Читать книгу Muerte en el hoyo 18 - Харлан Кобен - Страница 5

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Myron Bolitar examinó con el periscopio de cartón aquella multitud ridículamente ataviada. Trató de recordar la última vez que había utilizado un periscopio de juguete. La imagen de los comprobantes de compra de una caja de cereales Cap’n Crunch parpadeó ante sus ojos como esas manchas que aparecen después de mirar hacia el sol y que suelen producir dolor de cabeza.

A través del reflejo en el espejo, Myron observó a un hombre vestido con bombachos (¡bombachos, por amor de Dios!) que miraba fijamente una minúscula esfera blanca. Los espectadores murmuraban con entusiasmo. Myron contuvo un bostezo. El hombre de los bombachos se puso de cuclillas. Los espectadores ridículamente ataviados intercambiaron codazos antes de sumirse en un silencio imponente, al que siguió una quietud absoluta, como si hasta los árboles, los arbustos y las repeinadas briznas de hierba estuvieran conteniendo la respiración.

Entonces, el hombre de los bombachos golpeó la esfera blanca con un palo.

El público empezó a comentar el golpe en una jerga indescifrable. El volumen del murmullo aumentó a medida que la bola fue ascendiendo. Algunas palabras se hicieron inteligibles. Luego, frases enteras. «Bonito estilo.» «Espléndido golpe.» «Buen golpe.» «Un estilo realmente bueno.» Enfatizaban la palabra «estilo» como si alguien pudiera pensar que se referían a un estilo de natación o a un estilo arquitectónico.

—Señor Bolitar.

Myron apartó el periscopio de su rostro. Tuvo la tentación de gritar «Arriba periscopio», pero temió que algún socio del exclusivo Club de Golf de Merion lo considerase un acto de inmadurez. Sobre todo durante la disputa del Open de Estados Unidos. Miró por encima del hombro a un hombre de rostro rubicundo que debía de rondar los setenta y comentó:

—Vaya pantalones.

—¿Disculpe?

—¿Qué pasa?, ¿tiene miedo de que le atropelle uno de los carros eléctricos?

Los pantalones eran anaranjados y amarillos, de un tono algo más brillante que una supernova en el instante mismo de la explosión. Sin embargo, en aquel hombre apenas si destacaban. Parecía como si todos se hubiesen levantado aquel día preguntándose qué indumentaria desentonaría más en el llamado mundo libre. Muchos lucían tonos de verde y anaranjados típicos de los rótulos de neón más vulgares. El amarillo y unos tonos púrpura sumamente raros también abundaban, por lo general juntos, en una combinación de colores que resultaría estrafalaria hasta al equipo de animadoras de un instituto del Medio Oeste. Era como si al verse rodeada por toda aquella belleza natural la gente se empeñara en hacer cuanto estuviera en su mano para compensarla. O quizá fuese otra cosa la que estaba en juego. Quizá la fealdad de la ropa tuviese un origen más funcional. Tal vez en los viejos tiempos, cuando había animales en libertad, los golfistas se vestían de aquella manera para ahuyentar a las bestias peligrosas.

Era una buena teoría.

—Tengo que hablar con usted —susurró el anciano—. Es urgente.

Las mejillas, redondas y joviales, contradecían a sus ojos suplicantes. De pronto, tomó a Myron por el brazo.

—Se lo ruego —añadió.

—¿De qué se trata? —preguntó Myron.

El hombre movió el cuello como si la camisa le apretara demasiado.

—Usted es agente deportivo, ¿verdad? —preguntó.

—Sí.

—¿Ha venido a captar clientes?

Myron entrecerró los ojos.

—¿Cómo sabe que no he venido aquí a presenciar el espectáculo cautivador de un puñado de adultos dando un paseo?

El anciano no sonrió, aunque ya se sabe que los golfistas no son famosos precisamente por su sentido del humor. Volvió a estirar el cuello y se aproximó.

—¿Le dice algo el nombre de Jack Coldren? —le preguntó con un ronco susurro.

—Por supuesto —respondió Myron.

Si el anciano le hubiese hecho la misma pregunta el día anterior, Myron no habría tenido ni idea de quién le hablaba. No era muy aficionado al golf (en realidad, no lo era en absoluto), y Jack Coldren había sido un jugador de tercera fila durante los últimos veinte años, pero se había convertido en el inesperado líder tras la primera jornada del Open, y ahora, cuando sólo quedaban unos pocos hoyos del segundo recorrido, iba en cabeza con una extraordinaria ventaja de nueve golpes.

—Pero ¿por qué me lo pregunta? —quiso saber Myron.

—¿Y Linda Coldren? —inquirió el hombre—. ¿Sabe quién es?

Aquella pregunta era más fácil. Linda Coldren era la esposa de Jack y la mejor golfista de la última década.

—Sí, sé quién es —respondió Myron.

El hombre se inclinó más hacia él y repitió el gesto con el cuello. Resultaba francamente molesto, además de contagioso. Myron tuvo que luchar contra el deseo de imitarlo.

—Están metidos en un buen lío —susurró el anciano—. Si los ayuda, tendrá dos nuevos clientes.

—¿De qué clase de lío se trata?

El anciano miró alrededor.

—Aquí hay demasiada gente —le dijo—. Venga conmigo.

Myron se encogió de hombros. No existía ninguna razón que le impidiera acompañarlo. El anciano era la única posibilidad de hacer negocio que había descubierto desde que su amigo y socio Windsor Horne Lockwood III (Win, para abreviar) lo había arrastrado hasta allí contra su voluntad. Dado que el Open de Estados Unidos se celebraba en el Merion, club al que pertenecía la familia Lockwood desde hacía aproximadamente un millón de años, a Win se le había ocurrido que era una gran oportunidad para que Myron consiguiera algún cliente selecto. Myron no lo tenía tan claro. A su juicio, el rasgo principal que lo distinguía de las hordas de agentes que pululaban como cigarras por los verdeantes prados del Club de Golf de Merion era su clara aversión al golf, lo cual con toda probabilidad distaba mucho de constituir un punto a su favor a la hora de ofrecer sus servicios profesionales.

Myron Bolitar dirigía MB SportsReps, una firma de representación de deportistas con sede en Park Avenue, Nueva York. El local lo alquilaba a su antiguo compañero de cuarto de la facultad, Win, un influyente banquero e inversionista cuya rancia y acaudalada familia era propietaria de Lock-Horne Securities, situada en la misma Park Avenue de Nueva York. Myron se ocupaba de las negociaciones mientras Win, uno de los corredores de bolsa más respetados del país, se ocupaba de las inversiones y las finanzas. El tercer miembro del equipo de MB, Esperanza Diaz, se ocupaba de todo lo demás. Tres ramas con controles y balances. Igual que el Gobierno estadounidense. De lo más patriótico.

Eslogan: «MB SportsReps: los demás son mariquitas rojos».

Mientras el anciano intentaba abrirse paso entre el gentío para que Myron pudiera avanzar, varios hombres con chaquetas de esport de color verde, otro atuendo que suele lucirse en los campos de golf, quizá para confundirse con la hierba, lo saludaron en voz baja con frases como «Qué tal, Bucky», o «Qué bien se te ve, Buckster» o «Buen día para el golf, Buckaroo». Todos ellos tenían acento de ricos repipis, con esa inflexión gangosa que prefiere «mami» a «mamá» y para la que tanto verano como invierno son sinónimos de vacaciones. Myron estuvo a punto de criticar que llamaran Bucky a un hombre hecho y derecho, pero cuando uno se llama Myron..., ya se sabe, más vale no arrojar piedras contra el propio tejado.

Como en cualquier otro acontecimiento deportivo del mundo libre, la zona de juego parecía más una cartelera gigante que un campo de competición. El marcador principal lo patrocinaba IBM. Canon repartía periscopios. Empleados de American Airlines despachaban en los puestos de comida (unas líneas aéreas manipulando alimentos, ¿a qué lumbrera se le habría ocurrido?). El village estaba atestado de empresas que aflojaban más de cien mil dólares por cabeza para plantar una tienda de campaña por unos días, con la finalidad principal de proporcionar a sus ejecutivos una excusa para acudir al torneo. Travelers Group, Mass Mutual, Aetna (a los golfistas deben de gustarles los seguros), Canon, Heublein. Heublein. ¿Qué diablos era Heublein? Parecía una buena empresa. Myron probablemente hubiese comprado un Heublein de haber sabido lo que era.

Lo curioso del caso era que, de hecho, el Open de Estados Unidos estaba menos comercializado que la mayor parte de los torneos. Al menos todavía no habían vendido el nombre, como otros torneos, que adoptaban el de sus patrocinadores con resultados un tanto ridículos. ¿Quién podría aspirar a ganar el JC Penney Open, o el Michelob Open, o siquiera el Wendy’s Three-Tour Challenge?

El anciano lo condujo hasta un aparcamiento reservado. Mercedes, Cadillac, limusinas. Myron reconoció el Jaguar de Win. La Asociación de Golf de Estados Unidos había colocado hacía poco un cartel en el que podía leerse: aparcamiento sólo para socios.

—Usted es socio del Merion —afirmó Myron, siempre tan intuitivo.

El anciano transformó su gesto característico de torcer el cuello en una especie de asentimiento.

—Mi familia se remonta a los orígenes del club —explicó, exagerando su acento esnob—. Igual que la de su amigo Win.

Myron se detuvo y miró al anciano.

—¿Conoce a Win?

El anciano esbozó algo parecido a una sonrisa y se encogió de hombros. Nada de compromisos.

—Aún no me ha dicho cómo se llama —señaló Myron.

—Stone Buckwell. Pero todo el mundo me llama Bucky —respondió el anciano, tendiéndole la mano—. Por lo demás —añadió mientras Myron se la estrechaba—, soy el padre de Linda Coldren.

Bucky abrió la portezuela de un Cadillac azul celeste al que subieron. Metió la llave en el contacto. En la radio pasaban música ambiental; peor aún, la versión ambiental de Raindrops Keep Falling on My Head. Myron se apresuró a bajar la ventanilla en busca de aire fresco y de algo de ruido que neutralizara aquella música.

Sólo los socios estaban autorizados a aparcar en los jardines del Merion, de modo que salir del recinto no supuso ningún problema. Torcieron a la derecha al final del sendero de entrada y luego otra vez a la derecha. Bucky, por suerte, apagó la radio. Myron volvió a meter la cabeza dentro del coche.

—¿Qué sabe sobre mi hija y su marido? —preguntó Bucky.

—Poca cosa —respondió Myron.

—Usted no es aficionado al golf, ¿verdad, señor Bolitar?

—La verdad es que no.

—El golf es un deporte realmente magnífico —sentenció el anciano. Luego añadió—: Aunque la palabra deporte no le hace justicia.

—Ajá —asintió Myron.

—Es el juego de los príncipes. —El rostro rubicundo de Buckwell resplandeció levemente; los ojos, muy abiertos, reflejaban el arrobamiento propio de las almas más devotas. Hablaba en voz baja, no sin cierta reverencia—. No hay nada comparable. Tú solo contra el campo. Sin excusas. Sin compañero de equipo. Sin llamadas inoportunas. Es la más pura de las actividades.

—Ajá —repitió Myron—. Mire, no quisiera parecerle grosero, señor Buckwell, pero ¿de qué va todo esto?

—Llámeme Bucky, por favor.

—De acuerdo... Bucky.

Buck asintió con aprobación y dijo:

—Tengo entendido que usted y Windsor Lockwood son algo más que meros socios.

—¿A qué se refiere?

—Creo que hace tiempo que se conocen. Compartieron habitación mientras estudiaban en la universidad. ¿Me equivoco?

—¿Por qué me pregunta sobre Win?

—El caso es que fui al club para intentar dar con él —explicó Bucky—. Pero me parece que será mejor así.

—¿Así cómo?

—Hablando antes con usted. Tal vez luego... Bueno, ya veremos. Prefiero no crearme demasiadas expectativas.

Myron asintió.

—No tengo ni idea de qué me está hablando.

Bucky se desvió por un camino adyacente al campo, el camino de la casa club. Los golfistas, siempre tan creativos.

El campo quedaba a la derecha. A la izquierda se alzaban imponentes mansiones. Un minuto después, Bucky tomó un camino circular. La casa era bastante grande y estaba construida de un material conocido como roca de río. La roca de río era muy abundante en aquella región, y Win siempre se refería a ella como «la piedra esencial». La mansión estaba rodeada por una valla blanca, varios parterres de tulipanes y dos arces, uno a cada lado del sendero. En el lado derecho se abría un amplio porche. El coche se detuvo y, por un instante, ambos permanecieron inmóviles.

—¿De qué va este asunto, señor Buckwell? —le preguntó al fin Myron.

—Nos encontramos ante una situación muy delicada —dijo el anciano.

—¿Qué clase de situación? —inquirió Myron.

—Prefiero que sea mi hija quien se lo explique. —Bucky sacó la llave del contacto y se dispuso a abrir la puerta.

—¿Por qué acude a mí? —quiso saber Myron.

—Nos han dicho que quizá podría ayudarnos.

—¿Quién se lo ha dicho?

Buckwell empezó a torcer el cuello con renovado vigor. Cuando por fin recuperó el control de su cabeza, miró a Myron a los ojos y declaró:

—La madre de Win.

Myron se estremeció. Abrió la boca, la cerró, esperó. Buckwell se apeó y se dirigió hacia la puerta de la casa. Myron lo siguió diez segundos después.

—Win no le servirá de nada —le advirtió.

Buckwell asintió.

—Por eso he acudido antes a usted.

Recorrieron un camino de ladrillos hasta alcanzar la puerta, que estaba entornada. Buckwell la empujó y llamó:

—¡Linda!

Linda Coldren estaba de pie ante el televisor del estudio. Vestía pantalones cortos de color blanco y blusa amarilla sin mangas que dejaban al descubierto unos miembros ágiles, propios de una atleta. Era alta, tenía el pelo negro, muy corto, y lucía un bronceado que realzaba sus músculos lisos y largos. De acuerdo con las finas arrugas en las comisuras de sus labios y sus ojos, debía de tener unos treinta y cinco años, tal vez más. Myron intuyó de inmediato por qué se la disputaban los patrocinadores. Aquella mujer irradiaba un esplendor salvaje. Su belleza transmitía más fortaleza que delicadeza.

Estaba viendo el torneo por televisión. Encima del aparato había fotografías familiares enmarcadas. Dos grandes sofás cubiertos de cojines formaban una uve en un rincón. Discreto mobiliario para un golfista. Nada de putting green, nada de alfombra AstroTurf, nada de esas obras de arte de tema golfístico que se hallaban uno o dos escalones por debajo de la categoría estética de, pongamos por caso, los cuadros de tahúres jugando a póquer. Ninguna gorra con la imagen de un tee y una bola colgada de la cabeza de un alce.

De repente, Linda Coldren los miró; primero a Myron, con expresión airada, y luego a su padre.

—Pensaba que ibas a traer a Jack —le espetó.

—Todavía no ha terminado el recorrido.

Linda señaló con la mano el televisor.

—Ya está en el hoyo 18. Pensaba que ibas a esperarlo.

—He traído al señor Bolitar en su lugar.

—¿A quién?

Myron dio un paso al frente y sonrió.

—Soy Myron Bolitar.

Linda Coldren le echó un vistazo y volvió a mirar a su padre.

—¿Quién diablos es éste?

—Es el hombre de quien me habló Cissy —repuso Buckwell.

—¿Quién es Cissy? —preguntó Myron.

—La madre de Win.

—Oh —exclamó Myron—. Entiendo.

—No pinta nada aquí —dijo Linda Coldren—. Deshazte de él.

—Escucha, Linda. Necesitamos ayuda.

—Pero no la suya.

—Él y Win tienen experiencia en esta clase de cosas.

—Win —sentenció ella con parsimonia— es un psicópata.

—Vaya —intervino Myron—, veo que lo conoce bien.

Linda Coldren por fin se dignó prestar atención a Myron. Sus ojos, profundos y pardos, se encontraron con los de él.

—No he hablado con Win desde que tenía ocho años —dijo ella—. Pero no es preciso saltar por encima de las llamas para saber que el fuego quema.

Myron asintió.

—Bonita analogía.

Linda Coldren soltó un bufido de desaprobación y volvió a mirar a su padre.

—Ya te he dicho que nada de policía. Haremos lo que dicen.

—Pero si no es policía —arguyó Bucky.

—Y no debías contárselo a nadie.

—Sólo se lo he contado a mi hermana —protestó Bucky—. No dirá una palabra.

Myron sintió que volvía a estremecerse.

—Espere un momento —le dijo dirigiéndose a Bucky—. ¿Su hermana es la madre de Win?

—Sí.

—Entonces, usted es el tío de Win. —Myron miró a Linda Coldren.— Y usted su prima hermana.

Ella lo miró con expresión de desdén.

—Con tamaña sagacidad —repuso en tono burlón—, me alegra tenerlo de nuestra parte. Si aún no le ha quedado claro, señor Bolitar, puedo traer una pizarra y dibujarle nuestro árbol genealógico.

—¿Lo haría con varios colores? —preguntó Myron—. Me encantan los colorines.

Ella hizo una mueca y le dio la espalda. En el televisor, Jack Coldren se disponía a dar un putt de tres metros y medio. Linda observó atentamente. El golpe fue suave, la bola describió un arco y fue a dar justo en el hoyo. La tribuna aplaudió con entusiasmo moderado. Jack cogió la bola con dos dedos y saludó. El marcador de IBM centelleó en la pantalla. Jack Coldren iba en primera posición con una fabulosa ventaja de nueve golpes.

—Pobre cabrón —masculló Linda Coldren.

Myron guardó silencio. Bucky hizo lo mismo.

—Ha esperado este momento durante veintitrés años —prosiguió ella—. Y ahora va y lo consigue.

Myron echó un vistazo a Bucky, que lo miró y sacudió la cabeza.

Linda Coldren siguió con los ojos fijos en el televisor hasta que su marido salió en dirección a la casa club. Entonces dejó escapar un profundo suspiro y se volvió hacia Myron.

—¿Sabe, señor Bolitar?, Jack jamás ha ganado un torneo profesional. Lo más cerca que estuvo de lograrlo fue cuando empezaba, hace ya veintitrés años, con sólo diecinueve. Fue la última vez que se celebró el Open de Estados Unidos en el Merion. Quizá recuerde los titulares.

La verdad es que no le resultaban del todo desconocidos. Los periódicos de la mañana habían publicado algunas crónicas de la época.

—Perdió el liderazgo, ¿verdad?

—Eso suena a eufemismo, pero así es —admitió Linda Coldren—. A partir de entonces su carrera ha sido cualquier cosa menos espectacular. Ha habido años en los que ni siquiera ha pasado el corte de un solo torneo.

—Le ha llevado mucho tiempo enganchar una buena racha —dijo Myron—. En el Open de Estados Unidos, quiero decir.

Ella lo miró con cierta curiosidad y se cruzó de brazos.

—Su nombre me suena —dijo—. Usted jugaba al baloncesto, ¿verdad?

—Así es.

—En la ACC. ¿Carolina del Norte?

—Duke —la corrigió.

—Eso es, Duke. Ahora lo recuerdo. Se rompió la rodilla poco después de que lo seleccionaran para la NBA.

Myron asintió.

—Aquello puso fin a su carrera, ¿no es así?

Myron asintió de nuevo.

—Tuvo que ser un duro golpe —agregó ella.

Myron no contestó.

Ella trató de quitarle importancia al asunto con un gesto de la mano.

—Lo que le ha pasado a usted no es nada comparado con lo que le ha ocurrido a Jack —dijo.

—¿Por qué?

—Usted se lesionó. No dudo que le resultase duro, pero al menos no fue culpa suya. Jack llevaba una ventaja de seis golpes en el Open de Estados Unidos, a falta de sólo ocho hoyos. ¿Sabe lo que significa eso? Es como tener una ventaja de diez puntos cuando sólo queda un minuto de juego en el séptimo partido de los play off de la NBA. Es como fallar un lanzamiento a canasta en el último instante y perder el campeonato. Jack no volvió a ser el mismo después de aquello. Creo que aún no lo ha superado. Desde entonces se ha pasado toda la vida esperando la ocasión de redimirse. —Se volvió hacia el televisor. El marcador aparecía de nuevo en la pantalla. Jack Coldren seguía en cabeza con nueve golpes—. Si vuelve a perder...

No se tomó la molestia de acabar la frase. Todos guardaron silencio. Linda mantuvo la vista fija en el televisor. Bucky estiró el cuello, con los ojos húmedos y el rostro tembloroso, al borde del llanto.

—¿Qué ha sucedido, Linda? —preguntó Myron.

—Nuestro hijo —respondió—. Lo han secuestrado.

Muerte en el hoyo 18

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