Читать книгу Muerte en el hoyo 18 - Харлан Кобен - Страница 7

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Decidieron darse un respiro.

Myron seguía en el estudio de los Coldren en compañía de Linda cuando Esperanza telefoneó. Bucky había regresado al Merion en busca de Jack.

—La tarjeta de crédito del chico fue utilizada ayer a las seis y dieciocho de la tarde —notificó Esperanza—. Un reintegro de ciento ochenta dólares. En una sucursal del First Philadelphia de la calle Porter, en la zona sur de Filadelfia.

—Gracias.

Informaciones de ese tipo no eran difíciles de obtener. Cualquiera que tuviese el número de la cuenta estaba en condiciones de hacerlo por teléfono; bastaba con fingir ser el titular. Incluso sin el número, cualquiera que hubiese trabajado en un cuerpo oficial de seguridad tendría los contactos, o los números de acceso, o por lo menos los recursos suficientes para untar a la persona adecuada. Gracias a la superabundancia de tecnología disponible, aquello ya no constituía una tarea excesivamente complicada. La tecnología hacía algo más que despersonalizar; dejaba tus entrañas al descubierto, te destripaba, te despojaba de toda pretensión de vida privada.

Pulsando las teclas adecuadas podías averiguarlo casi todo.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Linda Coldren.

Él se lo explicó.

—Eso no significa necesariamente lo que está usted pensando —repuso ella—. El secuestrador puede haberle sonsacado el número secreto a Chad.

—Puede —repuso Myron.

—Pero usted no lo cree así, ¿verdad?

Se encogió de hombros.

—Digamos, sencillamente, que soy bastante escéptico.

—¿Por qué?

—Por la cantidad, para empezar. ¿Qué límite tiene asignado Chad?

—Quinientos dólares al día.

—En ese caso, ¿a cuento de qué un secuestrador sacaría sólo ciento ochenta dólares?

Linda Coldren reflexionó por un instante.

—Si sacara demasiado, quizá levantaría sospechas.

Myron frunció el entrecejo.

—Suponiendo que el secuestrador fuese tan cuidadoso —razonó—, ¿por qué arriesgar tanto por ciento ochenta dólares? Todo el mundo sabe que los cajeros automáticos están equipados con cámaras de seguridad. Todo el mundo sabe, también, que hasta la operación electrónica más sencilla deja un rastro localizable.

—Usted no cree que mi hijo esté en peligro —le dijo ella en tono gélido.

—No he dicho eso. Puede que todo parezca una cosa y luego resulte ser otra. Quizá tenga usted razón. Es más seguro considerar que se trata de un secuestro real.

—Así pues, ¿cuál va a ser su siguiente paso?

—No estoy seguro. El cajero automático estaba en la calle Porter de la zona sur de Filadelfia. ¿Acaso Chad frecuenta ese lugar?

—No —respondió con calma Linda Coldren—. En realidad, nunca hubiera imaginado que fuera por allí.

—¿Por qué lo dice?

—No hay más que tugurios. Es la parte más sórdida de la ciudad.

—¿Tiene un plano? —le pidió Myron.

—En la guantera.

—Estupendo. Necesito que me preste el coche por un rato.

—¿Adónde va?

—Voy a darme una vuelta por las inmediaciones de ese cajero.

—¿Con qué propósito?

—No lo sé —admitió Myron—. Tal como le he dicho antes, la investigación tiene poco de científica. Hay que moverse un poco, pulsar cuatro botones y esperar a que suceda algo.

Linda Coldren sacó las llaves de un bolsillo.

—Tal vez los secuestradores se lo llevaron allí —dijo—. Quizás encuentre su coche o alguna otra pista.

Myron reprimió darse una palmada en la frente. Un coche, claro. Había olvidado lo más elemental. En su mente, la desaparición de un chaval camino de la escuela evocaba imágenes de autobuses amarillos y caminatas a paso vivo con la cartera repleta de libros. ¿Cómo podía haber pasado por alto algo tan evidente como el rastro que deja un coche?

Preguntó marca y modelo. Un Honda Accord gris. No podía decirse que fuese un coche de los que destacan entre el tráfico. Matrícula de Pensilvania 567-AHJ. Llamó a Esperanza y le pasó los datos. A continuación le dio a Linda Coldren el número de su teléfono móvil.

—Llámeme si hay alguna novedad.

—De acuerdo.

—No tardaré en volver —dijo.

El trayecto no fue demasiado largo. Tuvo la impresión de viajar en un instante desde el esplendor verde hasta la inmundicia del hormigón; como cuando en Star Trek cruzan una de aquellas puertas del tiempo.

El cajero automático era de esos a los que se puede acceder sin bajar del coche, y estaba ubicado en lo que sólo la generosidad permitía calificar como distrito financiero. Había un montón de cámaras. Ni una caja atendida por seres humanos. ¿Realmente se arriesgaría tanto un secuestrador? Cabía ponerlo en duda. Myron se preguntó cómo podría hacerse con una copia de la cinta de vídeo sin poner sobre aviso a la policía. Tal vez Win conociese a alguien. Las instituciones bancarias solían mostrarse ansiosas por cooperar con la familia Lockwood. La cuestión era si Win accedería a cooperar.

La calle estaba flanqueada por almacenes abandonados (o al menos ése era el aspecto que ofrecían). Camiones de cinco ejes pasaban zumbando. A Myron le recordaron la moda de los radiotransmisores que conoció en la infancia. Su padre, como todo el mundo, había comprado uno; era un hombre nacido en el barrio de Flatbush, en Brooklyn, que terminó como propietario de una fábrica de ropa interior en Newark y que vociferaba «corto y cambio al canal diecinueve» imitando el acento que había oído en la película Deliverance. Su padre avanzaba en coche por Hobart Gap Road, desde su casa hasta el Centro Comercial Livingston (un trayecto de unos dos kilómetros), preguntado a sus «buenos camaradas» si había rastro de polis. Myron sonrió al recordarlo. Ah, los radiotransmisores. Estaba convencido de que su padre aún debía de conservar el suyo, guardado en alguna parte. Probablemente junto al reproductor de ocho pistas.

A un lado del cajero automático había una gasolinera que ni siquiera tenía nombre. Vio coches herrumbrosos apoyados sobre pilas de ladrillos a punto de desmoronarse. Al otro lado, un mugriento motel llamado Court Manor Inn daba la bienvenida a los clientes con un rótulo verde que rezaba: 19.99$ la hora.

Consejo de viaje de Myron Bolitar n.º 83: Es evidente que usted no se halla ante un establecimiento de cinco estrellas ni tampoco de gran lujo si éste anuncia a bombo y platillo tarifas por horas.

Debajo del precio, en letra negra más pequeña, el cartel anunciaba: techo de espejo y habitaciones temáticas con suplemento. ¿Habitaciones temáticas? Myron no quería ni imaginárselas. En el último renglón, de nuevo en grandes caracteres se leía: pregunte por el club de clientes habituales. Vaya por Dios.

Myron se preguntó si intentarlo merecía la pena y decidió que por qué no. Lo más probable era que no llegara a ninguna parte, pero si Chad estaba escondido (e incluso si lo habían secuestrado) una casa de citas era un lugar tan bueno como cualquier otro para desaparecer.

Entró en el aparcamiento. El Court Manor, un edificio de dos pisos, era un tugurio de manual. La escalera y los pasillos exteriores eran de madera carcomida. Los muros de hormigón carecían de enlucido, por lo que uno corría el riesgo de rasparse las manos si se apoyaba en ellos. El suelo estaba sembrado de restos de mortero. Una máquina dispensadora de refrescos, desenchufada, custodiaba la puerta como un guardia real. Myron pasó junto a ella y entró.

Se había preparado para encontrarse con el típico vestíbulo de casa de citas, a saber: un neandertal sin afeitar vestido con una camiseta sin mangas demasiado estrecha, mascando un palillo, eructando por el exceso de cerveza, sentado tras un cristal blindado. O algo por el estilo. Pero no fue ése el caso. El Court Manor Inn tenía un mostrador alto de madera, detrás del cual un letrero de bronce anunciaba: concierge. Myron procuró que no se le escapara la risa. Detrás del mostrador, un hombre elegante de unos treinta años y cara de niño se cuadró. Llevaba la camisa impecablemente planchada, el cuello almidonado y corbata negra con un nudo Windsor perfecto.

—¡Buenas tardes, caballero! —exclamó con una sonrisa, dirigiéndose a Myron—. ¡Bienvenido al Court Manor Inn!

—Hola —dijo Myron.

—¿Puedo servirle en algo, señor?

—Eso espero.

—¡Espléndido! Me llamo Stuart Lipwitz. Soy el nuevo director del Court Manor Inn. —Miró a Myron con expectación.

—Enhorabuena.

—Vaya, gracias, señor, muy amable de su parte. Si tiene alguna dificultad, si hay algo en el Manor Inn que no esté a la altura de sus expectativas, le ruego que me lo comunique de inmediato. Me ocuparé personalmente de arreglarlo. —Amplia sonrisa, pecho henchido—. En el Court Manor garantizamos su satisfacción.

Myron se quedó contemplándolo, a la espera de que aquella sonrisa de alto voltaje disminuyera su intensidad; pero no fue así, de modo que decidió mostrarle la fotografía de Chad Coldren.

—¿Ha visto a este muchacho?

Stuart Lipwitz ni siquiera bajó la vista. Sin dejar de sonreír, dijo:

—Lo siento, señor, pero ¿es usted de la policía?

—No.

—Entonces me temo que no puedo ayudarlo. Lo lamento mucho.

—¿Cómo dice?

—Tendrá que perdonarme, caballero, pero en el Court Manor Inn nos enorgullecemos de nuestra discreción.

—No está metido en ningún lío —dijo Myron—. No soy un detective privado a la caza de un marido infiel ni nada por el estilo.

La sonrisa no se alteró en absoluto.

—Lo lamento, señor, pero esto es el Court Manor Inn. Nuestra clientela contrata nuestros servicios para actividades diversas y con frecuencia prefiere mantenerse en el anonimato. Nuestro deber es respetar su voluntad.

Myron escrutó el rostro del hombre en busca de algún signo de afectación. Nada. Todo en él resplandecía. Myron se inclinó sobre el mostrador para inspeccionarle los zapatos. Pulidos como un par de espejos. Llevaba el pelo peinado hacia atrás. La viveza de sus ojos parecía auténtica.

Myron tardó en reaccionar, pero por fin se dio cuenta de lo que aquella situación exigía. Sacó la cartera y extrajo un billete de veinte dólares. Lo deslizó por encima del mostrador. Stuart Lipwitz lo miró sin moverse.

—¿Para qué es esto, señor?

—Es un regalo —respondió Myron.

Stuart Lipwitz no lo tocó.

—A cambio de cierta información —prosiguió Myron. Sacó un segundo billete y lo sostuvo en el aire—. Hay otro, si lo quiere.

—Caballero, en el Manor Court Inn tenemos una norma: el cliente ante todo.

—¿No es ésa la misma norma de las prostitutas?

—¿Cómo dice, señor?

—No tiene importancia —masculló Myron.

—Soy el nuevo director del Court Manor Inn, señor.

—Eso ya lo sé.

—Además, poseo el diez por ciento de la empresa.

—Su madre debe de ser la envidia de sus amigas.

La misma sonrisa impertérrita.

—En otras palabras, señor, estoy en esto a largo plazo. Así es como veo el negocio. A largo plazo. No sólo hoy y mañana, sino el futuro. A largo plazo. ¿Entiende?

—Por supuesto —contestó Myron categóricamente—. Quiere decir a largo plazo.

Stuart Lipwitz chasqueó los dedos.

—Exactamente. Y nuestro lema es: hay muchos sitios donde puede disfrutar de su adulterio, pero nosotros queremos que lo haga aquí.

Myron esperó un momento. Luego dijo:

—Muy franco.

—En el Court Manor Inn trabajamos de firme para ganarnos su confianza, y la confianza no tiene precio. Cada mañana, al levantarme, me lo repito ante el espejo.

—¿Ese espejo está en el techo?

Seguía sonriendo.

—Permítame que se lo explique de otra manera —dijo—. Si el cliente sabe que el Court Manor Inn es un lugar seguro donde consumar una indiscreción, es más probable que regrese. —Se inclinó hacia delante; le brillaban los ojos—. ¿Lo comprende?

Myron asintió.

—El negocio está en que repitan.

—Exactamente.

—Pero también en las referencias —agregó—; Myron ya sabe: «Eh, Bob, conozco un sitio estupendo para echar una cana al aire».

—Veo que lo comprende.

—Todo eso me parece muy bien, Stuart, pero este chaval tiene quince años. Quince. —En realidad, Chad tenía ya dieciséis, pero ¡qué demonios!—. Eso va contra la ley.

La sonrisa permaneció imperturbable, pero adquirió un cierto matiz de decepción para con el alumno favorito.

—Lo lamento, pero debo comunicarle que no tiene razón, señor; en este estado la edad penal es de catorce años. Y, en segundo lugar, no hay ninguna ley que prohíba que un chaval de quince años alquile una habitación de motel.

Aquel tipo estaba mareando la perdiz más de la cuenta, pensó Myron. No había motivo para prolongar la situación si el muchacho nunca había estado allí. Así pues, una vez más debía hacer frente a los hechos. Lo más probable era que Stuart Lipwitz se lo estuviera pasando en grande. Seguro que de ordinario se aburría como una ostra. En cualquier caso, pensó Myron, ya iba siendo hora de sacudir un poco el árbol.

—La hay cuando lo agreden en su motel, Stuart —dijo Myron—. La hay cuando declara que alguien consiguió una copia de la llave en recepción para luego irrumpir en su habitación. —Vaya farol.

—No tenemos copias de las llaves —le replicó Lipwitz.

—Pues de un modo u otro entró.

La misma sonrisa. El mismo tono cortés.

—Si tal fuera el caso, señor, la policía ya estaría aquí.

—Ése será mi próximo paso —amenazó Myron—, si usted no coopera.

—Y quiere saber si este joven —Lipwitz señaló la fotografía de Chad— se alojó aquí.

—Sí.

La sonrisa se hizo más radiante. Myron casi se tuvo que proteger los ojos.

—Pero señor, si lo que usted dice es verdad, este joven estaría en condiciones de declarar por sí mismo si se alojó aquí, con lo que no me necesitaría para obtener esa información.

Myron mantuvo el rostro impasible. El flamante director del Court Manor Inn había sido más listo que él.

—Así es —reconoció, cambiando de táctica al vuelo—. De hecho, me consta que estuvo aquí. No era más que una pregunta rutinaria, como cuando la policía te pregunta cómo te llamas aunque lo sepa perfectamente. Sólo para empezar la conversación. —Vaya modo de improvisar.

Stuart Lipwitz empezó a escribir deprisa y sin cuidado en un trozo de papel.

—Aquí tiene el nombre y el número de teléfono del abogado del Court Manor Inn. Él le ayudará a resolver cualquier problema que usted le plantee.

—Pero ¿qué hay de lo de ocuparse personalmente? ¿Qué me dice de la satisfacción garantizada?

—Señor. —El hombre se inclinó hacia delante sin quitarle el ojo de encima. Su rostro y su voz no traslucían ni una pizca de impaciencia—. ¿Puedo ser atrevido?

—Adelante.

—No me creo ni una sola palabra de lo que está diciendo.

—Gracias por el atrevimiento —dijo Myron.

—No, gracias a usted, señor. Y vuelva cuando guste.

—¿Otra norma de la casa?

—¿Cómo dice?

—Nada —respondió Myron—. ¿Puedo ser atrevido yo, ahora?

—Sí.

—Le daré un puñetazo muy fuerte en la cara como no me diga si ha visto a este muchacho. —Don Improvisador ya estaba perdiendo la calma.

La puerta se abrió de par en par. Una pareja abrazada entró dando un traspié. La mujer frotaba sin ningún pudor la entrepierna del hombre.

—Necesitamos una habitación con urgencia —urgió el hombre.

Myron se volvió hacia ellos y dijo:

—¿Tiene tarjeta de cliente habitual?

—¿Qué?

Stuart Lipwitz no perdió la sonrisa.

—Adiós, señor. Que tenga un buen día —dijo, y volviéndose a la pareja, añadió con una sonrisa aún más amplia—: Bienvenidos al Court Manor Inn. Me llamo Stuart Lipwitz. Soy el nuevo director.

Myron salió en busca del coche. En el aparcamiento suspiró profundamente y miró hacia atrás. Aquella visita había tenido algo de irreal, como una de esas descripciones de abducciones alienígenas, aunque sin exploración anal. Entró en el coche y marcó el número del teléfono celular de Win. Sólo tenía intención de dejarle un mensaje en el contestador pero, para sorpresa de Myron, Win contestó.

—Diga.

—Soy yo —dijo Myron.

Silencio. Win aborrecía lo evidente. «Soy yo» era una construcción gramatical dudosa (en el mejor de los casos) y una absoluta pérdida de tiempo. Win hubiera adivinado de quién se trataba sólo por la voz. En el caso de que la voz no le hubiera resultado conocida, el hecho de oír «Soy yo» sin duda le hubiera servido de muy poca ayuda.

—Creía que no contestabas las llamadas telefónicas cuando estabas en el campo —prosiguió Myron.

—Voy a casa a cambiarme de ropa —explicó—. Luego cenaré en el Merion. —Las personas influyentes nunca comían; siempre cenaban—. ¿Te apetece venir?

—¿Por qué no? —respondió Myron.

—Aguarda un momento.

—¿Qué?

—¿Vas bien vestido?

—No llevo nada de colores chillones —contestó Myron—. ¿Crees que aun así me dejarán entrar?

—Eso ha sido muy gracioso de tu parte, Myron. Lo voy a anotar. En cuanto se me pase el ataque de risa buscaré un boli y lo apuntaré. Temo que de tanto reír acabe estampando el Jaguar contra un poste telefónico. ¡Ay de mí! Al menos moriré con el corazón rebosante de jocosidad.

Típico de Win.

—Tenemos un caso —anunció Myron.

Silencio. Win solía proceder de ese modo.

—Te lo contaré mientras cenamos.

—Hasta entonces —dijo Win—, no tendré más remedio que sofocar mi creciente emoción y expectación con una copa de coñac.

Win se hacía querer.

No había recorrido más de dos kilómetros cuando el teléfono móvil sonó. Myron lo conectó.

Era Bucky.

—El secuestrador ha vuelto a llamar.

Muerte en el hoyo 18

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