—Sí, vale —dijo Michael muy sonriente—. Venga, vamos, campeón.

Jerome Holloway cogió el balón. Dio un par de botes y empezó a acelerar en dirección a Michael. Lo había sobrepasado ya un par de metros cuando se dio cuenta de que ya no tenía el balón.

—Pero ¿qué demo...?

Holloway se volvió a tiempo de ver a Michael hacer un gancho sin oposición. Ahora le tocaba sonreír a Michael.

Jerome Holloway se rio.

—Sí, sí, ya lo sé. En tu cara, ¿eh?

Reece gesticulaba y se reía como si le hubiera tocado la lotería.

—Puedes apostar a que sí, colega. En toda tu cara. Qué fastidio.

—Eso parece —aceptó Holloway—. ¿Sabes una cosa, Michael? Eres una vieja gloria que sabe mucho. Apuesto a que aprenderé un montón viéndote.

Vieja gloria. Michael suspiró profundamente.

—Gracias, Jerome.

Sonó un silbato.

—Cinco minutos —avisó Crenshaw, el entrenador—. Id a beber algo y luego quiero que todos lancéis cincuenta tiros personales cada uno.

Los jugadores corrieron hasta la fuente, todos menos Michael, que se quedó donde estaba, doblado hacia delante, con las manos apoyadas en las rodillas. Richie Crenshaw se le acercó.

—Te he visto con mejor aspecto, Michael.

Michael siguió tomando aire con inspiraciones profundas.

—Te agradezco los ánimos, entrenador.

—Bueno, es que es cierto. No querrás que te mienta, ¿verdad?

—Puede que un poco sí.

—¿La rodilla te está dando la lata?

Michael negó con la cabeza.

—Pues parece que algo te da la lata.

—Estoy... —La siguiente palabra no llegó a pronunciarla. Un latigazo de dolor le traspasó todo el abdomen. Soltó un grito corto, potente, y se apretó el vientre por debajo de la caja torácica.

—¡Michael!

El que gritó fue Jerome Holloway. Con los ojos desorbitados por el miedo, el novato volvió corriendo a la pista. Reece Porter lo siguió a toda velocidad.

—Mikey —dijo arrodillándose a su lado—. ¿Qué te pasa?

Michael no le contestó. Se derrumbó en el suelo, retorciéndose de dolor. Era como si le estuvieran rasgando las entrañas con unas garras afiladas.

—¡Llamad a una ambulancia! —gritó Reece—. ¡Deprisa!

La doctora Carol Simpson acompañó a Sara a la zona de espera del pabellón Atchley. Situado al lado del edificio principal del Columbia Presbyterian, el pabellón Atchley albergaba las consultas particulares de muchos de los numerosos doctores del centro médico. Cuando Harvey se llevó a Michael y a Sara a recorrer el Centro Médico Columbia Presbyterian para enseñárselo un año antes, Sara se había quedado atónita ante el tamaño de las instalaciones, por no hablar de su reputación. Estaba la maternidad, un centro pediátrico muy conocido, y el pabellón Harkness, donde se acogía a los pacientes privados. El Instituto Neurológico y el Instituto Psiquiátrico, cada uno con su propio edificio, y considerados los mejores del mundo en su campo, por no mencionar el Instituto Oftalmológico Harkness, el Hospital Ortopédico de Nueva York, el Hospital Sloane, la Clínica Urológica Squier, la Clínica Vanderbilt y el gigantesco edificio del Hospital Milstein recién terminado. Y toda aquella brillantez médica se había instalado al oeste de Broadway entre las calles Ciento sesenta y cinco y Ciento sesenta y ocho del Harlem hispano.

Una o dos manzanas más lejos, hacia el norte y el oeste, estaban las residencias de estudiantes de la Universidad de Medicina y Cirugía de Columbia, también una de las escuelas de medicina de mayor reputación y más selectas del país. Ahora bien, otras cinco manzanas más al norte estaba el parque J. Hood Wright, un nombre respetable para uno de los primeros callejones del crack, donde cuantos pasaban podían ser testigos o participar del tráfico de drogas. Su proximidad al hospital, había dicho Harvey medio en broma, lo convertía en el lugar ideal para la sobredosis.

Una de las secciones más nuevas y más pequeñas de todo el centro médico, casi oculta a las miradas, estaba cerca de la calle Ciento sesenta y cuatro. Por fuera nadie hubiera pensado que aquel edificio destartalado se dedicaba a la medicina curativa y experimental. Lo habían bautizado con el nombre del hermano de Harvey Riker, el pabellón Sidney, y era un área de estudios epidemiológicos protegida por el secreto y la alta seguridad. Nadie podía entrar sin permiso de los doctores Harvey Riker o Eric Blake. Personal y pacientes eran muy reducidos, y todos ellos habían sido seleccionados uno a uno personalmente por Riker y el difunto doctor Bruce Grey. Los miembros del consejo del centro médico raramente trataban de esa nueva sección en público, si es que lo hacían alguna vez.

La doctora Simpson indicó una silla a Sara y luego se acercó a una ventana para entregar un tubo de ensayo con la sangre de Sara a una enfermera.

—Lleve esto al laboratorio. Dígales que hagan un beta hCG de inmediato.

—Sí, doctora.

—¿Un beta hCG? —preguntó Sara.

—Una manera complicada de decir «prueba de embarazo» —le explicó Carol Simpson—. A los médicos nos gusta usar palabras en clave que nadie más entienda. Hace que parezcamos más inteligentes, ¿no crees?

A Sara le había gustado Carol Simpson. Al contrario que muchas otras de su profesión, no había nada en ella estirado o intimidante. Su actitud relajada la hacían sentirse cómoda.

—Si tú lo dices... —replicó Sara.

—Bueno, tenemos que hacer algo para justificar tantos años de estudios y de internos y de residentes..., aparte de llevar la matrícula de médico para poder aparcar ilegalmente delante del Macy’s.

—¿Haces eso?

—Solo en las rebajas.

Por lo menos había otras cuarenta pacientes sentadas y matando el tiempo en la sala de espera, que levantaban la vista de las revistas con miradas furtivas y deseosas de que saliera su médico y las llamara.

—Llámame esta tarde —dijo Carol—. Para entonces ya tendremos los resultados.

—Fantástico —dijo Sara.

—Y procura no preocuparte. Ya sé que estás nerviosa, pero intenta no pensar demasiado en el tema. Haz lo que hago yo cuando necesito distraer la mente: comprar hasta reventar.

—Bien, hola, señoras.

Sara y Carol se giraron y vieron a Harvey acercarse hacia ellas. De toda su persona emanaba el agotamiento, pensó Sara. Tenía la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado, como si dormitara; la espalda encorvada, como caída.

—Hola, Harvey —dijo la doctora Simpson.

—Hola, Carol. ¿Cómo está mi paciente favorita, doctora?

—Estupendísimamente. Dentro de unas horas sabremos los resultados del análisis. —La doctora Simpson giró la cabeza hacia las que esperaban en la sala—. ¿La señora Golden?

Una mujer con una barriga enorme miró en su dirección.

—Yo.

—Venga. Usted es la próxima concursante.

Harvey y Sara le dijeron adiós y se fueron hacia el ascensor.

—Estás en buenas manos —dijo Harvey—. Puede que Carol Simpson sea muy joven, pero ya está considerada una de las tocólogas más importantes del país.

—Me cae bien.

—Oye, Sara, de lo que te dije anoche...

—¿Sí?

—Bueno, a la luz del día, mis teorías de la conspiración siempre me parecen un poco más delirantes. No me tomes la palabra, ¿vale?

—De momento, todavía no, pero ¿de verdad que la clínica ha encontrado una cura?

—En algunos casos..., tal vez en la mayoría, sí. Como te dije anoche, todavía estamos en fase de desarrollo y no ha funcionado en todo el mundo, pero...

Sonó el pitido del busca. Harvey miró los números que aparecían en la pantalla del aparato.

—Oh, mierda.

—¿Qué es?

Pero él ya corría hacia el mostrador de las enfermeras y descolgaba un teléfono.

—Ese número significa que es una urgencia. —Marcó el número y le cogieron el teléfono al primer tono—. Soy el doctor Riker. —Pausa—. ¿Qué? ¿Cuándo? —Otra pausa—. Voy inmediatamente —Volvió a colgar el auricular.

—Es Michael. Acaban de trasladarlo a la sala de urgencias.

El cadáver estaba en el maletero.

George siguió adelante. La noche anterior el cuerpo del maletero estaba lleno de vida. Tenía sueños, esperanzas, objetivos, deseos. Como la mayoría de las personas, probablemente solo quisiera ser feliz, encontrar su pequeño hueco en este mundo. Quizá fuera una persona luchadora, que intentaba hacer cuanto podía, que se aferraba a las pocas alegrías que le ofrecía la vida e intentaba esquivar las abundantes adversidades. Ahora estaba muerto.

Muerto. Desaparecido. Nada.

No era otra cosa que tejidos en destrucción, útiles solo para estudiantes de medicina y velado solo por su afligida familia. ¿Por qué, se preguntó George, a la gente le importa tanto el envoltorio vacío de un hombre, su fachada? ¿Por qué tratan esa carne sin valor como algo sin precio? ¿Era inclinación innata del hombre ver solo la máscara externa del ser humano y no reconocer su alma? ¿O acaso George estaba siendo demasiado duro con sus congéneres? Tal vez el hombre solo necesitara aferrarse a algo tangible cuando se enfrentaba a lo intangible definitivo.

«Material del duro, George. Muy profundo».

Soltó una risita y encendió un pitillo.

La noche anterior, después de la fiesta de gala del doctor Lowell, George había seguido a la limusina hasta que el largo automóvil plateado depositó a la víctima delante de su apartamento en la ciudad.

Perfecto.

Como un verdadero profesional, George ya había estudiado el edificio y la zona circundante. Sabía que su víctima vivía en el apartamento 3 A. Sabía que no había portero. Aparcó el coche al otro lado de la calle y entró en el edificio de apartamentos. Subió por las escaleras en vez de tomar el ascensor, se detuvo delante de una puerta con un 3A borroso clavado encima. George se preguntó por qué, con todo el dinero que tenía, la víctima había elegido vivir en aquel cuasi tugurio. Podía vivir donde quisiera: la Quinta Avenida, el Central Park West, el edificio San Remo, el Dakota, en cualquier parte. George se encogió de hombros y dejó de pensar en ello. No era de su incumbencia.

Buscó en el bolsillo con los dedos y sacó una herramienta pequeña. Hizo palanca dos veces en la cerradura, igual que había hecho en el Days Inn con el doctor Bruce Grey. Esta vez, sin embargo, no permitió que el sonido del cerrojo al soltarse fuera audible. Atacar por sorpresa, como George había aprendido hacía ya mucho tiempo, era un éxito seguro. Bruce Grey sospechaba ya, así que una simple llamada con los nudillos sobre la puerta no lo hubiera hecho ponerse delante del panel de madera sin más. Porque Bruce Grey estaba preparado para un ataque y, por lo tanto, en guardia. Pero lo de derribar la puerta encima de él en el preciso instante en que se sentía a salvo, cuando pensaba que la puerta era algo seguro y no había nadie tras ella, fue justo todo lo que George necesitaba.

Esa otra víctima, sin embargo, no sospechaba nada. Al contrario que Grey, no tenía ni idea de que la muerte lo acechaba en el pasillo. Lo único que George necesitaba era llamar a la puerta.

Una vez inutilizada la cerradura, George volvió a guardarse la herramienta en el bolsillo y golpeó la madera.

Se oyó una voz dentro.

—¡Un momento!

George oyó a la víctima acercarse a la puerta. Se preguntó si aquel hombre sería tan estúpido como para abrirla sin preguntar quién era. Pero volvió a oírse la voz.

—¿Quién es?

George sabía que el hombre estaba de pie justo detrás de la puerta, probablemente inclinado hacia delante para mirar por la mirilla, así que lanzó todo su peso contra la puerta sin titubear. Los tablones se aplastaron contra el hombre que estaba tras ellos y lo lanzaron contra el suelo al otro lado de la habitación.

George se movió a toda prisa. Cerró la puerta y se lanzó sobre su presa. Agarró con la mano el cuello de aquel hombre y empezó a apretar. Se oyó un ruido rápido de estrangulamiento. Luego, silencio. El hombre se debatió, aferrándose con las manos y dando patadas, pero eran golpes desesperados e imprecisos. No incomodaban a George. Sin soltar la mano de la garganta, George puso la cara a unos centímetros de la de su víctima.

—Solo hay una forma de que te perdone la vida —dijo George con una voz tan monótona que resultaba escalofriante, como si leyera un texto preparado—. Y es que hagas todo lo que yo te diga. Desvíate un ápice de lo que te digo y morirás. ¿Entendido?

A aquel hombre se le salían los ojos por falta de oxígeno y el terror añadido. Consiguió asentir con la cabeza.

—Bien. Te soltaré. Grita o intenta escapar y conocerás un dolor que muy pocos han experimentado.

Lo soltó. El hombre se balanceó atrás y adelante con unas náuseas incontrolables.

George se puso de pie y observó el suplicio de aquel hombre con una expresión cercana al puro aburrimiento.

—Ahora vamos a bajar a mi coche —dijo cuando le pareció que su víctima ya podía entenderlo— y recorreremos la ciudad como un par de colegas. Haz lo que te diga sin rechistar y no te haré daño.

El hombre asintió. Su obediencia inmediata hizo las cosas mucho más fáciles. Si George se hubiera visto obligado a matarlo allí mismo, habría tenido que limpiar la sangre, deshacerse de cualquier posible pista y, lo peor de todo, arrastrar un cadáver hasta el coche sin que nadie lo viera. Mucho más difícil.

Cruzaron la calle juntos y George abrió el maletero.

—Entra ahí.

—Pero...

George le agarró una mano y la apretó hasta romperle un par de huesos. Con la mano libre le tapó la boca y ahogó su grito. Luego agarró bien la mano destrozada y apretó un poco más fuerte para que los huesos fracturados se rozaran entre sí y cortaran los tendones. La cara del hombre se puso blanca como el papel.

—Te he dicho que hagas lo que te digo sin rechistar. ¿Ahora te acordarás?

El hombre asintió rápidamente y se metió en el maletero. George sabía que el hombre quería preguntarle si habría aire suficiente allí dentro una vez cerrado, pero no se atrevió. Ya había experimentado el dolor. George sabía muy bien que el dolor puede ser una amenaza mayor que la muerte.

Observó la calle. Tres hombres acababan de doblar la esquina y avanzaban hacia ellos. Se los veía francamente borrachos, andando en una línea sinuosa que se cruzaba constantemente con la de los otros. George cerró el maletero y arrancó el coche.

Encontró una carretera abandonada que ya había utilizado antes para sus propósitos. Aparcó el coche y sacó la navaja de la guantera. Según las instrucciones que le habían dado por teléfono, George se puso unos guantes de cirujano y una mascarilla. Se sintió como un médico que se prepara para una operación importante.

—Bisturí —dijo en voz alta. Se rio de su propio chiste.

Se bajó del coche y fue al maletero. Aquella era la parte de su trabajo que a George le resultaba más intrigante. Siempre se preguntaba qué pasaría por la cabeza de las víctimas. Un rato antes su mundo era un mundo normal, corriente, seguro en apariencia. Y, de repente, lo habían amenazado, atacado y encerrado en un maletero. Ya no tenía voz ni voto en lo que le sucedía.

¿Qué pasaría por su cabeza?

Fue un pensamiento fugaz. George sabía que al final eso no importaba. Para George lo único que importaba era terminar el trabajo.

Cuando George abrió el maletero, el hombre lo miró con ojos de animal atrapado.

—¿Q... q... qué...?

George se llevó el dedo a los labios cubiertos con la mascarilla.

—Chis.

Alargó la mano y agarró al hombre por la cabeza para sujetarlo. Luego empuñó la navaja y puso la punta bajo la nariz del hombre, con la hoja fría directamente en las ventanas de la nariz. Bajó la empuñadura hacia la boca, casi tocando los labios, y empujó la cuchilla para arriba. Rompió el fino tejido, atravesó el cartílago, penetró en el cerebro. La sangre salió a borbotones. El cuerpo tuvo un espasmo, pero la muerte fue instantánea. Su última mirada quedó fija en George; una mirada de ojos muy abiertos que no entendían.

George sacó la navaja y, exactamente igual que con sus dos primeros trabajos, apuñaló el cuerpo dos docenas de veces. Un sonido líquido, de desgarro, acompañaba su metódica faena. Y la expresión de George se mantuvo serena mientras él hundía el cuchillo una y otra vez.

Todo quedó hecho un desastre. George sabía que iba a tener que dejar el cadáver en el maletero toda la noche. Y luego ya podría tirarlo en la zona adecuada. Con los otros no tenía importancia dónde apareciera el cadáver, pero esta vez la voz del teléfono le había dado instrucciones muy específicas de que lo dejara en el callejón que estaba detrás de un bar gay del Greenwich Village llamado Black Magic. George sabía que por la noche esos sitios estaban llenos de toda clase de sucesos extraños. Estaban abarrotados de gente. Decidió que sería más seguro deshacerse del cadáver a la luz del día, cuando la zona estaba vacía.

Al día siguiente, George se despertó temprano, recuperado tras un sueño reparador y sosegado. Llevó el coche de vuelta a la ciudad y acabó deteniéndose detrás del bar Black Magic. Un tugurio con una pinta infecta, pensó. Le recordó a la calle Patpong de Bangkok. Patpong, el famoso barrio de prostitución de Bang­kok, se dirigía a los heterosexuales, pero todo el mundo sabía que dos manzanas más al norte había un área exclusivamente dedicada a los homos. Y Pattaya, la popular playa de vacaciones tailandesa no muy lejos de Bangkok, tenía una calle entera repleta de niños dispuestos a servir a sus clientes masculinos sin preguntas ni vacilaciones.

«Degenerados», pensó George.

Detuvo el coche y se bajó. Miró arriba y abajo del callejón. Nadie. Un montón de bolsas de plástico llenas de basura apiladas junto a la entrada trasera del bar. La entrada trasera, bromeó George. Qué apropiado.

Echó una última mirada, extrajo el cadáver del maletero y lo arrojó entre las bolsas de basura, volvió a subirse al coche y se marchó. Llevaba recorridas tres manzanas cuando se miró en el espejo retrovisor.

¡Demonios! Tenía el pelo horrible.

Factor de riesgo

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