Читать книгу Muerte en el hoyo 18 - Харлан Кобен - Страница 8

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—¿Qué ha dicho? —preguntó Myron.

—Quieren dinero —contestó Bucky.

—¿Cuánto?

—No lo sé.

—¿Qué quiere decir con que no lo sabe? ¿No han fijado una suma? —Myron estaba desconcertado.

—Creo que no —dijo el viejo. Se oía un ruido de fondo.

—¿Dónde está? —inquirió Myron.

—Estoy en el Merion. Verá, Jack contestó la llamada. Todavía está conmocionado.

—¿Que Jack contestó?

—Sí.

—¿El secuestrador llamó a Jack al Merion?

—Sí. Por favor, Myron, ¿puede volver aquí? Será más fácil explicárselo en persona.

—Voy para allá.

Condujo desde el sórdido motel hacia la autopista y de allí al verde. Cantidades desorbitantes de verde. Los suburbios de Filadelfia estaban alfombrados de un verde lujurioso, arbustos altos y árboles que daban sombra. Resultaba sorprendente la proximidad (al menos geográfica) de las calles más pobres de Filadelfia. Como en la mayoría de las ciudades, en Filadelfia la segregación era alarmante. Myron recordó la ocasión en que había acompañado a Win a ver un partido de los Eagles en el Veterans Stadium un par de años atrás. Pasaron por un una zona italiana, una zona polaca, una zona afroamericana; era como si un potente campo magnético invisible (una vez más, como en Star Trek) aislara a cada una de las comunidades. Parecía una pequeña Yugoslavia.

Myron torció por la avenida Ardmore. El Merion quedaba a unos dos kilómetros. Pensó en Win. Se preguntó cómo reaccionaría su viejo amigo ante la implicación de su madre en el caso. Probablemente, no muy bien. En los años que llevaban siendo amigos, Myron sólo había oído que Win mencionara a su madre en una ocasión. Fue durante su penúltimo año en Duke. Eran compañeros de habitación, acababan de regresar de una fiesta salvaje en el club de estudiantes. Había corrido la cerveza. Myron no era lo que se dice un buen bebedor. Se tomaba dos copas y terminaba besando a una tostadora. Él se justificaba apelando a la genética, pues en su familia nadie había aguantado jamás el alcohol.

Win, por el contrario, parecía que se hubiese destetado con aguardiente. El licor nunca le había afectado, pero en aquella fiesta en particular el ponche a base de bourbon hizo que incluso él se tambaleara un poco al caminar. Hasta el tercer intento no logró abrir la puerta de su cuarto.

Myron se desplomó de inmediato sobre la cama. El techo daba vueltas en el sentido contrario a las agujas del reloj a una velocidad escalofriante. Cerró los ojos y se sintió morir. Se agarró a la cama, aterrorizado. Sintió unas náuseas espantosas, se preguntó cuándo vomitaría y rezó para que se produjera de inmediato.

¡Ah, el encanto de las borracheras universitarias!

Ambos guardaron silencio durante un buen rato. Myron dudaba si Win se habría dormido. Quizás hubiera decidido largarse, perderse en la oscuridad de la noche. A lo mejor no se había agarrado lo suficiente a su cama y la fuerza centrífuga lo había lanzado por la ventana hacia el más allá.

La voz de Win rasgó la oscuridad.

—Échale un vistazo a esto.

Una mano dejó caer algo sobre el pecho de Myron. Myron se arriesgó a soltar una mano de la cama. Hasta allí, todo iba bien. Buscó a tientas hasta que lo encontró; después desplazó el objeto hacia un lugar donde pudiera examinarlo. Una farola de la calle (los campus están iluminados como árboles de Navidad) derramaba la suficiente luz en la habitación para darse cuenta de que se trataba de una fotografía. Los colores estaban desvaídos, pero Myron acertó a distinguir lo que parecía un automóvil caro.

—¿Es un Rolls-Royce? —preguntó Myron, que no sabía nada de coches.

—Un Bentley Continental Flying Spur —lo corrigió Win—, de 1962. Un clásico.

—¿Es tuyo?

—Sí.

La cama seguía dando vueltas en silencio.

—¿Cómo lo conseguiste? —inquirió Myron.

—Me lo regaló un tipo que se follaba a mi madre.

Punto final. Después de aquello, Win echó el cerrojo. El muro que levantó era tan impenetrable como inaccesible, protegido por un campo de minas, un foso y una alambrada electrificada. Durante los siguientes quince años Win no volvió a mencionar a su madre. Ni siquiera cuando los paquetes que le mandaba cada semestre llegaban a su dormitorio. Ni cuando luego llegaron a su oficina el día de su cumpleaños. Ni siquiera cuando la vieron en persona, diez años atrás.

Un sencillo letrero de oscura madera anunciaba: merion golf club. Nada más. Nada de «Reservado a los socios». Nada de «Somos elitistas y a usted no lo queremos». Nada de «Las minorías étnicas por la entrada de servicio». No era preciso. Se daba por sentado.

La última partida a tres del Open había terminado poco antes y la mayor parte del público ya se había marchado. El Merion sólo tenía capacidad para diecisiete mil personas (menos de la mitad de la capacidad de la mayoría de los campos), pero, aun así, durante los torneos aparcar seguía resultando trabajoso. Los espectadores se veían obligados a hacerlo en el vecino Haverford College y tomar uno de los autobuses que iban y venían constantemente.

Al final del camino de entrada un guarda le indicó que se detuviera.

—Vengo a ver a Windsor Lockwood —anunció Myron.

El hombre lo invitó a pasar de inmediato.

Bucky corrió a su encuentro antes de que le diera tiempo a aparcar el coche. Se lo veía avejentado.

—¿Dónde está Jack? —preguntó Myron.

—En el campo del oeste.

—¿Dónde?

—En el Merion hay dos campos —le explicó el anciano, estirando el cuello con su gesto característico—. El del este, que es el más famoso, y el del oeste. Durante el Open, el del oeste se emplea como campo de prácticas.

—¿Y su yerno está allí?

—Sí.

—¿Lanzando bolas?

—Por supuesto. —Bucky lo miró sorprendido—. Siempre se hace después de un partido. Todo jugador del circuito lo sabe. Usted jugaba al baloncesto. ¿No solía practicar sus lanzamientos al finalizar los encuentros?

—No.

—Bueno, como le decía, el golf es muy especial. Los jugadores deben revisar su juego inmediatamente después de cada partida. Aunque hayan jugado bien. Se fijan en los golpes buenos y procuran explicarse dónde reside el error de los golpes fallidos. Resumen la jornada, vaya.

—Entiendo —dijo Myron—. Hábleme de la llamada del secuestrador.

—Lo acompañaré hasta donde está Jack —repuso Bucky—. Es por aquí.

Recorrieron la calle del hoyo 18 y luego bajaron por la del dieciséis. El aire olía a hierba recién cortada y a polen. Había sido un buen año para el polen en la Costa Este; los alérgicos estaban de parabienes.

—Mire esa hierba alta —indicó Bucky con gesto de desaprobación—. Imposible.

Señalaba hacia los prados. Myron no tenía la más remota idea de lo que le estaba diciendo, de modo que asintió y siguió caminando.

—La maldita Asociación de Golf quiere este campo para poner a los jugadores de rodillas —masculló Bucky—. Así que dejan crecer la hierba alta a su antojo. Es como jugar en un arrozal, por amor de Dios. Luego dejan los greens tan pelados que se podría jugar al hockey sobre hielo en ellos.

Myron permaneció callado. Y siguieron caminando.

—Éste es uno de los famosos hoyos de la cantera —explicó Bucky, más sosegado.

—Ajá —repuso Myron, y pensó que algunas personas hablaban sin cesar cuando se ponían nerviosas.

—Cuando los constructores del campo llegaron al dieciséis, el diecisiete y el dieciocho —prosiguió Bucky, no sin que su voz sonara como la de un guía turístico en la Capilla Sixtina—, toparon con una cantera. En lugar de darse por vencidos, siguieron avanzando, incorporando la cantera al hoyo.

—¡Santo Dios! —dijo Myron quedamente—, sí que eran valientes en aquel entonces.

Hay quien habla a destajo cuando está nervioso. Los hay que se ponen sarcásticos.

Llegaron al tee y torcieron a la derecha por Golf House Road. A pesar de que el último grupo había terminado de jugar hacía más de una hora, aún quedaba una docena de jugadores realizando lanzamientos. El campo de prácticas. Allí era donde los golfistas profesionales comprobaban la eficacia de los diferentes tipos de palos. Disponían de una variada gama: palos con la cabeza de madera, palos con la cabeza de metal, y otros a los que llamaban niblicks, wedges y cosas por el estilo; pero eso era sólo una parte. Casi todos los profesionales del circuito se daban cita en el campo de prácticas para elaborar estrategias con sus cadis, comprobar el estado del equipo con sus patrocinadores, conversar con los colegas, fumar un cigarrillo (una sorprendente cantidad de profesionales fumaba sin parar) e incluso hablar con los agentes.

En los ambientes golfísticos, el campo de prácticas se conocía como «la oficina».

Myron reconoció a Greg Norman y a Nick Faldo. También divisó a Tad Crispin, la mejor «joven promesa» desde la aparición de Jack Nicklaus; en pocas palabras, el cliente soñado. El muchacho tenía veintitrés años, era bien parecido, tranquilo y estaba comprometido con una mujer muy bonita. Además, todavía no tenía agente. Myron procuró no babear. Eh, era tan humano como cualquiera. Al fin y al cabo era agente deportivo, y por ende merecedor de cierta indulgencia.

—¿Dónde está Jack? —preguntó Myron.

—Bajando por ahí —indicó Bucky—. Ha preferido practicar a solas.

—¿Cómo ha dado con él el secuestrador?

—Ha llamado a la centralita del Merion y ha dicho que se trataba de una emergencia.

—¿Y le han hecho caso?

—Sí —respondió Bucky—. De hecho, fue Chad quien llamó. Dijo que era el hijo de Jack quien hablaba.

Aquello era muy curioso.

—¿A qué hora se ha producido la llamada?

—Unos diez minutos antes de que yo le telefoneara a usted. —Bucky se detuvo y señaló con la barbilla—. Allí está.

Jack Coldren era un poco rechoncho y barrigudo, pero tenía unos antebrazos como los de Popeye. El cabello lacio se le revolvía con la brisa, dejando a la vista zonas sin pelo que habían pretendido disimularse. Golpeó la pelota con furia extraordinaria. Habrá a quien esto le parecerá un poco raro. Acabas de enterarte de que tu hijo ha desaparecido y te vas a lanzar pelotas de golf. Pero Myron lo comprendió. Golpear con rabia le servía de consuelo. Cuanto más estrés soportaba Myron, más ansiaba jugar al baloncesto. Cada cual tiene sus recursos. Hay quien bebe. Quien toma drogas. Hay quien prefiere dar un largo paseo en coche o enfrascarse en un juego de ordenador. Cuando Win necesitaba relajarse, solía ver cintas de vídeo de sus propias hazañas sexuales. Así era Win.

—¿Quién está junto a él? —preguntó Myron.

—Diane Hoffman —contestó Bucky—. Es su cadi.

A Myron le constaba que un cadi femenino no era nada fuera de lo común en el circuito profesional masculino. Algunos jugadores contrataban incluso a sus esposas. Era una forma de ahorrar dinero.

—¿Está al corriente de la situación?

—Sí. Diane se hallaba presente cuando le avisaron de que tenía una llamada. Están bastante unidos.

—¿Se lo ha dicho a Linda?

Bucky asintió con la cabeza.

—Le telefoneé de inmediato. No le importará presentarse usted mismo, ¿verdad? Me gustaría regresar al club para comprobar cómo se encuentra.

—Descuide.

—¿Cómo le aviso si sucede algo?

—Llámeme al móvil.

Bucky lo miró boquiabierto.

—Los teléfonos móviles están prohibidos en el Merion.

Como una bula del Papa.

—«Me gusta ir contra las normas» —dijo Myron—. No deje de llamar si es preciso.

Myron se aproximó a ellos. Diane Hoffman estaba erguida, con los pies separados y los brazos cruzados, atenta al backswing de Coldren. Tenía entre los labios un cigarrillo casi en posición vertical. No se molestó en echar siquiera una ojeada a Myron. Jack Coldren dio un fuerte golpe y la bola salió disparada hacia las colinas lejanas.

Jack Coldren se volvió, miró a Myron, forzó una sonrisa y lo saludó con una inclinación de cabeza.

—Usted es Myron Bolitar, ¿verdad?

—En efecto.

Se dieron la mano. Diane Hoffman seguía estudiando todos y cada uno de los movimientos de su jugador y frunció el entrecejo como si hubiese detectado un defecto en la técnica que empleaba para estrechar la mano.

—Le agradezco mucho que nos preste su ayuda —dijo Jack.

Myron vio la desolación pintada en el rostro de aquel hombre. Una palidez enfermiza había sustituido el rubor jubiloso que presentaba tras golpear el putt en el hoyo 18. Sus ojos reflejaban la sorpresa e incomprensión de un hombre que acaba de recibir su primer puñetazo en la boca del estómago.

—Trató de volver a las pistas hace poco, ¿no es cierto? —preguntó Jack.

Myron asintió con la cabeza.

—Lo vi en las noticias —agregó Jack—. Un paso atrevido, después de tantos años.

Estaba claro que no sabía por dónde empezar. Myron decidió facilitarle las cosas.

—Hábleme de la llamada.

Jack Coldren desvió la vista hacia la vasta extensión verde.

—¿Está seguro de que es lo más prudente? —preguntó—. El tipo me ha dicho que nada de policías, que actuara con normalidad.

—Soy un agente deportivo a la caza de clientes —arguyó Myron—. Que hable conmigo es de lo más normal.

Coldren lo meditó un momento y asintió. Todavía no le había presentado a Diane Hoffman. A ella parecía traerle sin cuidado. Se mantuvo a unos tres metros de distancia, inmóvil, como una roca. Seguía entrecerrando los ojos con suspicacia; su rostro curtido revelaba cansancio. La ceniza del cigarrillo había alcanzado una longitud increíble, que desafiaba la ley de la gravedad.

Llevaba gorra y uno de esos chalecos típicos de los cadis, semejantes a los dorsales reflectantes que se ponen los corredores por la noche.

—El presidente del club ha venido a mi encuentro y me ha dicho en voz baja que tenía una llamada urgente de mi hijo —explicó Jack—. De modo que he ido a la casa club y me he puesto al aparato. —Guardó silencio y parpadeó varias veces. Respiraba con dificultad. Lucía un jersey muy ceñido, amarillo y con cuello de pico. Su cuerpo se expandía bajo el tejido de algodón a cada inhalación. Myron esperó—. Era Chad —soltó por fin—. Apenas tuvo tiempo de decir «papá» cuando alguien le arrebató el teléfono. Entonces se puso un hombre con la voz grave.

—¿Muy grave? —preguntó Myron.

—¿Cómo dice?

—Que si la voz era muy grave.

—Mucho.

—¿Le pareció extraña? ¿Semejante a la de un autómata, quizá?

—Ahora que lo dice, sí.

Un modulador electrónico de voz, supuso Myron. Aquellos aparatos podían hacer que Barry White cantara como una niña de cuatro años. O viceversa. No era difícil hacerse con uno. Los vendían en cualquier bazar. El secuestrador o los secuestradores podían ser de cualquier sexo. La descripción que Linda y Jack Coldren daban de una «voz masculina» era un dato irrelevante.

—¿Qué le ha dicho?

—Que tenía a mi hijo —respondió Jack—, y que si llamaba a la policía o a cualquiera por el estilo Chad pagaría por ello. Ha dicho que me estarían vigilando constantemente. —Enfatizó este detalle volviendo a mirar alrededor. No se veía a ningún sospechoso al acecho, sólo a Greg Norman, que los saludó con la mano, sonriente, y les dedicó un gesto de aprobación. Un gran día, colega.

—¿Qué más? —preguntó Myron.

—Me ha dicho que quería dinero —respondió Coldren.

—¿Cuánto?

—Sólo ha dicho que mucho. Todavía no estaba seguro de cuánto, pero quería que estuviera preparado. Ha dicho que volvería a llamar.

Myron hizo una mueca.

—Pero ¿no le ha dicho cuánto?

—No. Sólo ha dicho que sería una suma importante.

—Y que se fuera preparando.

—Exacto.

Aquello no tenía sentido. ¿Un secuestrador que no estaba seguro de cuánto pedir por el rescate?

—¿Puedo serle franco, Jack?

Coldren se irguió cuan alto era, embutido en su chaleco. Tenía el aspecto de lo que algunos considerarían el típico joven encantador. Su rostro era ancho y amable, de rasgos suaves, como de algodón.

—No quiero que me dore la píldora, Bolitar. Dígame la verdad.

—¿Podría tratarse de una broma de mal gusto?

Jack lanzó una rápida mirada a Diane Hoffman, que hizo un movimiento casi imperceptible que bien podía interpretarse como de asentimiento. Volvió a mirar a Myron.

—¿Qué quiere decir?

—¿Es posible que Chad esté detrás de todo esto?

Los largos cabellos lacios cayeron sobre sus ojos movidos por la brisa. Se los apartó con la mano. Su rostro adquirió una expresión sombría. ¿Reflexionaba, tal vez? A diferencia de Linda Coldren, la idea no lo puso a la defensiva. Ponderaba la posibilidad, aunque quizá lo que estaba haciendo era aferrarse a una alternativa que significaba seguridad para su hijo.

—Había dos voces distintas —señaló Coldren—. En el teléfono, quiero decir.

—Podía tratarse de un modulador de voz. —Myron le explicó lo que era.

Coldren sacudió la cabeza.

—No sé qué decir.

—¿Se imagina a Chad haciendo algo así?

—No —contestó Coldren—; ¿quién se imaginaría a su propio hijo haciendo algo semejante? Estoy procurando ser imparcial en este asunto, y no es fácil. Por supuesto que yo tampoco podría creer que el mío hiciera algo así, pero, claro, no sería el primer padre que está equivocado con respecto a su hijo, ¿no es cierto?

«Desde luego», pensó Myron.

—¿Chad se ha fugado alguna otra vez? —preguntó.

—No.

—¿Han tenido algún problema familiar que pudiera empujarlo a hacerlo?

—¿Hasta el punto de fingir su propio secuestro?

—No tiene por qué ser algo tan extremo —aclaró Myron—. Quizás usted o su esposa hicieran algo que lo disgustase.

—No —repuso Jack, súbitamente ausente—. No se me ocurre nada. —Levantó la vista. El sol estaba bajo y ya había perdido intensidad, pero aun así miró a Myron con los ojos entrecerrados, llevándose la mano a la frente a modo de visera. Aquella postura recordó a Myron la fotografía de Chad que había visto en la casa—. A usted se le ha metido algo en la cabeza, ¿verdad? —añadió.

—No exactamente.

—Aun así me gustaría oírlo.

—¿Hasta qué punto desea ganar este torneo, Jack?

Coldren esbozó una sonrisa.

—Usted era deportista, Myron; puede figurárselo.

—Sí —admitió Myron.

—Entonces ¿adónde quiere llegar?

—Su hijo es deportista. Es probable que él también lo sepa.

—Sí —dijo Coldren. Y agregó—: Aunque sigo sin saber adónde pretende ir a parar.

—Si alguien quisiera hacerle daño —explicó Myron—, ¿qué mejor que echar a perder su oportunidad de ganar el Open?

Jack Coldren, cuyos ojos adquirieron de nuevo la expresión de quien acaba de recibir un puñetazo, dio un paso atrás.

—Sólo se trata de una suposición —se apresuró a aclarar Myron—. No estoy afirmando que su hijo esté haciendo eso...

—Pero debe tener en cuenta todas las posibilidades.

—En efecto.

Coldren dejó escapar un suspiro.

—Aun suponiendo que lo que sugiere sea cierto —dijo—, no tiene por qué ser obra de Chad. Cualquiera puede haberlo hecho para desconcertarme. —Volvió a echar un vistazo a su cadi. Sin dejar de mirarla, añadió—: No sería la primera vez.

—¿Qué quiere decir?

Jack Coldren no contestó de inmediato. Miró de reojo hacia donde había lanzado las bolas. Allí no parecía haber nada interesante.

—Me figuro que sabe que hace mucho tiempo perdí el Open.

—Sí.

Jack permaneció en silencio.

—¿Ocurrió algo raro en aquella ocasión? —inquirió Myron.

—Quizá —respondió Jack—. Ya no sé qué pensar. El caso es que podría haber alguien que quisiera fastidiarme. No tiene por qué ser mi hijo.

—Es posible —convino Myron. No mencionó que había descartado en buena medida aquella posibilidad dado que Chad había desaparecido antes de que Coldren encabezara la clasificación. No había ningún motivo para hacerlo en aquel momento.

Coldren se volvió hacia Myron.

—Bucky me comentó algo sobre una tarjeta bancaria —dijo.

—La tarjeta de su hijo fue empleada anoche. En un cajero automático de la calle Porter.

El rostro de Jack se ensombreció por un instante.

—¿En la calle Porter?

—Sí —contestó Myron—. En una sucursal del First Philadelphia Bank, en la zona sur de Filadelfia. ¿Está familiarizado con esa parte de la ciudad?

—No —dijo Coldren. Echó un vistazo a su cadi. Diane Hoffman seguía como una estatua. Aún mantenía los brazos cruzados y los pies separados. La ceniza de su cigarrillo ya se había caído.

—¿Está seguro?

—Por supuesto.

—La he visitado esta mañana —informó Myron.

—¿Ha descubierto algo? —quiso saber Jack, imperturbable.

—No.

Jack Coldren hizo un gesto señalando detrás de él.

—¿Le importa que siga practicando mientras hablamos?

—En absoluto.

Jack se puso el guante.

—¿Cree que debo jugar mañana? —preguntó.

—La decisión está en sus manos —opinó Myron—. El secuestrador le ha dicho que actuara con normalidad. Si no juega, sin duda levantará sospechas.

Coldren se agachó para poner una bola en el tee.

—¿Puedo hacerle una pregunta, Myron?

—Claro.

—Cuando jugaba al baloncesto, ¿cuánta importancia otorgaba al hecho de ganar?

Curiosa pregunta.

—Mucha.

Jack asintió como si hubiese esperado esa respuesta.

—Un año ganó el campeonato de la NCAA, ¿no es verdad?

—Sí.

—Debió de ser algo extraordinario.

Myron no respondió.

Jack Coldren escogió un palo y cerró los dedos en torno al mango. Se puso en posición junto a la bola. Repitió el grácil movimiento del swing. Myron observó la bola alejarse. Por un momento se limitaron a mirar en silencio a lo lejos y contemplar cómo los últimos rayos de sol teñían de púrpura el cielo.

Coldren se decidió por fin a hablar.

—¿Quiere oír algo verdaderamente espantoso?

Myron se acercó a él. Coldren tenía los ojos arrasados en lágrimas.

—Todavía me importa ganar —confesó.

Myron lo miró. El dolor que reflejaba su rostro era tan patente que poco faltó para que le diera un abrazo. Imaginó que podría ver el pasado de aquel hombre plasmado en sus ojos, los años de tormento pensando en lo que habría podido lograr, el tener por fin la oportunidad de redimirse, el ver cómo le arrebataban esta oportunidad...

—Pero ¿qué clase de hombre es el que sigue pensando en ganar en un momento como éste? —añadió Coldren.

Myron no dijo nada. No conocía la respuesta. O quizá temiera conocerla.

Muerte en el hoyo 18

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