Читать книгу Última oportunidad - Харлан Кобен - Страница 10

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A mi abuelo le encantaba cazar. Siempre me extrañó, porque era una persona amable y sensible. Nunca hablaba de su pasión. No colgaba cabezas de ciervo sobre la chimenea. No guardaba fotos de sus trofeos o cuernos de recuerdo, o lo que sea que hagan los cazadores con sus presas. No cazaba con amigos ni parientes. Cazar era una actividad solitaria para él; no la explicaba, no la defendía, ni la compartía con nadie.

En 1956, mi abuelo compró una pequeña cabaña en el bosque de Montague, en Nueva York. Le costó, o eso me dijeron, menos de tres mil dólares. Dudo que actualmente valga mucho más. Sólo tenía un dormitorio. La estructura era rústica, sin nada del encanto asociado a este término. Era casi imposible llegar hasta allí porque la pista terminaba unos doscientos metros antes de la cabaña. Hay que caminar por un sendero infestado de raíces para llegar a ella.

Cuando murió hace cuatro años, mi abuela la heredó. Al menos es lo que yo creía. Nadie pensó mucho en ella. Hacía casi una década que mis abuelos se habían trasladado a Florida. Mi abuela ha caído en las lóbregas garras del Alzheimer. Yo creía que la cabaña formaba parte de su herencia. En cuestión de impuestos y gastos varios, probablemente estaba muy atrasada.

Cuando éramos niños, mi hermana y yo pasábamos cada verano una semana con los abuelos en la cabaña. No me gustaba. Para mí la naturaleza era un aburrimiento, agravado de vez en cuando por una embestida de picaduras de mosquito. No había televisor. Nos íbamos a la cama demasiado temprano y con demasiada oscuridad. Durante el día, a menudo, el profundo silencio sólo lo perturbaban los encantadores ecos de los disparos de escopeta. Pasábamos el tiempo caminando, una actividad que incluso hoy me parece tediosa. Un año, mi madre sólo metió en mi maleta ropa de color caqui. Estuve dos días aterrorizado de que un cazador pudiera confundirme con un ciervo.

Stacy, en cambio, encontraba paz en aquel lugar. Ya de pequeña parecía disfrutar con la huida de nuestro laberinto de ratas suburbano de escuela y actividades extraescolares, de equipos deportivos y popularidad. Paseaba durante horas. Recogía hojas de los árboles y guardaba gusanos diminutos en frascos. Arrastraba los pies por las alfombras de pinaza.

Conté a Tickner y a Regan lo de la cabaña mientras corríamos por la Ruta 87. Tickner habló por radio con la policía de Montague. Todavía recordaba cómo llegar a la cabaña, pero me resultaba difícil describirlo. Hice lo que pude. Regan apretaba el acelerador. Eran las cuatro y media de la madrugada. No había tráfico y no había necesidad de utilizar la sirena. Llegamos a la salida 16 de la autopista de Nueva York y sobrepasamos a toda velocidad el centro comercial de Woodbury.

El bosque se veía difuminado. Ya no estábamos lejos. Le dije dónde tenía que doblar. El coche fue cogiendo caminos que no habían cambiado en absoluto en los últimos treinta años.

Llegamos quince minutos después.

Stacy.

Mi hermana nunca había sido guapa. Esto pudo haber sido parte del problema. Sí, ya sé que parece absurdo. Es una tontería, en realidad. Pero lo cuento de todos modos. Nadie invitaba a Stacy a una fiesta. Los chicos no la llamaban. Tenía pocos amigos. Evidentemente, muchos adolescentes pasan estos apuros. La adolescencia es siempre una guerra; nadie sale de ella sin cicatrices. Y encima la enfermedad de mi padre fue una carga tremenda para nosotros. Pero esto no lo explica todo.

En definitiva, después de todas las teorías y psicoanálisis, después de repasar todos sus traumas infantiles, creo que lo que se torció en mi hermana fue algo más básico. Tenía alguna clase de desequilibrio químico en su cerebro. Demasiada cantidad de un componente fluyendo por un lado, y demasiado poco de otro fluyendo por el lado opuesto. Stacy estaba deprimida en una época en que tal comportamiento se calificaba de hosquedad. O quizá sea verdad que aprovecho esta especie de racionalización complicada para justificar mi propia indiferencia respecto a ella. Stacy era sólo mi hermana pequeña rara. Yo ya tenía bastantes problemas. Era un adolescente egoísta, una descripción redundante donde las haya.

Sea como fuere, tanto si el origen de la infelicidad de mi hermana era fisiológico, como psicológico, o un plan combinado de lujo, el viaje destructivo de Stacy había terminado.

Mi hermana pequeña estaba muerta.

La encontramos en el suelo, enroscada en una posición fetal. Era así como dormía cuando era niña, con las rodillas pegadas al pecho, y la barbilla encima. Pero aunque no tuviera ninguna señal, me di cuenta de que no dormía. Me agaché. Stacy tenía los ojos abiertos. Me miraba directamente, sin parpadear, interrogativamente. Seguía pareciendo muy perdida. No debería haber sido así. Se supone que la muerte te da soledad. Se supone que la muerte debía darle la paz que tanto la había esquivado en vida. ¿Por qué Stacy parecía tan terriblemente perdida?

En el suelo, a su lado, había una aguja hipodérmica, su compañera en la muerte como en la vida. Drogas, por supuesto. Intencionadamente o no, todavía no estaba seguro. Tampoco tenía tiempo de reflexionar sobre esto. La policía se desplegó. Aparté los ojos de ella.

Tara.

La casa estaba patas arriba. Habían entrado mapaches y se habían instalado. El sofá donde mi abuelo hacía la siesta, siempre con los brazos cruzados, estaba desgarrado. El relleno estaba esparcido por el suelo. Sobresalían los muelles como si buscaran a alguien a quien pinchar. El lugar olía a orina y a animales muertos.

Intente oír el llanto de un bebé. No oí nada. Allí no había nadie. Sólo había un dormitorio. Entré en él detrás de un policía. La habitación estaba oscura. Pulsé el interruptor de la luz. No pasó nada. Luces de linternas cortaban la negrura como sables. Mis ojos escudriñaron la habitación. Cuando lo vi, casi me echo a llorar.

Había un parque infantil.

Era uno moderno, de Pack N’Plays, de los que se pliegan para transportar. Monica y yo teníamos uno. No conozco a nadie con un bebé que no tenga uno. La etiqueta colgaba por un lado. Debía de ser nuevo.

Se me saltaron las lágrimas. La luz de la linterna pasó de largo el parque, haciendo un efecto de luces estroboscópicas. Parecía vacío. Se me encogió el corazón. Me acerqué corriendo de todos modos, por si la luz había causado una ilusión óptica, por si Tara estuviera tan acurrucada que... no sé, fuera sólo un bultito.

Pero dentro sólo había una manta.

Una voz suave —una voz de una pesadilla susurrante y persistente— flotó por la habitación.

—Dios mío.

Volví la cabeza hacia el sonido. La voz sonó otra vez, esta vez más débil.

—Aquí —dijo un policía—. En el armario.

Tickner y Regan ya estaban allí. Los dos miraron dentro. Aunque la luz era escasa, noté que sus caras palidecían.

Me acerqué tambaleándome. Crucé la habitación, casi cayéndome, agarrando el pomo del armario en el último momento para recuperar el equilibrio. Miré dentro y lo vi. Y entonces, al observar la tela ajada, sentí que se me reventaban las entrañas y se convertían en ceniza.

En el suelo, desgarrado, había un pelele rosa con pingüinos negros.

dieciocho meses después

Lydia vio a la viuda sentada sola en Starbucks.

La viuda estaba en un taburete, observando distraídamente el goteo tranquilo de peatones. Su café estaba cerca de la ventana, y el vapor formaba un círculo en el vidrio. Lydia la observó un rato. La devastación seguía allí: las cicatrices de la batalla, la mirada perdida, la postura de los derrotados, el pelo sin brillo, el temblor de las manos.

Lydia pidió un café con leche grande largo de café. El camarero, un jovencito vestido de negro demasiado delgado y con barba de chivo, no le cobró el extra de café. Los hombres hacían estas cosas por Lydia, incluso los jovencitos. Ella se bajó las gafas de sol y le dio las gracias. Él casi se meó en los pantalones. Hombres.

Lydia se acercó a la mesa de los condimentos, consciente de que el chico le miraba el trasero. También estaba acostumbrada a aquello.

Añadió un sobre de edulcorante a su bebida. El Starbucks estaba casi vacío —había muchos asientos vacíos—, pero Lydia se sentó en el taburete contiguo a la ventana. Notando su presencia, la viuda salió de su ensimismamiento.

—¿Wendy? —dijo Lydia.

Wendy Burnet, la viuda, se volvió hacia la voz amable.

—Te acompaño en el sentimiento —dijo Lydia.

Lydia le sonrió. Sabía que tenía una sonrisa simpática. Llevaba un traje gris sobre su pequeño y turgente cuerpo. La falda era ligeramente corta. Sensualidad en el trabajo. Sus ojos tenían aquel brillo húmedo, la nariz pequeña y algo respingona. El pelo era ondulado y castaño rojizo, aunque podía, y lo hacía a menudo, cambiar.

Wendy Burnet la miró tanto rato que Lydia creyó que la había reconocido. Lydia había visto aquella mirada muchas veces, aquella expresión de «te conozco, pero no sé de qué», aunque no había salido por televisión desde que tenía trece años. Algunas personas incluso le decían: «¿Sabes a quién te pareces?», pero Lydia se encogía de hombros; entonces la llamaban Larissa Dane.

Pero, desgraciadamente, esta vacilación no tenía nada que ver con aquello. Wendy Burnet todavía estaba trastornada por la horrible muerte de su amado. Simplemente le costaba captar y asimilar los datos poco habituales. Lo más probable es que no supiera exactamente cómo reaccionar, si debía fingir que conocía a Lydia o no.

Tras unos segundos, Wendy Burnet optó por algo poco comprometedor:

—Gracias.

—Pobre Jimmy —siguió Lydia—. Fue una forma horrible de morir.

Wendy buscó el vaso de café de papel y tomó un buen trago. Lydia miró los sobres junto al vaso y vio que la viuda Wendy también había pedido un café con leche, aunque ella lo había elegido descafeinado y con leche de soja. Lydia se le acercó un poco más.

—No sabes quién soy, ¿verdad?

—Lo siento —contestó Wendy con una triste sonrisa de disculpa.

—No tienes por qué. No creo que nos conozcamos.

Wendy esperó a que Lydia se presentara. Como no lo hacía, le preguntó:

—¿Conocías a mi marido?

—Oh, sí.

—¿También trabajas en seguros?

—No, la verdad es que no.

Wendy frunció el entrecejo. Lydia tomó un sorbo de café. La sensación de incomodidad aumentó, al menos para Wendy. Lydia estaba a sus anchas. Cuando se le hizo insoportable, Wendy se levantó para marcharse.

—Bueno —dijo—, encantada de haberte conocido.

—Yo... —empezó Lydia, dudando hasta estar segura de tener toda la atención de Wendy— ...fui la última persona que vio a Jimmy con vida.

Wendy se quedó helada. Lydia tomó otro sorbo y cerró los ojos.

—Fuerte, como me gusta —dijo, señalando el vaso—. El café de aquí me encanta, ¿a ti no?

—¿Has dicho que...?

—Por favor —dijo Lydia con un pequeño gesto del brazo—. Siéntate para que pueda explicártelo como es debido.

Wendy echó una ojeada a los camareros. Estaban ocupados gesticulando y quejándose de lo que consideraban una gran conspiración mundial para mantenerlos apartados de unas vidas asombrosas. Wendy volvió a sentarse en el taburete. Lydia la miró un buen rato. Wendy intentó sostenerle la mirada.

—¿Sabes qué? —empezó Lydia, ofreciendo una sonrisa cálida y natural y ladeando la cabeza—, soy la que mató a tu marido.

—No tiene gracia —dijo Wendy empalideciendo.

—Cierto, sí, en eso estamos de acuerdo, Wendy. Pero la verdad es que no pretendía ser graciosa. ¿Prefieres que te cuente un chiste? Estoy en una de esas listas de chistes de Internet. La mayoría son malísimos, pero de vez en cuando llega una perla.

Wendy estaba petrificada.

—¿Se puede saber quién eres?

—Cálmate un poco, Wendy.

—Quiero saber...

—¡Chist! —Lydia puso el dedo sobre los labios de Wendy con excesiva ternura—. Deja que te explique.

A Wendy le temblaban los labios. Lydia mantuvo allí su dedo un momento más.

—Estás desorientada. Lo comprendo. Deja que yo te aclare cuatro cosas. Primero, sí, soy la que metí la bala en la cabeza de Jimmy. Pero Heshy... —Lydia señaló la ventana en dirección a un hombre enorme, con la cabeza deforme—, él fue el que le hizo los daños previos. Personalmente, cuando maté a Jimmy, la verdad, me pareció que le estaba haciendo un favor.

Wendy sólo la miraba.

—Quieres saber por qué, ¿verdad que sí? Por supuesto. Pero en el fondo, Wendy, me parece que ya lo sabes. Somos mujeres de mundo, ¿o no? Conocemos a nuestros hombres.

Wendy no dijo nada.

—Wendy, ¿sabes de qué estoy hablando?

—No.

—Ya lo creo que lo sabes, pero te lo diré de todos modos. Jimmy, tu amado y difunto esposo, debía una gran suma de dinero a unas personas muy desagradables. En este momento, la cantidad es casi doscientos mil dólares. —Lydia sonrió—. Wendy, no pretenderás que no sabes nada de los infortunios de tu marido con el juego, ¿verdad que no?

—No entiendo... —Wendy tenía dificultades para formar las palabras en la boca.

—Espero que tu confusión no tenga nada que ver con mi género.

—¿Qué?

—Eso sería demasiado feo y sexista por tu parte. Estamos en el siglo veintiuno. Las mujeres pueden hacer lo que quieran.

—¿Tú... —Wendy calló; lo volvió a intentar— ...mataste a mi marido?

—¿Ves la televisión, Wendy?

—¿Qué?

—La televisión. Ya sabes, en la tele siempre que alguien como tu marido debe dinero a alguien como yo, ¿qué pasa?

Lydia calló como si realmente esperara una respuesta. Finalmente, Wendy dijo:

—No lo sé.

—Por supuesto que lo sabes, pero responderé de nuevo por ti. Mandan a alguien como yo, bueno alguien como yo varón, a amenazarlo. Luego, tal vez mi compañero Heshy, que está allí fuera, le daría una paliza o le partiría las piernas, algo así. Pero nunca le matan. Ésa es una de las normas de los malos de la televisión. «No se puede cobrar a un muerto.» Te suena, ¿verdad?, Wendy.

Esperó. Finalmente Wendy dijo:

—Supongo.

—Pero no funciona así. Pongamos por caso a Jimmy. Tu marido tenía una enfermedad. El juego. ¿Me equivoco? Te costó perderlo todo. La compañía de seguros. Había sido de tu padre. Jimmy se encargaba de ella. Ya no existe. Desaparecida. El banco estaba a punto de quedarse tu casa. Tú y tus hijos apenas teníais dinero para comer. Y ni así paraba Jimmy —Lydia negó con la cabeza—. Hombres. ¿Tengo razón?

Los ojos de Wendy estaban llenos de lágrimas. Su voz, cuando fue capaz de hablar, era muy débil:

—¿Así que lo mataste?

Lydia levantó la mirada, negando con la cabeza suavemente.

—Realmente, creo que no estoy explicándolo bien —dijo, y bajó la mirada; lo intentó de nuevo—: ¿Has oído alguna vez la expresión de que no se puede hacer sangrar una piedra?

De nuevo Lydia esperó una respuesta. Wendy finalmente asintió. Lydia pareció complacida.

—Bueno, pues de eso se trata. Me refiero a Jimmy. Podía dejar que nuestro Heshy le diera una paliza, se le da bien, pero ¿qué habría sacado con ello? Jimmy no tenía el dinero. Nunca habría podido reunir tanto dinero. —Lydia se sentó más erguida y levantó las manos—. Veamos, Wendy, quiero que pienses como un hombre de negocios, bueno, no, como una persona de negocios. No hace falta que nos pongamos feministas radicales, pero creo que al menos estamos obligadas a defender la igualdad.

Lydia dedicó otra sonrisa a Wendy. Ésta se estremeció.

—Bueno, ¿qué se supone que tengo que hacer yo, como persona de negocios? No puedo dejar pasar la deuda sin cobrarla, por supuesto. En mi oficio, esto es un suicidio profesional. Alguien debe dinero a mi jefe, y tiene que pagarse. No hay otra solución. El problema en este caso es que Jimmy no tiene un solo centavo a su nombre, pero... —Lydia calló y amplió su sonrisa— ...pero tiene esposa y tres hijos. Y trabajaba en seguros. ¿Ves adónde quiero ir a parar?

Wendy tenía miedo de respirar.

—Oh, creo que sí, pero lo diré otra vez por ti. Un seguro. Más concretamente, un seguro de vida. Jimmy tenía una póliza. No lo admitió enseguida, pero al fin... ya se sabe, Heshy puede ser convincente. —Los ojos de Wendy fueron hacia la ventana. Lydia vio el estremecimiento y disimuló una sonrisa—. Jimmy nos dijo que tenía dos pólizas, de hecho, de un total de casi un millón de dólares.

—O sea que... —Wendy se esforzaba por comprender— ...le matasteis por el dinero del seguro.

Lydia hizo chasquear los dedos.

—Acertaste, querida.

Wendy abrió la boca, pero no le salió nada.

—Bueno, Wendy. Deja que lo exprese claramente. Las deudas de Jimmy no mueren con él. Las dos lo sabemos. El banco sigue queriendo que pagues la hipoteca, ¿o no? Las empresas de crédito siguen acumulando los intereses de sus tarjetas. —Lydia encogió sus hombros pequeños, levantando las palmas de las manos hacia el cielo—. ¿Por qué tendría que ser de otro modo para mi jefe?

—No puedes hablar en serio.

—El primer cheque del seguro te llegará dentro de una semana. Para entonces, la deuda de tu marido será de doscientos ochenta mil dólares. Espero un cheque por esa cantidad ese día.

—Pero sólo con las facturas que dejó...

—¡Chist! —Lydia la silenció de nuevo con un dedo sobre los labios. Su voz se convirtió en un susurro íntimo—. A mí eso no me concierne, Wendy. Te he ofrecido la oportunidad de salvarte. Declárate en quiebra si hace falta. Vives en una zona lujosa. Múdate. Que Jack... es el que tiene once años, ¿verdad?

Wendy se sobresaltó al oír el nombre de su hijo.

—Bueno, que Jack se quede sin campamento de verano este año. Que trabaje después de la escuela. Lo que sea. Nada de esto me concierne. Tú, Wendy, pagarás lo que debes, y éste será el fin de la historia. No volverás a verme ni a saber de mí. En cambio, si no pagas..., mira bien a Heshy... —Hizo una pausa, observando como Wendy obedecía. Obtuvo el efecto deseado.

»Primero mataremos al pequeño Jack. Dos días después, mataremos a Lila. Si informas de esta conversación a la policía, mataremos a Jack, a Lila y a Darlene. A los tres, por orden de edad. Y cuando hayas enterrado a tus hijos..., escúchame bien, Wendy, porque esto es crucial, te obligaré a pagar.

Wendy no podía hablar.

Lydia dio un sorbo al café con un «ah» de satisfacción.

—Buenísimo —dijo, levantándose del asiento—. Lo he pasado bien charlando contigo, Wendy. Pronto volveremos a vernos. ¿Quedamos en tu casa, a mediodía, el viernes 16?

Wendy mantuvo la cabeza baja.

—¿Me has comprendido?

—Sí.

—¿Qué vas a hacer?

—Voy a pagar la deuda —contestó Wendy.

—Repito mi pésame más sincero —dijo Lydia con una sonrisa.

Lydia salió y respiró el aire fresco. Miró hacia atrás. Wendy Burnet no se había movido. Lydia la saludó con la mano y se reunió con Heshy. Él medía casi dos metros. Ella poco más de metro y medio. Él pesaba 125 kilos. Ella, 50. Él tenía la cabeza como una calabaza deforme. Los rasgos de ella parecían cincelados en Oriente sobre porcelana.

—¿Problemas? —preguntó Heshy.

—Por favor —dijo ella con un gesto de desprecio—. Pasemos a negocios más provechosos. ¿Has encontrado a nuestro hombre?

—Sí.

—¿Y el paquete ya ha salido?

—Claro, Lydia.

—Perfecto —dijo ceñuda; tuvo un presentimiento.

—¿Qué pasa? —preguntó él.

—Tengo una sensación rara.

—¿Quieres dejarlo?

—Ni muerta, Oso —contestó Lydia con una sonrisa.

—Entonces, ¿qué quieres hacer?

—Veamos cómo reacciona el doctor Seidman —dijo ella tras meditarlo.

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