Читать книгу Factor de riesgo - Харлан Кобен - Страница 7
ОглавлениеPRÓLOGO
VIERNES, 30 DE AGOSTO
El doctor Bruce Grey intentaba no andar demasiado deprisa. Redujo el paso y reprimió la tentación de echar a correr por el suelo sucio de la terminal de llegadas internacionales del aeropuerto Kennedy, dejar atrás a los funcionarios de aduanas e inmigración y salir al aire húmedo de la noche. Sus ojos iban de un lado a otro. Cada pocos pasos fingía una molestia en el cuello para poder mirar a sus espaldas y asegurarse de que no lo seguían.
«¡Para ya! —se dijo—. Déjate de estar al acecho como una versión cutre de James Bond. Estás temblando como si estuvieras enfermo de malaria, por Dios. Solo te falta llevar una pancarta».
Pasó por al lado de la cinta transportadora de maletas y saludó cortésmente a la ancianita que se había sentado junto a él en el vuelo. La buena mujer no había cerrado la boca en todo el viaje; le había estado hablando sobre su familia, sobre lo que le gustaba volar, sobre su último viaje transcontinental. La verdad es que era una dulzura, como la abuelita de cualquiera, pero aun así Bruce había cerrado los ojos y había fingido estar dormido en un intento por lograr un poco de paz y de silencio. Pero, naturalmente, el sueño no llegaba. Y tardaría un tiempo en hacerlo.
«Pero igual no era una dulce ancianita cualquiera, Bruce, muchacho. Igual es que venía siguiéndote...».
Rechazó la voz interior con una sacudida nerviosa de la cabeza. Todo aquello lo estaba trastornando. Primero estuvo seguro de que lo seguía el tipo con barba del avión. Después se fijó en el grandote con el pelo repeinado para atrás y el traje de Armani de la cabina de teléfono. Y no olvidemos la rubia guapa a la salida de la terminal. También había estado siguiéndolo.
Y ahora, la ancianita.
«Echa el freno, Bruce. Lo que menos falta nos hace ahora es andar con paranoias. Mente clara, colega... Eso es lo que buscamos».
Bruce dejó atrás la cinta transportadora de equipajes y se acercó al funcionario de aduanas.
—Pasaporte, por favor.
Bruce le tendió el pasaporte.
—¿No lleva equipaje, señor?
Negó con la cabeza.
—Solo de mano —respondió.
El funcionario miró el pasaporte y luego a Bruce.
—Está usted muy distinto de la fotografía.
Bruce esbozó una sonrisa cansada, que se desvaneció al instante. La humedad era casi insoportable. Tenía la camisa del traje pegada a la piel, la corbata tan suelta que el nudo prácticamente había desaparecido. La frente perlada de gotas de sudor.
—Sí..., he cambiado un poquito.
—¿Un poquito? En esta foto tiene el pelo oscuro y lleva barba.
—Ya lo sé...
—Ahora tiene el pelo rubio y va afeitado.
—Ya le he dicho que he cambiado un poco...
«Por suerte, en la foto del pasaporte no se distingue el color de los ojos, porque también querría saber por qué me cambiaron de castaños a azules».
El funcionario de aduanas no parecía muy convencido.
—¿Viaje de placer o de negocios?
—De placer.
—¿Siempre lleva tan poco equipaje?
Bruce tragó saliva y se encogió de hombros.
—No soporto tener que esperar a que salgan las maletas.
El funcionario dirigió la mirada a la fotografía del pasaporte y luego otra vez al rostro de Bruce, y de nuevo a la foto.
—¿Quiere abrir la maleta, por favor?
Bruce apenas podía mantener las manos lo bastante firmes para marcar la combinación. Necesitó tres intentos para que la maleta se abriera, por fin, con un chasquido.
—Aquí la tiene.
El funcionario rebuscó entre el contenido con los ojos entrecerrados.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Unas carpetas.
—Eso ya lo veo —replicó el hombre—. ¿Para qué son?
—Soy médico —le explicó Bruce con la voz entrecortada—. Quería revisar los historiales de unos pacientes mientras estaba fuera.
—¿Siempre hace eso cuando se va de vacaciones?
—No siempre.
—¿Cuál es su especialidad?
—Soy internista en el Columbia Presbyterian —respondió Bruce con una media verdad. Decidió omitir el detalle de que también era experto en salud pública y epidemiología.
—Entiendo —dijo el funcionario—. Ojalá mi médico fuera tan entregado como usted.
De nuevo Bruce intentó sonreír. Y otra vez fracasó en el intento.
—¿Y este sobre tan bien cerrado?
Bruce sintió que se le estremecía todo el cuerpo.
—¿Disculpe?
—¿Qué es este sobre marrón?
Intentó poner una expresión despreocupada.
—¡Oh! Solo es una información médica para enviársela a un colega —logró decir.
El funcionario mantuvo la mirada fija en los ojos rojos de Bruce durante un buen rato.
—Entiendo —dijo mientras volvía a meter el sobre en la maleta con toda la calma. Luego, una vez que hubo revisado el resto del contenido de la maleta, firmó la declaración de aduanas de Bruce y le devolvió el pasaporte—. Entréguele la tarjeta a aquella mujer al salir.
Bruce recogió la maleta.
—Gracias —dijo.
—¡Ah, doctor!
Bruce levantó la vista.
—Tal vez debiera ir a visitar a algún colega —le sugirió el funcionario—. Si no le importa que un lego le dé una opinión médica, tiene usted muy mal aspecto.
—Lo haré.
Bruce cogió la maleta y miró para atrás. La viejecita seguía esperando el equipaje. Al hombre de la barba y a la rubia guapa no se los veía por ninguna parte. El tipo grandote del traje de Armani seguía hablando por teléfono.
Bruce se apartó del mostrador de la aduana. Con la mano derecha agarraba demasiado fuerte la maleta, con la izquierda se frotó la cara. Alargó la declaración de aduanas a la mujer y atravesó las puertas correderas de cristal para salir a la zona de espera. Fue recibido por una multitud de rostros expectantes. Gente que se ponía de puntillas, que atisbaba desde todas partes a cada apertura de las puertas de cristal para luego bajar la cabeza, decepcionada, al ver que quien se acercaba al umbral era una cara desconocida.
Bruce avanzó con paso firme entre los amigos y familiares que esperaban, entre los chóferes de vehículos de alquiler con nombres escritos en letreros que sujetaban contra el pecho. Se acercó al mostrador de billetes de Japan Airlines, a su derecha.
—¿Hay algún buzón por aquí? —preguntó.
—A su derecha —respondió la mujer—. Junto al mostrador de Air France.
—Gracias.
Pasó junto a un cubo de basura y dejó caer despreocupadamente en su interior la tarjeta de embarque hecha trocitos. Se había creído muy listo por haber reservado el billete con un nombre falso. Muy listo, sí, hasta que llegó al aeropuerto y le informaron de que no podía obtener un billete internacional emitido a un nombre distinto del que figura en el pasaporte.
Vaya, pues.
Por suerte, en el avión había mucho espacio libre. Y aunque tuvo que comprar otro billete a su nombre, lo de reservar uno a un nombre ficticio no había sido una idea tan estúpida. Antes de la hora real de salida, nadie podía descubrir en qué vuelo tenía su reserva porque su nombre no figuraba en el ordenador. Una pura genialidad por su parte.
«Sí, señor Bruce. Eres un auténtico genio».
Sí, claro. Un genio. Menuda idiotez.
Localizó el buzón de correos junto al mostrador de Air France. Unos pasajeros hablaban con el empleado de la aerolínea. Nadie le prestó la menor atención. Recorrió rápidamente la sala con la mirada. La anciana, el barbudo y la rubia guapa o bien se habían marchado, o bien estaban todavía en los trámites de aduana. El único «espía» que tenía a la vista era el tipo grandote del traje de Armani que en ese momento cruzaba a toda prisa las puertas de cristal y salía del edificio de la terminal.
Bruce soltó un suspiro de alivio. Ya nadie lo miraba. Se fijó de nuevo en la ranura del correo. Metió la mano en la bolsa y rápidamente deslizó por ella el sobre marrón lacrado. Su póliza de seguro había iniciado su viaje con total garantía.
¿Y ahora qué?
Desde luego, no podía irse a casa. Si alguien lo estaba buscando, el apartamento de Upper West Side sería el primer sitio donde mirarían. Y a aquellas horas de la noche tampoco la clínica era buena idea. Allí sería igual de fácil pescarlo.
«La verdad es que no soy muy bueno para estas cosas. No soy más que el típico médico normal y corriente que fue a la universidad; luego, a la facultad de medicina; se casó; tuvo un hijo; aprobó los cursos de residente; se divorció; perdió la custodia del niño y ahora trabaja más de la cuenta. No estoy para jugar a los espías».
Pero ¿tenía otra elección? Podía acudir a la policía, pero ¿quién iba a creerle? Todavía no tenía ninguna prueba tangible. Diantre, si ni siquiera estaba seguro de lo que ocurría. ¿Qué podía decirle a la policía?
«Prueba con esto para empezar, querido Bruce: “¡Socorro! ¡Protéjanme! Ya han asesinado a dos personas y muchísimas más pueden seguir la misma suerte, ¡yo incluido!”».
Tal vez fuera verdad. Tal vez no. La cuestión: ¿qué era realmente lo que sabía con certeza? Respuesta: no gran cosa. Más bien casi nada. Bruce sabía que, si acudía a la policía, lo único que lograría sería destruir la clínica y todo el importante trabajo que habían llevado a cabo allí. Había dedicado los tres últimos años a esa investigación y no estaba dispuesto a entregar a esos malditos fanáticos el arma que necesitaban para acabar con el proyecto. No, tendría que manejar el asunto de otra forma.
Pero ¿cómo?
Se cercioró una vez más de que no lo seguían. Ya habían desaparecido todos los espías enemigos. Eso estaba bien. Un poco de alivio, qué agradable. Llamó con la mano a un taxi amarillo y se subió al asiento de atrás.
—¿Adónde?
Bruce pensó un instante, repasando todas las novelas de intriga que había leído en su vida. ¿Adónde iría George Smiley o, mejor aún, Travis McGee o Spenser?
—Al Plaza, por favor.
El taxi arrancó. Bruce miró por la ventanilla trasera. No parecía que ningún coche siguiera al taxi cuando inició la carrera hacia Manhattan por la autopista Van Wyck. Bruce se arrellanó en el asiento, apoyó la cabeza en el respaldo. Intentó respirar profundamente y relajarse, pero no dejaba de temblar de miedo.
«Piensa, puñetas. No es momento para sueñecitos».
Lo primero: necesitaba un nuevo alias. Sus ojos fueron de izquierda a derecha y acabaron mirando el nombre del taxista en la licencia, Benjamin Johnson. Bruce le dio la vuelta al nombre: John Benson. Ese sería su nombre hasta el día siguiente. John Benson. Solo hasta el día siguiente. Bueno, si conseguía seguir vivo hasta entonces.
No osaba pensar más allá.
En la clínica todos creían que aún estaba de vacaciones en Cancún, México. Nadie —absolutamente nadie— sabía que todo aquello de las vacaciones era una mera maniobra de distracción. Bruce representó el papel de viajero feliz todo lo mejor que pudo. Se compró ropa de playa, voló a Cancún el último viernes, se registró en el hotel Cancún Oasis, pagó su semana por adelantado y dijo en recepción que iba a alquilar un barco y estaría ilocalizable. Después se afeitó la barba, se cortó y se tiñó el pelo y se puso unas lentillas de color azul. Hasta a él mismo le costaba reconocer su imagen en el espejo. Volvió al aeropuerto, salió de México, facturó el vuelo a su verdadero destino con el nombre de Rex Veneto y empezó a investigar sus terribles sospechas.
Sin embargo, la verdad resultó ser todavía más chocante de lo que había imaginado.
En ese momento el taxi se detuvo delante del hotel Plaza, en la Quinta Avenida. Las luces de Central Park parpadeaban al otro lado de la calle y al norte. Bruce pagó al conductor y le dio una propina ni mayor ni menor de lo correcto y entró en el lujoso vestíbulo del establecimiento. A pesar del traje de marca, se sentía llamativamente desaliñado. Su chaqueta estaba arrugadísima; los pantalones, hechos una pasa. Tenía toda la pinta de llevar una ropa que venía de estar una semana en el fondo del cesto de la ropa sucia; desde luego, muy lejos de lo que su madre catalogaría como «presentable».
Echó a andar hacia el mostrador de recepción cuando atisbó algo con el rabillo del ojo que lo hizo parar en seco.
«Te lo estás imaginando, Bruce. No es el mismo tío. No puede serlo».
Notó que se le aceleraba el pulso. Dio media vuelta, pero no vio al tipo grande con traje de Armani por ningún sitio. ¿De veras había visto a aquel hombre? Probablemente no, pero no había razón para correr riesgos. Se marchó del hotel por la puerta de atrás y se fue andando al metro. Compró un billete, tomó la línea 1 hasta la calle Catorce, cambió a la línea A y fue hasta la calle Cuarenta y dos, tomó la línea 7 para cruzar la ciudad y saltó del vagón un instante antes de que se cerrasen las puertas en la Tercera Avenida. Se pasó otra media hora cambiando de trenes al azar, entrando o saliendo siempre en el último segundo y, finalmente, terminó el juego en la calle Cincuenta y seis y la Octava Avenida. Ahí, «John Benson» anduvo unas pocas manzanas y se metió en el Days Inn, un hotel en el que el doctor Bruce Grey nunca se había hospedado.
Cuando llegó a su habitación del piso undécimo, cerró la puerta con llave y colocó la cadena de seguridad.
¿Y ahora qué?
Llamar por teléfono podía ser peligroso, pero Bruce decidió arriesgarse. Hablaría con Harvey solo un momento y colgaría. Descolgó el teléfono y marcó el número de la casa de su socio. Harvey contestó al segundo tono de llamada.
—¿Diga?
—Harvey, soy yo.
—¿Bruce? —Su voz denotaba sorpresa—. ¿Qué tal todo por Cancún?
Bruce no hizo caso de la pregunta.
—Tengo que hablar contigo.
—Dios, esto parece grave. ¿Algo va mal?
—Por teléfono no —dijo Bruce, cerrando los ojos.
—Oye, pero ¿de qué hablas? ¿Sigues todavía...? —preguntó Harvey.
—Por teléfono no —repitió—. Hablamos mañana.
—¿Mañana? Pero qué demonios ocurre...
—No me hagas más preguntas. Nos vemos mañana por la mañana a las seis y media.
—¿Dónde?
—En la clínica.
—¡Dios! Pero ¿estás en peligro? ¿Es por lo de los asesinatos?
—No puedo seguir habl...
Clic.
Bruce se quedó helado. Había oído un ruido en la puerta.
—¡Bruce! —gritó Harvey—. ¿Qué ha sido? ¿Qué sucede?
El corazón de Bruce empezó a acelerarse. No apartaba los ojos de la puerta.
—Mañana —susurró—. Mañana te lo explico todo.
—Pero...
Colgó el auricular con suavidad. Harvey no pudo terminar la frase.
«No estoy preparado para esto. Dios mío, por favor, haz que sea mi cerebro, que me engaña. Yo no estoy preparado para esto. Realmente no estoy preparado para una cosa así...».
No se oyó ningún ruido más y, por un instante, Bruce se preguntó si no habría sido todo pura imaginación de sus sobrexcitadas neuronas. Tal vez no había habido ningún ruido. Y si lo había habido, ¿qué tenía de extraño? Estaba en un hotel de Nueva York, por el amor de Dios, no en un estudio de grabación insonorizado. Tal vez fuera simplemente la camarera. O simplemente un botones.
«Tal vez fuera simplemente el tipo grandote del pelo planchado para atrás y el traje de Armani a medida».
Se acercó muy despacio a la puerta. Primero adelantó lentamente la pierna derecha; luego arrastró la izquierda. Nunca había sido precisamente un atleta, nunca había sido el individuo con la mejor coordinación del mundo. En ese preciso momento parecía como si estuviera bailando una especie de foxtrot para tarados.
Clic.
Le dio un vuelco el corazón. Las piernas le flaquearon. No había error posible sobre la procedencia del ruido.
La puerta.
Se quedó paralizado. Su respiración le resonaba tan fuerte en los oídos que estaba convencido de que la oían todos los que estaban en aquel piso.
Clic.
Un sonido metálico breve, rápido. No un sonido titubeante, sino un clic de lo más preciso.
«Corre, Bruce. Corre y escóndete».
Pero ¿dónde? Estaba en una habitación pequeña del piso 11 de un hotel. ¿Adónde diantre iba a poder huir y esconderse? Dio un paso más hacia la puerta.
«Puedo abrirla muy deprisa, ponerme a gritar como un poseso y salir corriendo por el pasillo como un paciente psicótico que huye. Podría...».
El golpe de nudillos sonó tan de repente que casi suelta un chillido.
—¿Quién es? —preguntó prácticamente a gritos.
—Toallas —respondió una voz masculina.
Bruce se acercó aún más a la puerta. «Toallas, sí. Y un huevo».
—No necesito ninguna —aclaró con firmeza sin abrir la puerta.
Pausa.
—De acuerdo. Buenas noches, señor.
Oyó los pasos del señor Toallas alejarse de la puerta. Bruce apoyó la espalda contra la pared y continuó el camino hacia la puerta. Le temblaba todo el cuerpo. A pesar del potente aire acondicionado de la habitación, tenía la ropa empapada de sudor y el pelo pegado a la frente.
¿Y ahora qué?
«La mirilla, señor James Bond de los cojones. Echa un vistazo por la mirilla».
Bruce obedeció a esa voz interior. Se volvió lentamente y aproximó el ojo a la mirilla. Nada. Allí no había nada de nada. Nada ni nadie. Intentó mirar a la izquierda y después a la derecha.
Entonces la puerta se abrió de golpe.
La cadena se rompió como si fuera un hilo. El pomo de metal salió disparado e impactó contra la cadera de Bruce. Toda la zona se le encendió de dolor. Y, en un acto reflejo, quiso cubrirse la cadera con la mano. Eso resultó ser una equivocación. Un puño gigante salió volando de detrás de la puerta directo a la cara de Bruce. Intentó esquivarlo, pero no fue lo suficientemente rápido. Los nudillos aterrizaron sobre el puente de la nariz de Bruce con un ruido sordo aterrador y le aplastaron los huesos y el cartílago. La sangre brotó de inmediato de la nariz.
«Ay, madre mía; oh, Dios santo...».
Se tambaleó hacia atrás llevándose la mano a la nariz. El tipo grandote del traje de Armani entró en la habitación y cerró la puerta. Se movía con una rapidez y una elegancia que contrastaban con su voluminoso cuerpo.
—Por favor... —logró decir Bruce antes de que una mano poderosa del tamaño de un guante de boxeador le tapara la boca para silenciarlo. La mano chocó sin miramientos contra las ventanas aplastadas de la nariz y tiró de ellas hacia arriba. Una oleada ardiente de dolor le recorrió la cara.
El hombre sonrió y saludó cortésmente con la cabeza, como si acabaran de presentarlos en algún sarao. Luego levantó el pie y le soltó una patada con una precisión experta. El golpe destrozó la rótula de Bruce, que oyó el chasquido seco del hueso de la rodilla al fracturarse. La mano del hombre se apretó más sobre su boca para ahogar el grito. Luego, la mano gigante se fue para atrás justo lo suficiente para impactar con fuerza contra la mandíbula de Bruce y partirle otro hueso y hacerle saltar varios dientes. El hombre agarró entonces la mandíbula rota con los dedos, los metió en la boca de Bruce y tiró fuerte para abajo. Fue un dolor enorme, desgarrador. Bruce notó que los tendones de la boca se le rasgaban del todo.
«Oh, Dios mío, por favor...».
El hombretón del traje de Armani soltó a Bruce, que se derrumbó sobre el suelo como un saco de patatas. La cabeza le daba vueltas. Vio, como si fuera a través de una niebla turbia, que el tipo examinaba una mancha de sangre de su traje. Parecía muy irritado por aquella mancha, molesto ante la perspectiva de que no se quitase bien ni en la tintorería. Sacudió la cabeza y luego se fue hasta la ventana y corrió la cortina.
—Ha escogido un piso estupendo, alto —dijo en tono despreocupado—. Eso nos facilitará las cosas.
El tipo grande se apartó de la ventana. Dio unos pasos para llegar a donde Bruce se retorcía de dolor. Se agachó, asió con firmeza a Bruce por un pie y levantó suavemente en el aire la pierna destrozada. El sufrimiento era insoportable. Unos calambrazos de dolor le recorrían el cuerpo con el más leve movimiento del miembro roto.
«Por favor, Dios mío, por favor, haz que me desmaye».
De pronto, Bruce se dio cuenta de lo que aquel hombre iba a hacer. Quiso preguntarle qué quería, quiso ofrecerle todo cuanto tenía, quiso pedirle compasión, pero de su boca deshecha no salió más que un balbuceo. Lo único que podía hacer era elevar la mirada en una súplica sin esperanza, unos ojos llenos de pánico. La sangre le corría por la cara y le bajaba por el cuello y el pecho.
Por entre una nube de dolor, Bruce vio la expresión de los ojos de aquel hombre. No era una mirada bestial, enloquecida; no era una mirada de odio ni sedienta de sangre; no era la mirada de un asesino psicótico. Aquel hombre estaba tranquilo. Ocupado. Era alguien que llevaba a cabo una tarea tediosa. Objetiva. Impasible.
«Para este tío esto no es nada —pensó Bruce—. Un día más en la oficina».
El hombre metió la mano en el bolsillo y lanzó al suelo un bolígrafo y una hoja de papel. Luego agarró bien el pie de Bruce con una mano en el talón y la otra en los dedos. Bruce dio una sacudida, asaltado por unos espasmos de dolor incontrolables. El hombre hizo flexionar sus músculos antes de hablar.
—Voy a retorcerle el pie hasta ponérselo del revés —dijo finalmente—, hasta que los dedos queden mirando a la espalda y los huesos rotos perforen la piel.
Hizo una pausa, le dirigió una sonrisa ausente y colocó mejor los dedos de la mano para tener más agarre.
—Le soltaré cuando termine de escribir la nota de suicidio, ¿entendido?
Bruce escribió una nota muy breve.