Читать книгу Factor de riesgo - Харлан Кобен - Страница 9

Оглавление

2

«No te pongas nerviosa. No te pongas nerviosa. No te pongas nerviosa...».

—Cinco segundos —oyó Sara.

El anuncio le encogió el estómago. Por un breve instante estuvo a punto de ponerse a cantar otra vez. Se obligó a cerrar la boca, se colocó bien las gafas y esperó.

«Voy a hacerlo muy bien. Voy a dejar a alguien alucinado. Voy a...».

—¡Cuatro, tres, dos...! —La mano apuntó a las dos personas sentadas ante la mesa de escritorio.

—Buenas noches, soy Donald Parker.

«Por favor, no cantes...», pensó Sara.

—Yo soy Sara Lowell. Bienvenidos a NewsFlash.

La finca del doctor Jonh Lowell en los Hamptons era enorme. Una mansión de estilo Tudor asentada majestuosamente sobre cuatro hectáreas de paisaje bien cuidado. Tenía pista de tenis de hierba, además de piscina interior y exterior, tres jacuzzis, dos saunas, una cabaña espaciosa, un helipuerto y más habitaciones de las que Lowell sabía cómo ocupar. La casa había sido de su abuelo, un capitalista que, según los manuales liberales, había sometido a violación y pillaje la tierra y a sus habitantes en beneficio propio. El padre de John, sin embargo, prefirió dejar de lado el negocio familiar y se hizo cirujano. Y John siguió su ejemplo. Se ganaba muy bien la vida, aunque la práctica de la medicina no fuera ni de lejos tan lucrativa como el pillaje y la violación.

Dentro de unas pocas horas, el ala este estaría llena hasta los topes de algunas de las personas más ricas del mundo, todas las cuales habían donado miles de dólares al Centro del Cáncer Erin Lowell para poder asistir. John iba a tener que sonreír un montón y estar atento. Odiaba hacer eso. Durante su controvertido mandato como director general del Servicio de Salud Pública a principio de los ochenta, John Lowell no aprendió mucho sobre diplomacia ni sutileza política. Organizó una cruzada llena de celo para acabar con el cáncer, aplastando lo que y a quien se interpusiera en su camino. Declaró la guerra a los fumadores de cigarrillos, con un comentario airado en la televisión nacional: «Los cigarrillos son armas mortales, así de claro y así de simple. No siento ninguna compasión por los fumadores que se regalan a sí mismos un cáncer de pulmón. No les importa si hacen enfermar a otras personas con humo de segunda mano, ni tampoco si hacen enfermar mortalmente a sus propios hijos. Es increíble que podamos convivir con gente tan egoísta y destructiva».

Aquel comentario conmocionó a todo el país. La industria del tabaco presionó para que John Lowell fuera destituido. Fracasó, pero no por falta de esfuerzo. Y desde aquel día quedaron trazadas las líneas de batalla y, aunque John ya no era director general, continuaba en su lucha.

—Hola, papá.

John Lowell se volvió hacia su hija mayor, Cassandra. Llevaba un albornoz de baño y sandalias.

—Cassandra, pero ¿adónde vas?

—Voy a darme un chapuzón rápido en la piscina. Me apetece —respondió.

—Pero tu hermana va a salir dentro de unos minutos. Todos los invitados están entrando para verla.

Los ojos de Cassandra se nublaron un poco, pero John no pareció darse cuenta.

—Solo será un momento.

—Tendrías que entrar con todos los demás y ver a Sara.

De nuevo pareció no advertir la mirada desafiante de su hija.

—Vas a grabar el programa, ¿verdad? —preguntó Cassandra.

—Claro.

—Pues entonces podré ver a mi hermana todas las veces que quiera. Qué suerte tengo.

—Cassandra...

Echó a andar sin hacer caso de su padre. Sara. El nombre de su hermana pequeña siempre la rodeaba como una bandada de miles de pájaros diminutos. «Sara está enferma». «Tenemos que llevar a Sara al hospital». «No seas tan bruta cuando juegues con Sara». Para su padre, Cassandra nunca había sido tan bonita, tan amable, tan ambiciosa ni tan inteligente como Sara.

Con su madre era distinto. Erin Lowell quería a Cassandra tanto como a Sara, a pesar de que esta fuera más bonita, más amable, más ambiciosa, más trabajadora y más inteligente. Dios, cómo echaba de menos a mamá. Hacía ya más de diez años, pero aun así el dolor era fresco, constante y, a veces, acaparador.

Ese día el calor era de nuevo asfixiante, y muchos de los invitados se habían librado del bochorno con un chapuzón en la piscina. La mayoría ya empezaban a dirigirse al interior de la casa para ver el debut de la maravillosa Sara en NewsFlash. No obstante, al descubrir que Cassandra se dirigía a la piscina, varios de los hombres se quedaron inmóviles.

Cassandra era alta y tenía una mirada salvaje, con un pelo oscuro ondulado y la piel aceitunada. Era tan distinta de Sara que nadie podía sospechar que fueran hermanas. Para decirlo en dos palabras: Cassandra era ardiente. Abrasaba. Abrasaba peligrosamente. Mientras que para describir los ojos de Sara se podía hablar de estanques apacibles, los de Cassandra echaban fuego como brasas.

Cassandra llegó a la piscina y se quitó las sandalias. Con una tenue sonrisa dejó que el albornoz le resbalara por los hombros. El albornoz cayó al suelo y reveló un reluciente traje de baño de una pieza que luchaba por encerrar sus voluptuosas curvas. Se subió al trampolín, sabiendo que los ojos de todos iban tras ella, y dio un salto hacia delante. Luego estiró los brazos hacia arriba y se sumergió en el agua fresca, que le erizó la piel. Empezó a nadar; su largo torso avanzaba con cada brazada y sus piernas bien contorneadas se movían muy ligeramente. Su cuerpo se abría paso en el agua sin esfuerzo, formando apenas una pequeña onda.

—Son casi las ocho —avisó una voz desde la casa—. El NewsFlash está a punto de empezar.

De nuevo las mujeres empezaron a ir hacia la casa, pero los hombres no podían liberarse con facilidad del embrujo de Cassandra. Oh, sí, se esforzaban por parecer indiferentes, encogiendo la barriga en silencio y tirando de sus camisas para cubrir imperfecciones demasiado obvias. Pasaban junto a ella poco a poco, tratando desesperadamente de echarle un último vistazo.

Cassandra salió de la piscina y se dirigió despacio hacia una tumbona. No se molestó en secarse. Metió la mano en el bolsillo del albornoz y sacó unas gafas de sol, se las puso y se tumbó boca arriba con las piernas cruzadas. Procuró parecer que descansaba tranquilamente, pero detrás de las gafas de sol sus ojos no paraban de moverse.

Descubrió al gordinflón Stephen Jenkins, el antiguo senador por Arkansas de sesenta y dos años. Stephen, al que Sara y ella llamaban tío Stevie, era un viejo amigo de la familia. John Lowell y él habían ido juntos a Amherst, sus respectivas esposas habían dado fiestas juntas, sus hijos habían ido juntos a los campamentos de verano. Todo de lo más cariñoso y agradable. Y, seamos francos, tener un encuentro sexual con el líder de la minoría conservadora del Senado de Estados Unidos había sido una especie de desafío para la treintañera Cassandra. Aunque, desde luego, no podía decirse que fuera sexualmente excitante.

—Hola, Cassandra —dijo Jenkins en voz alta.

—Hola, tío Stevie.

Cassandra había considerado también la idea de seducir al guapo hijo soltero del senador, pero Bradley era un auténtico plasta. Y aún peor: era amigo de Sara. Cada vez que se veían se ponían los dos a charlar durante horas, sin hacer el menor caso a Cassandra. Si Sara y Bradley hubieran sido amantes, Cassandra tal vez se lo habría planteado. Pero no lo eran. Desde el día de su boda, hacía ya dos años, Sara estaba dedicada a Michael hasta el extremo del más absoluto aburrimiento.

Cassandra se puso un poco de aceite bronceador en la mano y empezó a masajearse las piernas. El senador Jenkins la observaba desde el otro lado de la piscina con los ojos bien abiertos y voraces.

—¿Stephen? —exclamó la señora Jenkins—. ¿Bradley?

El senador apartó la mirada de mala gana.

—Un minuto, querida.

—¡Deprisa, venid todos! ¡Sara ya ha salido!

Entonces, todos se movieron rápidamente. En unos instantes todos estaban dentro viendo la televisión. Cassandra siguió tumbada y cerró los ojos. Sara en la televisión nacional. «¿A quién puñetas le importa?».

Sara sintió un nudo en el estómago. Sabía que el reverendo Ernest Sanders estaba sentado en el cuarto de al lado, esperando a que lo entrevistara. Sabía manejarse en las entrevistas; era escurridizo como un cochinillo untado con manteca. Si al reverendo Sanders no le gustaba una pregunta, la esquivaba con un antiguo método muy eficaz: la ignoraba. Conseguía frustrar y desbaratar a cualquier entrevistador, incluso a los mejores.

La mayor parte del reportaje de Sara sobre Sanders y su Santa Cruzada estaba grabado, así que se quitó las gafas, respiró hondo e hizo un esfuerzo por mantener la calma. Había revisado las pautas tantas veces que se sabía de memoria hasta la última palabra. Se puso a cantar suavecito para sus adentros y escuchó solo algunos trocitos de la historia:

Tras empezar hace doce años con apenas unas pocas docenas de miembros, el reverendo Ernest Sanders, antiguo miembro de varios grupos de supremacía blanca, convirtió la Santa Cruzada en un sólido movimiento que ahora reúne a miles de miembros por todo el país. La Santa Cruzada, que combina lo que Sanders llama «profundos valores religiosos» y «derechos tradicionales estadounidenses», se ha visto envuelta en controversias desde sus inicios...

[...] El Servicio de Impuestos Internos nos ha confirmado que ni el reverendo Ernest Sanders ni su esposa, Dixie, han presentado la declaración de la renta desde hace doce años... El reverendo Sanders ha gastado hasta diez mil dólares al día en su propia persona y en varias mujeres jóvenes durante sus viajes «misionales» a algunas islas del Caribe, sin que haya reclutado un solo miembro nuevo para la Santa Cruzada [...] Han desaparecido millones de dólares de los donativos a la Santa Cruzada [...] El FBI investiga por corrupción a los mandos superiores del reverendo Sanders...

Cuando se acabó la parte grabada de la historia, la cámara giró para enfocar el rostro familiar y reconfortante de Donald Parker. Sara dejó de cantar por completo.

—Tenemos en el estudio al reverendo Sanders —declaró Parker—. Buenas noches, reverendo Sanders.

Ernest Sanders apareció en una pantalla y no en persona. Como en el programa Nightline de Ted Koppel, los invitados muy pocas veces o nunca se sentaban en la misma sala que los entrevistadores. Bajo la imagen de Sanders apareció un número de teléfono gratuito.

—Buenas noches, Donald. —Sanders tenía una voz agradable, relajada. Sara sintió que el nudo de su estómago se tensaba. El pastor llevaba un terno azul claro, un bisoñé evidente y una alianza de oro. Sin reloj. Sin más joyas. Nada ostentoso. Tenía una cara amable, que daba confianza; la cara de un tío favorito o de un vecino cordial. Enarbolaba firmemente uno de sus activos principales: su luminosa sonrisa.

—Gracias por acompañarnos.

—Gracias, señor Parker.

Donald Parker le hizo la primera pregunta.

—Ya ha visto usted el reportaje, reverendo Sanders. ¿Tiene algún comentario al respecto?

La expresión de Sanders se mostraba tan tranquila que Sara sintió ganas de gritar.

—Soy un hombre de Dios —dijo con un suave acento del sur—. Soy comprensivo con los deseos humanos.

—No estoy muy seguro de entenderle, señor Sanders.

—Para mí y para cuantos temen a Dios en toda nuestra nación está muy claro lo que aquí se pretende. No considero que tenga necesidad de rebajarme al nivel de la señorita Lowell y contestar sus acusaciones.

—No se ha presentado ninguna acusación, reverendo Sanders —interrumpió Sara, y volvió a ponerse las gafas metálicas—. ¿Lo que pone usted en cuestión son los hechos que se presentan en el reportaje?

—No sea usted tan ladina, señorita Lowell. Sé muy bien lo que anda buscando.

—¿Y qué es, reverendo Sanders?

—Hacerse un nombre —contestó con una sonrisa—. Una fama rápida. ¿Y qué mejor modo que intentar arrastrar por el barro el buen nombre de un simple predicador? Un hombre que predica la Biblia en toda su gloria, que ayuda a esos menos afortunados...

—Reverendo Sanders —lo interrumpió Sara—, sus ingresos personales del año pasado están calculados en más de trece millones de dólares, y sin embargo no pagó usted el impuesto sobre la renta. ¿Puede explicárnoslo?

Sanders ni se inmutó.

—Si no me equivoco, señorita Lowell —dijo—, su familia no está exactamente falta de recursos económicos. Me parece recordar que su padre tiene una mansión bastante espaciosa de su propiedad. ¿También hay que cuestionar su economía?

—Mi padre declara sus ingresos cada año —replicó—. Mi padre puede explicar de dónde sale hasta el último centavo. ¿Puede usted hacer lo mismo?

—Naturalmente —declaró con énfasis—. Sus mentiras e insinuaciones no engañan al pueblo elegido de Dios. Muchos han intentado apartar a los justos de los senderos del Señor, pero la Santa Cruzada seguirá adelante. La Santa Cruzada no permitirá que Satanás triunfe.

—¿Puede precisar estas supuestas mentiras? —preguntó Sara—. ¿Puede ser más concreto?

Sanders alzó los ojos al cielo y sacudió la cabeza.

—Satanás usa las palabras para retorcer la bondad y la rectitud y hacerlas aparecer como males —explicó como si fuera un maestro de escuela regañando a un alumno insubordinado—, pero no nos engañará. Hoy vivimos en una sociedad desbordada por la inmoralidad, pero nos mantenemos firmes. ¿Qué ha pasado con los valores familiares y éticos en este país, señorita Lowell? Personas temerosas de Dios como mi esposa, Dixie, y yo mismo ya no podemos educar a nuestros hijos en esta sociedad. Se obliga a los niños a asistir a escuelas públicas de las que se ha expulsado a Dios y en las que se da la bienvenida a los homosexuales. ¿Acaso el Señor no nos dice...?

—Discúlpeme, señor, pero al parecer iba usted a responder a las cuestiones planteadas en nuestro reportaje.

—¿Qué cuestiones? Su reportaje no se ocupa de las cuestiones importantes de Estados Unidos. Y estoy hablando del Armagedón, señorita Lowell. Los miembros de la Santa Cruzada entienden bien lo que está sucediendo. Entienden que vivimos en una era de Sodoma y Gomorra, que los herejes y los infieles atacan a Dios. Dixie y yo hacemos el trabajo del Señor, pero Él nos auxilia. A todos nos envía señales que usted prefiere ignorar.

—El reportaje hablaba de su situación eco...

—Fíjese en eso que llaman «el virus del sida», por ejemplo —la interrumpió Sanders, alzando la voz en exceso—. Lo que llama usted «el nuevo fenómeno del sida» no es más que el capítulo final de Sodoma y Gomorra. Está muy claro que Dios ha castigado con su plaga a esos homosexuales y pervertidos infames e inmorales.

—Reverendo Sanders...

—¿Por qué le resulta tan difícil creerlo? —preguntó con voz serena y una sonrisa que era ahora más brillante, con ojos chispeantes—. La mayoría de los estadounidenses creen en la obra de Dios tal y como la transcribe la Biblia. ¿Por qué, entonces, va a ser difícil creer que el Señor sigue actuando en nuestros tiempos presentes? No tenemos ninguna dificultad en aceptar la historia de las plagas del antiguo Egipto. ¿Por qué, entonces, es tan difícil aceptar una plaga en los Estados Unidos modernos? La aflicción caiga sobre quien haga oídos sordos. Los pecadores, señorita Lowell, ya no tienen un lugar en el que ocultarse. Si el sida no es una señal de lo que está por llegar, si el sida no le lleva a aceptar que Nuestro Señor es su única salvación y su único arrepentimiento, nada podrá mostrarle la luz. Estará condenada.

Sara cerró los ojos e intentó mantener su ira bajo control. Se daba cuenta de que tenía que continuar con la misma línea de preguntas, que sería una equivocación apartarse del tema de sus irregularidades financieras. Sin embargo, la ira que la embargaba tenía otras ideas.

—¿Y qué me dice de las otras víctimas, reverendo Sanders? —le preguntó, intentando mantener la calma en la voz.

—¿Qué otras víctimas?

—Sí, ¿qué me dice de las llamadas víctimas inocentes del sida, los niños recién nacidos que llegan con esa enfermedad mortal o las personas que contraen el virus a través de transfusiones de sangre? ¿Cómo explica usted el hecho de que el sida sea actualmente la primera causa de muerte entre los hemofílicos?

Otra vez aquella maldita sonrisita de suficiencia.

—Yo no lo explico, señorita Lowell. Yo no explico nada. La Biblia lo explica por mí. Lea las palabras del Señor y lo verá con sus propios ojos. La Biblia nos dice que no todas las criaturas vivas de los tiempos de Noé eran crueles y sin corazón, y sin embargo el Señor decidió salvar solamente a las criaturas que entraron en el arca. Y en la historia de Moisés, ¿por qué los inocentes se vieron obligados a sufrir aquel vendaval de plagas que asediaba Egipto? La Biblia nos da una respuesta muy simple, señorita Lowell. Que los caminos del Señor son inescrutables. ¿Quiénes somos nosotros para poner en cuestión sus planes finales? Lo sé, lo sé, es un viejo tópico, pero resulta que es verdad. No puede usted negar que la gran mayoría de los afectados por esta plaga divina son personas anormales de conductas perversas, y que sí, que en ocasiones los inocentes han de pagar por los pecados de sus hermanos. Es por eso por lo que les pido a todos que regresen de nuevo al Señor y se arrepientan antes de que sea demasiado tarde. El Señor no permitirá que se encuentre una cura para ese mal hasta que haya librado a todo el planeta de los inmorales...

«Menuda jugada, Sara». Le había hecho caer en la trampa. Había permitido que aquel imbécil se subiera a la tarima y se pusiera a predicar. Y ya era hora de bajarlo de allí.

—Reverendo Sanders, ¿por qué no ha presentado usted la declaración de la renta desde hace doce años? ¿Por qué su esposa, Dixie, y usted no han pagado un céntimo de impuestos sobre la renta en todo este tiempo?

Donald Parker estaba sentado cómodamente, expectante. No quería interrumpir. El director del programa indicó que venía un corte publicitario, pero Donald le hizo un gesto de que lo retrasara.

—Señorita Lowell, usted conoce la ley tan bien como yo. Este gran país de nuestros desvelos se esfuerza por proteger la libertad religiosa, a pesar de lo que intentan hacer algunos comunistas y ateos. Puede que hayan logrado un éxito temporal y expulsado a Dios de las escuelas y asesinado a niños no nacidos, pero la marea va a cambiar...

—Gracias, reverendo Sanders, pero estábamos hablando de sus impuestos. Trate de responder a la pregunta, por favor.

—Estoy contestando a su pregunta, señorita Lowell. Dixie y yo somos ciudadanos respetuosos con la ley. Pagamos la cuota de impuestos que nos corresponde.

—¿Cuánto pagó usted de impuestos sobre la renta el año pasado, reverendo Sanders?

—Las iglesias no tienen que pagar impuestos. Es lo que se llama separación entre la Iglesia y el Estado. Puede leer sobre el tema en la Constitución.

—He leído la Constitución, reverendo Sanders —dijo Sara, colocándose bien las gafas—, pero, con el debido respeto, usted no es una iglesia. Sin duda, no pretenderá sugerir que las personas que trabajan en las iglesias pueden librarse de pagar impuestos y obligar a los estadounidenses que trabajan duro a llevar también su carga, ¿o sí?

La sonrisa le flaqueó un tanto y, durante un breve momento, apareció una grieta en la fachada, que permitió atisbar el alma fría que había tras la sonrisa.

—Por supuesto que no —dijo—. Tergiversa usted todo lo que se le dice para conformarlo a sus propósitos, y los justos lo saben. Los justos no se desviarán del camino del Señor por sus mentiras. Repito cuanto he dicho hasta aquí. He pagado mi parte proporcional de impuestos. Todo este tema no es más que una trama de los laicistas para arruinar mi buen nombre.

En ese momento, Donald Parker intervino por fin:

—Gracias, reverendo Sanders. Haremos una pausa y volveremos después de este mensaje. No se vayan.

—Doctor Lowell, ¿puedo hablar con usted un momento?

El doctor Lowell levantó la mirada, visiblemente molesto.

—¿No puede esperar a que termine el programa, Ray?

—Ahora hay anuncios —dijo Raymond.

Era el doctor Raymond Markey, que trabajaba para el Departamento de Salud y Servicios Humanos. Un hombre bajito, con unos brazos y unas piernas que parecían demasiado cortos para el cuerpo. Los gruesos cristales de sus gafas aumentaban cinco veces el tamaño de esos ojos pequeños y oscuros y le conferían un aspecto más bien de bobo de película antigua que de doctor en Medicina. La verdad es que ahora Markey apenas ejercía la medicina. Su trabajo como secretario adjunto del departamento lo introducía en el terreno político mucho más de lo que estaba dispuesto a admitir.

Con un profundo suspiro, John Lowell se levantó y salió de la habitación. Los dos hombres caminaron juntos por el pasillo. Una vez solos del todo, Lowell dijo:

—Muy bien, ¿de qué se trata?

Los gigantescos ojos de Raymond Markey exploraron el pasillo como los haces de dos focos del patio de una cárcel.

—Esta noche va a venir a su fiesta.

—¿Qué? —El rostro de Lowell se puso rojo de ira—. No quiero a ese hombre en mi casa. Creí que lo había dejado claro.

—Y lo dejó.

—Es demasiado peligroso —susurró—. En este momento, con esta fiesta, con todo.

—No importa —dijo Markey—. Vendrá. Creí que debería decírselo.

Lowell renegó en silencio, apretando los puños.

—Ese hijo de puta nos va a destruir a todos.

Mientras la fiesta iba llegando a su apogeo, el grupo de hombres que rodeaba a Cassandra luchaba por ocupar el centro del escenario como actores engreídos. Sin embargo, a Cassandra, habituada a escenas así, no podían importarle menos. Se limitaba a sonreír encantadora, seductora, saludando con la cabeza aquí y allá, pero sin escuchar nunca de verdad. Sí, sí, todos eran hombres importantes. Randall Crane era el propietario de varios grupos empresariales. Había aparecido en la portada de la revista Fortune con un aire de lo más serio y distinguido. Ahora bien, era un pelmazo. Todos eran de lo más aburridos. Si aquellos hombres no poseyeran unas cantidades tan descomunales de dinero, nadie se habría molestado siquiera en escuchar sus peroratas autocomplacientes.

Un grupo de hombres bien vestidos comentaba el debut de Sara en NewsFlash. Cassandra recorrió con la mirada la gran sala de baile de la mansión y reconoció la mayor parte de los casi trescientos invitados. «Hipócritas», pensó. La verdad es que les importaba una buena mierda lo de la lucha contra el cáncer. Habían ido para que los vieran, para hacer relaciones e impresionar. Si eso exigía rascarse el bolsillo y dar un poco de dinero para la beneficencia, estupendo, era el precio de la entrada. Pero lo importante era que lo vieran a uno.

Randall Crane interrumpió sus pensamientos.

—¿Sabes cómo he llegado aquí esta noche, Cassandra? —preguntó.

—No, Randall —le contestó sin mirarlo apenas—. ¿Por qué no me lo cuentas?

—En mi helicóptero privado —dijo orgulloso—. Acabo de comprar ese pajarito. De ocho plazas. Y tengo piloto, copiloto y azafata propios con dedicación exclusiva.

—¿Azafata? —repitió Cassandra—. ¿En un helicóptero?

Randall Crane asintió con la cabeza.

—Vinimos desde el tejado de mi rascacielos de la calle Cuarenta y siete hasta aquí en menos de una hora.

—Me dejas muy impresionada, Randall.

El viejo sonrió encantado.

—¿Quieres que demos una vuelta en él? Ni te imaginas lo rápido que vuela.

Se había metido en la cama con Randall Crane hacía más de tres años, y el hombre había durado más o menos lo que un chaval de quince años en su primera vez. Casi no había podido ni quitarse los pantalones.

—Tendrías que aprender a ir más despacio, Randall —le dijo ella con una sonrisa maliciosa—. La velocidad no siempre es buena, ya sabes.

Mientras veía ruborizarse a Randall, Cassandra descubrió a Michael en la esquina del fondo, de pie en un rincón con aquel medicucho amigo suyo.

Michael estaba rematadamente guapo con su esmoquin; era el único hombre de la fiesta que se atrevía a llevar una pajarita morada de flores y una faja a juego en vez de las negras convencionales. Pero así era Michael. Siempre un poco alejado del centro. Hacía casi seis meses que Cassandra no lo había visto, pero seguía con un aspecto fantástico.

La verdad es que era algo extraño. Durante años, Cassandra había ido robándole a Sara todos sus novios, empezando por Eddie Myles, su primer enamorado en el instituto. Cassandra había montado el acto de seducción de tal forma que Sara no tuviera más remedio que encontrarse con los dos.

Y así fue.

A Sara se le pusieron los ojos como platos cuando vio a su novio con los pantalones en los tobillos y Cassandra arrodillada delante de él. El rostro se le retorció con angustia. Pero Eddie no fue más que el primero. Para Cassandra se convirtió en un juego. Un nuevo desafío. Cada vez que Sara se arriesgaba a confiar en alguien, su hermana iba a por él. Con cada seducción, las heridas de Sara volvían a sangrar. La inseguridad fue instalándosele en la psique. Sara se hizo más consciente de sus problemas de salud. Se le fue esfumando la confianza. Convirtió el sarcasmo en una defensa. Cassandra observaba cómo su hermana se iba distanciando del mundo exterior. Se dedicaba a sus estudios, se quedaba sola en su habitación poniendo aquella espantosa música heavy metal a toda pastilla. Hasta que no quedaron más chicos a cuya casa pudiera ir Cassandra.

Pero Sara se había hecho la mosquita muerta. De alguna manera, la muy ladina había pescado al mejor de todos. Al cabrón de Michael. A aquel cabrón guapísimo y maravilloso.

Cassandra dio un paso hacia delante.

—Perdonen un momento, caballeros.

Los hombres se fueron separando para dejarle paso. Cassandra no podía quitar los ojos de Michael. Habían pasado seis meses desde la última vez que se vieron. Y en seis meses podían haber cambiado muchas cosas.

Cassandra avanzaba hacia Michael.

En el asiento de atrás de una limusina del estudio, Sara no podía estarse quieta. Intentaba deshacerse de la excitación del programa, pero el flujo constante de adrenalina no se lo permitía. Se balanceaba atrás y adelante en el mullido asiento de cuero, con un torbellino de ideas en la cabeza. Había pasado del Blue Öyster Cult al sonido más contemporáneo de Depeche Mode, pero seguía sin reducir la marcha. A mitad de Basphemous Rumor, el chófer de la limusina levantó la ventanilla de separación para aislarse del sonido.

Bien.

Pronto vería a Michael. Resultaba una cursilada, pero en días como ese lo mejor era rememorar cada uno de los detalles con su marido. Con una mueca, Sara se soltó el aparato de la pierna y se frotó el pie. Los aparatos para las piernas habían mejorado de forma espectacular con los años, desde los tiempos en que tenía que llevar uno muy pesado de metal que le apretaba como un tornillo de banco a los de fibra de vidrio actuales, que ceñían pero no comprimían. Aun así, el aparato estorbaba y la pierna le daba pinchazos dolorosos cuando tenía que llevarlo mucho tiempo. Se dio un masaje con una mano experta en el pie y la parte baja de la pantorrilla. La sangre empezó a circular otra vez.

Sara había nacido dos meses antes de tiempo, y desde el principio fue una niña enfermiza. Unas infecciones le afectaron los pulmones y le produjeron una neumonía y una infancia llena de complicaciones de salud. El difícil parto también le había provocado un daño irreparable en un nervio del pie izquierdo. De niña, Sara necesitaba un aparato y unas muletas de metal para caminar. Ahora ya no usaba muletas, pero el aparato y, de vez en cuando, un bastón seguían a la vista.

Toda su juventud estuvo llena de visitas constantes al hospital y viajes para ver médicos especialistas y terapeutas. Durante interminables días soleados de verano, Sara se veía obligada a permanecer encerrada en su cuarto en vez de jugar al aire libre con los otros niños. Los tutores iban a verla a casa o al hospital porque se perdía muchas clases. Tenía pocos amigos. Las compañeras de colegio nunca la hacían rabiar ni se mofaban de ella, pero daban de lado a aquella extraña niña y la trataban como a una especie de intrusa. A Sara no le permitían asistir a clase de gimnasia. En los recreos tenía que sentarse en los escalones. Los otros niños la miraban con cautela, casi asustados de aquella muchachita frágil y pálida, como si representara la muerte en un lugar que solo entendía de inmortalidad.

Por mucho interés que pusiera en intentar no serlo, Sara fue siempre distinta, siempre consentida, siempre atrasada. Y lo odiaba. Al hacerse mayor, Sara fue aprendiendo que la cojera y el aparato no eran tan difíciles de superar como la percepción de los demás. Cada vez que sufría un revés, a los profesores les faltaba tiempo para excusarse en su salud.

—No es por tu culpa, Sara. Si tuvieras mejor salud...

Sin embargo, cada vez que le decían eso, Sara tenía ganas de gritar. No quería escuchar más excusas ni utilizarlas para justificar sus carencias; lo que quería era superarlas. Controlar eso. Borrarlas del mapa.

El conductor salió de la carretera y tomó el camino de entrada a la casa. Había coches estacionados por todas partes: Rolls Royces, Mercedes, grandes limusinas de toda suerte, coches con matrículas especiales del gobierno. Algunos chóferes estaban de pie alrededor del camino de entrada, fumando cigarrillos y charlando. Otros permanecían en su coche y leían la prensa.

Cuando la limusina llegó a la casa, Sara volvió a ponerse el aparato, agarró el bastón y se encaminó con todo el garbo que pudo hacia la puerta de entrada.

Michael dio otro sorbo a su Perrier. Sentía un dolor constante que le machacaba el abdomen, pero no se lo comentó a Harvey. Había planeado decirle algo, pero esa noche Harvey estaba tan distraído que Michael decidió esperar. Observó que los ojos de Harvey saltaban nerviosos de uno a otro de los invitados reunidos en la gran sala de baile. Su aspecto general, siempre con un toque de desaliño, era un desastre absoluto.

—¿Te encuentras bien, Harv?

—Estupendo —respondió rápidamente.

—¿Estás pensando en algo?

—Pues... ¿A qué hora tiene que aparecer Sara?

Era la tercera vez que lo preguntaba.

—En cualquier momento —dijo Michael—. Pero ¿por qué demonios es tan importante?

—Nada —contestó Harvey con una sonrisa algo tensa—. Tu esposa y yo estamos teniendo un fogoso romance a tus espaldas, eso es todo.

—¿Otra vez? No soporto que me robes a las mujeres, Harv.

Harvey se dio unos golpecitos en la barriga e intentó alisarse aquel pelo alborotado.

—¿Qué puedo decirte? Soy un semental.

—¿Qué planes tienes para la semana que viene? —le preguntó después de dar otro pequeño trago a su agua.

—¿La semana que viene?

—Tu cumpleaños, Harv.

—Ah —dijo Harvey—, eso.

—Solo se cumplen cincuenta una vez, muchachote.

Harvey apuró lo que quedaba de su martini.

—No me lo recuerdes.

—Cincuenta años —dijo Michael, soltando un silbido—. Cinco décadas enteras.

—Cierra el pico, Michael.

—Medio siglo. Las bodas de oro. Cuesta creerlo.

—Eso es un amigo, Mike. Gracias.

—Venga, Harv —dijo Michael, sonriendo—. Nunca has tenido mejor aspecto.

—Sí, bueno, es que me canso de quitarme a las mujeres de encima a fuerza de palos. —Harvey miró detrás de Michael y descubrió que Cassandra se dirigía hacia ellos—. Hablando de apartar a las mujeres a fuerza de palos...

—¿Qué?

—Alarma de cuñada.

—¿Dónde?

—Hola, Michael —dijo Cassandra, dándole unas palmaditas en el hombro.

—Justo detrás de ti.

—Gracias. —Michael se volvió de mala gana hacia Cassandra—. Buenas noches, Cassandra.

—Cuánto tiempo sin verte, Michael —le dijo—. Mucho. Seis meses, creo.

—Una cosa así. ¿Te acuerdas de mi amigo Harvey Riker?

—Ah, sí. El médico.

Harvey dio un paso adelante.

—Me alegro de volver a verte, Cassandra.

Cassandra hizo un ligero gesto con la cabeza, ignorándolo, porque no quitaba los ojos del rostro de Michael.

—¿Qué tal me ves esta noche, Michael?

—Bien.

—¿Bien? —repitió ella.

Michael se encogió de hombros.

—Eso no compromete a nada —señaló Cassandra.

Michael volvió a encogerse de hombros. Cassandra dirigió su atención a Harvey por un brevísimo instante.

—Doctor Riker, ¿está usted de acuerdo con la valoración de Michael?

Harvey se aclaró la garganta.

—Esto... Me vienen a la cabeza un montón de palabras, Cassandra. Pero bien no es una de ellas.

Cassandra sonrió brevemente, con la mirada de nuevo puesta en Michael.

—Michael, ¿podemos hablar un momento? —preguntó.

—Mira, Cassandra...

—No hay problema —interrumpió Harvey—. De todos modos, necesito llenar el vaso.

Los dos lo miraron mientras se alejaba. En la parte delantera del salón, los músicos de la orquesta contratada por el doctor Lowell terminaron de interpretar Tie a Yellow Ribbon y pasaron a Feelings. El vocalista sonaba como un gato atrapado en un horno.

—¿Te apetece bailar? —preguntó Cassandra.

—No, gracias.

—¿Por qué no?

—No estoy de humor. ¿De qué querías hablar conmigo?

—Deja de ser tan grosero, Michael. Te lo diré enseguida. Finjamos que estos son los preliminares. Has oído hablar de los preliminares, ¿verdad?

—Me parece que leí algo sobre el tema en Cosmopolitan.

—Muy bien. ¿Te gusta mi vestido?

—Divino. ¿Qué quieres?

—Michael...

—No pretenderás realmente empezar otra vez la misma mierda, ¿verdad?

—¿Qué mierda?

—Sabes muy bien qué mierda, Cassandra.

—Ah, ¿sí?

—Estoy casado con Sara, por el amor de Dios. ¿Te acuerdas de Sara, esa rubia, pequeñita, preciosa, con un gusto horrendo para la música y que es tu hermana?

—¿Y qué?

—Entonces, ¿por qué no dejas de molestarme? —dijo Michael, alzando los ojos—. ¿Por qué siempre tienes que acercarte a mí como una fulana de telenovela?

Cassandra se lo quedó mirando.

—No apruebas mi comportamiento, ¿eh, Michael?

—No me corresponde a mí aprobar o desaprobar.

—Bueno, ¿y qué piensas de mí, entonces? —le preguntó, dando un sorbo a la bebida—. Pero de verdad.

—Pienso que eres estupenda —le dijo—. Eres muy guapa, divertida y lista, pero cuando te comportas de este modo —añadió, encogiéndose de hombros— me pones medio enfermo.

—Eres tan encantador... —Cassandra alargó la mano y la puso sobre el pecho de Michael. Luego le guiñó el ojo, se inclinó hacia delante y lo besó en la mejilla.

—¿Por qué has hecho eso? —le preguntó él.

Volvió a guiñarle el ojo y señaló a su espalda.

—Por eso —dijo.

Michael dio media vuelta. De pie, en la entrada, Sara los observaba.

Unas pocas horas antes, George había conseguido robar un coche y cambiarle la placa de la matrícula. Estuvo un rato dando vueltas por la zona próxima a la finca de los Lowell para asegurarse de que se aprendía todas las posibles vías de huida antes de aparcar el vehículo en un solar abandonado, a varios kilómetros de distancia. Una vez allí, untó el paté de hígado de oca en una tostada y se sirvió un vino tinto. Muy joven. Un Beaujolais-Villages.

El almuerzo perfecto.

Una vez terminó, limpió el coche, miró el reloj y arrancó de vuelta hacia la mansión del doctor Lowell. Metió la mano en el bolsillo de sus pantalones de Banana Republic y sacó el estilete. Apretó el botón del muelle con el pulgar. La hoja larga y fina saltó con un elegante movimiento.

Espléndido.

Cerró la hoja y volvió a guardársela en el bolsillo. Basta de juegos. Basta de vino y canciones. Era hora de ponerse a trabajar.

Factor de riesgo

Подняться наверх