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No estoy muy seguro de cuánto tiempo pasó. Quizás un minuto o dos. Entonces me fui hacia el coche. El cielo estaba gris. La llovizna me mojó. Me detuve por un momento, cerré los ojos y alcé el rostro al cielo. Pensé en Ali. Pensé en Terese en un hotel de lujo de París.

Bajé el rostro, di dos pasos más y fue entonces cuando vi al entrenador Bobby y a sus colegas en un Ford Expedition.

Un suspiro.

Los cuatro estaban allí: el segundo entrenador Pat al volante, el entrenador Bobby en el asiento del copiloto y los otros dos trozos de carne con ojos sentados atrás. Saqué el móvil y apreté la tecla de marcado rápido. Win respondió a la primera.

—Articule —dijo Win.

Es así como responde siempre, incluso cuando ve con toda claridad en el identificador de llamadas que soy yo, y sí, es cabreante.

—Será mejor que des la vuelta.

—Oh —exclamó Win con la voz de un niño feliz en la mañana de Navidad—, bueno, bueno.

—¿Cuánto tardarás?

—Estoy al final de la calle. Sospeché que iba a pasar algo así.

—No le dispares a nadie.

—Sí, mamá.

Mi coche estaba cerca del final del aparcamiento. El Expedition me siguió a marcha lenta. La lluvia arreció un poco. Me pregunté cuál sería su plan —sin duda algo estúpidamente chulesco— y decidí seguirle el juego.

Apareció el Jaguar de Win y esperó en la distancia. Yo conduzco un Ford Taurus, también conocido como El Gallinero. Win detesta mi coche. No quiere sentarse en él. Saqué las llaves y apreté el mando a distancia. El coche hizo el típico ruido y se abrieron las cerraduras. Entré. Entonces el Expedition se movió. Aceleró y se detuvo detrás mismo del Taurus para impedirme la salida. Bobby fue el primero en saltar del vehículo; se acariciaba la barbilla. Sus dos colegas lo siguieron.

Exhalé un suspiro y miré como se acercaban por el espejo retrovisor.

—¿Puedo hacer algo por usted? —pregunté.

—Oí que su chica le metía la bronca —respondió.

—Espiar las conversaciones es de mala educación, entrenador Bobby.

—Me dije que quizás cambiaría de opinión y no aparecería. Así que pensé que podríamos solucionar esto ahora mismo. Aquí.

Bobby acercó su rostro al mío hasta casi tocarlo.

—A menos que sea un gallina.

—¿Ha comido atún?

El Jaguar de Win se detuvo junto al Expedition. Bobby dio un paso atrás y entrecerró los ojos. Win se apeó. Los cuatro hombres lo miraron y fruncieron el entrecejo.

—¿Quién demonios es ése?

Win sonrió y levantó una mano como si lo acabasen de presentar en un programa de entrevistas y quisiese agradecer los aplausos del público presente en el estudio.

—Es un placer estar aquí —dijo—. Muchas gracias a todos.

—Es un amigo —expliqué—. Está aquí para nivelar las probabilidades.

—¿Él? —Bobby rió. El coro lo imitó—. Oh sí, claro.

Salí del coche. Win se acercó un poco más a los tres colegas.

—Le romperé el culo —anunció Bobby.

Me encogí de hombros.

—Le deseo suerte.

—Por aquí hay mucha gente. Hay un claro en el bosque detrás de aquel campo —dijo, y señaló el camino—. Nadie nos molestará allí.

—¿Tendría la bondad de decirme cómo conoce la existencia de ese claro? —preguntó Win.

—Yo fui aquí al instituto. Allí le rompí el culo a mucha gente. —Sacó pecho mientras añadía—: También fui el capitán del equipo de fútbol.

—Qué guay —dijo Win con un tono monótono—. ¿Puedo llevar su cazadora del equipo en el baile de graduación?

Bobby señaló con un dedo gordo en la dirección de Win.

—Tendrá que usarla para quitarse la sangre si no se calla.

Win intentó con todas sus fuerzas no mostrarse demasiado risueño.

Pensé en mi promesa a Ali.

—Somos dos adultos —dije. Me parecía estar escupiendo vidrio molido con cada palabra—. Tendríamos que ser capaces de evitar llegar a las manos, ¿no le parece?

Miré a Win. Win fruncía el entrecejo.

—¿De verdad ha utilizado la expresión «llegar a las manos»?

Bobby apareció en mi espacio personal.

—¿Es un gallina?

Otra vez con la gallina.

Pero soy un gran hombre y los grandes hombres se van. Sí, claro.

—Sí —respondí—. Soy un gallina. ¿Contento?

—¿Lo habéis escuchado, muchachos? Es un gallina.

Hice una mueca pero me mantuve firme. O débil, todo depende de cómo se mire. Sí, el gran hombre. Ése era yo.

Creo que nunca había visto a Win tan desolado.

—¿Le importaría mover ahora el coche para que me pueda marchar? —pregunté.

—Vale —respondió Bobby—, pero se lo avisé.

—¿Me avisó de qué?

Estaba de nuevo en mi espacio personal.

—No quiere pelear, vale. Pero entonces queda abierta la temporada de caza de su chico.

Sentí latir la sangre en mis oídos.

—¿De qué habla?

—El chico espástico que lanzó a la canasta equivocada será el objetivo durante el resto de la temporada. Si tenemos la oportunidad de que falle, la aprovecharemos. Si vemos una oportunidad para meternos en su mente, la usaremos.

No estoy seguro de si me quedé boquiabierto. Miré hacia Win para asegurarme de que había escuchado bien. Win ya no parecía tan desolado. Se frotaba las manos.

Me volví hacia el entrenador.

—¿Habla en serio?

—Como la vida misma.

Repasé mi promesa a Ali buscando un agujero. Después de la lesión que acabó con mi carrera en el baloncesto necesité probarle al mundo que me sentía bien. Así que estudié abogacía en Harvard. Myron Bolitar, el estudiante-atleta, el educado e impecable abogado. Me había licenciado en derecho. Eso significaba que podía encontrar agujeros.

En realidad, ¿qué había prometido hacer? Pensé en las palabras exactas de Ali: «Esta noche no vayas al bar. Prométemelo».

Bueno, eso no era un bar, ¿verdad? Era una zona boscosa detrás de un instituto. Claro, podía estar desafiando la intención de la ley, pero no la letra. Aquí lo importante era la letra.

—Pues vamos allá —dije.

Los seis caminamos hacia el bosque. Win prácticamente daba saltos. A unos veinte metros entre los árboles había un claro. El suelo estaba cubierto de colillas y latas de cerveza. El instituto. Nunca cambia.

Bobby ocupó su lugar en el centro del claro. Levantó el brazo derecho y me hizo un gesto para que me acercase. Lo hice.

—Caballeros —llamó Win—, permítanme un momento de su tiempo antes de que ellos comiencen.

Todas las miradas se volvieron hacia él. Win estaba con el segundo entrenador y los otros dos matones cerca de un árbol.

—Creo que sería una negligencia por mi parte —continuó Win— no ofrecerles este importante consejo.

—¿De qué coño está hablando? —preguntó Bobby.

—No hablo con usted. Este consejo es para sus tres amiguitos. —La mirada de Win recorrió sus rostros—. Quizás se sientan tentados en algún momento de intervenir para ayudar al entrenador Bobby. Ése sería un grave error. El primero que dé aunque solo sea un paso en su dirección acabará hospitalizado. Observen que no he dicho detenido, herido, o siquiera dañado. Hospitalizado.

Todos se limitaron a mirarlo.

—Éste es el final de mi consejo. —Se volvió hacia mí y el entrenador—. Ahora volvamos al asunto que nos ha traído hasta aquí y sigamos con la riña anunciada.

Bobby me miró.

—¿Este tipo es de verdad?

Pero yo ya estaba metido de lleno en el asunto y eso no era bueno. La furia me consumía. Y eso es un error cuando peleas. Hay que calmar un poco las cosas, evitar que el pulso se dispare, conseguir que la descarga de adrenalina no te paralice.

Bobby me miró y por primera vez vi la duda en sus ojos. Pero en ese momento recordé cómo se había reído, cómo había señalado la canasta equivocada, y lo que había dicho:

«¡Eh, chico, hazlo de nuevo!».

Respiré hondo.

Bobby levantó los puños como un boxeador. Yo hice lo propio, aunque mi pose era mucho menos rígida. Mantuve las rodillas flexionadas, salté un poco. Bobby era un tipo muy grande y el matón local y acostumbrado a intimidar a sus oponentes. Pero estaba fuera de su liga.

Unos rápidos apuntes sobre la pelea. Uno, la regla principal: nunca sabes de verdad cómo irá. Cualquiera puede soltar un puñetazo afortunado. Confiarse demasiado es siempre un error. Pero la verdad era que el entrenador no tenía ninguna posibilidad. No digo eso por falsa modestia o por ser repetitivo. A pesar de que los padres en aquellas gradas querían creer en sus entrenadores y sus ligas de tercer grado, superagresivas, los atletas generalmente se gestan en el útero. De acuerdo, necesitas el ansia, el entrenamiento y la práctica, pero la diferencia, la gran diferencia, es la capacidad natural.

La naturaleza siempre estará por encima de la preparación.

Yo había sido dotado de unos reflejos rapidísimos y una perfecta coordinación mano-ojo. No fanfarroneo. Es como el color del pelo, la estatura o el oído. Es así. Y aquí ni siquiera hablo de los años de entrenamiento para mejorar mi cuerpo y aprender a pelear. Aunque también es eso.

Bobby hizo lo más previsible. Se acercó y lanzó un golpe abierto. Un golpe abierto carece totalmente de efectividad contra un luchador veterano. Aprendes pronto que cuando peleas en serio, la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta. Pegas unos golpes estupendos cuando lo sabes.

Me moví un poco a la derecha. No mucho. Lo suficiente para desviar el golpe con la mano izquierda y mantenerme lo bastante cerca para responder. Me metí dentro de la defensa abierta de Bobby. El tiempo se había ralentizado. Podía golpear entre varios objetivos blandos.

Escogí la garganta.

Doblé el brazo derecho y golpeé con el antebrazo en la nuez del cuello.

Bobby soltó un cacareo. La pelea se había acabado en ese instante. Lo sabía, o al menos tendría que haberlo sabido. Tendría que haberme retirado y dejarlo caer jadeando al suelo.

Pero aquella voz burlona seguía sonando en mi cabeza...

«Eh, chico, hazlo de nuevo... El resto de la temporada será un objetivo... Si tenemos una oportunidad para confundirlo, la aprovecharemos... ¡Gallina!»

Tendría que haberlo dejado caer. Tendría que haberle preguntado si ya tenía suficiente y darlo por acabado. Pero en aquel momento se había desbordado la furia. No podía contenerla. Doblé el brazo izquierdo y comencé a girar con todas mis fuerzas en el sentido contrario a las agujas del reloj. Pensaba golpearlo de lleno en el rostro con el codo.

Mientras giraba comprendí que sería un golpe tremendo. La clase de golpe que hunde los huesos de un rostro. La clase de golpe que requiere cirugía y meses de calmantes.

En el último instante recuperé algo de sentido común. No me detuve, pero me contuve un poco. En lugar de pegarle de lleno, mi codo cruzó la nariz de Bobby. Brotó la sangre. Se escuchó un sonido como si alguien hubiese pisado una rama seca.

Bobby se desplomó con todo el peso.

—¡Bobby!

Era el segundo entrenador. Me volví hacia él, levanté las manos con las palmas hacia fuera y grité:

—¡No!

Pero fue demasiado tarde. Pat dio un paso adelante, con el puño en alto.

El cuerpo de Win apenas se movió. Solo la pierna. Descargó un puntapié en la rodilla izquierda de Pat. La articulación se dobló de lado, de una manera en la que nunca debía doblarse. Pat soltó un alarido y cayó al suelo como si le hubiesen disparado.

Win sonrió y arqueó la ceja hacia los otros dos hombres.

—¿El siguiente?

Ninguno de los dos se atrevió siquiera a respirar.

Mi furia se disipó en el acto. Bobby estaba ahora de rodillas, sujetándose la nariz como si fuese un animal herido. Lo miré. Me sorprendió mucho ver como un hombre derrotado se parece a un chiquillo.

—Deje que lo ayude.

La sangre manaba de la nariz a través de los dedos.

—¡Apártese de mí!

—Necesita presionarse la herida. Detener la hemorragia.

—¡Apártese de mí!

Estaba a punto de decir algo en mi defensa cuando sentí una mano en el hombro. Era Win. Sacudió la cabeza como si quisiese decirme: «No sirve de nada». Tenía razón.

Salimos del bosque sin decir palabra.

Cuando llegué a casa una hora más tarde había dos mensajes de voz. Ambos eran breves y concisos. El primero me sorprendió. Las malas noticias viajan rápido en los pueblos.

«No puedo creer que rompieses tu promesa», dijo Ali.

Pues ya estaba.

Exhalé un suspiro. La violencia no resuelve nada. Win tuerce el gesto cuando lo digo, pero la verdad es que cada vez que recurría a la violencia, que solía ser algo bastante frecuente, nunca acababa allí. La violencia se transmite y reverbera. Resuena y su eco nunca parece acallarse.

El segundo mensaje era de Terese:

«Por favor, ven».

Cualquier intento de ocultar la desesperación había desaparecido.

Dos minutos más tarde vibró mi móvil. El identificador de llamadas me dijo que era Win.

—Tenemos un pequeño problema.

—¿Cuál es?

—El segundo entrenador va a necesitar cirugía ortopédica.

—¿Qué pasa con él?

—Es un oficial de policía de Kasselton. Un capitán, para ser precisos, aunque no le pediré llevar su cazadora del equipo en el baile de graduación.

—Vaya.

—Al parecer están pensando en hacer arrestos.

—Ellos comenzaron.

—Oh, sí —dijo Win—, y estoy seguro de que todos en el pueblo aceptarán nuestra palabra frente a la de un capitán de la policía local y tres residentes de toda la vida.

Tenía toda la razón.

—Pero se me ocurre —prosiguió— que podríamos disfrutar de unas semanas en Tailandia mientras mi abogado resuelve este asunto.

—No es mala idea.

—Me han hablado de un nuevo club para caballeros de Bangkok, en la calle Patpong. Podríamos iniciar allí nuestro viaje.

—No lo creo —dije.

—Qué puritano. En cualquier caso, tendrías que desaparecer por un tiempo.

—Ése es mi plan.

Colgamos. Llamé a Air France.

—¿Queda algún billete para el vuelo de esta noche a París?

—¿Su nombre, señor?

—Myron Bolitar.

—Ya tiene usted billete. ¿Desea ventanilla o pasillo?

Desaparecida

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